XVIII

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

La tea ardiendo que había sido la pasión de Charles Morgan para el cuerpo inflamable de su esposa se apagó en cuanto Sydney se volvió de hielo. Tensa y fría, un témpano árido y cortante, compartía su cama con él porque no le quedaba otro remedio, pero no le permitía tocarla. Pasaban las noches cada cual en su lado del colchón, como Rusia y Francia, enemigos en pie de guerra.

Al principio, Charles había albergado la esperanza de que Sydney, si no era capaz de perdonarle, al menos pudiera llegar a comprenderle. Tampoco para él había sido plato de gusto recoger del suelo los restos del aborto, encontrar en el charco de sangre el muñequito arrugado que era su hijo y conservarlo en un frasco, como otro más de sus ensayos de laboratorio. Lo había llorado con inmenso dolor de padre, había besado el recipiente de cristal como si fuera la urna de sus cenizas y lo había velado durante horas antes de tomar la decisión tremenda de analizarlo.

Pero la mente científica es así, capaz de ir más allá, de dejar a un lado los sentimientos humanos. ¿Acaso no había experimentado el doctor Jenner con su propio hijo enfermo? ¿No le había estudiado después de muerto para entender los motivos de su fallecimiento? ¿Y no le había permitido su esposa que buscara el remedio para ese mal en lo más profundo de aquel cuerpo tan amado, con la es esperanza de que ninguna otra madre del mundo tuviera que soportar jamás el sufrimiento que la desgarraba a ella?

Todo esto le repetía a su mujer una y otra vez, hasta que comprendió que Sydney era incapaz de compartir sus razonamientos. Que le repugnaba hasta el sonido de su voz, no digamos el tacto de su piel o su pretensión de acariciarla. Si se acercaba más de la cuenta, ella se hacía un ovillo, las rodillas encogidas, la espalda curvada, y entonces a Charles le venía a la mente la imagen del cuerpecillo blanquecino flotando sin vida en el frasco de cristal.

Era una niña. Una pequeña Sydney Morgan que hubiera heredado la belleza de su madre, su imaginación y su voz de ángel. Y también, ¿por qué no?, la curiosidad del padre y su interés por la medicina. Habrían sido muy felices viviendo los tres en el cottage cercano a Baron’s Court que los Abercorn habían puesto a su disposición, con sus rosales trepadores, su caminillo de piedras, su chimenea caldeando el salón y su cocina de leña. Pasarían las largas veladas de invierno confortablemente sentados alrededor del fuego, tomando té con pastas mientras Sydney les relataba viejas historias de hadas y duendes de la misteriosa Irlanda y Charles la acompañaba con las notas de su guitarra española.

La estampa irradiaba calor, y no el frío glaciar que los asediaba ahora. Casi no se dirigían la palabra, casi no se miraban a los ojos. Sydney pasaba horas y horas asomada a la ventana de su gabinete observando a los Fontana disfrutar del verano, de las noches estrelladas y de las mañanas de sol.

Los chicos solían salir a pescar al alba en la barca de remos. Unos días los acompañaba el padre; otros sólo iban Domenico y su hermano León, ambos con las camisas abiertas, los pantalones remangados, las cañas y las redes, la piel tostada y el sudor.

Las niñas se ocupaban de las flores y de la huerta; los delantales bordados y los vestidos blancos. Daban largos paseos en la calesa abierta, con las sombrillas desplegadas y los rizos al viento, visitaban el mercado, asistían a misa y recorrían el corso de extremo a extremo, agarradas del brazo, las dos mayores tan rubias, tan alegres, tan llenas de vida, mientras la signora Fontana preparaba pannacotta ayudada por su hija menor, Luciana.

Daba la sensación de que Sydney había renunciado a su propia felicidad y sólo aspiraba a mendigar las sobras de la suya a aquellas personas desconocidas. Detrás de los visillos espiaba los movimientos de cada miembro de la familia y sólo abandonaba su observatorio cuando se acercaba el crepúsculo para bajar al embarcadero y esperar, candil en mano, el regreso de los pescadores. Los veía llegar a lo lejos y agitaba la luz, como un faro encendido, para mostrarles el camino de vuelta.

León se ocupaba de amarrar la barca y desenredar las redes. Domenico descargaba los cestos llenos de peces y jamás permitía a lady Morgan que lo ayudara.

—Señora, ni lo piense —le decía con un gesto muy pícaro—, no es trabajo para una dama mancharse las manos de pescado. —Y levantaba en alto la cesta para que Sydney admirara sus fuertes brazos—. No hay mejor recompensa que encontrarla aquí, esperándonos —le decía meloso—, como Penélope o Medea, o como cualquier diosa griega, bellísima, al final de la travesía. ¿Cuándo accederá a venir conmigo, los dos solos, a descubrir los secretos de este lago? Yo podría mostrarle los lugares más hermosos, los más apartados y misteriosos. Existen rincones en estas orillas que no conoce nadie; playas recónditas, bosques profundos, claros solitarios, donde podríamos ocultarnos de miradas curiosas y malas lenguas.

