Historia romántica de Lario, un estudio
LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA
Sir Charles Morgan y su recién convencida esposa Sydney llegaron a Como el 26 de junio de 1812, un mes y medio después de su boda, aún con las prevenciones propias de dos desconocidos que de pronto descubren un nuevo mundo en la geografía accidentada del otro.
Debajo de tanto tafetán, el doctor había encontrado una suavidad indescriptible, una voluptuosidad sorprendente y una sensualidad inesperada en un cuerpo que de tanto desearlo se estaba volviendo de barro cocido. Ella, por su parte, había experimentado el vértigo del terror y la necesidad juntos, al encontrarse de sopetón con el deseo salvaje de aquel hombre que hasta entonces se había comportado con una caballerosidad intachable.
No parecía posible que este Charles de ojos desorbitados por la urgencia fuera el mismo que atendía con tanta delicadeza los achaques de lord y lady Abercorn en su residencia de Baron’s Court. Toda su ciencia, su preparación académica tan trabajosamente adquirida en Cambridge, su suavidad al piano, su voz aterciopelada, su prosa elegante, su amor por la poesía y la filosofía, su respeto por las convenciones, las tradiciones y hasta las buenas maneras a la mesa, siempre contenido y formal, toda su exquisita educación británica y, con ella, todos sus nobles propósitos se habían ido al traste en el momento mismo de destaparle los tobillos a su esposa. La transformación había sido como la de Jekyll y Hyde: a lo bestia. Había chupado, mordido, gruñido, gritado, embestido; había desgarrado y, finalmente, estallado. Y lo más asombroso de todo, lo que realmente había hecho enmudecer de vergüenza a la joven Sydney Owenson, era que a ella toda aquella batalla de sudores y jadeos le había gustado una barbaridad.
No lo había visto venir. El cortejo llevado a cabo por Morgan había sido tan aséptico que Sydney había albergado dudas razonables sobre las habilidades amorosas del caballero. En su Dublín natal los hombres se comportaban de un modo totalmente diferente: sin remilgos. En los asuntos del amor se dejaban guiar por el instinto, como los burros por las zanahorias. Había que adivinar las intenciones de sus manos impertinentes, esquivar sus envites y procurar no quedarse a solas con ninguno de ellos. O atenerse a las consecuencias.
Además, en el caso de la señorita Owenson, la tentación era inevitable. Sydney, con su cintura estrecha, su melena oscura, su piel pálida y esos ojos verdes con los que coloreaba todo cuanto acontecía a su alrededor, era lo más parecido a la mágica Deirdre de la que hablaban las viejas leyendas celtas. La lista de caballeros que solicitaban permiso para visitarla a ella y a su hermana Olivia, también muy guapa aunque más frágil, era extensísima. Sydney, coqueta por naturaleza, recibía a todos en su salón por orden estricto de insistencia y siempre los dejaba con la miel en los labios, insatisfechos aunque felices por haber tenido al menos la suerte de contemplarla de cerca.
Olivia, divertida con las idas y venidas de tantos hombres despechados, a todos los despedía con un palmadita en la espalda y luego escribía su nombre en una lista que ella misma confeccionaba bajo el epígrafe: «Ejército de Mártires de Sydney».
—Rompe eso —protestaba su hermana, haciéndose la ofendida.
—Ni hablar. El día de mañana, cuando seas una viejita arrugada y solitaria, esta lista será la única prueba de tus conquistas. Recordarás con nostalgia a estos caballeros y te arrepentirás de haber sido tan cruel y despiadada con ellos. —Y luego la leía en voz alta, acompañando cada nombre con una reverencia exagerada—: White Benson, Francis Crossley, John Wilson Crocker, Richard Everard ¡padre e hijo!, Charles Montague Ormsby, el señor Wallace, el joven Parkhurst, el archidiácono Rupert King…
—A ése bórralo, Olivia —le suplicaba Sydney entre risas—. Es demasiado viejo para mí y, además, ni en sueños sería la esposa de un clérigo.
Desde que era una niña traviesa que irrumpía sin permiso en las veladas organizadas por Robert Owenson, el barbudo dramaturgo que le había tocado en suerte como padre, Sydney poseía el don de convertirse en la protagonista de toda reunión social a la que asistía. Había escrito su primer poema a la tierna edad de seis años y antes de los treinta se había ganado una bien merecida fama de mujer de letras. Su tercera novela, The Wild Irish Girl, había sido discutida con ardiente interés en los círculos literarios católicos y liberales del país y su álter ego en la ficción, la princesa de Innismore, se había apoderado de su identidad real hasta el punto de que, para muchos, Sydney Owenson se había transformado en Glorvina y encarnaba en su naturaleza indómita las virtudes y defectos del personaje.
La salvaje Glorvina frecuentaba las bibliotecas y los salones de lectura, pero también los palcos de los teatros, las fiestas, los conciertos y las excursiones al campo, y se rumoreaba que frente a su puerta la esperaba permanentemente un cochero con los caballos engalanados y listos para echarse a galopar, porque siempre había un motivo para salir de casa: un galán con aspiraciones dispuesto a cortejarla o una aventura esperándola a la vuelta de la esquina. Y Glorvina no estaba dispuesta a perdérselo.
