Historia romántica de Lario, un estudio
LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA
En el verano de 1812 el Imperio francés navegaba por aguas turbulentas. El todopoderoso Napoleón Bonaparte todavía dominaba media Europa, pero era evidente que, de un tiempo a esa parte, algunos de sus súbditos y aliados estaban sacando los pies del tiesto de una manera bastante molesta. Por un lado, estaban los españoles, que, auspiciados por los ingleses, se habían levantado contra el Imperio y no abandonaban sus ansias de independencia a pesar de la sangrienta represión ejercida por las tropas enviadas desde París. Y por otro, la Rusia del zar Alejandro se había negado a continuar respaldando el bloqueo contra Gran Bretaña impuesto por Bonaparte y había reabierto el comercio prohibido con la corona británica con la excusa de que sus campesinos se morían de hambre por falta de suministros y capitales.
Con dos frentes abiertos al mismo tiempo, y dado que la mayoría de las tropas imperiales se encontraba luchando en España, se le ocurrió al emperador la gloriosa idea de enviar a Rusia un ejército artificial, cosido de retales, en el que incluyó, cómo no, a la recién nacida armada italiana, al frente de la cual nombró ni más ni menos que a su hijastro, Eugéne de Beauharnais, virrey de esas tierras. Y resultó que uno de sus generales más valientes se llamaba Domenico Pino y vivía con su esposa, Vittoria Peluso, en Villa Garrovo, cerca de Cernobbio, a orillas del lago de Como.
En aquel tormentoso verano de 1812, exactamente el 2 de julio, la noche antes de partir hacia la lejana Rusia, quiso el general Pino despedirse de sus vecinos más ilustres y organizó una fiesta a la que invitó a lord y lady Morgan porque así se lo exigieron Visconti y Confalonieri.
A pesar de sus recelos hacia aquel general afrancesado al que culpaban de la jugarreta de Napoleón —que después de alimentar sus ansias de autogobierno con la patraña aquella de «igualdad, libertad y fraternidad» había tenido la desfachatez de autoproclamarse rey de Italia dejándolos a todos boquiabiertos, estupefactos y con la sensación de haber caído en el timo más pueril de la historia del mundo—, tanto Visconti como Confalonieri habían respondido afirmativamente a la invitación del general Pino con tal de no discutir con sus mujeres. Eso sí, como venganza encubierta, lo habían forzado a convidar a aquellos dos ingleses recién llegados a Italia: lord y lady Morgan, nobles y cultos, sí, pero ingleses al fin y al cabo, cuya presencia en la velada no podía tener más explicación que la de incomodarle.
En el embarcadero de Villa Fontana, iluminado con espectaculares lámparas de aceite, esperaban ya Sydney y Charles elegantemente ataviados con la sobriedad propia de los británicos —chaleco sin adornos, él; camafeo, ella—, escoltados por el mayor de los chicos de los Fontana, el joven Domenico, que vestía el uniforme de la armada italiana: pantalón blanco, casaca azul forrada de rojo, bandas de seda blanca cruzadas sobre el pecho, botas de caña y chacó de piel calado hasta las cejas con una enorme pluma roja en lo alto. A pesar de su juventud, el muchacho poseía un atractivo innegable. Era claro de piel, alto y fuerte, y sus ojos, del mismo azul verdoso que el agua del lago, transmitían una autoridad extraña porque su mirada era la de un alma vieja atrapada en el cuerpo de un niño.
En cuanto atracó el barco, Domenico Fontana ayudó a Sydney Morgan a embarcar tomándola con seguridad de la mano que ésta le tendía y, al depositarla junto a las dos Teresas —Teresa Casati de Confalonieri y Teresa Trotti de Visconti—, le regaló una sonrisa picara que no pasó desapercibida al pobre sir Charles, el cual no tuvo más remedio que encogerse de hombros y hacerse el desentendido.
—Este joven, Domenico Fontana, me recuerda una barbaridad al David de Miguel Ángel —dijo Teresa Casati, abanicándose sin recato.
—Sé perfectamente a lo que te refieres —le respondió la marquesa de Visconti, que no había podido quitarse de la cabeza el cuerpo desnudo y perfecto de aquel gigante de mármol desde que lo viera por primera vez en Florencia y descubriera extasiada la belleza masculina en estado puro.
Lady Morgan no dijo nada, pero inconscientemente persiguió con la vista la sombra de aquel soldado por la cubierta hasta que se perdió en la noche. Entonces se cruzó con los ojos de su esposo, que la estaban vigilando desde la proa del barco. Tenía esa mirada acusadora de los celos y tierna de los amantes secretos y sintió una punzada de culpa por ser tan voluble y casquivana. Bajó la vista. Se ruborizó.
—Oh, querida Sydney, espero no haberte ofendido —dijo Teresa Casati al notar su incomodidad—. No era más que una broma sin malicia.
—Es posible que para una recién casada resulte algo violenta tu observación —señaló la Trotti—. Habrán de pasar algunos años, amiga —dijo dirigiéndose a la irlandesa—, para que encuentres el justo equilibrio entre el amor sereno, que consiste en el dominio de la voluntad sobre las pasiones, y la sana admiración de la anatomía masculina. Observa a mi esposo y comprenderás lo que quiero decir.
Carlo Arconati Visconti había llegado a esa edad indefinida en la que los hombres se abandonan físicamente. Su afición a la buena mesa lo había dotado de una enorme barriga que subía y bajaba al ritmo de su respiración pesada. Caminaba con cierta dificultad, ayudándose con un bastón de marfil, y su rostro, amable, se congestionaba de tal modo con cualquier pequeño esfuerzo que parecía que iba a estallar como un globo.
—Pues le adoro —continuó Teresa Trotti después de la pausa con la que permitió a Sydney disculpar su aparente frivolidad—. Jamás lo cambiaría por ningún otro. Ni siquiera por el joven Fontana, por muy tentador que sea.
Tenía razón. Sydney entendía perfectamente lo que quería decir la marquesa y, sin embargo, cuando esa noche soñó por primera vez con los ojos azules de Domenico, se sintió mal. Traidora e infiel, por mucho que se repitiera a sí misma que los sueños son incontrolables.
—Sólo si muriera, que Dios no lo permita —añadió Teresa Casati.
—Eso cambiaría las cosas —concedió Teresa Trotti.
—Pero, en caso de enviudar y de volver a comprometerme en matrimonio, jamás escogería dejándome llevar sólo por la atracción física —continuó la marquesa—. Tendría más en cuenta otros factores.
—La posición, la renta, el linaje —enumeró la Trotti.
—Exacto —asintió ella—. Lo mismo que Vittoria Pino. ¿Conoces la historia de nuestra anfitriona, Sydney? ¿Sabes de dónde procede su fortuna?
Lady Morgan negó con la cabeza. Comprendió que sus nuevas amigas estaban dispuestas a contarle el chisme quisiera ella escucharlo o no. Y sí quería. Cómo no iba a querer escuchar un secreto de semejante alcurnia. Así que las dejó hablar al alimón; de marquesa a condesa, como en un partido de ping-pong visto desde la banda.
—Pues verás —comenzó Teresa Trotti, tomando aire—, resulta que su nombre de pila es, en realidad, Vittoria Peluso. Tal vez te resulte familiar, ya que fue una de las más famosas bailarinas de la Scala de Milán.
—Probablemente hayas oído hablar de la Pelusina, ése era su nombre artístico —añadió la Casati—. Cantaba y bailaba como un ángel.
—O como un demonio.
—Hechizó a muchos caballeros de alta cuna. Tenía ese cabello rubio y rizado propio de una dama de hielo y unos ojos de fuego, rojinegros, como el carbón ardiendo. Igual se congelaban que se abrasaban los hombres entre sus brazos.
