XIX

Nueva York, dos meses después

La isla de Manhattan había amanecido cubierta por una espesa capa de nubes que en algunos lugares eran blancas y brillantes y en otros sucias y grises, los charcos pisoteados por las manadas de gentes dispares que poblaban aquella ciudad de extraterrestres. Francesca Ventura salió del hotel Pierre amparada por el paraguas de un portero uniformado, el mismo que cada mañana, lloviera, nevara o hiciera sol, la acompañaba hasta el final de la alfombra roja y detenía el tráfico para conseguirle un taxi. Debía de estar un poquito enamorado de ella: de su metro ochenta, de su melena caoba y ondulada, de sus piernas largas, de su cintura estrecha y de sus tacones de aguja. De sus labios rojos, de sus gafas de sol, de sus buenos días con acento italiano y de su indiferencia enfermiza hacia todo lo que la rodeaba.

Todos lo estaban. Platónicamente enamorados de Francesca Ventura.

Su fotografía empapelaba la ciudad de norte a sur. Con el frasquito de perfume en la mano —la campaña mundial de Chipre Floral de Versace— y una lágrima deslizándose por su mejilla izquierda.

Aquella imagen la había tomado Richard Avedon el mismo día en que la joven modelo había aterrizado en el aeropuerto JFK procedente de Milán. Estaba previsto que la sesión fotográfica diera comienzo una semana después de su llegada a Nueva York, una vez se hubiera instalado en su nuevo hogar de la Quinta Avenida, cuando ya los sucesos de los últimos dos meses en Italia no fueran sino un lejano recuerdo del que nadie, por contrato, le volvería a hablar. Sin embargo, al descender por la escalinata del avión y respirar el aire frío de la ciudad en otoño, Francesca se había retirado las gafas de sol de los ojos y se había enfrentado cara a cara con la nueva luz que a partir de ese momento iluminaría su vida. Entonces, todos aquellos días envueltos en sombras que había pasado encerrada en el palacete renacentista de los Cossentino, en Florencia, donde había recibido las visitas del doctor Musatti (quien se empeñaba obstinadamente en convencerla de la no existencia de Claudia por mucho que la niña estuviera presente en todas y cada una de las sesiones haciéndole señales a su hermana desde detrás del médico), habían invadido su cabeza hasta provocarle el llanto. Y, cómo no, la lente del fotógrafo, que la esperaba a pie de pista para darle la bienvenida al nuevo mundo, había captado con una asombrosa precisión el instante en que una lágrima imposible de contener se había deslizado por su cara antes de estrellarse contra el suelo asfaltado del aeropuerto.

Ya no fue necesario organizar aquella producción millonaria de la que habían hablado tantas veces, ni de alquilar un helicóptero, ni de contratar al mejor estilista de la ciudad, puesto que aquella imagen espontánea de la chica llorando en la escalinata del avión, la melena al viento, la camisa de seda, la boca entreabierta en una expresión de asombro y miedo, resultó tan rotundamente perfecta que cualquier intento de mejorarla hubiera sido imbécil.

Así se lo dijo Avedon a Versace aquella misma tarde: «Imbécil», sólo que en inglés, que suena peor. Y el italiano optó por confiar en el genio de su amigo, como había hecho siempre, y ahorrarse la molestia de la superproducción. En su lugar, invitó a Francesca a acompañarle a todos y cada uno de los eventos a los que asistió durante aquellos intensos días de octubre, en parte para presentar en sociedad a su nuevo hallazgo y en parte porque no sabía qué otra cosa hacer con la italiana ahora que su presencia en Manhattan se había vuelto tan innecesaria.

De este modo, Francesca fue admitida en los círculos más exclusivos del poder y del lujo. Conoció a las grandes divas del cine, a las damas fabulosas de la sociedad neoyorquina, compartió mesa con los mejores partidos del mundo y coqueteó con los galanes del cine, la moda y la televisión que se daban cita en las noches locas del Studio 54. Se dejó llevar por la dolce vita y el dolce far niente hasta que se acostumbró a los excesos de una existencia ociosa, los asumió como propios, y se propuso probarlos todos, empezando por el alcohol.