Por esta razón había sido tan comentada su decisión de abandonar Dublín para establecerse en Baron’s Court bajo la protección de los marqueses de Abercorn. Se dijo que la ruinosa situación económica que arrastraba su padre, Robert Owenson, había sido determinante para que Sydney tomara la decisión de irse, ya que no hubiera sido plato de gusto para un espíritu libre como el suyo verse en la necesidad de acabar dependiendo de la generosidad de sus vecinos o, peor aún, de protagonizar una boda de conveniencia.
La joven, muy brava, alegó que se marchaba «para conocer nuevos horizontes», pero, una vez allí, constató que de todas las sorpresas que le deparaba Baron’s Court el paisaje era lo de menos. Los días eran tan cortos, húmedos y desapacibles que muy pronto la asedió la melancolía. Sin embargo, en medio del aislamiento más absoluto y la nostalgia más profunda, hizo su aparición el joven médico de la familia, el señor Charles Morgan, y le puso el mundo patas arriba.
Cómo se arrepentiría años más tarde, una vez descubiertas las posibilidades que el doctor Morgan podía ofrecerle, de todos los desplantes que había hecho y que a punto estuvieron de arruinar el negocio. De no haber sido por la insistencia de lady Abercorn, que se tomó como cosa propia la celebración de aquel matrimonio, habría perdido al mejor hombre que jamás puso Dios sobre la faz de la Tierra.
Había sido una chica muy mala, o al menos eso era lo que le repetía Charles al oído antes y después de besarla cuando se ponían a recordar, los dos ya unidos para siempre, los primeros tiempos de su noviazgo. Cómo Sydney, inmediatamente después de recibir su torpe pero apasionada declaración de amor y haciendo gala de una crueldad inhumana, lo había condenado al peor de los martirios abandonándolo en Baron’s Court durante los tres meses más desesperantes de su vida.
—Mala no, Charles, tonta —respondía ella devolviéndole sus besos para hacerse perdonar aquella espantada inexcusable con la que lo había castigado nada más aceptar su propuesta de matrimonio.
Le dijo: «Sí, Charles, ya que insistes de ese modo, me casaré contigo. Pero antes debo acudir urgentemente a Dublín para atender a mi padre, que está enfermo. Será cuestión de un par de semanas, ya lo verás. En cuanto regrese a Baron’s Court celebraremos la boda y me convertiré para siempre en tu esposa».
Pero las semanas se transformaron en meses y la añoranza de Charles en desesperación.
Qué encendidas eran las cartas que la cruel Sydney recibía a diario en su casa de Dublín. Olivia sospechaba que su hermana, en el fondo, disfrutaba haciendo sufrir al hombre con el que acababa de comprometerse, porque la excusa de su separación temporal —esa supuesta enfermedad gravísima que amenazaba con llevarse a su padre al otro mundo— no era ni tan grave ni tan irreversible, y su presencia en Dublín no era necesaria en absoluto.
Durante aquellos días, mientras el pobre novio contaba angustiado las horas que le quedaban para volver a verla, Sydney se dedicaba a disfrutar de las distracciones que le ofrecía su ciudad natal y retomaba la amistad con los miembros de su lista de mártires.
A solas con su hermana se debatía en un mar de dudas sobre la conveniencia o no de su inminente matrimonio.
—Hagamos una lista con las ventajas de la boda y otra con los inconvenientes —proponía Olivia. Y acto seguido tomaba papel y pluma y comenzaba a escribir—. Entre las virtudes de tu querido Charles está el don de la paciencia, de eso no hay duda. Además, según tú misma lo describiste en tus cartas, es culto, inteligente, romántico, guapo…
—Yo no he dicho que sea guapo —aclaraba Sydney—. He dicho que todos lo consideran un hombre atractivo, pero el doctor Morgan, para tu información, no es lo que se dice un icono de belleza. Sus ojos son demasiado grandes para mi gusto y su mandíbula excesivamente recta.
Olivia sonreía al constatar que la mirada de Sydney se perdía en los recuerdos y que, sin darse cuenta, al hablar de su prometido se le ponía la carne de gallina.
—Continúo —decía, sacándola de sus ensoñaciones—. Joven, más que tú, con una renta de quinientas libras anuales, lo cual no es ni mucho ni poco, un doctorado en Cambridge y numerosas amistades ilustres.
—Todo eso es cierto, Livy. Charles es el súmmum de la perfección —concedía Sydney—. Pero casarme con él significaría renunciar a mi libertad y a mi independencia; a Irlanda, a papá, a ti, a todo.
—O, por el contrario, poseerlo todo y no echar nada en falta —sentenciaba Olivia con picardía.