—Eso dicen.
—Algunos la visitaban en su camerino…
—Y no regresaban jamás…
—Se fue creando a su alrededor una leyenda de magia negra, de brujería, que tal vez no fuera cierta, pero lo parecía.
—Entonces apareció el marqués.
—Don Bartolomeo Calderara.
—Había nacido en Milán y tenía fama de vividor, de hombre disoluto y sin principios.
—De cruel, de soberbio, de derrochador y mujeriego.
—Otro demonio.
—Él fue uno de los que más contribuyó económicamente en la construcción de la Scala. Se reservó el mejor palco para su propio disfrute y el de sus invitados. Frecuentemente asistía a las funciones acompañado por las más extravagantes mujeres.
—Exuberantes.
—Ruidosas.
—Una noche, alguien lo convenció para que bajara al camerino de la Pelusina. Fue una apuesta tonta. Un reto para un hombre temerario como él en asuntos de amores.
—Cuentan que pasaron veinte noches y veinte días encerrados en aquel sótano. Que sólo abrían la puerta para recibir licores y alimentos y que se escuchaban los más salvajes gemidos procedentes del interior del camerino.
—Dicen que salía por debajo de la puerta un intenso olor a azufre.
—Un perfume raro, como de incienso quemándose.
—Después de aquel encuentro el marqués no volvió a ser el mismo. Caminaba sonámbulo por los callejones oscuros de la ciudad.
—Estaba pálido, ojeroso…
—Flaco, consumido.
—Sólo salía de su palacio de noche y envuelto en una capa negra. Se encaminaba al teatro. Se acurrucaba en el palco, escondido entre las butacas vacías, y desde allí contemplaba la función. Después bajaba al camerino de la Pelusina y volvía a encerrarse con ella durante horas y horas.
—Hasta que se casaron.
—Fue una boda inolvidable a la que no faltamos ninguno. ¡Quién iba a perderse semejante fiesta!
—Sin embargo, la Pelusina, que es muy inteligente, se dio cuenta enseguida de que jamás sería aceptada por los aristócratas milaneses. Al fin y al cabo, ella no era más que una actriz de teatro. Bonita y lista, pero sin nobleza.
—Por eso convenció a Calderara de las ventajas de instalarse en Como.
—Pensó que las damas y los caballeros de estas tierras no estarían al tanto de las habladurías de Milán.
—Entró en Villa Garrovo como una ráfaga de aire fresco que barrió de un soplo todo lo viejo. Trajo pinturas, tapices, muebles y hasta vajillas y cristalerías venecianas. Tomó posesión de su palacio y lo transformó en un reino. Ahora lo verás, querida Sydney, el resultado es asombroso.
—Cuando murió Bartolomeo lo lloró durante meses.
—Y eso que nos figurábamos que su amor no era más que una patraña.
—Pero se consoló deprisa.
—Conoció a Domenico Pino, ministro de la Guerra, vestido de uniforme de gala en una de las recepciones de Augusta Amalia de Baviera, la esposa del virrey Beauharnais. Y se enamoró perdidamente de él.
—Es que vestidos así los hombres ganan mucho.
—Se casaron en la más estricta intimidad. Ella perdió el título de marquesa, pero en su lugar obtuvo el de condesa y un esposo de cuarenta años recién cumplidos, apuesto y galante.
—Te puedes imaginar cómo la odian sus cuñadas, que se han quedado sin uno solo de los bienes de su familia mientras el general disfruta del dinero y de las propiedades de los Calderara, heredadas en su totalidad por su joven esposa.
—Ellas no están invitadas esta noche.
—Claro. Faltaría más.
Federico Confalonieri se aproximó en ese momento a las mujeres e, interrumpiendo su comadreo, les anunció que estaban a punto de llegar a Villa Garrovo.
—Le encantará Vittoria Pino —dijo, dirigiéndose a su invitada.
—Ya lo creo —respondió lady Morgan con una sonrisa enigmática.
El embarcadero de piedra de Villa Garrovo estaba atestado de barcazas tan lujosas como la suya disputándose el mejor amarradero con gritos y golpes de remo. Los barcaiuoli que habían acudido hasta allí atraídos por la algarabía como insectos a la luz voceaban en el extraño dialecto de la tierra lanzando a diestro y siniestro insultos que no entendía nadie, ni siquiera los mozos de la casa, que trataban de poner algo de orden en aquel terrible caos.
En medio del jaleo, Domenico Fontana desenfundó el sable —era impetuoso aquel chaval— y amenazó con él a todo el que osara interrumpir el paso al barco que comandaba. De este modo, lograron colocarse en la mejor posición: en el centro mismo de la escalinata que, majestuosa, emergía del agua.
Sydney descendió por una rampa de madera móvil con abrazaderas de cordón de seda y, al contemplar por primera vez la fabulosa fachada de Villa Garrovo, soñó despierta con el mágico Versalles y se sintió de pronto convertida en una reina. La reina del Este.
Charles la tomó del brazo y juntos recorrieron la avenida de los castaños de Indias que rodeaba la casa hasta el jardín, presidido por un inmenso sicomoro. Varios grupos de invitados conversaban bajo las ramas del árbol, que había sido engalanado con farolillos.
Hasta ese lugar caía la fuente en cascada desde lo alto de la colina. Los más intrépidos subían los escalones no sin cierta dificultad, ya que se habían puesto de moda entre las damas unos botines de seda de tacón de precio exorbitante que sólo se fabricaban por encargo. Sydney se había calzado su único par, de color crema, un regalo inolvidable de uno de sus antiguos pretendientes.
Los Confalonieri y los Visconti se encontraban en aquella sociedad como pez en el agua; todo el mundo los conocía y los saludaba con una mezcla de admiración y temor que no pasó desapercibida a los observadores ojos de Sydney. Sus anfitriones debían de ser más poderosos de lo que ella había supuesto, a juzgar por la profundidad de las reverencias.
Había entre aquellos caballeros algunos científicos de renombre, profesores en su mayoría de la universidad de Pavía, como Joseph Frank, Alessandro Volta y Antonio Scarpa, que ocupaban una de las mesas principales. Hasta ellos fueron conducidos los Morgan, como por corriente electromagnética, ya que muy acertadamente Visconti y Confalonieri habían imaginado que a sir Charles le interesaría participar en la conversación de los doctores, que esa noche versaba sobre el intrincado funcionamiento de la musculatura de las ranas y otros anfibios. No pensaron, en cambio, que a su esposa Sydney aquellas asquerosidades la traían sin cuidado y la abandonaron allí, en medio de la discusión teórica, mientras ellos se unían a un grupo de oficiales de la armada italiana a los que arengaban sin el menor recato en contra de los franceses y a favor de un ejército independiente que defendiera únicamente los intereses de Italia y los italianos.
Por su parte, las dos Teresas había sido abducidas por una horda de gallinas ponedoras, todas con el mismo peinado de tirabuzones y diadema de estilo grecorromano, cuyos cacareos se escuchaban desde cualquier punto del perímetro irregular de aquel jardín.
Aburrida hasta el infinito, Sydney se excusó y abandonó la mesa de los doctores en cuanto pudo. Su curiosidad de escritora no le permitía perder la oportunidad de fisgar en aquella villa, más aún ahora que había conocido la historia de Vittoria Peluso y sus amoríos. Se le ocurrió imaginar que tal vez en el sótano del palacio se escondiera todavía el ataúd del vampiro Calderara, porque de eso se trataba sin ninguna duda, de un vampiro como una casa. Que si pálido, que si ojeroso, que si con capa negra y ojos sanguinolentos. Sólo faltaba que al pasar delante de un espejo no quedara rastro ni de la Pelusina ni de sus esposos, el vivo y el difunto. De modo que Sydney Owenson, que de pronto se había transformado en Glorvina, la valiente y salvaje princesa irlandesa, cruzó el jardín y entró en el recibidor de Villa Garrovo.
