Historia romántica de Lario, un estudio
LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA
La idea de involucrar también a Elisabeth King en la liga patriótica y reclutarla como correo se le ocurrió a Confalonieri, que era el más romántico de los tres. Le bastó con calcular el peso de los párpados de Elisabeth y el efecto de su aleteo en el ánimo de Domenico para entender que ellos dos, sin intervención alguna de cualquier otra fuerza de la naturaleza, eran perfectamente capaces de desencadenar una tormenta.
El marqués se citó con ella en la casa de sus padres, en la pequeña localidad suiza de Chiasso. Le dijo que su participación era necesaria por el bien del joven Fontana y, como era de esperar, sus palabras cayeron en terreno abonado y dieron el fruto apetecido.
—Escuche con atención, Elisabeth —le advirtió bajo el arco de rosas del jardín—. Domenico no debe conocer la identidad del correo. Sería tan peligroso para él como para usted. Como le he explicado al principio de nuestra conversación, en estos lances uno no puede fiarse de nadie. La única persona del mundo que nos consta que protegería nuestro secreto hasta las últimas consecuencias es usted. Porque lo ama. Sí. Lo ama con toda su alma. Jamás traicionaría a Domenico Fontana.
—Pero hay algo que no entiendo —dijo ella sujetándose en el tronco de un arbolito de cerezas—. ¿Qué haré para que Domenico no sospeche de mí?
—No se preocupe por eso. Nosotros organizaremos la cita. Él nunca sabrá con quién ha de reunirse.
—Pero cuando me entregue los documentos, me verá la cara.
—No si se la cubre con una máscara veneciana.
—¿Y después?
—Después deberá partir hacia Londres. Viajará sola con el pretexto de visitar a unos familiares. Entregará los documentos a nuestro contacto, que la estará esperando en el puerto de Dover, y regresará en el mismo barco a Francia, y de allí de vuelta a Suiza.
Se despidieron casi sin palabras. Una leve inclinación de cabeza, un suave beso en la mano, una media sonrisa. Confalonieri no había viajado en coche esta vez. Había preferido su purasangre negro y ninguna compañía.
Elisabeth lo siguió hasta la puerta y lo vio montar de un brinco. De pronto, una preocupación terrible le atravesó el pecho.
—Señor marqués —quiso saber—, si nuestro plan funciona…
—¿Sí?
—Domenico pertenece a la división del general Pino. Será uno de los soldados que sufrirá la emboscada. Morirá en combate, lo mismo que los demás jóvenes italianos.
—Él no morirá, Elisabeth, todo está previsto, no se torture.
Confalonieri salió al galope de vuelta a Como. Quería llegar a casa cuanto antes para poder viajar a Milán al día siguiente. Su mujer, Teresa, había organizado una fiesta para dar la bienvenida a Italia a los Morgan, protegidos y consentidos de los condes de Abercorn. Se reuniría allí con Visconti y Porro para contarles que Domenico Fontana ya formaba parte de la conjura. Que gracias a su reciente nombramiento como ayuda de campo de Pino tenía acceso a las órdenes secretas del general, puesto que él era el encargado, entre otras labores, de escribir al dictado las ocurrencias de su caudillo, estrategias estas que igual podían sobrevenirle de noche que de día, mientras dormía, paseaba o acariciaba a la Pelusina bajo el dosel de su cama. En cuanto una idea brillante se le pasaba por la cabeza al general, lo llamaba a gritos:
—¡Fontana, Fontana! ¡Pluma y papel!
Y su joven tocayo, siempre atento, aparecía como por arte de magia con una escribanía portátil, secante, pergamino y tintero incluidos, y ponía por escrito los planes bélicos de la armada italiana.
Aquella noche los condes constatarían que el espía estaba convencido y el correo preparado, la ocasión decidida —la velada de despedida de las tropas en Villa Garrovo unos días más tarde—, el itinerario claro, la noche oscura y el amor primero, el más alocado y temerario, asegurando el éxito de la conspiración.
Lizzy, pálida como un nevero de alta montaña, perdió el equilibrio y cayó rodando cuesta abajo. Sus hermanas la encontraron desfallecida entre las hortensias. Tenía las alas rotas, la piel azul y los ojos vidriosos. La llevaron a toda prisa a la fuente y sólo recuperó el sentido cuando entró en contacto con el agua fría.
ÚLTIMA CARTA DE DOMENICO FONTANA A ELISABETH KING
Te he visitado por primera vez en tu casa, Lizzy. He pedido permiso a tu padre, me he identificado como Domenico Fontana, y él, muy amable, me ha invitado a tomar una copa de brandy en vuestro salón.
Hemos hablado de cosas de hombres, de negocios y guerras, nada que pueda interesar a un espíritu puro como el tuyo.
Estabas en el jardín. Tus hermanas te sujetaban para que no salieras volando. Reíais y cantabais. Recogías flores en unos cestos de caña.
Por fin tu padre me ha permitido verte. Ha llamado a gritos: «¡Jane, Emily, entrad en casa!». Y me ha abierto la puerta de la calle para que saliera a encontrarme contigo.
Temblabas, Lizzy. Como los rosales cuando sopla el viento que precede a las tormentas.
«¿Qué haces aquí?», has protestado, como si no fuera lícito que te contemplara a la luz del día.
«He venido a despedirme. No quería que pensaras esta noche, en el bosque, que me había olvidado de nuestra cita».
«Jamás hubiera pensado algo así —me has dicho—. Habría creído que te habías muerto».
Te he contado, y has llorado, que mañana, al amanecer, partiré hacia Rusia. Soy un soldado, amore, eso es lo que soy.
Lo que no te he dicho, porque es alto secreto, es que lucho por ti. No por Dios, ni por la patria, ni por otros ideales ni por otras causas. Sólo por ti, que eres frágil y libre. No soportaría saberte esclava de nadie, obligada a abandonar tu bosque o convertida en criatura mortal.
Te juré que protegería tu vida con la mía y eso hago. Procura esconder tus alas hasta que vuelva, no sea que el sol las derrita o el viento las resquebraje y mantente alejada de las tormentas, los torrentes, las cascadas y, sobre todo, de la gente corriente que no sabe lo delicadas que son las hadas de estas aguas.