Alemania, veinte años después

Esta es la primera final que no se juega en la capital del país organizador, que en este caso hubiera sido Bonn. Pero Bonn era una capital administrativa, en cierto modo artificial, escogida para la RFA una vez que Berlín quedó del otro lado. El partido inaugural se había jugado en la parte occidental de Berlín, pero la final fue reservada para Múnich, para su sensacional Estadio Olímpico, creado ex profeso para los JJ.OO. de dos años antes. Allí jugaba además el Bayern de Múnich, base de la selección, y que ese año había ganado la primera de sus tres Copas de Europa consecutivas. Las tres anteriores las había ganado el Ajax. Bayern y Ajax, RFA y Holanda… Eran los más grandes. Había mucho que dirimir.

La RFA llegaba con una mancha en la primera fase, en la que tras ganar a Chile (1-0) y Australia (3-0) había perdido con la RDA (0-1, con el famoso gol de Sparwasser). En la segunda fase, o fase semifinal, se había desenvuelto mejor, ganando a Yugoslavia (2-0), Suecia (4-2) y Polonia (1-0). Estos dos últimos partidos habían sido magníficos. Once goles marcados y tres encajados.

Holanda, por su parte, llegaba como un avión. Se había clasificado para el Mundial (cosa de la que la RFA, anfitrión, no tuvo necesidad), dominando en su grupo con Bélgica, Noruega e Islandia, con cuatro victorias, dos empates, 24 goles marcados y dos encajados. Ya en Alemania, ganó su grupo venciendo a Uruguay (2-0), empatando con Suecia (0-0) y barriendo a Bulgaria (4-1). En la fase semifinal, 4-0 a Argentina, 2-0 a la RDA y 2-0 a Brasil. Había laminado lo mejor del fútbol sudamericano y se presentaba en la final con cinco victorias y un empate, 14 goles marcados y uno encajado. Impresionante.

Pese al factor campo y al poderío de la RFA, se da en general como favorita a Holanda, que despierta fervor. El campo revienta, el palco de honor, más todavía. Están el Presidente, Walter Schell y el canciller, Helmut Schmidt, el príncipe Bernardo de Holanda, Henry Kissinger, los príncipes de Mónaco, el príncipe Faisal de Arabia Saudí, el príncipe Gholan Rezza, hermano del Sha de Persia. Y los presidentes saliente y entrante de la FIFA, Stanley Rous y Joao Havelange.

Arbitra el inglés Taylor y los equipos forman así:

RFA: Maier; Vogts, Schwarzenbeck, Beckenbauer (capitán), Breitner; Höness, Bonhof, Overath; Grabowski, Müller y Hölzenbein.

Holanda: Jongbloed; Suurbier, Haan, Rijsbergen, Krol; Jansen, Neeskens, Van Hanegem; Rep, Cruyff (capitán) y Rensenbrink.

Tarde reluciente, libre del régimen de lluvias que ha acosado al campeonato. Saca de centro Holanda, que entretiene el balón, toca con calma, mientras Alemania espera, sin demasiada inquietud. Uno, dos, tres, quince toques, de acá para allá; en eso el balón llega a Cruyff, en el callejón del diez. Acelera, perseguido por Vogts, que no consigue arrebatarle el balón, llega al área y justo al entrar le barre Höness. En una primera visión, parece que el penalti es de Vogts, pero no, es de Höness, que como todo delantero metido en su área es un pez fuera del agua. El penalti lo transforma Neeskens. Van exactamente 87 segundos de partido y gana Holanda 0-1. Neeskens va a ser jugador del Barça en la temporada entrante. Cruyff ya lo era.

Pero luego decepciona, no va a por nuevos goles, especula. Cruyff se echa atrás, a la media, perseguido por Vogts, que no le da tregua donde vaya. Alemania va a más minuto a minuto, se hace dueña del campo y del balón. Ataca por los lados, con Grabowski y Hölzenbein, y por el centro con las llegadas de Höness, con su velocidad y su fácil regate. Overath, zurdo inteligente que se mantiene titular pese al empuje del madridista Netzer, dirige la maniobra. Torpedo Müller es una amenaza en el área. En el 25’, Hölzenbein se mete en el área con sucesivos regates y Jansen le cruza imprudentemente y le voltea. Es penalti. Los mandamases del equipo se miran entre sí, miran al banquillo. Nadie se decide a tirarlo, porque todos tienen fallos recientes en esa suerte. No hay nada hablado, nada decidido. La vacilación dura poco, pero a Breitner, el joven lateral izquierdo del Bayern, le parece una eternidad. Le da tanta vergüenza que, ya que nadie se decide, se adelanta y coge el balón. Höness le dice:

—¿Dónde vas?

—¿Dónde voy? ¡A tirar el penalti!

Lo tira con precisión y marca. 1-1. Pero Alemania sigue en su ataque, lanzada por la inercia. Holanda sigue aparentando una confianza que parece no tener tanta base. En el 43’ es Grabowski el que se cuela por su lado, la derecha, envía a Müller, algo retrasado, pero este se las apaña para hacerse con el balón con un control difícil y con un remate forzado, casi a media vuelta, cruza al palo contrario, para sorpresa de Jongbloed. 2-1. Alemania ya está por delante.

En la segunda mitad, Holanda se echa más hacia arriba, Cruyff también se echa más hacia arriba, pero siempre perseguido por Vogts, de cuyas faltas se queja. Holanda se descubre, la segunda mitad es emocionante. Hay ocasiones de gol en ambas partes, pero el tanto no llega. Maier hace algunas paradas de mérito. Llega el 90’ y Alemania es campeona. Veinte años después de aquella generación de los Turek, Rahn y Fritz Walter vuelve a conquistar el título. La nueva Copa la coge Franz Beckenbauer, el exquisito líbero, que juega su tercer Mundial. El animoso y elegante medio de ataque de Inglaterra’66 se ha convertido en un líbero imponente, impecable de colocación, firme en el corte, seguro en la entrega, preciso lanzador desde atrás. Su juego resulta en ocasiones hasta empalagoso, de pura perfección.

La mañana siguiente, después de la correspondiente juerga, Breitner se despierta tarde en su habitación. Pone la tele y están repitiendo el partido. Pronto llega la escena del penalti a favor de Alemania. Cuando se ve a sí mismo coger el balón y disponerse a lanzarlo tiene un ataque de pánico, apaga la tele, se levanta a toda prisa, se ducha y sale a pasear. No consigue dominar el pánico en varias horas. Se considera a sí mismo un loco por haber tomado ese riesgo. Todavía algo se le remueve cuando evoca esa escena.