Como presa de un encantamiento se deslizó por el damero de mármol del suelo y fue recorriendo estancias a cada cual más asombrosa. Atravesó el hall de entrada, con su escalera de doble baranda, los salones tapizados de seda, las bibliotecas y los gabinetes, hasta que dio con una habitación cerrada y allí se detuvo, porque escuchó murmullos y gemidos procedentes del interior.
Empujó con cuidado la puerta dorada y, al asomarse dentro, se encontró con el patio de butacas de un teatro cubierto de terciopelos, con un escenario inmenso y dos actores interpretando una escena melodramática, recostada ella en un diván y arrodillado él a su lado besándole el cuello.
Sydney había asistido a muchas representaciones teatrales a lo largo de su vida, pero jamás había contemplado una estampa tan realista como aquélla. Los lametazos eran de lo más verosímiles, lo mismo que la daga y el desmayo de la dama. Por un instante no supo qué hacer: si gritar pidiendo ayuda o aplaudir con toda el alma.
Finalmente, optó por una tercera posibilidad: la de desandar el camino sin hacer ruido y regresar a la mesa de los doctores, eso sí, pálida como una muerta.
—Querida —le advirtió sir Charles en un susurro cuando la vio acercarse a su mesa dando tumbos—, recuerda lo mal que te sienta el vino.
—Aún no he probado una sola gota —respondió ella— y ya estoy viendo visiones.
En ese momento, alguien anunció solemnemente la aparición estelar de los anfitriones.
—Recibamos con vítores al valiente general que parte a Rusia para luchar contra los enemigos de Italia.
Al otro lado del jardín, Confalonieri estalló en un estrepitoso ataque de tos. Teresa Casati le palmeó la espalda con todas sus fuerzas hasta que logró que su marido escupiera el trozo de pepperoni con el que aparentemente había estado a punto de asfixiarse.
—Siempre igual —dijo el viejo Volta por lo bajo.
Entonces Sydney se giró hacia la puerta de la casa para contemplar atónita la llegada de los dos personajes emplumados a los que acababa de sorprender en plena actuación dramática. El galán de la daga y los lametazos no era otro que el formal y valiente general Pino, y la doncella del desmayo y los gemidos, su esposa Vittoria, más Pelusina que nunca en aquella noche estrellada.
Avanzaban tomados de la mano, elegantes y altivos, sin sospechar que Sydney había sido testigo de su arrebato amoroso en el teatro. No quedaba más rastro del escarceo que un tirabuzón descolocado en el peinado de Vittoria Peluso y una leve cojera, algo intensificada por el esfuerzo, en los andares de Domenico Pino.
—Ven a conocer a nuestra anfitriona —dijo la Trotti rompiendo el hechizo y agarrando a Sydney del brazo para conducirla a escasos centímetros de la Pelusina.
La italiana se giró en redondo y se encontró de sopetón con los ojos desorbitados de lady Morgan.
—Vittoria —las presentó Teresa Trotti de Visconti haciéndole un guiño a la dama—, ésta es nuestra adorada Sydney, lady Morgan, de quien tanto te he hablado.
Se produjo entonces una inmediata corriente de simpatía entre aquellas dos mujeres tan dispares —Sydney Morgan y Vittoria Peluso—, que se saludaron con una reverencia educada y una sonrisa picara. «Sé que sabes que sé», pensó Sydney al inclinarse.
—¿Es usted, como me han contado, la hija de Robert Owenson? —preguntó la dama admirada.
—¿Y usted Vittoria Peluso, la gran estrella de la Scala?
—Ya no —respondió ella algo apurada, bajando la voz—. No aquí, al menos, en este jardín lleno de condesas y marquesas. Pero de vez en cuando sí, lo soy. De puertas adentro, si entiende usted a lo que me refiero.
—De puertas adentro yo soy Glorvina.
—Encantada, Glorvina.
—Encantada, Pelusina.
Con este diálogo dio comienzo la amistad que más tarde habría de salvar a Sydney de un destino muy negro. De una amenaza que comenzó a cernirse sobre ella esa misma noche, al regresar a casa y desnudarse frente a la ventana de su dormitorio, sin acordarse de cerrar las cortinas. Qué insignificante descuido y qué consecuencia tan fatal.
Desde el instante en que las presentaron, ni Sydney ni Vittoria tuvieron otro aliciente en la fiesta que la necesidad inexplicable de conocerse mejor. El resto de los personajes secundarios que habitaban aquel jardín desaparecieron de escena por arte de magia, como si una ráfaga de viento muy fuerte los hubiera borrado del guión. Tenían tanto en común Glorvina y la Pelusina que ambas entendieron que su amistad trascendía esta vida y procedía de otra realidad anterior. Tal vez en el antiguo Egipto o en la Europa de las cruzadas sus espíritus inquietos se habían encontrado por primera vez y se habían hecho la promesa de reunirse de nuevo en la Tierra, años, siglos o milenios después, seguras de que cuando llegara ese momento, serían capaces de reconocerse como almas gemelas e inseparables.
Hablaron de sus infancias, ambas tan poco convencionales. Hablaron de sus hombres amados. Hablaron de Byron y de su innata capacidad de escandalizar armado con una pluma afilada; y de la mediocridad del corso milanés, donde las óperas permanecían en escena durante más de tres semanas seguidas, y de autores teatrales irlandeses viejos y de poetas clásicos olvidados.
—Mi hermana Olivia tiene muchas amigas —dijo Sydney—. Sin embargo, a mí siempre me ha resultado difícil relacionarme con otras mujeres. No me interesan las conversaciones de salón. No me seducen las modas, ni las novelas de amor, ni las canciones románticas, ni los concursos florales. Me apasionan las historias de brujas y duendes, las leyendas que sólo conocen los marineros viejos, los crímenes pasionales y las intrigas políticas.
—No tienes amigas porque eres demasiado hermosa —respondió Vittoria—. El resto da igual.
—¡Pero qué dices, Pelusina! —se sorprendió lady Morgan—. ¿Cómo va a dar igual que pienses de un modo u otro, que defiendas esto o aquello?
—Da igual lo que pienses, Glo. Las mujeres no hemos nacido para pensar —replicó la italiana—, sino para gustar o no gustar a los hombres. Tú no tienes amigas porque las demás mujeres te ven como una amenaza. Te temen. Por eso yo tampoco he tenido nunca una sola amiga.
—Hasta esta noche —dijo lady Morgan agarrando la mano de Vittoria Pino con fuerza.
Esas cosas se estaban diciendo cuando Domenico Pino las encontró tumbadas en la hierba del jardín, contando estrellas, aisladas por una campana de cristal invisible del resto de los asistentes al convite. Llevaba un rato buscando a su mujer para hablar con ella de los fuegos artificiales.
—Encendámoslos ya, amor mío, antes de que amanezca, o no tendrán el mismo efecto sobre el ánimo de nuestros soldados. Estos fuegos simbolizan la lucha que vamos a librar en Rusia. Cuando nos encontremos inmersos en el fulgor de la batalla, recordaremos esta noche clara y no nos dejaremos vencer por el miedo, sino que combatiremos impulsados por el anhelo de regresar a casa.