Entonces Sydney se sonrojaba y señalaba a León con la cabeza, pidiéndole sin palabras al galán: «Sé discreto, Domenico, ten piedad de mí».

—Mi hermano no entiende el inglés —continuaba él—, aunque sí se da cuenta de la fascinación que siento hacia usted. Esta fuerza no se puede dominar. Es ella la que me domina a mí.

—Calla.

—Me atrae como el imán al metal, me hace hervir como el fuego al agua.

—Calla, Domenico, por lo que más quieras.

—La deseo, señora, desde que la vi en la ventana. Sueño con su piel de oro, sus labios carnosos, su melena rizada, su cuerpo y su alma.

Estas cosas le decía Domenico con pequeñas variantes. La piel de oro era a veces de fuego, y los labios se podían morder, y el pelo era capaz de enredarse en sus dedos, pero el fondo era siempre el mismo: hablaba del cuerpo de Sydney como de un festín y, mientras lo hacía, sus músculos se tensaban, la carne se le ponía de gallina y la boca se le hacía agua.

Luego León pasaba entre ellos rompiendo el encantamiento y entonces Domenico y Sydney reparaban por primera vez en la presencia de la vieja Abbondia, santiguándose entre los arbustos.

—Lejos de sus maleficios —decía el galán.

Charles Morgan también observaba la escena, disimulando detrás de un libro abierto, desde la ventana del laboratorio. Sydney lo sabía, pero no le importaba lo más mínimo. «Sufre», pensaba, y eso le proporcionaba a ella una satisfacción malsana, dulce y ácida al mismo tiempo, que hacía más excitante si cabe el cortejo.

—Siempre ha sido una coqueta incorregible —le había advertido la dulce Olivia al doctor Morgan el día en que se conocieron—, pero no debes mortificarte. También ha mantenido a todos sus pretendientes a raya dándoles una de cal y otra de arena, y parándoles los pies cuando ha sido necesario. Puedo asegurarte que ninguno de ellos ha logrado jamás rozarle la piel, besarle otra cosa que no sea la mano o pasearle la vista más allá del tobillo. Creo que en eso consiste su éxito. En preservar su virtud y ser inalcanzable.

Pero poco consuelo encontraba ahora Charles en aquellas palabras, cuando ya la virtud de Sydney le pertenecía a él, no a ella, y, apesadumbrado, presentía que no sería capaz de conservarla durante mucho tiempo. Para su desgracia, Domenico Fontana era tremendamente atractivo, hablaba inglés con un seductor acento italiano, era más joven que él, más alto, más fuerte, más tentador y, además, estaba prohibido. Lo único que podía hacer el pobre Charles era arrastrarse como un gusano ante Sydney y permitirle que lo pisoteara mientras la felicidad se le escurría como el agua entre los dedos.

Y así se habría sentido indefinidamente si no se le hubiera ocurrido la idea más peregrina de su intachable historia. Fue una iluminación malvada que al principio descartó por despreciable, pero que, desesperado, una de esas tardes en las que su esposa había acudido a recibir a Domenico, se decidió a poner en práctica. Salió de casa sin hacer ruido, se ocultó entre los arbustos, se asomó al mirador, recorrió algunos metros a escondidas y, cuando la tuvo a tiro, agarró a Abbondia por la cintura, le tapó la boca con la mano y la sujetó muy bien mientras Domenico y Sydney cruzaban el jardín por el caminillo de piedra alumbrándose con un único candil. En cuanto las dos sombras desaparecieron de su vista liberó a la vieja, que ya lo estaba mordiendo y arañando como una fiera.

—¿Entiende el italiano? —le dijo, chapurreando aquel endiablado idioma.

Ella asintió, enfadada.

—Tengo un trabajo, un laboro, para usted —le dijo al tiempo que se llevaba la mano al bolsillo y sacaba unos billetes—. Es muy simple. Quiero que vigile a mi esposa, ¿entiende lo que le digo? Vi-gi-lar —repitió haciendo la señal universal de llevarse el dedo al párpado inferior y tirar de él hacia abajo— a mi esposa.

Abbondia sonrió. Tenía los dientes negros. Era una auténtica bruja.

—Y decirme dónde está en cada momento, dove si trova, y con quién.

—Su esposa es un demonio —respondió Abbondia escupiendo al suelo—. Va a por mi niño. Mi Domenico. Lo ha hechizado.

Charles reconoció sólo tres o cuatro palabras, pero le bastaron para entender que Abbondia aceptaba el trato.

