Para el Mundial de Estados Unidos, Colombia estaba muy esperanzada. Ya siete años antes, en la Copa América de 1987, había dado magníficas señales, con un equipo, creación personal de Maturana, que fue un precedente del tiqui-taca español de años después. Nucleado en torno a Valderrama y Redín ese era un equipo magnífico, que ya había dado una seria campanada en Italia’90, al empatar con Alemania el día aquel que un locutor entusiasmado cantó aquello de «¡Dios es colombiano!» y para el 94 se le veía en plenitud. En la fase de clasificación de su grupo sudamericano, en el que luchó con Argentina, Paraguay y Perú, había tenido una actuación estruendosa. Cuatro victorias, dos empates, 13-2 en goles. Aquella clasificación incluyó un 0-5 en Buenos Aires que fue noticia Mundial, el peor estropicio sufrido jamás en su campo por Argentina, que tendría que acudir a una humillante repesca con Australia para meterse en el Mundial.
Colombia entró en el Grupo A con Rumanía, Suiza y Estados Unidos. Y las cosas no salieron como se esperaba. Empezó perdiendo con Rumanía, volvió a perder el segundo día, con Estados Unidos, por 2-1, y cuando finalmente ganó el último día, a Suiza, 2-0, no sirvió. De esa fase de grupo pasaban los dos primeros en todos los grupos, y los dos terceros mejor clasificados. Colombia quedó cuarta, frente a unos rivales que no eran tenidos en mucho. La decepción en el país fue grande. Muchos se irritaron. El fútbol tiene también esas cosas.
En el partido contra Estados Unidos, el segundo de la fase, se había producido una incidencia menor, que hubiera pasado al olvido de no ser por las trágicas consecuencias que tuvo: el primer gol norteamericano lo marcó en propia meta el defensa central Andrés Escobar. Fue en el 33’. Un centro horizontal de Caligiuri al que Escobar mete la pierna y lo manda dentro. Fue el 1-0. Colombia acabaría perdiendo por 2-1.
El 2 de julio, diez días después de aquel partido, seis después de la victoria inútil frente a Suiza, Andrés Escobar estaba en Medellín, tratando de olvidar aquello. Era jugador del Atlético Nacional de aquella ciudad, donde consumió casi toda su carrera. Había empezado en ese club, en 1986, había jugado luego dos temporadas en el Young Boys de Suiza y había regresado en 1989. Vivía allí, aquella era su ciudad. Ese 2 de julio salió con un amigo y una amiga, a un local de diversión en las afueras de la ciudad llamado El Indio. Se encontró unos patosos que le acosaron culpándole del autogol. Aguantó lo que pudo, hasta que decidió marcharse. Se fue a su coche, en el que montó con la amiga. Uno de los patosos le siguió hasta allí, continuó ofendiéndole, ofendió a la muchacha, hubo una discusión y finalmente el insoportable le disparó. Le metió seis balas en el cuerpo. Escobar falleció mientras era trasladado al hospital. El Mundial aún estaba en marcha. Aquella noticia conmocionó a toda la familia del fútbol.
En un país que sufre mucha violencia gratuita, aquello no hubiera pasado de ser un desdichado episodio más de no ser por las circunstancias que convergieron en el caso. Las autoridades decidieron colocar protección especial a los restantes miembros de la selección, temiendo que el crimen fuera respuesta al fracaso de una mafia de apuestas, que se habría visto defraudada por la eliminación. El asesino, que fue capturado, y resultó ser un tal Humberto Muñoz Castro, era chófer y guardaespaldas al servicio de dos hermanos, Pedro David y Juan Santiago Gallón Henao, a los que las autoridades tenían relacionados con el narcotráfico y otras actividades ilegales. Eso contribuyó a crear sobre el crimen la leyenda de que se trataría de algo distinto de lo que fue. La versión de que se habría tratado de una venganza mafiosa por una cuestión de apuestas se instaló en el imaginario colectivo, más fuera de Colombia que dentro. La investigación correspondiente no corroboró nada de eso: se trató de un crimen absurdo, que segó la vida de un buen jugador y dio con los huesos del homicida en la cárcel durante bastantes años. Cuando salió, en 2005, con beneficios penitenciarios, hubo reacción de indignación en el país, donde se recuerda a Escobar con cariño. Un campeonato nacional de fútbol callejero lleva hoy su nombre.