Es 30 de julio y durante la mañana no paran de llegar aviones alemanes a Heathrow. Hasta treinta y cinco, que fueron depositando en Londres a centenares de hinchas alemanes. Esa tarde, a las tres, en el sagrado Wembley, se va a disputar la final de la Copa del Mundo, que enfrentará a Inglaterra y Alemania Occidental.
Inglaterra ha llegado a la final por un camino poco a poco más convincente, aunque entre acusaciones serias de haber gozado del favoritismo de la organización, cosa que en efecto ocurrió. Salió campeona de su grupo con un empate (0-0) ante Uruguay y sendas victorias idénticas (2-0) sobre México y Francia. Luego, Alf Ramsey toma una decisión polémica: apartar al interior goleador Greaves, gran ídolo nacional junto a Bobby Charlton, y poner en su lugar al joven Hurst, que le va a hacer un trabajo más de su gusto. En cuartos elimina (1-0) a Argentina, la tarde de la polémica expulsión de Rattin, y en semifinales a Portugal (2-1, los dos de Bobby Charlton), que se quejará del arbitraje. En cada partido se le consintieron al medio Stiles durezas intolerables.
Alemania Occidental, que llegó al Mundial tras dejar fuera a Suecia y Chipre, ha pasado la primera la fase de grupo, tras ganar a Suiza (5-0), empatar con Argentina (0-0) y ganar el partido decisivo a España (2-1). En cuartos ha goleado a Uruguay (4-0), si bien con un arbitraje que encolerizó a los sudamericanos y dio lugar a dos expulsiones. En semifinales venció bien (2-1) a la URSS, un gran equipo aquellos años. En ese Mundial los alemanes presentaron en sociedad a un magnífico medio de ataque, Beckenbauer, que armaba un gran medio campo con los interiores Haller y Overath. Llamó la atención desde el primer día, por su elegancia, casi empalagosa, y la sabiduría y la precisión de su juego. Con el tiempo pasaría a funciones de líbero.
Flamean en lo alto las dieciséis banderas de los países participantes… Bueno, todas menos una: la de Alemania se ha enroscado en su mástil, extraño presagio.
Como las dos selecciones visten de blanco y pantalón negro, se hace un sorteo antes del partido y lo ganan los alemanes. Los ingleses deberán jugar de rojo y pantalón blanco. Cuando los dos equipos salen al campo, en desfile solemne desde uno de los fondos de Wembley, la masa compacta de hinchas ingleses canta el When the Saints… que popularizó Louis Armstrong, pero mutando la letra del inicio por un When the Reds… Preside el partido la reina, Isabel II, junto a su esposo, el duque de Edimburgo, y Harold Wilson, el premier inglés.
Los equipos forman así:
Inglaterra: Banks; Cohen, Jackie Charlton, Moore (capitán), Wilson; Stiles, Bobby Charlton; Ball, Hunt, Hurst y Peters.
Alemania: Tilkowski; Höttges, Schulz, Weber, Schnellinger; Haller, Beckenbauer, Overath; Held, Uwe Seeler (capitán) y Emmerich.
Arbitra el suizo Dienst.
Y a jugar. Beckenbauer y Charlton se marcan mutuamente y es una lástima, porque ninguno de los dos lucirá. Los alemanes juegan un 4-3-3, los ingleses se mueven con una especie de diseño de geometría variable: un 4-2-4 cuando atacan y un 4- 4-2 cuando esperan, con sacrificio de los extremos, Ball y Peters, que se retrasan para consolidar el medio campo y luego se reincorporan al ataque.
Tras los primeros minutos de tanteo de un partido que empieza sin gracia, ocurre algo que justifica aquel dicho de «al tercer bostezo, gol de Alemania». En el 12’, Cohen rechaza mal un ataque alemán, recoge Held y envía a Haller, que sacude las mallas con un zambombazo al que el gran Banks no puede responder. 0-1.
Entonces empieza el partido de verdad, un largo y fogoso partido, disputado bajo los cánticos ingleses y buen desempeño general. El empate no tarda en llegar: es el 18’ cuando Overath comete una falta cerca de su área; la saca Bobby Charlton con precisión de geómetra sobre la frente de Hurst, que cabecea increíblemente solo en la frontal del área chica. 1-1. El partido sigue con intensidad por ambas partes, apretando y metiendo todos ellos y los dos porteros parando bien. El estadio resuena de palmas rítmicas, cortadas regularmente con el grito de «¡England!». Se llega 1-1 al descanso. Los jugadores reaparecen tras el tiempo de rigor bajo una lluvia muy futbolera y británica que seguro agradecen todos. Sigue la misma tónica de partido honrado y ataques alternos hasta que en el 78’ Peters resuelve un barullo en el área alemana con un tiro de cerca: 2-1.
Entonces los alemanes desatan una de esas furiosas reacciones que han caracterizado su historia. Lo que queda del partido va a ser suyo. Inglaterra, con la natural prudencia, se parapeta. En el 89’ sigue el 2-1. Entonces hay una falta de Jackie Charlton que lanza Emmerich, el balón pega en la barrera, hay un par de rebotes y finalmente un centro raso, cruzado por delante de la meta de Banks que Weber, en el otro palo, alcanza con un esfuerzo desesperado, pies por delante, para marcar el 2-2. Al poco de sacar de centro, Dienst pita el final. Habrá prórroga.
Y en ella se va a producir el gol más polémico de la historia de la Copa del Mundo. Llega en el 101’, premio al mejor juego inglés. Un remate de media vuelta de Hurst pega en el larguero, bota en el suelo y vuelve al campo. Weber lo despeja de un frentazo a córner. Los ingleses piden gol. Dienst duda, acude al linier de ese lado, el soviético Bakhramov, y este le hace visibles signos de afirmación con la cabeza. Dienst da el gol, entre el enfado de los alemanes.
Tiempo más tarde, Bakhramov confesó que no vio entrar la pelota, y que le había resultado molesto que Dienst descargara la difícil decisión sobre él. La imagen más precisa, tomada en perfecta línea con la línea de puerta, demuestra que el balón no entró. Tras el bote, bajó hasta la raya, en trayectoria vertical, exactamente paralela al poste. Luego bota y sale hacia fuera. Esa imagen tardó tiempo en aparecer, lo que hace sospechar que fue ocultada deliberadamente. El balón, de color entre cuero y naranja, salió despedido hacia arriba con un manchón de cal, prueba de que había botado sobre la raya.
Ya en el 119’, y después de que un pitido del árbitro haya hecho pensar a muchos, espectadores (algunos estaban saltando al terreno de juego) y jugadores, que el partido había terminado, Hurst se escapa en veloz carrera y remacha el 4-2. Un gol también de legitimidad discutible, pero que en cierto modo vino bien. Arropó, por así decirlo, el gol fantasma y dio más credibilidad al triunfo inglés.
Los inventores tenían la Copa. El capitán Moore la tomó de las manos de la reina. Él y el goleador Hurst (tres goles en la final) habían nacido en los túneles del metro, en plena guerra, cuando los londinenses tenían que refugiarse cada poco de los bombardeos alemanes. En esas circunstancias dieron a luz sus madres. Aquel equipo tenía algo del espíritu de Winston Churchill.