—Pero no quiero su dinero —replicó ella—. Quiero que se marchen de aquí y no vuelvan más. Llévense sus frascos, sus ancas de rana, sus brujerías. Que Dios los castigue lejos de mi casa. Que cuando caiga el rayo que los parta en dos mis niños estén a salvo. Estoy cansada de exorcizar la villa, de salpicar las paredes con agua bendita, de ofrecer sacrificios a San Abbondio, de caminar descalza, de quemarme la punta de los dedos con teas encendidas para mortificarme. Que he rodeado su casa con cenizas de hierbabuena para no permitir a los malos espíritus atravesar el jardín, que he colocado crucifijos bajo las camas, que he puesto ristras de ajos en las ventanas y muérdago sobre las puertas. Que detrás de cada tapiz hay una escoba escondida, boca arriba, para que se marchen y que en la olla mezclo vino con sangre de rata para que no vuelvan. Demonios. Hijos de Belcebú.

—Nos iremos, Abbondia, en cuanto venza el alquiler. El último día de agosto —le respondió lord Morgan en inglés—. Nos esperan en Génova los condes de Visconti y los marqueses de Confalonieri. Hasta entonces, confío en usted para evitar una desgracia.

Selló el acuerdo con un apretón de manos —el odio es un idioma que no sabe de lenguas— y regresó a toda prisa al salón de su villa para recibir a Sydney en el silencio más absoluto.

Tuvo suerte Charles Morgan. El primer chivatazo de Abbondia no se hizo esperar. Dos días después del pacto, la vieja entró a trompicones en el laboratorio para contarle que había visto a lady Morgan subirse en una barca y remar hasta Villa Garrovo, donde la condesa Vittoria Pino la estaba esperando con los brazos abiertos.

Intrigado por aquella excursión de su esposa, Charles decidió acudir con los prismáticos del teatro ocultos entre la ropa para vigilar a las dos mujeres desde lo alto del templo de Hércules, no fuera a ser que el galán Fontana apareciera de pronto disfrazado de rey de Francia y hubiera que intervenir de urgencia.

A pesar de que el modo más rápido y lógico de llegar a Villa Garrovo era en barco —apenas diez minutos a remo—, prefirió tomar prestado uno de los caballos de la casa con la intención de dejarlo amarrado a una estaca en un recodo del camino y recorrer los últimos metros a pie para evitar ser descubierto por los Pino o sus criados. Sigiloso, subió la colina entre castaños y se escondió tras el templete neoclásico desde el cual se contemplaba una buena vista del jardín.

Al cabo de unos minutos de soledad y silencio, comenzó a cuestionarse lo improcedente de su comportamiento. Se dijo que, éticamente, eso de vigilar a una dama, por mucho que fuera su propia mujer y su virtud se viera amenazada por la existencia de un vecino guapísimo, era bastante reprobable. Más aún para una persona que, como él, se considerase un librepensador y defendiese a capa y espada los valores de la independencia, el autogobierno y el sufragio universal.

—Abajo el despotismo y la tiranía —le repetía a Sydney—. Inauguremos la era de la luz, la supremacía de la razón y de la ciencia. Aboguemos por el derecho a la libertad sin límites.

¡Qué incongruencia era ésta del escondite y los prismáticos! Si tanto amaba la libertad, ¿no debería empezar por concedérsela a Sydney? Y, sobre todo, ¿no era esa cualidad, la independencia, la que más admiraba en su esposa?

Pero entonces se figuró a su adorada Glorvina rindiéndose al asedio de Domenico Fontana y volvió a sentir la punzada de dolor que desde hacía días le atravesaba el pecho. «Los celos son más crueles que la más inhumana esclavitud», se dijo cuando desenfundó de nuevo los prismáticos obedeciendo las órdenes despóticas del peor de los tiranos.

En medio de esta lucha interna —ángel ilustrado contra ángel patán—, la puerta de Villa Garrovo se abrió por fin como un telón y al jardín saltaron tres personajes: un hombre y dos mujeres. Una de las damas era Sydney, disfrazada con unas cortinas de seda que apenas cubrían su cuerpecillo menudo. La otra era Vittoria Peluso, como en sus mejores tiempos de estrella en la Scala, sombrero de plumas y botas de mosquetero, bigote postizo y espada en ristre. El hombre vestía uniforme militar de la armada italiana y caminaba con una cojera profunda, una herida de guerra casi mortal. Se había vendado medio cuerpo —cabeza, brazo y pierna izquierda— y avanzaba detrás de las dos mujeres, apoyándose en un bastón de madera y marfil.

Charles notó perfectamente cómo se le erizaba el pelo. Las sienes le latían, el aire se le estancaba en el pecho. Dio por hecho que, con ese uniforme, aquel soldado no podía ser otro que Domenico Fontana disfrazado de herido, ya que el resto del ejército italiano estaba luchando en Rusia a las órdenes del general Pino.