La menor de las Owenson había conocido al más grande de los hombres escondido dentro de un cuerpo tan insignificante que no le llegaba a ella ni a la altura de los hombros. Arthur Clarke, médico de la armada, metro y medio de estatura, ingenioso, divertido y de carácter afable, se topó una mañana con la mirada de Olivia Owenson y no paró hasta conseguir que la deliciosa institutriz de las hijas del general Brownrigg se fijara en él. La perseguía por la calle y la asaltaba en el parque armado con flores y poemas, se arrodillaba ante su hermosura, le juraba amor eterno y amenazaba con quitarse la vida, bisturí en mano, si ella se negaba a consentir sus atenciones. Finalmente, en la balanza de Olivia pesó más la perspectiva de una señorial mansión en Great George Street, un coche de caballos y una confortable propiedad en el campo donde podría residir su padre el resto de sus días y la inconveniencia de la estatura de Clarke pasó a convertirse en un detalle sin importancia.
Tras la noche de bodas Olivia envió una carta a Baron’s Court en la que por vez primera firmó como lady Clarke y donde sólo escribió una frase: «Arthur dio la talla», y así Sydney pudo dormir tranquila, conocedora de la felicidad conyugal de su querida hermana.
El viaje de novios de los Morgan había dado comienzo al día siguiente de su improvisada boda. Sydney aún llevaba puesta la sencilla ropa de diario con la que se había casado —un vestido blanco sin más adorno que una flor silvestre prendida en el pecho— y todavía no terminaba de creerse que a ojos de Dios y de los hombres acabara de renunciar a la libertad de su apellido para entregarse de por vida al doctor Morgan, quien, por obra y gracia de John James Hamilton, noveno marqués de Abercorn, y por intercesión del duque de Richmond, había sido nombrado lord de la noche a la mañana.
—¡Alcemos las copas y brindemos a la salud de lord y lady Morgan! —había exclamado Abercorn ante la sorpresa de todos los presentes, testigos accidentales de la feliz noticia, que pasaron por alto el pequeño detalle de que el nuevo lord no había llevado a cabo ninguna hazaña que lo hiciera merecedor de semejante título.
Todavía se le adivinaba el susto a la pequeña Glorvina, algo más pálida de lo habitual y un poco temblorosa, consciente de haber sido empujada al abismo por la oronda marquesa y sus artes de persuasión.
La idea del noviazgo había sido de ella, de lady Abercorn. En cuanto se encariñó con Sydney, empezó a temer que un día la abandonara para regresar a Dublín. Las veladas frente a la chimenea ya no tendrían sentido sin sus fábulas de duendes y hadas, ni las sobremesas sin el sonido de su arpa, ni las noches sin su voz de niña melancólica, y no se le ocurrió otra cosa que encontrarle un motivo que la anclara con fuerza a su nueva tierra. Se figuró el placer de matar dos pájaros de un tiro si lograba el objetivo increíble de unir a sus dos consentidos bajo el mismo techo —el de su mansión desangelada de Baron’s Court— y se propuso un objetivo tan difícil como tentador: que la señorita Sydney Owenson accediera a casarse con el señor Charles Morgan.
El doctor Morgan llevaba varios años a su servicio. No sólo había logrado mantener bajo control la desgracia del reuma de su esposo, sino que además la había curado a ella del peor de los males —el aburrimiento mortal— gracias a su paciente escucha y a su encantadora charla. Lo mismo sabía de aves que de plantas, de poetas viejos que de jóvenes transgresores, de filósofos clásicos, de políticos modernos, de científicos locos que de teólogos impíos, y para todo tenía remedio. Para cada dolor, una raíz milagrosa; para cada duda, un buen consejo; para cada ruina, una solución honrosa. Charles Morgan se había convertido en una persona tan imprescindible para lady Abercorn que la sola idea de perderle le provocaba unas terribles crisis de ansiedad.
Su campaña, de lo más napoleónica, comenzó con la maniobra envolvente de despertarles la curiosidad y picarles el ego: «El doctor Morgan es perfecto. La señorita Owenson es bellísima. El no soporta a las mujeres inteligentes. Ella tiene centenares de pretendientes. Él no se casará jamás con una irlandesa. Ella no aceptaría nunca el cortejo de alguien como usted, doctor Morgan, tan inglés».
Tanto se esforzó la dama que a punto estuvo de echarlo todo a perder. Según contaba años después con mucha gracia, abanicándose para evitar un sofoco fingido, les inoculó tanto veneno en el cuerpo que cuando el ayuda de cámara anunció a la joven irlandesa una mañana en la que el doctor Morgan le estaba tomando el pulso a su paciente en el gabinete, al pobre muchacho le entró tal ataque de pánico que saltó por la ventana, ya que no encontró otro modo de escapar al temido encuentro y, al caer desde semejante altura, se rompió el dedo gordo del pie derecho.
—Anduvo cojeando durante semanas —relataba la marquesa entre hipos y carcajadas.
Por su parte, la brava Glorvina se ofendió tanto con la huida del médico ventana abajo que se juró solemnemente no dirigirle jamás la palabra a tamaño patán inglés.
Es que era altanera y orgullosa la hija de Robert Owenson, como buena irlandesa, todo lo contrario que el doctor Morgan —discreto, sereno, paciente y conciliador—. En realidad, eran tal para cual, pero sólo el paso del tiempo y la insistencia de lady Abercorn llegarían a demostrarlo.
