En México llega la modernidad

México ’70 fue un Mundial de verdad hermoso. La FIFA concedió el Mundial a este país en el Congreso que celebró durante los Juegos Olímpicos de 1964, en Tokio. La UEFA había cogido ese ritmo: fijar sede seis años antes, para dar tiempo. México ya tenía adjudicados los JJ.OO. de 1968, de modo que se contaba con un importante empujón en infraestructuras (no solo estadios, también aeropuertos y autopistas). Su rival en la elección fue Argentina, una vez establecido por fin el criterio de alternancia entre continentes. Criterio que costó, dicho sea de paso. México ganó 56 a 32 a Argentina gracias sobre todo a que llevaba tiempo haciendo campaña. En Chile’62 ya estuvo Guillermo Cañedo al frente de una delegación que instaló un stand en el hotel Carrera, donde México mostró su proyecto, que incluía una espectacular maqueta del Estadio Azteca. Y durante los dos años siguientes tuvo a mucha gente viajando por el mundo. Así que mereció la designación. Argentina se esforzó menos. Y no solo se quedaría sin organizar el Mundial, sino sin jugarlo. Perú la dejó en el camino. Perú tenía un gran equipo, con los Chumpitaz, Cubillas, Sotil y Perico León. Pero es que además Argentina tuvo cuatro seleccionadores en los dos años previos al Mundial: Cesarini, Minella, Maschio y Pedernera.

Se inscribieron setenta países para catorce plazas. Inglaterra y México estaban clasificadas de oficio. Europa tuvo nueve plazas, incluida la de Inglaterra, que fueron para Bélgica, Bulgaria, Checoslovaquia, Alemania Occidental, Italia (campeona de la Eurocopa), Rumanía, Suecia y la URSS. Sudamérica tiene tres plazas, que ganan Brasil, Uruguay (campeona de América) y Perú. Por la CONCACAF va El Salvador, tras una guerra que luego se narrará. Marruecos se lleva la plaza de África e Israel la de la zona Asia-Oceanía. Será la única participación hasta ahora de Israel en la Copa del Mundo, y no hará tan mal papel. En un grupo muy parejo, perderá contra Uruguay (2-0) y empatará con Suecia (1-1) e Italia (0-0).

Fue la primera Copa de Mundo televisada en color. El balón cambió: apareció uno formado por más piezas, también con hexágonos y pentágonos, del que se alabó que tenía más esfericidad. Tuvo nombre de satélite televisivo, Telstar, y muy visible el rótulo de Adidas. Se mantuvo de nuevo la fórmula que ya se había hecho clásica: cuatro grupos de cuatro, con liguilla, y los dos primeros de cada grupo a cuartos, para irse eliminando hasta la final.

Hubo mascota, Juanito, un niño futbolista con sombrero mexicano y vestido de futbolista con los colores de la selección local. Se jugó en cinco ciudades: México D.F., Toluca, León, Puebla y Guadalajara. El Azteca, de reciente construcción, impresionó con sus 114 000 plazas, perfecta visibilidad y toques de vanguardia.

En este Mundial aparecieron las tarjetas y los cambios. Las tarjetas, como las conocemos aún hoy: amarilla (a la segunda, expulsión) y roja (expulsión directa). Los cambios, dos por equipo, sin necesidad de que mediara lesión.

La primera tarjeta amarilla llegó ya en el primer partido, el Unión Soviética-México, y se la mostró Tschenscher, árbitro alemán, al soviético Asatiani, en el 27’, por una dura entrada sobre el local Velarde. Asatiani, por cierto, tendría un final trágico. Con cincuenta y cinco años murió ametrallado en Tbilisi, donde se dedicaba a diversos negocios, no todos claros, después de haber sido director de Deportes de Georgia. El primer cambio se produjo en ese mismo partido, que fue el inaugural del campeonato y se jugó el 31 de mayo. Correspondió también a un soviético, Serebryanikov, reemplazado tras el descanso por Puzach.

El arbitraje se repartió más que en anteriores ediciones. Solo veinte de los treinta y seis partidos fueron arbitrados por europeos, entre los que se contó al español Ortiz de Mendíbil, llamado a última hora por enfermedad (con final trágico y rápido) de Juan Gardeazábal, que estaba designado por cuarta vez para la Copa del Mundo. Hubo árbitros de cinco países americanos (incluyendo uno de Estados Unidos, que no participó), uno de Israel, uno de Egipto y otro de Etiopía. El arbitraje mandaba señales de la creciente universalidad del fútbol.

El campeonato empezó ese 31 de mayo y concluyó el 21 de junio. Y fue, en términos generales, una preciosidad. Dejó muchos grandes momentos en un periodo bisagra del fútbol, en el que el rigor táctico aún no era tanto como para ahogar las individualidades, que las hubo, y muy buenas. Las tarjetas (que no venían a ser sino un instrumento para empujar a los árbitros a hacer lo que ya podían haber hecho antes, porque el reglamento les facultaba) vinieron bien. No hubo las carnicerías del 66, no hubo ningún Nobby Stiles.

El máximo goleador fue Gerd Torpedo Müller, alemán, con diez tantos. Una fiera, pese a su físico poco aparente, porque era corto de estatura a pesar de su cuello largo, culibajo, con piernas muy musculadas y arqueadas, un aire en general un poco contrahecho. Pero era inteligente, con gran instinto del gol y certero.

Se jugaron treinta y dos partidos con 95 goles, lo que da 2,97 por partido. La asistencia fue magnífica: 1 673 975 espectadores, lo que da 52 313 por partido.