Cuando dio comienzo el espectáculo de luz y color —una lluvia mágica que se reflejaba en el agua como en un espejo multiplicador y que escupía fuego desde el cielo y desde el lago, sobre los barcos, las casas y las montañas—, Charles Morgan se las arregló para colocarse detrás de su esposa y, aprovechando que todos los presentes atendían a la exhibición pirotécnica, acariciar con maestría la carne en tensión de Sydney, que no protestó en absoluto por el impropio comportamiento de su marido.
—Creo que es hora de volver a casa —dijo, y se volvió para ofrecer su boca a la sed de Charles.
Se despidió de Vittoria con la promesa de visitarla a diario cuando el general Pino hubiera partido hacia Rusia y se encaminó junto a su marido hacia el embarcadero, donde ya los esperaban los Visconti y los Confalonieri, y el joven Fontana, candil en mano.
El regreso fue silencioso. Las Teresas se descalzaron, agotadas por las horas que habían permanecido de pie saltando de un círculo a otro —ahora los marqueses, ahora los oficiales, ahora los clérigos y luego los científicos— y sin más fuerzas que para abanicarse de vez en cuando, los rizos deshechos y el escote sudoroso. Sydney hizo la travesía con la cabeza recostada en el hombro de su esposo, la respiración profunda y las intenciones claras. Los condes dormitaron también sin palabras y los mozos remaron pesadamente, como si tuvieran la corriente en contra. Sólo Domenico Fontana permaneció en su puesto de mando, tieso como una vela, despierto como un ave nocturna, perfecto en su juventud y en su belleza. De vez en cuando, Sydney se permitía mirarle con disimulo: las nalgas duras, la espalda ancha, los brazos fuertes, el pelo largo, ondulado, y los ojos de un color extrañamente azul a la luz del amanecer.
Amarraron en el embarcadero de Villa Fontana y se despidieron de sus amigos, a quienes invitaron a tomar un auténtico té inglés a las cinco de la tarde de un día cualquiera. Luego se dirigieron los tres —Domenico, Charles y Sydney— hacia la casa y en la balaustrada sus pasos tomaron direcciones opuestas —los Morgan, a la derecha; Fontana, a la izquierda— sin decirse más que «buenas noches» a pesar de la mañana y el trino de los gorriones.
Entonces ocurrió, por mala suerte o por descuido, la escena de Sydney desvistiéndose de espaldas al balcón, de frente a su esposo, anhelante y tembloroso, ya sin pantalones, que la contemplaba desde la cama. Ella dejó caer el vestido pesadamente a sus pies, y después las enaguas, el corsé y las medias, hasta que se quedó completamente desnuda, la carne de gallina y el pecho meciéndose como empujado por una corriente de aire.
—Cierra la ventana, Glorvina, no cojas frío —logró decir Charles en el instante mismo de transformarse en Hyde.
Sydney se volvió hacia el balcón y se encontró por sorpresa con los ojos azules de Domenico Fontana al otro lado del jardín. Fue un instante sólo: el que tardó en cerrar las contraventanas con un golpe demasiado violento que Charles confundió con la urgencia del inminente encuentro carnal.
Sin embargo, y a pesar de lo efímero del instante, algo cambió radicalmente en la manera en cómo Domenico se comportó a partir de entonces con lady Morgan.
Habría que ponerse en la piel del muchacho para entender lo que aquella visión significó para él. Domenico era un buen chico. Impetuoso y temerario, algo pendenciero y muy galante con las damas. Fiel hasta el límite, leal como pocos y patriota tanto por herencia como por convencimiento. Un caballero.
Pero todo eso quedó sepultado bajo toneladas y toneladas de deseo descontrolado en cuanto posó sus ojos azules sobre la piel de Sydney. Era la primera vez en su vida que veía una mujer desnuda. Fue un instante sólo; una décima de segundo en la que fue capaz de aprenderse de memoria el mapa del paraíso y entender que todas las cavidades del cuerpo femenino estaban hechas para alojar sus aristas.
Deslumbrado, aturdido, como el hombre de la cueva de Platón o como el mismo Adán cuando se despertó de la anestesia divina y se encontró con una costilla de menos y una mujer recién creada sobre la faz de la Tierra, Domenico perdió la calma y no la recuperó jamás. Desde esa noche en adelante, todos sus esfuerzos, sus ambiciones y sus empresas perseguirían un único objetivo: despojar el cuerpo de Sydney de la ropa que lo cubría y acariciarlo primero, lamerlo después y gozarlo hasta el límite de sus sentidos.
Domenico Fontana había encontrado en un abrir y cerrar de cortinas el sentido de su vida.
Esta circunstancia no pasó desapercibida para lady Morgan, que tenía cierta experiencia en casos de amores imposibles. No era la primera vez que le ocurría algo así a la salvaje irlandesa. De hecho, su historia con Richard Everard, diez años menor que ella y sin oficio ni beneficio, había logrado alterar durante un tiempo la paz de su arrogante espíritu.
«¡Con qué pasión se entregan los jóvenes a la mujer madura!», pensaba de vez en cuando, recordando aquellas cartas ardientes y las visitas fugaces que le regalaba el chico, enamorado hasta lo más profundo de ella y de su desprecio.
Pero aquel caso había sido muy diferente, puesto que el pobre Richard de la nariz aguileña y los anteojos no representaba ningún peligro ni para ella ni para nadie y, en cambio, Domenico, tan irresistible como era, podía hacer tambalearse hasta a la mujer más virtuosa del mundo a poco que se lo propusiera. De modo que Sydney se prometió a sí misma que jamás volvería a encontrarse a solas con la tentación que vivía enfrente.
Sin embargo, a pesar de que también se había obligado a olvidar aquella escena de su desnudez en la ventana, no pudo evitar que las imágenes de aquella noche, la expresión de la cara del chico y el color azul de sus ojos regresaran una y otra vez a su cabeza. Hasta que, en una de las ocasiones en las que Sydney rememoró por enésima vez aquella noche, cayó en la cuenta de algo que casi había olvidado: «Había una mujer».
No lo había recordado hasta entonces porque había pesado más el apuro de su desnudez que el resto de los elementos que la rodearon, pero ahora que se le había pasado el susto inicial, estaba segura de que junto a Domenico, aquella noche, había visto la inconfundible silueta de una mujer de espaldas.
Y se dijo que ninguna mujer que no estuviera loca de amor por un hombre se arriesgaría a pasar con él la hora peligrosa del amanecer, cuando afloran los instintos animales de los varones.
«¿Por qué una cita clandestina entre la noche y el día en un rincón escondido del jardín?», se preguntó Glorvina. ¿Era aquél, tal vez, un amor prohibido? ¿Ella una mujer casada, o una campesina sin fortuna, o la hija de un enemigo mortal de la familia? Y, sobre todo, ¿por qué sentía ella, una feliz recién casada y enamorada de su esposo, una punzada de celos cuando pensaba en la amante de Fontana?
El candil se balanceaba con el subir y el bajar de las olitas. Era difícil leer y remar al tiempo. Por eso Francesca, que era algo más mayor y mucho más fuerte, se encargaba de llevar la barca mientras Claudia, en la proa, sujetaba la luz con una mano y el libro con la otra. El equilibrio era precario. En varias ocasiones temió Francesca que la torpe de su hermana se cayera al agua con libro y vela.
—La cosa se complica —dijo Claudia, abandonando la lectura de Historia romántica de Lario, un estudio—. De momento, yo encuentro, no sé tú, al menos dos sospechosos: Charles y Domenico.
—Y la chica. No te olvides de la chica.
—Eso si hablamos de un crimen pasional —añadió Claudia—. Un triángulo amoroso con Sydney Morgan en un vértice y cada uno de los hombres en los otros dos.
—Y la chica, Claudia, olvidas a la chica —se empeñó Francesca.