Se frotó los ojos. Enfocaba mal. Las tres siluetas salieron de su campo de visión charlando animadamente y se internaron en el bosquecillo que quedaba a su izquierda. Entonces, Charles abandonó su escondite y, ágil como una alimaña, descendió la cuesta amparándose en la sombra de los arbustos hasta que logró acercarse tanto a sus presas que, agudizando el oído, pudo escuchar algunas palabras sueltas de su conversación.

—La estepa es tan ancha como el mundo —estaba diciendo el militar—. Es como un desierto verde. Cuando se levanta viento, las hierbas dibujan un oleaje idéntico al del mar. De lo profundo de su inmensidad se diría que saltan ballenas y delfines. Pero uno se fija bien y descubre que no son sino carromatos abarrotados de zíngaros que con sus cascabeles y sus panderetas cruzan el mundo de lado a lado.

—¿Cómo tienen los ojos las gitanas? —preguntó Sydney.

—Como los de los gatos —respondió el herido—, grandes y rasgados. Verdes, negros, profundos. Pobre del soldado al que lo miran esos ojos. No vuelve a ser el mismo.

—¿Y a ti? ¿Te hechizaron las zíngaras? —preguntó Vittoria con voz picara.

—Una de ellas me sonrió —respondió él—. Pero yo bajé la vista a toda prisa. Ambas sabéis que mi alma ya no me pertenece. Y no se puede robar algo que no se posee. La hechicera se dio cuenta. Agitó su pandereta ante mis ojos y se dio la vuelta.

—¿Eso fue antes o después de que te hirieran?

—Fue dos días antes. Los rusos nos estaban esperando detrás de las montañas, en el extremo de la llanura. Eran más de quinientos. Nosotros sólo cien. Estaban emboscados. Conocían el terreno. No hubo nada que hacer.

—¿Cómo supieron que atravesaríais el llano?

—Querida Sydney —respondió el herido—, a tu pregunta, la misma que me hago yo una y otra vez, no encuentro respuesta. Las órdenes eran secretas; el itinerario no lo conocíamos más que un puñado de hombres de confianza. Sólo existe una explicación, y es terrible.

—¡Alta traición! —exclamó Sydney horrorizada, cogiendo la mano del militar entre las suyas.

En ese momento al pobre Charles le dio un vuelco el corazón al observar el gesto cariñoso de su esposa hacia el hombre al que equivocadamente había confundido con el joven Fontana. Menos mal que entonces, para su sorpresa y alivio, la condesa Vittoria se acercó por detrás al herido y comenzó a acariciarle la cabeza y el cuello con manos amorosas. Acto seguido, se inclinó sobre él y lo besó en la boca con una glotonería tan obscena que Sydney se vio obligada a ponerse en pie y hacer mutis por el foro.

La escena que representaron los amantes a partir de entonces fue tremenda. Tanto que Charles Morgan decidió regresar a casa y esperar allí a su mujer con una mezcla de agitación, mala conciencia y alivio, una vez que se cercioró de que no era Fontana, sino Pino, el Domenico del jardín.

La pregunta de qué estaba haciendo el general Pino en Villa Garrovo en lugar de estar luchando en Rusia quedó flotando en el aire como uno de esos misterios en los que es preferible no indagar. Pero la palabra traición, ésa sí cayó sobre sus hombros con el peso de un mazo de plomo.

CARTA DE LADY CLARKE A LADY MORGAN

Londres, Great George Street, 20 de agosto de 1812

Querida Sydney:

Hermana del alma… Hace apenas unas horas entregué al correo una carta en la que trataba de consolarte por la pérdida de tu bebé y ahora, con la mayor de las angustias, te escribo esta otra para alertarte sobre una persona a la que pareces haber tomado mucho afecto durante tu estancia en Italia.

Estoy preocupadísima por ti, Sydney, y admirada por tu facilidad para meterte en líos. Desde niña siempre te las has apañado para estar en el ojo del huracán. Como aquella ocasión en la que le diste una paliza a uno de los acreedores de papá y terminaste prestando declaración en el juzgado, ¿te acuerdas? Bien cierto es que el señor Barrington se lo tenía muy merecido, era un sinvergüenza; pero, niña, a todos les asombró tu audacia; no levantabas ni metro y medio del suelo y eras, sin embargo, más brava y osada que un gallo de pelea. Aquel hombre te sacaba dos cabezas de altura y era más ancho que el armario de la ropa blanca. Recuerdo perfectamente que, subida encima de la mesa del comedor y armada con el atizador del fuego, le arreaste tres o cuatro mandobles que le doblaron por la mitad. ¡Cómo gritaba Molly, echándose las manos a la cabeza, creyendo que lo habías matado de un golpe!