Años después, Francesca llegaría a creerse su propia mentira: la de su inocente iniciación en la bebida por culpa de tal o cual sujeto sin escrúpulos que la convenció para que tomara una copa o dos a pesar de que ella jamás, en toda su vida, había sentido la menor inclinación por los licores.

Pero su romance con la bebida fue una decisión consciente y voluntaria que tomó al despertar de su primera borrachera en solitario y recordar claramente que había pasado la noche entera jugando a las cartas con Claudia. Hizo la prueba de volver a beber hasta perder la compostura y cuando volvió en sí comprobó que aún era capaz de tocar con la punta de los dedos la piel helada de su hermana muerta.

Desde entonces, bebía para encontrarse con ella en un lugar de nieblas entre esta vida y la otra, el limbo de los inocentes, donde no hay edad ni tiempo ni recuerdos ni dolores. Se tambaleaba por el pasillo de su hotel y no atinaba con la llave. La lengua se le volvía de trapo, la risa de boba. Olvidaba el inglés y regresaba al italiano, a su infancia triste y a los brazos de Claudia esperándola detrás de las cortinas.

Gianni Versace llegó a sentirse tan culpable que contrató a un equipo de relaciones públicas para que manejara el asunto, de modo que nada de todo eso saliera a la luz, y lo logró con creces, ya que la imagen pública de Francesca siempre fue la de una joven aristócrata italiana de reputación intachable y educación exquisita que posaba para Richard Avedon por diversión mientras cursaba sus estudios de literatura en la Universidad de Milán.

Hasta la propia Francesca se creyó el cuento. Llamaba a Versace «tío Gianni» y se le colgaba del cuello con la candidez de una niña buena que se deja arrastrar por la marea.

Aquel domingo había quedado con el calabrés para tomar el brunch en el Odeon. Su llamada telefónica, la tarde anterior, la había despertado de un pesado sueño en el que sentía que se ahogaba sin remedio en las profundas aguas de un océano muy negro. Efectos secundarios del vodka con naranja.

—¿Franchie?

—¿Mmm…?

—¿Has vuelto a beber, amore?

—Yo no bebo, tío Gianni, ¿quién te cuenta esas cosas tan feas de mí?

Versace la esperaba desde hacía más de una hora sentado a una solitaria mesa con un café frío, un periódico arrugado y una expresión de aburrimiento bajo la barba. Le gustaba vestir de negro: camisa de seda y chaqueta abierta, sin corbata. Francesca entró dando un portazo. Todas las miradas se clavaron en ella. Lo saludó en italiano, a gritos desde la puerta, y él la respondió de la misma manera, escandalosa y alegre, lanzándole piropos en su lengua cantarina. Después se besaron ruidosamente. Cualquiera habría creído que se trataba de una pareja de amantes, tal era la intensidad de sus abrazos. El la ayudó a desabrocharse los botones del abrigo. Debajo del chaquetón apareció un jersey tan diminuto y una falda tan corta que ya nadie despegó los ojos de aquel monumento de mujer durante las dos horas siguientes.

—Franchie, cara, me tienes muy preocupado —dijo Gianni, cogiéndole una mano entre las suyas—. Te estás volviendo una salvaje, tú que eras una niña buena e inocente. Y me haces sentir muy culpable. Si no fuera por mí, ahora estarías estudiando en Milán en lugar de ir de fiesta en fiesta.

—Pero a mí me gustan las fiestas —respondió Francesca—. Me gusta la gente que me presentas, acostarme de día, despertarme de noche, vestir bien, vivir en el Pierre. Tú me has hecho feliz, tío Gianni. No puedes imaginarte lo desesperada que estaba cuando me rescataste de esa casa horrible, con esa madrastra horrible. Deberías estar contento por mí en lugar de preocuparte tanto.

Sus conversaciones siempre comenzaban así. Versace disculpándose por haber arrastrado a Francesca a la perdición y ella agradeciéndole que la hubiera salvado de una muerte segura.

—Me habría muerto de aburrimiento. Habría asesinado a Margherita, te lo juro, con estas manos.

Era como un juego. Ambos necesitaban escuchar una y otra vez las mismas cosas para poder coger aire y seguir adelante.

Pero esa mañana de niebla, el italiano bullía en su asiento con una especie de picazón que ella captó de inmediato.

—¿Qué te ocurre?

—Tómate un café. Te necesito bien atenta.