—¡Qué pesada, Franchie! La chica pertenece a otro triángulo: el de Domenico y Sydney.
—Vale, pero no la olvides.
Francesca se detuvo. La barca, por inercia, continuó deslizándose sobre las aguas negras. Notaba los brazos doloridos y la espalda tensa. Todavía la orilla quedaba lejos.
—Bien —concedió Claudia a regañadientes—, dos triángulos amorosos si, como te digo, se trató de un crimen pasional.
—¿Qué otro motivo podría haber? —replicó Francesca.
—Hay tantos móviles en un asesinato como estrellas en el cielo —dijo Claudia levantando la vista sobre la cabeza de su hermana—. Cualquiera de las emociones humanas confluyen tanto en el amor como en el odio. ¡Qué difícil es a veces distinguir uno del otro! La envidia, la avaricia, el miedo, la superstición… A mi, personalmente, la vieja Abbondia no me gusta nada. Parece una bruja.
—¿Y qué me dices de Calderara? Un vampiro de tomo y lomo. ¿Y de los fantasmas de Villa Sommariva o de las aguane de los fondos?
Francesca se inclinó hacia un lado para asomarse al agua. La noche lo envolvía todo con su sombra quieta.
—Déjame el candil un momento, Claudia —dijo—. Creo que he visto algo moviéndose ahí abajo.
Iluminó el agua con la llamita oscilante. Del negro cambió al verde y del verde al amarillo.
—¡Mira!
Juntaron las cabezas, la luz en medio, y vieron pasar una criatura con cuerpo de niña por debajo de la barca. Se fijaron en su ropa blanca, de domingo, sus botines de charol, sus calcetinitos de ganchillo, su pelo negro, muy negro, y sus manitas crispadas, como de muerta, que de pronto extendió hacia ellas. Tenía branquias en el cuello y membranas entre los dedos. Burbujas de aire en los lacrimales. Los dientes picudos.
Entró por estribor, sacudió el suelo de la barca y volvió a salir por babor, pataleando con los botines blancos, para desaparecer después en lo más tenebroso de las profundidades sin dejar rastro.
—Ahí las tienes —dijo Claudia sin inmutarse—. Tus amigas, las aguane. Si por casualidad encuentran flotando un solo mechón de tu pelo, se agarrarán a él y te arrastrarán al fondo. Te enredarán con las algas, te arrancarán los ojos.
—¡Cállate, Claudia! —gritó Francesca—. ¡Me estás asustando! Yo sólo he visto un pez enorme. Podría ser una ballena. Cuanto antes lleguemos a la orilla, mejor.
Volvió a tomar los remos. Ordenó a Claudia que continuara leyendo. Su voz de muñequita tonta la acunaba, la tranquilizaba. Era como un bálsamo. A veces, Francesca no sabía qué era peor, si oírla o no oírla, diciendo todas esas tonterías en el interior de su cabeza.
Claudia obedeció.
La mañana después del incidente del balcón, Charles y Sydney se despertaron sacudidos por un griterío atroz en el dialecto incomprensible procedente del otro lado de la casa. La mujer que siempre vestía de negro se llevaba las manos a la cabeza, se lanzaba de rodillas al suelo y arrancaba la hierba con las manos. La señora Fontana trataba de tranquilizarla, pero su semblante era también la imagen de la angustia y los niños lloraban, contemplando la escena desde un rincón. Evidentemente, una tragedia de dimensiones desmesuradas acababa de sacudir a la familia.
Charles se vistió a toda prisa y bajó las escaleras de la villa saltando los escalones de tres en tres. Sydney lo siguió al rato, envuelta en su bata de seda, sin tiempo para calzarse los botines de día. Cuando atravesó la puerta, Charles salió a su encuentro —la boca tapada con un pañuelo húmedo— y la empujó con fuerza hacia dentro.
—Viruela —le dijo, aterrado—. Los síntomas son muy claros.
La acompañó de vuelta al dormitorio y le pidió que permaneciera encerrada en la casa hasta que él consiguiera unas vacunas.
—Me temo que en esta zona de Italia te será difícil, Charles —se lamentó Sydney—. Ésta es una tierra sembrada de supersticiones y ya sabes lo que piensan algunos de la medicina moderna.
El hallazgo de la recién descubierta vacuna se debía al doctor Edward Jenner, con quien Charles Morgan mantenía una rica correspondencia. Este médico de Berkeley había luchado hasta la extenuación contra dos enemigos tan feroces como crueles: la epidemia de viruela que se extendía por Europa y la insufrible superstición de la gente, que dificultaba hasta límites insospechados la erradicación de la enfermedad. Él mantenía que había dado con la respuesta a sus oraciones por pura casualidad. Contaba que, en una visita médica a una pequeña granja de Gloucester, una joven le habló de una enfermedad molesta pero leve que atacaba a las personas que cuidaban de las vacas, y que producía fiebre, escalofríos, temblores y picores, pesadillas y sudores fríos, pero que sanaba sola, sin medicamentos de ninguna clase, transcurridos algunos días desde el contagio. Las víctimas de esta viruela, llamada «vacuna», quedaban inmunizadas contra la viruela humana.
Jenner regresó a toda prisa a su laboratorio, cogió varias jeringas y volvió a la granja. Buscó entonces a un mozo enfermo de la viruela vacuna y extrajo el líquido infesto de sus pústulas. Después, inyectó el veneno en el cuerpo sano de un muchacho de su comunidad y lo expuso, una vez superada la enfermedad vacuna, al virus maligno de la viruela humana.
El chico no se contagió.
Jenner aún experimentó varias veces más, una de ellas utilizando a su propio hijo como sujeto del estudio, y recogió sus conclusiones en un amplio tratado que presentó ante la Asociación Médica de Londres.
Escandalizados, muchos de los pensadores y doctores de su tiempo declararon a Jenner «loco peligroso» y lo expulsaron del colegio de médicos, alegando que los efectos desconocidos de inocular una enfermedad procedente de las vacas a los seres humanos podría tener consecuencias nefastas, como la posibilidad de desarrollar características bovinas, tales como pelo, cuernos o rabo.
Pero el doctor no se rindió. Continuó con su investigación y logró convencer a algunos médicos, entre ellos a sir Charles Morgan, con quien mantuvo largas discusiones durante toda su vida.
Hasta que el reconocimiento le llegó finalmente en 1805, cuando el general Napoleón Bonaparte ordenó vacunar a toda su tropa.
—Iré a ver a Pino —le anunció Charles a su asustada esposa— y le pediré que me consiga algunas vacunas del ejército francés. Necesitamos al menos una dosis para cada miembro de la familia Fontana y para el servicio de la casa. También te vacunaré a ti, amor mío. A ti la primera.
—¿Y quién de ellos ha enfermado? —preguntó Sydney.
—Domenico —respondió Charles antes de marcharse a Villa Garrobo.
Sydney sintió que todo su cuerpo temblaba como una hoja. Domenico estaba enfermo y podía haber contagiado a cualquiera. Todos los invitados de Pino estaban en peligro; los barqueros, los camareros, las doncellas… Y, sin duda alguna, también la misteriosa mujer con la que el galán se había encontrado la noche anterior en el jardín.
Siguiendo las recomendaciones de su esposo se encerró en su habitación durante horas interminables. De vez en cuando, los lamentos de la vieja llegaban hasta su balcón desde el otro lado de la casa y la hacían estremecerse. Aquella mujer era dueña de una voz ronca que igual le servía para regañar a los niños que para rezar avemarías. Tenía una edad indefinida que Sydney calculaba cercana a los ochenta años, unas manos flacas, un pellejo arrugado y un cabello blanco oculto siempre bajo una redecilla negra de tul. Sólo le faltaba la escoba voladora para ser una auténtica bruja.
