Stefano se estremeció. En el fondo, siempre había temido que llegara ese día, incluso cuando se negaba a sí mismo lo que todos sabían y callaban. Pobre hombre, ciego ante la evidencia.
«Que nadie se atreva a insinuar siquiera que mi hija no está bien. Francesca es una niña feliz, una jovencita adorable. Ha sufrido mucho, es cierto; más desgracias y decepciones en menos de veinte años que cualquiera en toda su vida, pero es fuerte, es tenaz, todo lo superará, todo lo vencerá. Un día, ya lo verás, Margherita, amore, Francesca será capaz de perdonarme. Me volverá a querer, me volverá a hablar. Entiéndelo, de la noche a la mañana me convertí en el peor de los villanos. Ella qué sabía del sufrimiento, de la desolación, de la soledad, si le habíamos hecho creer que todo iba bien. Fue idea de Paola: "No le digamos nada a Francesca, pobrecita, con lo sensible que es, de nuestro amor agotado, que ya no nos queda ni una gotita de amor, que se nos ha derramado, que se nos ha convertido en lágrimas, en reproches, que ya no hay respeto, ni ganas. Mira, yo me voy a Florencia, con mis padres, unos meses, y nos pensamos qué hacer. Tú quédate en Milán, atiende los negocios, aparenta normalidad. Si alguien pregunta, le dices que estoy componiendo la obra de mi vida. Una ópera, un concierto, lo que se te ocurra, que necesito silencio, aislamiento, concentración. Que la ciudad es demasiado bulliciosa para una artista como yo. Y tú a lo tuyo, a las empresas, a tus asuntos". Y Francesca en la inopia, de casa al colegio, del colegio a casa, atravesando el peligroso límite de la infancia más sola que la una, como un barco a la deriva, la vela al pairo, el timón abandonado, las olas y los vientos empujándola de un lado a otro, dando tumbos por las calles vacías de esta ciudad de mala suerte. ¿Cómo pretendes que nos perdone, Margherita, si para ella no somos más que los dos traidores que le arruinaron el cuento de hadas? Vaya modo de despertar a la vida, darse de cara con su padre infiel y su amante secreta saliendo de un hotel a media tarde, cuando ella suponía que el mundo era de color rosa. Cuando, según todos los expertos, había superado ya los traumas de la infancia y era otra vez normal, si por normal entendemos libre de culpas y de reproches, la página en blanco, borrón y cuenta nueva. ¿Cómo va a perdonarnos, amore, si ni siquiera nos hemos perdonado tú y yo a nosotros mismos?
»Pues claro que no me habla. Dale tiempo. Dame tiempo. Yo también necesito expiar poquito a poco esta culpa. Si Francesca es diferente, una desgracia, nuestra desgracia, es porque tú y yo la volvimos loca. Locura transitoria, espero. De las que pasan como una tormenta de verano, descargando rayos y truenos, lluvias torrenciales, y luego dejan el aire más limpio que nunca, el bosque en calma, las aguas tranquilas, y todo vuelve a su cauce, todo fluye, naturalmente en paz.
»Algún día, Francesca se enamorará. Lo mismo que nos pasó a nosotros. Y tal vez entonces comprenda cómo es esta fuerza de indomable. Que por mucho que uno se resista, al final termina por caer, que de repente nada importa, nada se pone por delante, todo es secundario. Y llega un momento en que uno piensa: si nos descubren, que nos descubran. Si nos arruinan, que nos arruinen. Si nos odian, que nos odien. Porque todo da igual. No se ve más allá de los propios deseos, del propio egoísmo. No se ve siquiera el final de la calle, la calle estrecha del barrio estrecho de la ciudad estrecha por donde va dando tumbos una niña perdida, más sola que la una, en la inopia, y se encuentra de cara con la peor de las traiciones.
»No me digas que no es normal. Claro que es normal, amore, sólo nos hace falta tiempo, y paciencia, y serenidad».
—O sea, que usted es Stefano Ventura.
—El mismo.
—Pues es un placer saludarle, señor Ventura. Yo soy Gianni Versace y él es Richard Avedon, fotógrafo profesional.
Las presentaciones no eran necesarias. Stefano sabía de sobra quiénes eran aquellos dos hombres que habían aparecido en su salón como por arte de magia, sin previo aviso. Cualquiera que tuviera una mínima relación con la industria de la moda conocía perfectamente la fama de ambos: el calabrés entronado por la prensa internacional como el más vanguardista de los diseñadores y el neoyorquino considerado un genio, un artista capaz de hacer malabares con su cámara Nikon.