Después de más de un mes de desencuentros, de miradas furtivas, de esconderse el uno del otro tras los arbustos del jardín, al fin una tarde de lluvia se encontraron frente a frente sin escapatoria. El doctor Morgan le ofreció cobijo bajo su capa de lana y a Sydney aquel refugio le pareció el más confortable de los palacios. Se prometieron amor eterno bajo los rayos y los truenos, pero luego escampó y a ella se le quedaron los pies fríos.
Entonces fue cuando, con la excusa de la mala salud de su padre, puso tierra de por medio. Regresó a Dublín, a las fiestas, a los bailes, a las tarjetas de visita, a los coches de caballos, a la libertad de su soltería peligrosa, a las listas de los pros y los contras de su hermana Olivia, a los consejos bienintencionados del señor Owenson, a las sopillas de la dulce y servicial Molly, a las verdes colinas y las viejas canciones.
No era frecuente en la sociedad de entonces que una mujer demostrara su valía con tanta desfachatez como la joven Owenson. La independencia no era un valor en alza, pero sí el matrimonio, y cuanto más provechoso, mejor. A Sydney le fastidiaba comprobar lo rápido que se habían acomodado sus amigas a la vida de casadas. Hasta la más ingeniosa de sus compañeras de juegos se había transformado de la noche a la mañana en la más insulsa ama de casa. Sus conversaciones, antes sobre héroes y villanos, hazañas, intrigas, poemas y amores prohibidos, versaban ahora sobre telas y suflés, pañales y papillas. Si eso era el matrimonio, no había sido inventado para ella.
Estuvo a punto de no volver.
Tuvo que recorrerse Morgan medio mundo —o eso le pareció a él— para lograr arrancarla de sus raíces y llevársela de regreso a Baron’s Court.
Los Abercorn los recibieron con los brazos abiertos; con el capellán vestido de ceremonia, la licencia de matrimonio en regla, los anillos comprados, el título de lord concedido, la casa engalanada, el mejor vino, la mejor orquesta de cámara y Sydney no supo negarse.
—Hubiera querido que mi padre y mi hermana estuvieran hoy conmigo —dijo tímidamente.
—Pues no están —respondió lord Morgan, haciendo uso por fin de su nueva autoridad.
Lo que vino a continuación, esa especie de pozo de sensaciones en el que se sumergieron ambos tras la bendición eclesiástica, dejó una huella tan confusa en la mente de Sydney que todas las escenas que se sucedieron bajo las sábanas le parecían formar parte de un solo pecado. Uno solo, sí, pero muy gordo.
—Yo creo que debería confesarme de esto, Charles —le dijo a su marido en cierto momento de la noche de bodas.
—Ni se te ocurra, Glorvina. Donde hay amor no hay culpa —le respondió él con tanta seguridad que Sydney volvió a pecar al instante siguiente.
Partieron rumbo a Italia el 11 de mayo de 1812, veinticuatro horas después de su boda, en un carruaje dispuesto por los marqueses de Abercorn. Emprendieron el viaje escoltados durante varios kilómetros por cuatro jóvenes caballeros de la casa que los acompañaron a galope tendido hasta más allá de sus extensas propiedades. Durmieron en Londres, tomaron un barco, cruzaron el canal, hicieron noche en Chambery, atravesaron los Alpes cubiertos de nieve, llegaron a Turin y desde allí viajaron a Milán, escala anterior a su destino final en la romántica Venecia.
Repartieron sus cartas de presentación rubricadas por los Abercorn y de este modo encontraron abiertas de par en par las puertas de los más selectos palacios de la ciudad.
Sydney parecía estar viviendo un sueño. Se movía por los salones milaneses como una pluma ligera a la que el viento mece en lugar de empujar. Trababa amistad con todos aquellos condes y marqueses con una naturalidad asombrosa; igual que si hubiera nacido sólo para ser lady. Reía, bailaba, conversaba y cantaba, y todos le hacían corro porque no había nadie tan divertido como la joven y alocada irlandesa.
Qué diferente de su marido, el pacífico doctor Morgan de los ojos sombríos, que prefería los rincones apartados y las charlas pausadas. Cómo eran el uno el contrapunto del otro: ella ardiendo, él templando; ella imponiendo, él matizando; ella trasnochando, él quedándose dormido en cualquier butaca, aguardando paciente a que su mujer tomara por fin la decisión de volver a casa.
—Deja usted las riendas muy sueltas —le reprochó una noche el conde de Pallavicini, que llevaba un par de copas más de la cuenta.
—Para domar a un potro salvaje primero hay que lograr ponérselas —respondió Charles sin inmutarse.
Era listo lord Morgan y había comprendido que a Sydney había que ganársela poquito a poco. Hoy una miga de pan en el balcón, mañana en la ventana, pasado mañana en el alféizar, hasta conseguir encerrarla dentro de la jaula.
Fue precisamente en Milán, en una de aquellas reuniones de alta alcurnia, donde trabaron amistad con el marqués de Confalonieri, y su comadrilla de conspiradores: Visconti y Porro.