Había logrado descifrar que se llamaba Abbondia; el femenino del patrono de Como, un nombre muy corriente entre los paesi o labradores de la tierra y esta circunstancia, unida a la piel ajada, los gritos incontrolados, la tendencia a santiguarse tan a menudo como si de un tic nervioso se tratara y la manía de escupir a la espalda de la gente que franqueaba el umbral de su puerta, de esconder cebollas crudas bajo las camas, de espantar duendes invisibles armada con un plumero y de ofrecer los objetos más variopintos a los santos de su oratorio —desde mantelillos bordados hasta cruces de palo o vísceras de conejo— había convencido a Sydney de que su vínculo con la familia Fontana no era el del parentesco, ya que las diferencias sociales eran evidentes, sino más bien el de la necesidad mutua.
Abbondia había servido con lealtad a aquella casa desde los primeros tiempos del matrimonio; había sido partera, niñera, abuela usurpadora de cariños ajenos, enfermera, centinela y ángel de la guarda; todo ello armada con un manojo de llaves que asomaban por debajo del mantón. Todo lo fisgaba, todo lo aireaba o lo callaba, según le pareciera, y espantaba a los extraños con una mirada torva que helaba la sangre.
Cultivaba en el huerto de atrás un montón de plantas medicinales que utilizaba como tisana hirviéndolas en un puchero al fuego. Siempre olía a una mezcla de orégano, cebolla y aceite frito, siempre se levantaba antes del alba, siempre mascaba hierbas, siempre murmuraba palabras extrañas. Nunca descansaba.
La recién desenmascarada enfermedad de Domenico la estaba volviendo más loca que de costumbre. Nerviosa como estaba, su actividad era frenética: en dos horas trepidantes preparó polenta, cataplasmas e infusiones. Lavó ropas, manteles y suelos con el primitivo método de lanzar cubos de agua por todas partes, se arrancó mechones enteros de pelo blanco, se sonó los mocos en el delantal y se clavó las uñas en la carne hasta hacerse sangre.
Sydney nunca había visto nada igual. No una energía tan fabulosa procedente de una octogenaria.
A las cuatro de la tarde, en medio de un calor infernal, Charles regresó a pie, sin la vacuna, pero acompañado por un mozo que tiraba de un cordel a cuyo extremo venía amarrada una vaca lechera muy flaca, toda huesos y pellejo, de cuyos cuartos traseros colgaba una ubre inflamada que se bamboleaba de lado a lado.
El general Pino había partido a primera hora de la mañana junto al resto de su tropa. Habían formado solemnemente en la plaza después de la misa mayor y hasta habían disparado una salva de pólvora al aire antes de ponerse en marcha. Vittoria Peluso se lo contó a Charles con lágrimas en los ojos y él no quiso amargarle la dulce melancolía con el espanto de la viruela. De cualquier modo, el doctor confiaba en que la enfermedad no se hubiera propagado más allá de la verja de Villa Fontana. En los primeros estadios de la infección, antes de aparecer las pústulas, no solía resultar tan contagiosa como más adelante, cuando la infeliz víctima contaminaba con sólo mirarla. Antes de llegar a este extremo, era imperiosa la necesidad de inyectar la vacuna a todas las personas de su entorno y poner la casa en cuarentena; al menos, hasta que las costras se hubieran secado y el enfermo, si había sobrevivido, hubiera recuperado las fuerzas y el juicio.
Lord Morgan reunió a la familia en el jardín. El lago tenía aquel día un aspecto tenebroso, o al menos ésa fue la impresión que tuvieron todos al reparar en sus aguas negras. Un fuerte olor a quemado flotaba en el aire, lo mismo que los sollozos de Abbondia bajo la pañoleta negra. La vaca estaba atada a una estaca que habían clavado en la hierba.
—Signor y signora Fontana —tradujo torpemente Sydney en el italiano rudimentario que había aprendido durante sus paseos por los soportales de Milán—. Mi esposo conoce el modo de evitar el contagio de esta terrible enfermedad. Les ruega que confíen en su método. Tiene fundamento científico, aunque a primera vista pueda parecerles cosa de locos.
Los Fontana atendieron atónitos a estas explicaciones; los ceños fruncidos y las cabezas ladeadas, las bocas cubiertas por pañuelos húmedos y los niños con roderas de lágrimas en las mejillas.
—Me pide que sea yo la primera en someterse al tratamiento para que vean ustedes que carece de riesgos.
Charles hundió la aguja de la jeringa en la ubre de la vaca y extrajo un líquido amarillento que acto seguido inyectó en el brazo de su esposa.
Abbondia comenzó entonces a escupir frases incomprensibles en su lengua materna al tiempo que se santiguaba violentamente arrodillada en el suelo. De entre la mezcla de palabras amalgamadas procedentes de su boca, Sydney sólo captó aquellas que se referían al demonio: Satanás, Belcebú, Lucifer… nombres que la vieja pronunciaba al tiempo que señalaba a Charles con sus dedos huesudos.
Los niños se alborotaron. Comenzaron a llorar a gritos y quisieron escapar de aquel ritual de pesadilla. Pero entonces la signora Fontana se puso en pie y, remangándose la camisa, le mostró al doctor el brazo desnudo.
—Sé cómo la ama —le dijo en su dialecto a sabiendas de que el médico no comprendería una sola palabra—, los veo salir de la casa cada mañana tomados del brazo. Los veo mirarse a los ojos.
—Que Dios la bendiga —pronunció lord Morgan en perfecto italiano.
Y, sin más ceremonia, vacunó a todos y cada uno de los habitantes de aquella villa, incluida Abbondia, a pesar de sus protestas.
Después vinieron los días interminables de la cuarentena encerrados todos en el recinto de la villa sin poder disfrutar del lago más que a través de las rejas y temiendo día sí día también por la vida del joven Domenico, que gemía de dolor en aquella cama empapada, y por la del resto de la familia. Alarmados por culpa de cualquier tos, estornudo o dolor de cabeza. Sin otra ocupación que la de rezar, comer o dormitar en las sombras y esperar a que el tiempo pasara sin causar estragos.
Con estas medidas confiaba el buen doctor en ser capaz de contener la propagación de la epidemia. Y hubiera conseguido dormir más o menos tranquilo de no haber existido el fleco inquietante de la misteriosa joven sobre la que Sydney no tuvo más remedio que hablarle.
—Esa mujer que viste es una amenaza para la salud de todos —afirmó Charles llevándose la mano a la barbilla, como solía hacer cuando se encontraba ante un problema insalvable—. Es necesario advertirla y vacunarla cuanto antes, aunque lo más probable es que lleguemos tarde. A estas horas, sobre todo si hubo algún contacto entre ellos, y bastaría con un solo beso, la pobre chica debe de estar ya enferma. Deberíamos saber quién es y aislarla del resto de los humanos antes de que incube el virus y se convierta en un peligro mortal.
—Pero no sabemos nada de ella…
—Domenico Fontana nos dará su nombre en cuanto recobre la consciencia.
«O tal vez no», pensó Sydney para sus adentros.
Había anochecido ya cuando se decidieron a entrar en el dormitorio del enfermo con una palmatoria en la mano y las bocas cubiertas por una máscara casera hecha con retales de seda y cordones atados a la nuca. Lo encontraron retorciéndose de dolor, empapado y tiritando en aquella cama. A su lado, en una mecedora, estaba la vieja, atenta a su cometido de aplicar cataplasmas y pasar las cuentas del rosario, sin otra protección visible contra la viruela que una ristra de ajos colgando del cuello.
—Domenico, ¿me oye? —dijo Morgan mientras le tomaba el pulso presionando el cuello con el dedo índice.