En fin, Glorvina, no quiero distraerte del motivo de esta carta, la cual espero que llegue a tiempo de evitar alguna desgracia, así que, por favor, lee con atención lo que tengo que contarte.

Ocurre que de un tiempo a esta parte nuestra apacible existencia en Great George Street se ha visto alterada por la sobrecarga de trabajo del pobre Arthur, que cada día pasa más tiempo en el hospital militar y menos en casa. Como sabes, en estos momentos nuestro ejército libra batallas en tres frentes distintos. Las escaramuzas y los combates están a la orden del día. Los heridos, que se cuentan por centenares, llegan medio muertos a bordo de fragatas y barcazas procedentes del continente, muchos de ellos en un estado de tal gravedad que Arthur se desespera ante la impotencia de sus esfuerzos. Para empeorar todavía más la situación, se ha detectado un brote de viruela que mantiene aislada toda un ala del hospital. Muchos civiles, algunos niños y mujeres son enviados allí y puestos al cuidado del personal sanitario de la armada a pesar de que, en justicia, debería ser la medicina pública y no la militar la que atendiera sus casos.

Por este motivo, querida Glorvina, casi no veo a mi esposo. Pasa día y noche ocupándose de sus enfermos y regresa a casa en un estado de ánimo tan sombrío que ya no sé qué hacer para devolverle el buen humor.

Dicho esto, espero que puedas perdonarme cuando sepas que esta noche le he leído a Arthur una de tus cartas. Se me ha ocurrido que le serviría para olvidarse por un rato de sus problemas y viajar con la imaginación hasta el paraíso donde te encuentras.

Es curioso con qué rapidez olvidamos que existe la alegría. Es como el tiempo. ¿Quién recuerda, en medio del más crudo invierno, la luz y el calor de las largas tardes de verano? ¿Y quién piensa en el frío y la lumbre cuando se encuentra, como nosotros ahora, en medio de uno de los más agobiantes estíos? Pues lo mismo pasa con la felicidad: si por algún motivo se interrumpe, nos parece que se ha ido para siempre, que no habrá primavera después del invierno ni otoño al final del verano.

Tu carta, Glorvina, ha tenido por unos momentos el efecto de un bálsamo milagroso para mi querido Arthur. Se ha arrellanado en el butacón de la biblioteca, ha cerrado los ojos y ha escuchado placenteramente mi lectura con una sonrisa de satisfacción en la cara.

Pero entonces, ¡ay, Sydney!, al pronunciar el nombre de Domenico Pino, mi marido ha pegado un salto de varios centímetros sobre su asiento, al tiempo que ha proferido una grosería de tal calibre que no me atrevo a repetir, y menos por escrito.

—¡El general Pino! —ha bramado—. ¡No es posible que sea el mismo!

Me ha arrancado tu carta de las manos y ha proseguido su lectura en silencio, con cara de preocupación. Cuando ha terminado con la primera ha querido leer el resto de las cartas. Al principio, yo me he resistido por respeto a tu intimidad, pero él ha insistido de tal modo que al final no he tenido otro remedio que consentirlo. Me ha dicho que era cuestión de vida o muerte.

Mientras leía, dejaba escapar algunas exclamaciones de sorpresa. Yo le he preguntado: «¿Qué es, qué pasa?», pero él no ha querido darme ninguna explicación. Finalmente, se ha levantado, ha cogido el sombrero y el bastón, ha llamado al cochero y ha salido disparado hacia quién sabe dónde.

Antes de desaparecer de mi vista, Glorvina, imagínate la escena: yo, aterrada, con la pequeña Lucy llorando en mis brazos, suplicándole a mi esposo que me contara lo que estaba pasando. Arthur se ha asomado a la puerta del landó y me ha dicho: «Livy, amor mío, te ruego que escribas una carta urgente a tu hermana advirtiéndole que corre un grave peligro. Dile que no se mezcle con esa gente, los condes de Pino, o estará arriesgando inútilmente su vida y la de Charles. Mi consejo es que regresen cuanto antes a Inglaterra y que permanezcan al margen de intrigas y conspiraciones porque siempre acaban mal».

Es posible que éstas no hayan sido sus palabras literales. Puede que en lugar de «arriesgando» haya dicho «sacrificando», o en vez de «inútilmente», algo así como «imprudentemente». Pero la palabra «intrigas», ésa sí la ha pronunciado letra por letra, lo recuerdo perfectamente porque me ha atravesado el corazón como un cuchillo.

Las intrigas son terribles, Sydney, temerarias, mortales.

Por eso te ruego, princesa de Innismore, salvaje irlandesa, que si estás en peligro, te pongas a salvo aunque sólo sea por piedad hacia tu hermana Olivia, que te adora y no sabría vivir sin ti.