Federico Confalonieri era un hombre de mediana edad y medianas hechuras; vestía de rojo y dorado y se tocaba con una peluca blanca algo pasada de moda. Visconti era hablador, gesticulador y bebedor; tres elementos infalibles para ganarse la simpatía de Sydney y el recelo de Charles. Porro, el más encorsetado de los tres, alto, flaco y de nariz aguileña, era también el más poderoso y el más regio.
Estos nobles milaneses les hablaron con tanta pasión del lago de Como que el brillo del sol en las crestas de sus olitas se le metió a Sydney entre ceja y ceja y el pobre Charles, que había soñado toda su vida con visitar Venecia, se quedó sin conocer una de las más alabadas maravillas del mundo, tales fueron las dotes de persuasión de su mujer.
—Vayan a Como —les convenció Confalonieri entre copa y copa de un vino tinto de la comarca—. ¿Qué se le ha perdido a usted en la decadente Venecia, lord Charles?
He de decirle, muy a mi pesar, que tras el saqueo al que la han sometido los franceses ya no queda nada de interés en toda la ciudad aparte de las famosas góndolas, y créame, amigo mío, que vista una góndola, vistas todas —afirmaba—. Y usted, lady Morgan, ¿qué otro motivo si no es el de agradar a su esposo, y compruebo que su sola presencia es más que suficiente para eso, no hay más que ver el arrobo con el que la mira, la habría de llevar hasta una tierra que no es tierra sino agua, sobre la que tanto se ha publicado ya y tan diverso, desde Petrarca y Marco Polo, Shakespeare y Goethe, hasta la dudosa aportación de nuestros Da Ponte y Casanova, o el inquietante Byron, su compatriota, que de continuar por el camino que ha emprendido en la literatura del espanto terminará por convertir nuestra cloaca del vicio en su más querido hogar? No es ya nuestra Venecia más que el reflejo de aquellas Sodoma y Gomorra y, como tales, ha caído en deshonra. Meretrices, borrachos, vampiros y brujas deambulan por sus canales; no es lugar para una dama. En cambio, el lago, con sus nobles villas y sus gentes de bien, parece hecho a su medida y, además, esconde grandes secretos y viejas historias que nadie ha escrito todavía.
La irlandesa era una liberal convencida y así se lo hizo saber en la corta charla que mantuvieron sobre la identidad de los pueblos sometidos. Sydney había estudiado en profundidad los mitos y leyendas celtas de tradición oral, con sus hadas y trasgos, sus duendes y brujas. Se sabía de memoria un montón de poemas y canciones antiguas que hablaban de mujeres esqueleto o de mujeres con piel de foca. Le interesaba lo esotérico y lo fantástico. Le preguntó a Confalonieri por las supersticiones italianas y éste le habló de las aguane, las ianaras, la fata Morgana y el besadonna. También le contó que, en cierta aldea cercana a Como, sucedía cada noche que una mujer vestida de blanco se lanzaba al lago desde una ventana de Villa Pizzo, las manos y los pies atados con cuerdas, para vengar la muerte de su esposo.
De este modo a Sydney se le fue llenando la cabeza con imágenes brumosas de fantasmas y aparecidos y Confalonieri, sin pretenderlo, decidió el destino de su luna de miel.
Lady Morgan sucumbió al hechizo de sus palabras y aquella noche, bajo las sábanas de una cama con dosel, sedujo a su esposo con malas artes para que en lugar de Venecia la llevara a Como, y él, pobre hombre, a punto de estallar de amor, sus sentidos aturdidos y su voluntad cegada por el deseo, comprendió que a partir de entonces tomaría sólo aquellas decisiones que Sydney le permitiera.
CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE
Milán, 25 de junio de 1812
Querida Olivia:
Después de nuestra agotadora estancia en Milán, atosigados por la hospitalidad de los Confalonieri, que no nos han dejado a solas ni un instante, Charles ha cambiado de idea con respecto a ir a Venecia. Personalmente, celebro su decisión ya que, al parecer, la vieja capital del Véneto no es ya la ciudad romántica de la que hablaba lady M. W. Montague en sus cartas, sino una especie de ciénaga por la que se pasean todos los vicios.
En su lugar hemos aceptado la amable invitación del conde de Sommariva, propietario de dos de las más hermosas villas que existen a las orillas del lago de Como.
Tiene este conde fama de político sin escrúpulos, corrupto y ambicioso, si bien dicha información procede de las fauces lenguaraces de Confalonieri, a las que hay que dar el justo crédito. En cuanto nos vio hablando con Sommariva, nos llevó a un rincón del salón para advertirnos con grandes aspavientos. Nos dijo que sabía de muy buena tinta que el conde andaba buscando el modo de vender su alma al diablo a cambio de arrebatarle al duque de Melzi el cargo de vicepresidente de la República, pero que, de momento, en Italia, la francmasonería es cosa de pocos y cobardes y que se esconden muy bien.
