XIV

Margherita caminaba distinto desde que sabía que esperaba un hijo. O tal vez era el modo con el que Stefano la sostenía por la cintura, más protegida que antes, meciéndola de lado a lado, apoyándola en su cadera, como en un tango argentino, por el mirador. Llevaban tanto cuidado esos dos… —¿cómo había dicho Sydney Morgan?— ¡pánfilos!, que parecía que se les iba a derramar un líquido valiosísimo si no se andaban con ojo.

Francesca y Claudia habían tomado la decisión de permanecer encerradas en su cuarto, espiando desde detrás de los visillos, a la espera de que los acontecimientos se precipitaran por sí solos. De un momento a otro, en cuanto la policía investigara las causas del accidente y encontrara los pedacitos de la barca de remos en la que la tonta de Claudia, a los cinco años, había escrito sus nombres, irían a buscarlas, a acusarlas de homicidio involuntario o de imprudencia temeraria. La cárcel inevitable para Francesca por haber cumplido ya los dieciocho años, un reformatorio para Claudia, cada una en una esquina de Italia. Mamá en Florencia, papá en Milán hechizado por la bruja mala, la criatura creciendo en el vientre de Margherita, lista para salir a la luz y ocupar el puesto que ellas iban a dejar vacante.

—¿Por qué dices que no tenemos prisa, Claudia? ¿Cuánto tiempo crees que nos queda? —quiso saber Francesca cerrando el libro con brusquedad. El ulular apagado de las sirenas al fondo, el sonido del motor de los helicópteros, los murmullos de la gente de Moltrasio camino de Como, ávidos de emociones fuertes en medio de la calima estival —¿quién dijo que en ese lago nunca pasaba nada?—, llegaban hasta su balcón, impertinentes, acusadores.

—Diremos que no sabemos nada. Que estábamos en casa, dormidas. La barca pudo soltarse sola. Las corrientes pudieron arrastrarla hasta allí. La mala suerte.

—¿Y los remos, idiota? ¿Cómo vamos a explicarles lo de los remos?

—¡Bah! De los remos no debe de quedar ni una astilla. El incendio era espectacular, Franchie, lo que pasa es que no quisiste verlo. La columna de fuego subía hasta el cielo. Era como un edificio de siete pisos. ¡Y el humo! Negro negrísimo. Ahí no queda ni una prueba. Te lo digo yo.

—Olía mal —recordó Francesca pensativa.

—Sí. A gasolina y a goma.

—Y a carne quemada.

Lo malo de esperar a que las cosas sucedan, sin intervenir en ellas nada más que para asombrarse por las consecuencias imprevistas de los actos imbéciles de los demás, es la sensación de cuarentena que provoca. Francesca, de brazos cruzados, asomándose de vez en cuando al balcón, se sentía igual que Sydney Morgan durante su encierro: atrapada y angustiada.

Pobre Dios, también atado de pies y manos, contemplando a los hombres meter la pata sin poder hacer nada por remediarlo. Maldito libre albedrío y maldita autonomía humana. Seguro que se había arrepentido Dios de aquella concesión absurda y se moría de ganas de imponer su voluntad para el bien general. Pero no. Se había comprometido a observar de reojo, con el gesto torcido y el estómago revuelto, mientras sus criaturas se equivocaban a lo bestia.

Claudia canturreaba a sus espaldas. Todavía a veces jugaba con muñecas. Las peinaba con un cepillito de juguete y las perfumaba. Luego las colocaba a todas en fila apoyadas en la almohada. No iba a crecer nunca Claudia. Sería un lastre toda su vida. Una cruz.

Para Francesca, cargar con el peso de su hermana empezaba a resultar insoportable. Se daba cuenta de que cada vez le costaba más trabajo acatar sus ideas absurdas, sus caprichos de niña consentida. Que si nísperos maduros, que si flores arrancadas, que si matar a Margherita en el momento más inoportuno…

Le había sugerido que recapacitara un poco ahora que sabían que la bruja estaba preñada, y nada. Como si oyera llover. La misma indiferencia.

Pues tal vez aquella niña, porque era una niña seguro, merecía vivir. ¿Y si después de todo resultaba ser humana? Quizá, con un poco de suerte, Margherita le permitiera acunarla entre sus brazos, enseñarla a caminar, sentarla sobre sus hombros y llevarla al cine, cantarle canciones alegres, contarle cuentos de hadas. ¿Y si Dios había decidido concederle una segunda oportunidad también a ella?

El balcón del cielo debía de estar rodeado de nubes blancas, los rayos del sol cayendo sobre la tierra baldía, y ahora, por una vez, parecía que la iluminaran sólo a ella; a Francesca Ventura, de las dos, la buena. «A la buenaventura, si Dios te la da, si te pica la mosca, ¡ráscatela, ráscatela!», les cantaba Claudia a sus muñecas.

Mira que era mala Claudia. Y qué absurdas eran sus canciones.

—Oye, Claudia —dijo Francesca sin volverse hacia su hermana—. Estoy pensando que a lo mejor, si decimos que fuiste tú la que soltó la barca, como eres menor de edad, pues no te pasa nada. Podemos contarles que la cuerda estaba podrida y que no te diste cuenta de que se había roto.