—A su mujer, Paola Cossentino, sí tuve el placer de conocerla en Milán —estaba diciendo Versace—. Es una belleza. Elegante y discreta.
Stefano se ahorró las explicaciones. Qué le importaba a aquel señor que Paola hubiera dejado de pertenecerle. Si en su día no leyó los periódicos, no iba él ahora a remover el lodo.
—Pero la que ha resultado ser una auténtica preciosidad es su hija Francesca —remató el modisto con un gracioso movimiento de manos. Richard Avedon asintió, muy serio, a su lado. Desplegó el papel fotográfico con la imagen de la niña, el susto en la mirada, la melena al viento, la Enciclopedia británica, y Stefano comprendió a qué se referían los dos artistas que tenía enfrente.
—Francesca es especial —dijo Avedon con cierto temblor en la voz—. Tiene mucha vida interior, un mundo oculto al que sólo ella tenía acceso… Hasta que lo he retratado yo.
Se sentaron frente al padre. Los verdugos apuntando al reo de muerte. Un pelotón de fusilamiento. Stefano se retorcía de miedo en el sofá. Le aterraba imaginar lo que vendría a continuación.
Richard Avedon había descubierto algo que no era capaz de identificar. Para él, se trataba sólo de un retrato inquietante; algo así como la sonrisa enigmática de la Mona Lisa, que si hombre, que si mujer, que si feliz, que si desgraciada. Para Stefano Ventura, en cambio, era la prueba irrefutable de todo lo que se negaba a aceptar. Su hija no estaba bien. No hacía falta que se lo demostraran con una fotografía. La mirada ausente de Francesca, más pendiente de las criaturas que poblaban su cabeza que de las cosas reales, esa desviación casi imperceptible de los ojos, el derecho un poquito hacia fuera, el izquierdo hacia arriba, que sólo le notaba él de vez en cuando y que con tanta precisión había captado la cámara. Ese ligero temblor de las manos, ese rictus de los labios, esa actitud de animalillo acorralado que tanto le dolía cuando lo encontraba en ella y que pretendía apartar de sus preocupaciones pretendiendo que carecía de fundamento real. Todas esas tragedias las había retratado Richard Avedon sin proponérselo.
—Francesca no está bien —reconoció Stefano Ventura después de tantos años negándolo.
Pero Versace y Avedon no quisieron escucharle. O no supieron. Comenzaron a parlotear como dos papagayos, arrebatándose el uno al otro el uso de la palabra, solapando proposiciones descabelladas, planes absurdos sobre campañas de publicidad, portadas de revistas, exposiciones en el Solio, catálogos de moda y calendarios.
—¡Basta! —exclamó Stefano, levantándose de repente—. Les agradezco su visita. Todo esto resulta muy halagador. Pero, por favor, olviden a Francesca. Olviden esta casa y esta familia. Destruyan esa fotografía. Márchense. Déjennos en paz.
Ante la violenta reacción de Stefano los dos hombres se quedaron helados. Paralizados por la sorpresa, no supieron qué decir. El silencio se fue extendiendo entre ellos como un mar de hielo que cada vez se hacía más y más profundo, hasta que al cabo de unos minutos de frío cortante Versace y Avedon salieron de Villa Margherita todavía en estado de shock. Antes de despedirse de su propietario con una palmada en la espalda, dejaron caer, como por descuido, la tarjeta de visita con sus datos, por si Stefano Ventura recobraba el juicio y se arrepentía de haberlos expulsado de su futuro sin haber aprovechado la oportunidad que le negaba a Francesca. ¿No se daba cuenta de que una modelo internacional, más que una actriz de cine o una princesa de cuento, alcanzaba la fama con sólo chasquear los dedos, ganaba millones, se instalaba en lo más alto del mundo, era recibida por los poderosos, disfrutaba de todos los placeres y de todos los lujos, se casaba con un aristócrata, se convertía en la reina de todas las repúblicas? ¿Qué más podría desear un padre para su hija?
Stefano Ventura se enjugó las lágrimas en el pañuelo de seda que siempre llevaba a mano. Se levantó con gran trabajo del sofá. Tomó aire, recobró el valor que le permitió avanzar por el salón, empujar la puerta, salir al jardín y llamar a Margherita con un hilo de voz para volver a refugiarse en su abrazo, como cada vez que le fallaban las piernas, y el coraje, y el ánimo. Pero nadie respondió a su petición de socorro.
—¿Margherita? ¿Amore?
Sólo silencio.
—¿Princesa? ¿Vida mía?
Sólo silencio.