Mientras confabulábamos en su contra, Gian Battista Sommariva se paseaba por el salón con la peluca impoluta y una chaqueta de seda azul celeste confeccionada en sus propios talleres de Milán. Unos pasos por detrás lo seguía su esposa, Giuseppina Verga, con cara de susto. Acaban de perder a su hijo mayor combatiendo en España del lado de las tropas napoleónicas y esa muerte prematura ha hecho mella en el ánimo de la madre y la ha convencido de la insensatez de una lucha que, tal y como piensan muchos italianos, no debería ser cosa suya.
Según Confalonieri, Sommariva se compró Villa Clerici sólo para irritar a Melzi, su archienemigo. Ahora la situación es pintoresca. Cada uno tiene su mansión a un lado del lago y es tal su lucha de poder que si uno adquiere un retrato, el otro se compra tres, y si uno se construye un mirador, el otro levanta uno más grande. Y si uno planta azaleas, el otro rododendros, y si uno invita al ministro de la Guerra, el otro manda llamar al virrey Beauharnais con cualquier pretexto sólo para proclamarse vencedor en esta batalla de egos.
Sin embargo, esa noche estaban ambos convidados a la misma cena y puedo asegurarte que se comportaron con la mayor cordialidad, como si en vez de odiarse fueran enemigos del alma.
De cualquier modo, las advertencias llegaron demasiado tarde. Charles ya había aceptado el ofrecimiento de Sommariva, que incluía el transporte hasta Como en una berlina de su propiedad y el traslado en barco hasta la villa, que queda a unas veinticinco millas de la ciudad, en la orilla izquierda del lago.
Mañana saldremos temprano hacia allí. No me escribas hasta que no pueda proporcionarte una dirección a la que enviar tus cartas.
Te quiere,
Sydney
CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE
Lago de Como, Villa Tempi, 27 de junio de 1812
Querida Olivia:
Cuando leas lo que tengo que contarte sobre mis primeros pasos en este paraíso que ha resultado ser Como comprenderás que ya no albergue ninguna duda sobre la conveniencia de nuestra visita. Si buscaba leyendas y supersticiones, aquí las he encontrado todas de golpe. ¡Anoche me topé con una reunión de fantasmas!
Pero déjame que te explique desde el principio cómo ocurrió todo.
En primer lugar, has de saber que Confalonieri no exageraba. Las palabras se quedan cortas para describirte una belleza como la que ocultan las montañas de Lario. Cuando abrimos las ventanas de nuestra habitación en la hospedería de Villa Tempi, apareció ante nuestros ojos un horizonte de colores en escalera desde el suelo a la cumbre, una alfombra de limoneros y naranjos, castaños, acacias, nísperos, cerezos, higueras preñadas de frutos y parras, todos sedientos de las aguas verdes de este inmenso embalse natural que se extiende hacia el norte formando una yunta, con dos ramales idénticos, como serpientes unidas en el vientre.
Pespuntan sus orillas las más grandiosas villas de Italia y, dado que no existen más caminos que los abiertos a la fuerza por los campesinos y sus animales, no hay modo de viajar de una a otra a no ser a bordo de unos barquitos muy pintorescos que parecen pescados dados la vuelta, con las espinas al aire y el lomo surcando el agua.
Existe una clase especial de hombres, los barcaiuoli, el equivalente autóctono del gondoliere veneciano, sólo que más robusto y fornido que aquél y con unos modales menos delicados. Estos barqueros recorren las orillas cantando a pleno pulmón, riéndose a carcajadas o burlándose a gritos de los paesi, que son los pobres de solemnidad de estas tierras; sucios, hambrientos y desharrapados; el contrapunto perfecto a la opulencia con la que viven los nobles en el secreto de sus villas.
Pues bien, tal y como había dispuesto nuestro anfitrión, embarcamos desde Como después del desayuno en una nave con un timonel y dos braceros rumbo a la lejana orilla de Tremezzina, donde, protegida del norte por un altísimo pico, se levanta Villa Sommariva. Con las últimas luces de la tarde llegamos por fin a nuestro destino y, no sé qué opinarás tú, siempre tan razonable, tan poco amiga de lo insólito, sobre lo que voy a relatarte a continuación.
Has de saber que Villa Sommariva es un edificio palaciego que se levanta en lo alto de una escalera de piedra interminable. El interior es de mármol; los techos son tan altos que los frescos y las lámparas parecen colgar del cielo; las paredes están pintadas de estuco y decoradas con las más ricas obras de arte. Retratos al óleo, esculturas, tapices, relojes de oro y bustos de bronce se disputan el espacio entre los muebles de madera y pan de oro, las cortinas de terciopelo y las alfombras de mil nudos.
En el comedor nos esperaba una mesa abastecida como para alimentar a un regimiento, aunque únicamente servida para dos, con nuestras copas rebosantes de un vino helado, muy dulce, que en cuanto lo probé me condujo por galerías oscuras. Charles también debió de notar algo extraño, pero él, mucho más experto que yo en asuntos mundanos, apartó la copa de mi boca. Me dijo: «No bebas, Sydney. No escuches, no hables, no creas nada de lo que vean tus ojos a partir de ahora». Y menos mal que me avisó, porque desde el mismo instante en que tomé aquel brebaje, se me echó encima un batallón de fantasmas.