El chico murmuró una frase incoherente en un idioma extraño.
—Mi esposa me ha contado que hace tres noches se encontró usted con una mujer en el jardín.
Domenico abrió los ojos de repente y escudriñó en la oscuridad hasta que se topó con la mirada alarmada de Sydney.
—No se altere —le recomendó el doctor, que había notado claramente cómo se le disparaban las pulsaciones al muchacho—. Mi curiosidad es meramente médica. Su amiga podría haberse contagiado de la viruela y, de ser así, supondría un peligro grave de propagación para todos. Necesitamos saber quién es para advertirla.
La expresión del joven Fontana era la de un animalillo acorralado. Movió la cabeza de lado a lado negando con rotundidad. Era evidente que, a pesar de la fiebre, sus facultades mentales estaban intactas y que había tomado la decisión de callar.
—Por favor, Domenico, no confunda la caballerosidad con la estupidez —le suplicó Sydney, que seguía convencida de que el encuentro del que había sido testigo por casualidad era de los amorosos, clandestinos y prohibidos—. Es cierto que un hombre no ha de comprometer jamás la honra de una dama y que, si lo hace, debe guardarle al menos el secreto de su indiscreción. Pero en este caso tan extremo debería usted poner en la balanza los dos males y quedarse con el más ligero. Es la vida de esa dama la que está en juego y eso es mucho más importante que el honor.
—¿Usted cree, lady Morgan? —respondió Domenico clavando los ojos en la palidez de Sydney.
Ella se echó para atrás con el mismo ímpetu con el que hubiera recibido un golpe. Notó que la sangre se le subía a la cabeza y le palpitaba en las sienes. Se ruborizó hasta el límite al entender, aterrada, que el joven se estaba refiriendo a su desnudez en el balcón; la piel blanca iluminada por la luna y la melena negra enredándose en el viento.
Temió que si Charles llegaba a enterarse de que su cuerpo había sido contemplado en todo su esplendor por otro hombre e imaginaba los efectos de semejante visión en la naturaleza de aquél, en sus pensamientos, en sus deseos presentes y futuros y hasta en la respuesta física de semejante organismo masculino, sufriría una reacción nerviosa de tal calibre que la quemazón de los celos le produciría úlceras estomacales. O cosas peores.
—Déjalo, Charles —le rogó en inglés para evitar males mayores—. Dudo mucho que nos responda. Marchémonos cuanto antes.
Todavía le insistió un poco más el buen doctor al muchacho sin conseguir absolutamente nada. Cuando se convenció de que todos sus esfuerzos eran inútiles ante la terca negativa del chico, los Morgan regresaron a su pabellón y cerraron las puertas a cal y canto.
—Sydney, tú viste a la dama —le dijo Charles muy serio.
—Sólo de espaldas.
—De todos modos, sería posible que si volvieras a verla, pudieras reconocerla. ¿No crees?
—Es posible.
—Pues entonces procura no olvidar lo que viste. Cuando pase la cuarentena, comenzaremos la búsqueda.
—Cuando termine esta cuarentena, querido, esa mujer será un cadáver —respondió pensativa.
Charles se encogió de hombros y se retiró a su laboratorio. Había recogido muestras de sangre de todos los habitantes de la casa y quería analizarlas antes de acostarse. Sydney se encerró en su despacho con la pluma bien cargada de tinta. Quería escribir una carta desde hacía días y por fin había llegado el momento de ponerse manos a la obra.
CARTA DE LADY MORGAN A LA CONDESA VITTORIA PINO
Lago de Como, Villa Fontana, 23 de julio de 1812
Queridísima amiga:
No creas ni por un momento que he olvidado tu invitación y mi promesa. Mi intención sigue siendo la de acudir a Villa Garrovo para intentar distraerte con mis pobres facultades artísticas de la dolorosa ausencia del general Pino. Durante estos días, he aprendido de memoria algunos pasajes de las obras The Natural Son, escrita por un buen amigo de mi padre, Richard Cumberland, y The School for Scandal, de Sheridan, ambas muy ingeniosas, con el propósito de hacerte reír un poco, aunque, después del esfuerzo de memorización, reconozco que casi no me quedan ánimos ni para levantarme de la butaca. ¡Qué sacrificada es la vida del comediante y qué poco valorada está! Cuanto más lo pienso, más admiro a mi padre, con sus quebraderos de cabeza, sus bancarrotas periódicas, sus noches en vela repitiendo frases, versos y entonaciones… y más lo añoro.
Pero, de momento, no puedo visitarte, Pelusina. El motivo no es otro que la insufrible cuarentena a la que nos ha sometido Charles tras declararse el caso de viruela que tú ya conoces. Si en lugar de cuarenta días fueran cuarenta y uno los de este encierro, creo que no podría soportarlo. Cuarenta es el límite y, gracias a Dios, ya hemos superado más de la mitad de la penitencia. Si pudiera escaparme, créeme que saltaría la verja, robaría una barca y acudiría remando a tu lado. Pero eso sería ponerte en peligro y la amenaza de la enfermedad es más convincente para esta salvaje irlandesa que cualquier fortaleza, por muy inexpugnable que sea. Bien cierto es que mi adorado doctor nos vacunó a todos y que, de momento, no se ha producido ningún contagio, pero creo que debemos tener cuidado para no lamentarnos después por nuestra imprudencia. ¿No lo crees así, mi querida Pelusina?
Ten paciencia y espérame otros quince días. Te prometo que para entonces me sabré de memoria los versos más inmorales escritos por lord Byron en toda su vida y no tendremos más remedio que morirnos juntas de risa, que siempre es más agradable que sucumbir por culpa de la viruela. Y más estético también, sin pústulas purulentas, vómitos y esputos de sangre.
Si vieras al pobre Domenico Fontana no podrías creer la decrepitud en la que se encuentra. Tiene la piel completamente cubierta de llagas y se ha quedado flaco como un perro abandonado. Está triste. Terriblemente débil y, a veces, me mira con ojos de reo de muerte.
Dice Charles que se recuperará pronto. Y yo me pregunto si recobrará el cuerpo de David marmóreo que poseía antes o, por el contrario, permanecerán para siempre en su rostro las huellas de esta enfermedad tan cruel. No sé qué es peor para nosotras y para el resto de las mujeres de Italia, si la tentación o la añoranza de su cuerpo.
Ya veremos.
Cuento los días que quedan para visitarte. Se me hacen interminables.
Hasta muy pronto, querida amiga.
Te añora,
Glorvina
NOTA DE LA CONDESA VITTORIA PINO A LADY MORGAN
Lago de Como, Villa Garrovo, 24 de julio de 1812
Querida Glorvina:
¡Corramos el riesgo!
A mí me vacunó Pino antes de irse.
Te espera,
Pelusina
CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE
Lago de Como, Villa Fontana, 26 de julio de 1812
Querida Olivia:
He sido una chica muy mala. Pero no me arrepiento de nada. Ésa es la diferencia fundamental entre católicos y protestantes, entre Irlanda e Inglaterra: la culpa, la conciencia de pecado. Pues bien, querida hermana, no te asustes si te confieso que por esta vez me quedo con la fe de Charles y renuncio a la nuestra.
Deberías probarlo al menos una vez en la vida: caer en la tentación y disfrutarlo, sin pensar en lo que venga después, ya sea la condenación eterna, las habladurías humanas o la propagación de la viruela, que es el caso que nos ocupa. Porque ésa ha sido mi falta: la de poner en peligro a toda Italia burlando la cuarentena impuesta por mi adorado doctor, escaparme de esta prisión de oro, mezclarme con malas compañías, arriesgar mi vida y la de otras personas y mentirle a mi esposo, si por mentir entendemos no contarle toda la verdad, sino sólo una pequeña parte de ésta. Cuando me preguntó qué había estado haciendo durante todo el día, le respondí que soñar despierta, y él se quedó conforme con la explicación. Charles no indagó más y yo no dije esta boca es mía.