Llamó a la camarera con un chasquido de dedos, como si estuviera en una trattoria de Calabria. Hay costumbres que no cambian.

—Dime, Francesca —dijo a continuación—, ¿qué tal llevas tu trabajo sobre lady Morgan? ¿Cuándo tienes que entregarlo?

La joven abrió mucho los ojos. Luego soltó una carcajada muy sonora. A esas alturas de la película, el único que todavía creía en aquel embuste del trabajo para la universidad era el pobre Gianni. ¿Cómo explicarle que en realidad ella jamás había tenido la menor intención de estudiar una carrera y que toda aquella investigación sobre la vida y milagros de lady Morgan tenía como único objetivo la planificación del crimen perfecto? Se habría sentido tan decepcionado y ella tan sucia por haberse aprovechado de la cándida confianza de Gianni en el género femenino que optó por seguirle la corriente con la esperanza de evitar defraudarle del todo. De cualquier modo, era posible que al fin hubiera llegado su hora. Lo de ir de fiesta en fiesta, de carambola en carambola, rebotando por las cuatro esquinas de la mesa de billar sin dar jamás con el agujero que andaba buscando empezaba a pesarle en el cuerpo y en el alma.

—Pues muy mal —reconoció—. Hace un par de meses decidí abandonar el estudio. Al final resultó que la historia era de lo más previsible. Un aburrimiento. La mujer se ahogó por accidente. Punto final.

—¿Entonces no fue un asesinato?

Francesca negó con la cabeza.

—Se la tragó el lago.

Llegó la camarera con el café.

—¡Qué pena! —respondió el calabrés—. Siempre es más interesante un crimen que un accidente. —Hizo una pausa muy teatral antes de continuar—: Sin embargo —dijo, misterioso—, en las películas policíacas suele haber casos cerrados que vuelven a abrirse a la luz de nuevas pruebas. En esto estarás de acuerdo conmigo, es el quid de la cuestión.

—Ajá.

Francesca frunció el ceño. No adivinaba qué se traía Gianni entre manos con tanto suspense.

—Bien. Entonces escucha con atención lo que voy a contarte.

Francesca, por una vez en la vida, guardó un silencio sepulcral. Había llegado su hora.

—Últimamente, he pensado mucho en ti. En cómo recomponer tu existencia de niña buena; que te has vuelto mala, Franchie, no me mires así. Jamás debiste abandonar los estudios. Cuando te conocí, andabas apasionada con ese estudio sobre lady Morgan… Te intrigaban las circunstancias de su muerte más que las de su vida y pasaste por alto algo fundamental.

Francesca se revolvió en su silla.

—Me refiero al escritorio en el que la dama escondía sus papeles íntimos. Cuando te pregunté por ella la última vez, no sé si lo recuerdas, Francesca, acababas de llegar a Nueva York, y me contaste algo de un cuadro muy valioso y un escritorio que había desaparecido de la antigua Villa Fontana.

—Sí.

—Pues hablé con Amalia Volonté, era clienta de mi madre, y me contó que los muebles de aquella villa, junto con sus obras de arte, se habían subastado a principios de los años setenta. El retrato de lady Morgan había alcanzado un precio de salida de varios millones de liras y había sido adquirido por una dama norteamericana, una tal Greta Bouvier, que se lo devolvió, quién sabe por qué, a la familia Volonté unos años después con la condición de que lo colgaran en Villa Mondolfo y jamás se desprendieran de él. Además, dispuso que si en algún momento vendían la casa y los nuevos propietarios no lo querían, el cuadro debía donarse a la National Gallery of Art de Dublín.

—¿Una filántropa? —supuso equivocadamente Francesca.

—Nada de eso —replicó Versace—. Resulta que la señora Bouvier es una de las mujeres de negocios más despiadadas de Manhattan. Siguiendo la pista que me diste sin darte cuenta —continuó el modisto— llegué hasta una persona muy cercana a ella. Ahora, escucha con atención la historia que voy a contarte, Franchie, no te lo vas a creer.

El relato que vino a continuación, sorprendente como era, tuvo consecuencias inesperadas para Francesca. Jamás olvidaría el brunch en el que la máquina del destino se puso en marcha con el ímpetu de una locomotora que la arrastró derechita al desastre, pero, eso sí, después de haberle dado a probar las mieles de la felicidad y habérselas arrebatado sin permitirle saborearlas a gusto.