Ten compasión de mí. Imagínate el miedo que estoy pasando. Estoy sola en casa, los niños duermen, Arthur no ha regresado aún ni creo que lo haga antes del alba. No sé qué ocurre. Leo y vuelvo a leer tus cartas sin encontrar una pista que me indique por qué mi marido ha reaccionado del modo como lo ha hecho y no hago más que rezar pidiéndole a Dios que os proteja y os traiga de vuelta a casa sanos y salvos.

Ya amanece, Sydney, ya me despido de ti con el corazón encogido. Ya cierro este sobre y lo sello con lágrimas y besos. Espero que mi advertencia llegue a tiempo de evitar una desgracia: aléjate del general Domenico Pino, por lo que más quieras.

Por favor, respóndeme a vuelta de correo para que el alma me regrese al cuerpo y pueda volver a respirar, a dormir, a vivir.

Tu hermana que te adora,

Olivia Clarke

Hasta ese momento, Claudia había leído del tirón. Sin levantar la vista del papel, sin tomar aire, sin darle a Francesca la oportunidad de interrumpirla con alguno de sus absurdos comentarios. Pero, al llegar a ese punto, al final de la carta de Olivia Clarke, hizo una larga pausa, miró a su hermana a los ojos y cerró el libro con fuerza. Una nubecilla de polvo salió del interior de sus páginas viejas.

—Sigue, Claudia —le rogó Francesca.

—Si sigo ahora, es posible que ya no pueda detenerme, Franchie. La historia está llegando a su fin. ¿Seguro que quieres saber lo que le ocurrió a Sydney? Mira que eres muy impresionable, mira que luego no puedes conciliar el sueño.

—Sigue leyendo, Claudia, por favor.

Claudia obedeció. Abrió el libro por una página al azar, paseó la vista por encima de aquellas letras apretujadas y continuó leyendo, sin detenerse a comprobar si aquella historia conmovía el ánimo de su hermana o no. Qué mas le daba si ya todo se había cumplido. Si ya no había otro remedio que acabar de una vez.

Fue una lástima que el cartero se demorase tanto aquella semana. La misiva de Olivia Clarke tardó cinco días enteros en llegar a Como y, cuando finalmente lo hizo, era ya demasiado tarde. La doncella dejó el sobre cerrado en el escritorio, junto al resto del correo, sin imaginar que lady Morgan acababa de abandonar la casa en secreto.

Tal vez, de haber recibido a tiempo las advertencias de lady Clarke respecto a Domenico Pino, Sydney se lo hubiera pensado mejor antes de acudir a la llamada de su amiga Vittoria Peluso.

La nota en la que requería su angelical presencia, «disfrazada de Cordelia», se la entregó un cochero a primera hora de la mañana. Decía: «Domenico ha regresado de Rusia con una pierna destrozada y una tristeza muy honda. Ven, Glorvina, y ayúdame a curarle las heridas». Sydney no lo dudó ni un momento. Almorzó en silencio frente a Charles y después, mientras su marido dormía la siesta, soltó las amarras de la pequeña barca de remos que los Fontana habían puesto a su disposición y partió hacia Villa Garrovo.

Si la carta de Olivia Clarke hubiera llegado antes, quizá lady Morgan no se habría embarcado en solitario a bordo de aquel balandrito incapaz de hacer frente a las tormentas. O, en todo caso, habría tomado precauciones: un cochero que la esperara en la puerta, un barquero que la recogiera a tiempo de cruzar el lago sin incidentes o, quién sabe, tal vez un marido desesperado, dispuesto a cumplir todos y cada uno de sus deseos con tal de recuperarla.

Pero no. La princesa de Innismore acudió sola e indefensa a la cita, pasó la tarde en Villa Garrovo y, cuando quiso regresar a casa, se topó con la mayor tempestad jamás conocida en toda la historia de Lario: volaron tejados, se ahogaron gallinas, se perdieron cosechas y se hundieron barcos, entre ellos, el pequeño cascarón en el que viajaba Sydney Morgan.

Por su parte, Charles, de vuelta en Villa Fontana tras su inconfesable episodio de espionaje en el jardín de los Pino, soportó la tormenta como pudo; en parte preocupado por el paradero de su esposa y en parte confiado en que estaría a salvo en Villa Garrovo porque dio por hecho que Domenico Pino, todo un caballero, jamás le permitiría a una dama abandonar aquella casa en una tarde tan siniestra. Aguardó pues a que amainara el temporal para cronometrar la demora y calculó mentalmente que a eso de las nueve, a tiempo para la cena, oiría los cascos de los caballos del landó de los Pino trotando sobre el suelo de piedra de Villa Fontana. Entonces le haría frente a Sydney, ya estaba bien de tanta cobardía, y le preguntaría sobre aquella palabra —«traición»—, la única que había podido escuchar claramente de toda la conversación con Pino, porque no le cabía duda de que él era la víctima y ella la traidora, la que había echado por tierra el amor y la pasión y la dulzura sólo por gozar del cuerpo prohibido de Domenico Fontana. Tal es la ceguera de los celos.