Luego las corrientes, que hay muchas corrientes en este lago, la llevaron por mala suerte a Como. Charles Morgan tenía razón. Algunas veces las personas somos inocentes. Meros instrumentos de la voluntad de Dios. Y la naturaleza es muy sabia, con sus cuerdas podridas, sus corrientes traidoras, sus aguas profundas. Algunas desgracias ocurren porque sí. No hay culpables.

Claudia continuó canturreando sin inmutarse. Francesca se giró. Allí estaba Claudia, con cinco años recién cumplidos, peinando a sus muñecas con un cepillito de plástico. Haciéndose la sorda.

Francesca comprendió entonces que algunas de las cosas que le decía a su hermana no las pronunciaba con palabras, sino con pensamientos. Y, sin embargo, Claudia lo escuchaba todo, lo sabía todo. Era verdad. Por mucho que cerrara los ojos no dormía nunca. Era como una mala conciencia: no descansaba jamás.

—¿Me has oído? —le preguntó.

—Sí.

—Tú eres una niña y yo soy una mujer. Ahí está la diferencia. Tus errores no cuentan. Los míos, sí.

Claudia reaccionó por fin. Se giró hacia su hermana con una violencia inesperada. Las manos crispadas, el ceño fruncido, la boca torcida.

—Me vas a echar a mí la culpa. De todo —le escupió sin levantar la voz—. No sólo del accidente, sino también del asesinato. Te lo veo en la cara. Te lo escucho en la cabeza. Estás pensando que en cuanto nazca la niña vas a matar a Margherita con tus propias manos, sin contar conmigo. Y luego me vas a acusar a mí, que por ser menor de edad no iré a la cárcel. Vendrás a visitarme al reformatorio o al hospital psiquiátrico, y traerás contigo a nuestra hermana, vestida con un abriguito de piqué y capotita a juego, me contarás lo feliz que está papá, libre por fin de la bruja y sus maleficios, cómo lo cuidas tú, ahora que eres la única mujer de la casa. Madre, hija y hermana ejemplar, Francesca Ventura, lo dirán en los periódicos.

—No…

—Pero mira, Franchie, qué pena. Asómate a la ventana. Ya vienen a por ti. Está llegando un coche. Se detiene en la calle. Le abren la cancela. Pasa. Rueda. Aparca junto a la puerta. Se bajan dos hombres y los llevan al salón. Preguntan por papá. Te buscan.

Francesca sintió que el corazón se le desbocaba. Era cierto. Lo vio desde el balcón. La doncella salió al jardín con cara de susto y localizó a Stefano con la mirada. Estaba leyendo junto a Margherita bajo la sombra de la parra.

Se acercó a toda prisa, lo llamó —«señor, señor»—, él se sobresaltó, se levantó de un brinco, acarició la cara extrañada de la bruja, la convenció para que se quedara allí, que no se moviera, que no se preocupara, que regresaría enseguida y entró en la casa para enfrentarse a los dos hombres que venían en busca de Francesca Ventura, con algo muy serio, muy gordo, que cambiaría su vida para siempre.

—Ahora sí tenemos prisa —dijo Claudia, acercándose a la ventana y rodeando a su hermana con un brazo muy flaco—. Se acabó el tiempo. Si queremos deshacernos de Margherita, sólo nos queda un minuto. El que tardarán esos tipos en contarle a papá tu última hazaña.

—Pero todavía no sabemos cómo murió lady Morgan.

—Yo sospecho que alguien la empujó del mirador al lago —respondió Claudia.

—Imposible. Sydney sabía nadar.

—Sí, pero antes de empujarla, le golpearon la cabeza con un remo o con algo similar. Mira —añadió, tomándola de la mano y poniéndola ante el espejo—. El jarrón de sus flores servirá. Bajas corriendo, te acercas por detrás, le rompes esto en la cabeza y luego la arrastras hasta el embarcadero y la tiras al agua.

Francesca se estremeció.

—Sabrán que he sido yo —protestó—. Tanto planear el asesinato perfecto para que al final resulte tan burdo. Para este crimen no hacía falta investigar la muerte de Sydney Morgan, que si el marido, que si los condes, que si un vampiro, que si una bruja, que si un amante, que si un suicidio. Bastaba con hacerlo y ya. Menuda pérdida de tiempo, Claudia. Si lo llego a saber, la mato el primer día. Cuando todavía no estaba preñada. Me van a condenar de todas formas…

—No, Franchie —sonrió Claudia en el espejo—. Les diremos que lo he hecho yo. Soy una niña, ¿recuerdas? Mis errores no cuentan. Haga lo que haga, soy inocente.

Francesca obedeció, como siempre. Agarró el jarrón que le señalaba Claudia y bajó sigilosa por la escalera, despacito, de puntillas, atenta a cualquier sonido procedente del salón, donde ya Stefano recibía intrigado a aquellos dos hombres que venían preguntando por Francesca Ventura, qué cosas, con un portafolios y un montón de papeles en los que aparecía su nombre, con un espacio en blanco para la firma. «¿Es usted el padre de la chica?», decía uno, y Stefano asentía sin saber muy bien qué vendría a continuación.