Resultó que Gianni Versace había planeado cuidadosamente, durante días, un encuentro casual con el hombre de confianza de Greta Bouvier, un príncipe de Bulgaria que vivía en un edificio blanco a dos o tres calles de la mansión Bouvier. Se llamaba Boris Vladimir y había logrado convencer a todos los hombres de bien de la Gran Manzana de la necesidad de llevar pañuelo blanco en el bolsillo, gemelos de esmalte y zapatos italianos. No era mucho mayor que Greta, tendría unos sesenta años en aquel momento, y su fama de aristócrata le precedía desde el instante mismo en que, huyendo de la guerra, puso pie sobre suelo americano con un séquito de aduladores y una tarjeta de visita que llevaba impresa una corona real. Hizo traer su equipaje por valija diplomática, piano de cola incluido, en un carguero que partió de Nápoles y arribó a la costa yanqui una noche sin luna. Fue todo un acontecimiento aquel desembarco de baúles, muebles, porcelanas, cuadros, libros y lámparas de cristal de roca.

Greta se las ingenió para intimar de inmediato con Vladimir. Nada más instalarse ella en Nueva York en el año 51, lo invitó a tomar el té en la mansión Bouvier porque comprendió que, con sólo chasquear un dedo, aquel señor era capaz de abrirle de par en par las puertas de la alta sociedad. Desde entonces Greta y Boris habían sido uña y carne.

En los años ochenta, aún continuaba el búlgaro reinando en el mundo de las relaciones públicas y de la buena sociedad, gobernando la isla de Manhattan desde la sombra de sus dominios, decidiendo quién era alguien y quién no era nadie con sólo fijarse en el brillo de sus zapatos. Los de Versace, por su originalidad, le habían llamado la atención inmediatamente.

—Italiano —había afirmado Boris con la seguridad de Hércules Poirot o la de Sherlock Holmes antes de comenzar la conversación que reabrió el caso de lady Morgan.

Tal y como Versace había previsto, en cuanto le habló de su casa, Villa Fontanelle, a orillas del lago de Como, el príncipe le contó que había viajado en numerosas ocasiones a la encantadora ciudad de Lugano, muy cercana a Como, donde su buena amiga, Greta Bouvier, viuda de uno de los hombres más ricos de América, poseía una villa espléndida. Esta circunstancia propició una larga charla sobre la belleza de las montañas y los valles, las mansiones neoclásicas y su decoración fabulosa, tema en el que Versace era no sólo un experto, sino un amante apasionado.

—Algunos de aquellos muebles los ha traído mi amiga Greta a América. Yo quise impedírselo. La acusé de expoliadora de los tesoros de Italia. Le dije: «Eres como los ingleses. Una ladrona de guante blanco». Pero ella se rió sin más. Me respondió que desde hacía varios años hacía exactamente lo que le venía en gana, sin pararse a pensar en las consecuencias éticas o sentimentales de sus actos. Y que si tal o cual librería o tal o cual cómoda encajaba en su casa de Park Avenue, pues suya era para embellecer su rincón.

»Greta posee, por ejemplo —continuó el príncipe—, un escritorio del siglo XVIII, en madera de castaño, al que llama «secreter» porque dice que está lleno de cajoncitos diminutos y porque, al parecer, aún conserva en uno de ellos una carta antigua, fechada en 1812 y firmada por una tal lady Clarke, que era la hermana de una conocida escritora irlandesa de aquella época, lady Morgan, de la cual yo no había oído hablar jamás.

Según le contó a Francesca, el nombre de lady Morgan le había producido a Gianni Versace una sacudida eléctrica. Ahí era exactamente adonde quería llegar. Aquel escritorio de castaño, procedente de un lugar relativamente cercano a Como, había hecho el mismo viaje que Francesca y la esperaba con su tesoro escondido a escasos metros del hotel Pierre.

—¿Cree que su amiga la señora Bouvier tendría la gentileza de mostrarme esa carta? —le había preguntado Gianni a Boris Vladimir con una ansiedad mal disimulada en la voz.