Pero a las nueve sólo escuchó el carillón del reloj de pared. A las diez, la pregunta del cocinero: «¿Cenarán los señores?». Y a las diez y media, los latidos de su corazón resentido.

Se dio cuenta de que llevaba tres horas martirizándose con la imagen del cuerpo de Sydney entre los brazos de otro hombre. La soledad y la espera le estaban volviendo loco. Al filo de la medianoche perdió los papeles. Subió los escalones de dos en dos y entró en el gabinete de su mujer convencido de que en algún lugar de aquella habitación encontraría la prueba irrefutable de los amoríos de Sydney y el joven Fontana, de quien, por otra parte, tampoco había sabido nada en toda la tarde. Ni de Abbondia, la espía que probablemente jugaba a dos bandas ofreciendo información puntual a Domenico para allanarle el camino hacia Sydney mientras lo vigilaba a él con un ojo y a ella con el otro, en beneficio propio y de su consentido, la muy bruja.

Ya no sabía qué pensar ni en quién confiar. Se sentía solo, humillado, confundido. Únicamente le quedaba dar con la huella del amante entre las cosas de Sydney para poder enfrentarse a ella con motivos mejor fundados que la febril agitación de sus celos. Buscó el hilo de un botón, la pisada de un zapato, la nota escondida o el cabello arrancado. Revolvió cajones, abrió armarios, derramó tinta china, arrugó papeles, descolgó cuadros y leyó toda su correspondencia y sus diarios íntimos.

Entonces, por suerte o por desgracia, encima del escritorio donde aquella misma tarde lo había depositado la doncella, encontró un sobre cerrado. La carta de Olivia. La abrió sin importarle que Sydney descubriera más tarde su fechoría y leyó aterrado las advertencias de Arthur Clarke sobre los condes de Pino: «Dile a Sydney que no se mezcle con esa gente o estará arriesgando inútilmente su vida y la de Charles».

Aquellas palabras cayeron sobre el ánimo del doctor Morgan como un jarro de agua fría. En menos de un minuto de lucidez se dio cuenta de que por culpa de los celos había malinterpretado la situación. La pequeña Glorvina se había metido en un lío, sí. Pero no en uno romántico, como él había sospechado, con el vecino irresistible, sino en un asunto político de dimensiones desconocidas que de alguna manera explicaba la presencia de Pino en el jardín de Villa Garrovo.

«Diles que permanezcan al margen de intrigas y conspiraciones», les advertía Arthur desde Londres.

Si en lugar de abandonar la casa a toda prisa se hubiera parado a pensar, habría buscado a Abbondia para preguntarle si sabía algo más y quizá la habría encontrado entre los pucheros de la cocina. La vieja podría haberle contado que después de marcharse él de Villa Garrovo, ella había permanecido unos minutos más escondida entre zarzamoras y había escuchado una sorprendente conversación entre Sydney Morgan y Vittoria Peluso bajo el inmenso sicomoro del jardín. Que la Pelusina había hecho su reaparición sobre el césped vestida de mosquetero, bigote incluido, con los ojos desorbitados y la respiración agitada y había acorralado a la brava Glorvina contra el tronco del árbol.

—¡Calla y escucha, amiga mía! —le había dicho, tapándole la boca con su mano blanca—. Lo que te ha contado mi marido es cierto. La armada ha caído en una emboscada en Rusia y los militares creen que han sido traicionados. Han descubierto una trama en la que están implicados tus amigos los nobles y el joven Fontana y, además, Sydney, amiga mía, sospechan de ti.

—¿De mí? —La irlandesa había palidecido ante semejante revelación—. ¿Por qué?

—Por el simple hecho de estar casada con un inglés te acusan de espiar para Inglaterra. Antes, cuando hablabas con mi marido, tú no te dabas cuenta, pero él estaba tratando de sonsacarte información sobre la conspiración. Quieren encarcelarte. Te torturarán, Sydney, si no huyes cuanto antes.

Lady Morgan trató de hablar, pero Vittoria se lo impidió.

—Yo sé que eres inocente —dijo—, te conozco desde hace poco tiempo, pero tengo la sensación de que nuestra amistad es tan auténtica que puedo leer en tu alma como en un libro abierto. Sé a ciencia cierta que tú no has participado en la conjura, pero he sido incapaz de convencer a Domenico. Él no permitirá que volvamos a vernos. Piensa detenerte hoy mismo, Sydney. Tu única opción es abandonar esta casa, esta ciudad y esta tierra de locos. Yo te despejaré el camino, amiga. Distraeré a mi esposo para que puedas escapar. Súbete a la barca, vuelve a Villa Fontana, toma un carruaje y vete a Irlanda, princesa de Innismore, despídeme de Charles y no me olvides nunca.