Has leído bien, Livy: fantasmas, espectros, aparecidos, muertos vivientes… todos ellos de noble linaje, muy hermosos pero muy siniestros, con los que me topé en cada esquina. Llevaban los rostros ocultos por máscaras muy vistosas y vestían ropas elegantes.
Charles y yo recorrimos aquellos salones cegados por una belleza espantosa. Él me agarró muy fuerte del brazo, como si temiera perderme en alguno de los pasillos de la casa, secuestrada por aquellas sombras.
Entonces me susurró al oído: «Confalonieri tenía razón. Una casa como ésta no puede pertenecer sino a un demonio». Y fue como si me leyera el pensamiento. Yo también me sentía presa de algún hechizo. Le respondí: «Salgamos de aquí cuanto antes».
Regresamos a la carrera hasta nuestra pequeña embarcación y puedo jurarte, hermana, que escuché risas procedentes de las ventanas abiertas de la villa. Cuando miré hacia la casa, los vi asomados a los balcones, a los fantasmas, de dos en dos o de tres en tres, diciéndonos adiós con sus pañuelos de puntillas y por primera vez dudé si eran reales o imaginados. Le pregunté a Charles, pero él no había visto nada. Sólo las estancias vacías de una casa demasiado grande, demasiado solitaria y demasiado fría.
No sé qué habrá sido del criado, del timonel y de los braceros. Los abandonamos allí porque se nos antojaron parte del decorado. Pero ¿y si no lo eran? ¿Y si alguna mujer y unos niños los esperan por los siglos de los siglos?
Tuvo que ser algo que nos pusieron en la bebida, Livy, porque nos detuvimos en una pequeña posada a unas cinco o seis millas de allí y enseguida recobré el juicio. Volví a ser yo y Charles recuperó la calma.
Pasamos la noche en una habitación muy humilde, sin más ornamentos que un crucifijo sobre el cabecero de la cama. Por la ventana abierta nos llegaban los cánticos de los pescadores que regresaban a sus casas y las notas de una guitarra española que acompañaba sus voces.
Hoy, muy de mañana, Charles contrató a un barcaiuole que fumaba en pipa y que tenía dos brazos fuertes como troncos de roble. Nos ha depositado de vuelta en Villa Tempi antes de media tarde y, una vez allí, nuestro querido Confalonieri nos ha dado indicaciones para visitar un par de villas con alquileres razonables.
«Se lo advertí —me dijo el marqués en un aparte—. Es mejor mantenerse lejos de personas como Sommariva».
Hemos tomado la decisión de rechazar amablemente cualquier ofrecimiento proveniente de nuestros amigos milaneses con respecto al uso de sus propiedades en el lago. No porque creamos que todos ellos se puedan parecer a Sommariva, sino porque no hay bien más preciado que la libertad y ésta sólo puede disfrutarse lejos de toda deuda y de toda dependencia. ¿No es preferible alojarse en una hospedería o en una casa alquilada, donde la única obligación hacia sus propietarios es la de pagarles una renta afin de mes, a pasarse la vida tratando de corresponder a la hospitalidad de quien nos ha desbordado con sus atenciones y no saber cómo?
Seguro que sabes a lo que me refiero, Olivia. Pobrecito papá, que no puede valerse ya por sí mismo. Te ruego le hagas creer que su estancia en la casa de Arthur queda compensada con los derechos de autor de sus obras. Dile que yo misma te hago llegar el importe todos los meses y que supera con creces vuestras expectativas de ingresos. Haz que parezca que os hace un favor quedándose allí. ¿Podrás?
Que Dios te bendiga,
Sydney
CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE
Lago de Como, Villa Fontana, 30 de junio de 1812
Queridísima:
Por fin te escribo desde mi propio despacho, aunque no sé si esta habitación tan coqueta merece tal apelativo o debería llamarla más bien gabinete o camarín o algún otro nombre más acorde con sus paredes de seda y sus visillos de encaje.
Puedes imaginarme vestida aún con el camisón, el pelo sin cepillar y los pies descalzos. Es casi mediodía. El calor es tan agobiante que Charles y yo hemos decidido retirarnos cada uno a su rincón en la penumbra, él a continuar con la lectura de los estudios sobre la viruela del doctor Jenner y yo a comenzar mi investigación sobre supersticiones, mitos y leyendas italianas.
Ésta es una tierra de prodigios.
Algunos, como las visiones que tuve en Villa Sommariva, son incomprensibles o, al menos, carecen de una explicación razonable. Es posible que fenómenos como los fantasmas y las apariciones no tengan un origen natural, sino tal vez paranormal, o divino, o que incluso sean producto de la imaginación humana, que es por lo que se inclina mi buen doctor. Él me aconseja que no le cuente a nadie lo que creí ver en esa casa para que no me tomen por loca y yo le respondo que acabarán dándose cuenta de todas formas de mi chifladura congénita, síndrome del que te libraste tú y yo no, por un capricho del destino.
