En los años noventa, la selección francesa era francamente multirracial. El amplio imperio colonial que Francia había llegado a alcanzar años atrás, más su propia tradición de tierra de acogida, había hecho que ya desde la mitad de siglo se vieran muchas razas por sus calles. En los barrios humildes, de las afueras de las ciudades, era por supuesto más abundante la presencia de razas distintas de la blanca. Esos barrios con solares sin construir y niños jugando al fútbol todo el día, mal calzados, con balones remendados… Justo el vivero de buenos futbolistas.
A eso habría que añadir la facilidad natural de la raza negra para el fútbol. Aquello irritaba mucho a Jean Marie Le Pen, líder del Frente Nacional, la extrema derecha francesa. Le Pen era un racista que fustigaba mucho a los inmigrantes y no admitía ese equipo como representación de Francia. Un día, en junio de 1996, sacó los pies por alto en una convención de su partido, en Saint-Gilles. «Es artificial que se haga venir a extranjeros y luego se les bautice como el equipo de Francia», dijo. Calificó a esa selección como «representantes del papeleo, y no de Francia», aseguró que revisaría la situación cuando llegara a la presidencia (que nunca alcanzó) y se quejó de que no cantaban La Marsellesa: «No sé si porque no quieren o porque visiblemente la desconocen».
Aquel ataque indignó a los jugadores, que pidieron que no se le votara. Además, había alterado la realidad en su discurso. Era cierto que era un grupo multirracial, pero todos habían nacido en la metrópoli o en las colonias. Solo Desailly entraba en la caricatura de Le Pen, y muy a duras penas. Cierto que había nacido en Ghana y fue nacionalizado, pero había llegado a Francia a muy temprana edad, adoptado por un diplomático francés. Se había criado y hecho futbolista en el país.
Cuando llegó el Mundial de 1998, a disputarse en suelo francés, el grupo de la Eurocopa seguía vigente, pero podríamos decir que la pesadilla de Le Pen había ido a más. Para su horror, cuando se dio la lista de convocados solo había en el grupo de veintidós cinco que él pudiera considerar franceses puros, hijos de padre y madre francesa y de raza blanca. El resto eran descendientes de árabes, caribeños, sudamericanos, subsaharianos, caucásicos y hasta uno procedente del sur del Pacífico, el canaco Christian Karembeu. ¡Y encima este Mundial se iba a celebrar en suelo francés! Le Pen redobló sus ataques y desató una desagradable polémica. Hasta el siempre contenido Zidane, nacido en Marsella, en el barrio de La Castellane, un polo de inmigración, tomó la palabra: «Nací en Francia y estoy orgulloso de ser francés. Mi padre nació en Argelia, y estoy orgulloso de ser argelino».
Pero, en fin, aquella selección multicolor ganó el Mundial, con un estilo de juego y de conducta apreciado por todos. Y la noche del día de la final, el 12 de julio de 1998, se produjo una explosión de júbilo que llevó a los Campos Elíseos a millones de personas en la mayor congregación de multitud en la historia de Francia. El presidente Chirac habló de «esta Francia multicolor y ganadora…»