Pero ¡ay!, Livy, me estoy dando cuenta de que una aventura como la mía si no se comparte no se saborea. Por eso te escribo esta carta: para hacerte cómplice de mi secreto. Tú verás qué haces luego con tu conciencia.
Pues bien, ya sabes que mi carácter salvaje me impide permanecer quieta durante más de cinco minutos seguidos. Acuérdate de cómo se desesperaba Molly cuando éramos niñas. Decía: «Sydney, pareces un rabo de lagartija», y te ponía a ti como ejemplo de comportamiento: tan formal, tan paciente, tan discreta…
El caso es que la cuarentena estaba pudiendo conmigo. Iba a matarme de aburrimiento. El remedio estaba siendo mucho peor que la enfermedad. Los días pasaban lentos y monótonos a este lado de la verja mientras la vida bullía a mi alrededor sin poder disfrutarla. Veía las barcazas ir y venir por el lago, animadas por los cánticos de los barcaiuoli, los chiquillos chapotear en la orilla, las lavanderas tender las velas al sol, los labriegos acudir al mercado, las campanas llamar a misa, los carruajes trasladar damas y caballeros de fiesta en fiesta y añoraba la música y los olores, y las voces alegres de los paesi…
Cuando recibí la nota de Vittoria Peluso, comprendí que mi amiga me enviaba la llave de esta jaula escondida dentro del sobre. Me salieron alas de repente —blancas, ligeras, suaves— y me eché a volar desde el balcón.
Entiéndeme, no me refiero a volar como un pájaro, sino como un ángel. Hacerme invisible a los ojos de los Fontana, desaparecer por una rendija abierta y echar a correr atravesando huertos y jardines, bosques, caminos y rocallas, hasta divisar a lo lejos la inconfundible silueta de Villa Garrovo, donde ya me esperaba la Pelusina disfrazada de Cordelia. Me dijo: «Ama y permanece en silencio», y yo me eché a reír con carcajadas de loca, como ríen las presas cuando salen a la luz y se deslumbran.
Entramos en el teatro vacío. Las butacas de terciopelo rojo, los palcos dorados, el escenario iluminado por un centenar de candelitas, el patio en penumbra y ni un alma que aplaudiera nuestra ópera prima.
Comenzamos por Romeo y Julieta, porque las dos conocemos los versos desde niñas. Ella recitaba en italiano y yo en inglés. A veces intercambiábamos los papeles, los pantalones, los bigotes, las dagas. Lloramos a mares.
Luego Pelusina se sentó en primera fila y yo representé la leyenda de Deirdre, intercalando canciones y bailes entre los versos de papá. Ella aplaudía ahuecando las manos para multiplicar el efecto de la ovación y yo saludaba con profundas reverencias, recibiendo sus felicitaciones como si se tratara de flores. Después le llegó el turno a ella y, fueron tales sus piruetas, sus saltos mortales, fue tal su equilibrio, tan graciosos sus movimientos que comprendí al instante cuál es la naturaleza del encantamiento que hechizó a Calderara y a Pino.
«¡Eres una bruja!», le grité desde un rincón de la oscuridad.
Sólo abandonamos la escena cuando nuestros estómagos se quejaron del olvido después de tantas horas sin comer. Salimos al día y nos sentamos a una mesa cubierta de manjares: melón anaranjado y jamón de Parma, embutidos de la región y vino tinto, pasta de mil formas y colores, salsas sabrosas, queso de búfala, postres inverosímiles, frutas carnosas y dulces, pannacotta y miel.
Nos tumbamos a dormitar en la hierba, a la sombra del gran sicomoro que preside el jardín de Villa Garrovo y, entonces, como en un sueño raro, Vittoria me agarró de la mano y tiró de mí, convincente como es ella, hasta el embarcadero de piedra. Se quitó la ropa, pieza a pieza —vestido, enaguas, calzones y zapatos— y se lanzó de cabeza al agua.
—¡Aprendí a nadar yo sola! —me gritó—. Y es lo más maravilloso del mundo, Glorvina. ¡Tienes que probarlo!
—Me ahogaré sin remedio —respondí yo mientras me desabrochaba el vestido.
—Las mujeres somos peces que perdieron las escamas por vanidad hace muchos siglos. Pero aún conservamos en nuestra naturaleza femenina la agilidad de las criaturas acuáticas. ¿Has oído hablar de las aguane? Son hadas que pueblan los fondos de los lagos y matan a los hombres de amor.
—Seamos aguane —le contesté.
Y me lancé al cálido azul de las aguas, que me abrazaron instantáneamente con sus manos líquidas. Noté que las aguane se introducían en mi cuerpo por todos los orificios que encontraron abiertos —oídos, boca, ojos…— y me empujaban hacia el fondo con una fuerza irresistible. Menos mal que el pelo se resistió al hundimiento y se quedó flotando como si se tratara de hojarasca, porque así pudo Vittoria agarrarme de la melena y sacar mi cabeza a la superficie.
—Estás loca, Glorvina —me advirtió, pálida como una muerta—. Somos peces que también se olvidaron de nadar.
Volvimos al embarcadero. Nos sentamos en la escalinata de piedra hasta que recuperamos el resuello. Entonces la Pelusina me enseñó a nadar.
Sus instrucciones fueron sencillas: contener la respiración, mantener la cabeza a flote y mover brazos y piernas imitando los movimientos de las ranas.
Aprendí primero a flotar y después a sumergirme, expulsando el aire por los orificios de la nariz, impulsándome con las extremidades como si fueran remos. Logré emerger con la fuerza de un delfín. Sí, Livy, me convertí en un delfín. Recobré las aletas, la capacidad de respirar bajo el agua, el hambre de pescado, el miedo a los humanos. Vittoria era más bien un tiburón: tenía dos filas de dientes y agallas en los costados.
Nadie nos vio. Nadie asistió a nuestra transformación. Es un secreto de siglos. Somos criaturas acuáticas. Somos sirenas.
Después de este descubrimiento —el de la capacidad de toda hembra para dominar las aguas— y tras despedirme de Pelusina con la promesa de escaparme muy pronto de nuevo, regresé a Villa Fontana sin tocar el suelo con los pies. En lo más profundo de mi naturaleza seguía sumergida en el lago, envuelta en líquido igual que un bebé en el seno materno. Charles aún estaba encerrado en su laboratorio experimentando con la sangre de Domenico Fontana. Parece ser que el tratamiento va por buen camino y que muy pronto habrá recuperado las fuerzas suficientes para abandonar la cama. Todas las tardes, sin faltar una, mi marido se encierra con él en ese cuarto asfixiante y le pregunta por la dama misteriosa. Pero Domenico guarda un silencio sepulcral. La vieja, que no se mueve de su lado, se balancea en la mecedora con los ojos entornados y los mira a los dos sin disimulo, como si en ella residiera la sabiduría del mundo. Tanto es así que un día Charles se enfrentó a ella y le exigió que le revelara el nombre de la chica. Abbondia le escupió en los pies y su saliva era negra como el betún.
No les cuentes estas cosas a los niños, Olivia, si no quieres que te despierten a medianoche llorando de miedo. Diles que su tía Sydney les manda muchos besos, que en unos días les enviaré unos cuentos que estoy escribiendo para ellos y que sean buenos con su abuelo.
Escríbeme pronto y dame noticias de la civilización.
Te echo mucho de menos,
Sydney