Charles ha enviado una nota muy amable al conde de Sommariva agradeciéndole su ofrecimiento y rechazándolo en los mismos términos de gentileza con la excusa de que yo soy demasiado miedosa para un lugar tan remoto. Es una vil mentira que me hace quedar como una tonta, pero verosímil, eso sí, que es de lo que se trataba.
El caso es que nos hemos instalado con todos nuestros bártulos en esta villa, de nombre Fontana, que es el apellido de nuestros arrendadores, y hemos tomado posesión solemne de ella —Charles alzándome en brazos para cruzar el umbral—, puesto que esta casa será nuestra primera residencia estable de casados. A partir de ahora puedes remitirme las cartas aquí y dirigirlas a la «Signora Morgan», que, te lo creas o no, soy yo, tu hermana, Sydney.
Villa Fontana se compone de dos pabellones unidos por una balaustrada y separados por un jardín muy verde. Nosotros ocupamos el que queda a la derecha; el más cercano a Villa Olmo, de la que ya te hablaré otro día. Cuenta con siete habitaciones en la planta superior y cuatro en la inferior, todas ellas decoradas con muy buen gusto, bien iluminadas y ventiladas. En la fachada llama la atención el pórtico con bajorrelieves de mármol y, a pie de tierra, el embarcadero circular de piedra con incrustaciones de verdín donde tenemos amarrado un bote de remos por si algún día nos apetece emprender alguna aventura acuática.
Asomada al balcón que hay en mi dormitorio veo a la derecha el duomo de la catedral de Como, que, imponente, precede a la ristra de villas que jalonan la orilla hasta mi puerta. De frente, el agua brillante del lago, en la que se reflejan las montañas altísimas y detrás, una especie de huerto en forma de pirámide donde crecen la hierbabuena, la lavanda, el orégano y la pimienta. También hay tomates, cebollas, apios, lechugas, patatas, zanahorias y todas las verduras que se te puedan ocurrir, las cuales, bien picaditas, llegan algunas noches a nuestra mesa flotando en una rica sopa, de nombre minestrone.
Desde la ventana de este gabinete en el que me encuentro ahora mismo, oculta por los visillos de encaje, puedo espiar sin ser vista a la familia Fontana. Son siete en total: padre, madre, un chico rubio y espigado, de nombre Domenico, que viste el uniforme militar de la armada de Italia, dos jovencitas muy lindas, donna Giovanna y donna Rosina, otro muchachito de unos diez años que responde al nombre de León y una niña pequeña que es una copia idéntica a su madre en miniatura. Con ellos hay una mujer mayor llamada Abbondia que siempre lleva ropa negra. Probablemente sea una sirvienta, o tal vez la abuela, quién sabe, aún no estoy muy familiarizada con las costumbres de estas gentes ni con su manera de vestir.
No entiendo una palabra de lo que dicen. Entre ellos hablan un dialecto endiablado parecido al milanés, pero más cerrado todavía. Para mí que se entienden más bien a base de gestos. Se comunican con las manos, los ojos, las muecas de la cara, el tono de voz… y cantan. Se pasan el día cantando a coro y tienen un oído estupendo.
Por cierto, Charles está aprendiendo a tocar la guitarra. El signore Fontana guardaba una muy vieja en el desván y se la ha regalado. Ahora la está puliendo y afinando en su laboratorio con el mismo cuidado con el que trata a sus pacientes. ¡Me ha contado que las cuerdas las fabrican con tripas de gato! Le faltan dos. Espero que no tengamos que sacrificar a ningún inocente minino para poder dar rienda suelta a su nueva afición musical.
Por si acaso, tengo localizado uno muy gordo que se pasea por la tapia de atrás.
Haz el favor de escribirme pronto. Echo de menos tus cartas.
Besos a papá, a los niños y a mi querido Arthur.
Que Dios os bendiga a todos,
Sydney
P. D. No sufras, Livy, estoy bromeando. Sé cuánto te gustan los gatos.
CARTA DE LADY CLARKE A LADY MORGAN
Londres, Great George Street, 10 de julio de 1812
Querida Glorvina:
Creo que Italia está teniendo un efecto preocupante en tu salud. ¿O será tal vez el resultado de la felicidad matrimonial? En cualquier caso, hermana, descansa mucho y protégete del sol.
Cuídate también de fantasmas y demás aparecidos por muy nobles que sean.
Sydney, tengo la impresión de que las visiones de las que me hablas en tu carta no tuvieron su origen en ningún brebaje de bruja, sino que fueron la consecuencia lógica del alcohol. No sé si eres consciente de que el vino, más aún si es dulce y fresco, se sube a la cabeza sin que nos demos cuenta, sobre todo cuando tenemos el estómago vacío, por ejemplo, después de una larga travesía de veinticinco millas a remo, a pleno sol.
Lo que quiero decirte, pequeña Glo, es que tú, tan elegante y delicada, tan lady Morgan, te emborrachaste como una vulgar estibadora de algún puerto pirata, lo cual me está haciendo retorcerme de risa y patalear. No me hace ninguna gracia, en cambio, la historia de las tripas de gato.
Eres lo peor, pero te adoro.
Tu hermana del alma,
Olivia Clarke