Pero quizá no. También podría haber ocurrido que si Charles Morgan se hubiera entretenido en indagar sobre el paradero de Abbondia, habría descubierto que la vieja había desaparecido sin dejar rastro, llevándose con ella al joven Domenico Fontana, al galope ambos en una yegua blanca, y que los dos, hechicera y príncipe encantado, se habían internado en el bosque camino de Villa Pliniana porque por experiencia sabían que en las noches de tormenta, la deriva del lago solía arrastrar los restos de los naufragios hasta aquella orilla recóndita y solitaria.

Ambas opciones habrían sido válidas y ambas verdaderas, dado el extraordinario don de la ubicuidad de la vieja, pero, puesto que Morgan salió al rescate sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, nada de esto se supo hasta la mañana siguiente, cuando ya era demasiado tarde, el cuerpo de Sydney yacía sin vida en una cama empapada y Charles, con los ojos desencajados por la desesperación, se mecía de delante atrás en una silla a su lado.

Claudia continuó leyendo como si tal cosa, a pesar de que sus ojos habían perdido el brillo de la vida. Francesca cayó en la cuenta de que su hermana jamás pasaba las páginas. Permanecía siempre detenida en el mismo párrafo, estancada, incapaz de avanzar o de retroceder, paseando la vista una y otra vez sobre una sola línea, inventándose la historia a capricho, que si ahora me interesa que se muera, pues va y se muere. Y si quiero que resucite, pues vuelve a la vida, qué fácil.

—La salvaje Glorvina —leía Claudia sin mirar las letras—, irlandesa de nacimiento, había soltado amarras sin tener en cuenta que algunas veces la fuerza del viento no supera la de las corrientes de los lagos asesinos. Había remado a favor del viento, pero en contra del agua, y muy pronto había comprendido que jamás lograría alcanzar la orilla opuesta. Cuando sintió que los brazos se le acalambraban, que el estómago se doblaba sobre sí mismo y que le faltaba el aire, decidió dejarse llevar por la naturaleza, doblegándose a su voluntad, sin pensar que ésta pudiera ser la de devorar su cuerpo menudo.

»Así fue. Primero llegaron los empellones del viento y de las olas; luego, la lluvia torrencial, los rayos y los truenos, el balanceo de aquella barca a merced de las olas. Después vinieron el miedo y las oraciones, el recuerdo, a buenas horas, de aquel Dios que se había vuelto tan despiadado. Y, por último, el arrepentimiento, el recuerdo de su esposo Charles acariciándola entre las sábanas, las lágrimas desesperadas al entender que no lo vería más, al menos en esta vida, al menos con esta apariencia humana. Y que moriría sin despedirse de él y sin perdonarle, y sin pedirle perdón.

»Entonces se hundió. Y a medianoche el doctor Morgan encontró su cuerpo sin vida envuelto en un vestido blanco de muselina balanceándose con el ir y venir del agua. Traía tanta paz en la cara que todos dieron por hecho que había muerto acunada por las olas. Con los ojos verdes abiertos de par en par y los labios morados de frío, y la piel arrugada como la de una viejita, y el pelo negro todo enmarañado. Pero eso ya te lo había contado, Franchie, lo que pasa es que no me creíste. Dijiste que cómo iba a ahogarse lady Morgan siendo como era una nadadora tan hábil. Ahora lo entiendes, ¿verdad?

»A veces los asesinatos no tienen un autor humano. A veces es Dios el asesino a través de su creación, la naturaleza, y sus instrumentos los hombres, con sus equivocaciones, sus torpezas y su imperfección.

»Tú tenías siete años y eras buena, Francesca. La mejor de las dos. Yo no era más que una caprichosa. Te estropeé el regalo, la infancia, la vida. Me hubiera gustado pedirte perdón. Intenté hacerlo, pero la boca se me llenó de agua.

Claudia cerró el libro y lo apretó contra su pecho de trapo. Francesca los lanzó a los dos por la ventana: libro y fantasma. Cayeron describiendo una curva tremenda que partió de aquel balcón y terminó en el lago, a escasos centímetros del embarcadero, y que sobrevoló la escena de Margherita en el suelo, Stefano abanicándola y el doctor auscultando su vientre abultado.

Allí quedaron durante horas las páginas de seda y el recuerdo de Claudia con coletas, cinco años y mellas en los dientes, disolviéndose en el líquido negruzco de las aguas hasta que poco a poco dejaron de existir.

Se acabó Claudia. Se acabó el crimen.

Salió el sol.