—Es difícil —le había respondido el príncipe—. Greta es una dama muy celosa de su intimidad. No suele abrir las puertas de la mansión Bouvier a ningún desconocido y, por otra parte, conserva la carta con tanto cuidado que se diría que teme por su vida, como si en lugar de papel y tinta estuviera hecha de carne y hueso. No permite que nadie la saque del cajoncito del escritorio. Me ha confesado que prefiere mantener el secreto de su existencia antes que perderla en manos de algún museo o algún coleccionista, por mucho dinero que pudieran ofrecerle por ella. Dinero no le falta, ¿entiende? Greta no se mide por los mismos parámetros que otras personas. Estoy seguro de que el mismo demonio se las vería y se las desearía para conseguir tentarla con cualquiera de las armas que obran en su poder.

Dicho esto, Boris Vladimir dio por terminado el discurso.

La posibilidad de reencontrarse con la historia de lady Morgan quedó a un lado hasta bien entrada la noche, cuando Versace, recién recuperado de una pesadilla muy verosímil, en la que su joven modelo lo estrangulaba con un cinturón de cuero, había resuelto trasladarle el misterio a Francesca y lograr, como consecuencia de ello, volver a conciliar el sueño perdido.

—¡Tío Gianni! —exclamó Francesca, derramando el café—. ¡Si de verdad existe esa carta, tenemos que verla inmediatamente! Tienes mucha razón. Su contenido podría dar un giro inesperado a la historia de Sydney Morgan. Tal vez fuera asesinada después de todo. ¿Te lo imaginas?

El calabrés se río a carcajadas.

—Entonces, ¿se reabre el caso?

Francesca se mordió el labio inferior y se reclinó sobre el respaldo de su silla.

—Claro. Estoy a punto de morirme de curiosidad —respondió—. Pero no podré hacerlo yo sola —añadió, pensativa—. Necesitaré ayuda.

Guardó silencio unos instantes. A Gianni le dio la impresión de que su pensamiento levantaba el vuelo y viajaba a través del océano Atlántico hasta algún recóndito rincón de su memoria.

—Tú consígueme una cita con esa señora Bouvier y lo demás déjalo en mis manos —resolvió ella al fin.

Y después de besarlo con fuerza en la mejilla salió de aquel local a toda prisa, tropezándose con los clientes que le salían al paso.

Gianni la vio alejarse a saltitos, contenta como una colegiala a la hora del recreo, sin sospechar hacia dónde se dirigía. Unos metros más allá, Francesca entró en una tienda de licores y compró una botella de ginebra y otra de vodka, después llamó a un taxi y le pidió al conductor que la llevara al hotel Pierre.

Eran las dos de la tarde de un domingo lluvioso. Las mujeres del servicio de habitaciones habían retirado ya los restos del desastre de la noche anterior. Francesca se sentó descalza en el suelo, con la espalda apoyada en la cama. Abrió el vodka, dio dos tragos largos.

—Claudia —dijo entonces en voz alta—. Espero que esta botella te traiga de vuelta bien deprisa. Tengo algo muy importante que contarte.

Desde «el desafortunado incidente del jardín», Francesca sólo veía a su hermana de refilón y en contadas ocasiones —en sueños o en el delirio pastoso de las borracheras—, pero aquella noche Claudia volvió a la vida súbitamente, del mismo modo que se había esfumado de ella un par de meses antes. Todavía estaba mojada de los pies a la cabeza y tenía el pelo enredado, los ojos desorbitados y esa expresión suya de espanto que no perdía ni cuando fingía estar dormida para que Francesca detuviera su parloteo de loca y la dejara en paz.

Traía el libro completamente deshojado, sujeto por unas cintas, las páginas arrugadas y la tinta corrida. Sólo ella era capaz de leer aquella Historia romántica de Lario, un estudio, o de inventársela, como sospechaba Francesca, siempre fisgando por encima de sus hombros, que a la muerta le daban escalofríos cuando sentía su aliento en la nuca.

—Vaya, Franchie —le dijo mientras escupía los restos de verdín y lodo que se le habían depositado en la boca—, por fin te has acordado de mí.

Se sentó a los pies de la cama, con las piernas cruzadas y se puso a leer el libro, que se había abierto exactamente por el mismo lugar en el que lo habían dejado cuando niña y libro salieron volando por la ventana de Villa Margherita y se hundieron lenta y pesadamente en el lago.