Todo gran portero tiene alguna mala tarde. La peor de las de Yashin, el gran meta ruso a caballo de los cincuenta y los sesenta, quizá fuera la del 3 de junio de 1962, en el Estadio Carlos Dittborn de Arica. Ese día encajó tres goles en ocho minutos que le costaron a la URSS pasar de un 4-1 a un 4-4. Y, lo peor, el primero de esos goles fue olímpico. Cobrado directamente desde el lanzamiento de esquina.
Lev Yashin ya era entonces un portero de fama Mundial. Alto, elástico, vestido de negro («la Araña Negra», le apodaron), de enorme personalidad, ya había llamado la atención de la crítica Mundial en los JJ.OO. de Melbourne, que ganó su equipo. Luego estuvo en el Mundial’58, donde se habló mucho de su estilo innovador. Yashin, que había empezado como portero de hockey sobre hielo en el equipo de su fábrica de herramientas y había sido requerido casualmente para el de fútbol por una lesión del que ocupaba el puesto, resultó ser no solo un prodigio físico, sino un inquieto investigador. En 1952 vio al meta de la selección búlgara, Sokolov, cuyo nombre se ha llevado la historia, y le llamó la atención la frecuencia con que abandonaba el marco para cortar centros sobre el área, y también la precisión de su saque con la mano, largo y poderoso, con el que iniciaba los ataques de su equipo. Imitó ese estilo, lo desarrolló, y afianzó así un nuevo modelo en tiempos todavía de porteros siempre entre los palos y que indefectiblemente sacaban de voleón hacia el otro campo, y que la cogiese el que pudiera.
Para 1962 era ya una estrella. La URSS había ganado la Eurocopa de 1960, la primera que se disputó, con él en el marco. La URSS se presentó en Chile como uno de los equipos de referencia y en el primer partido despachó a Yugoslavia (2-0) en un partido durísimo. El segundo partido, ante Colombia, se presentaba casi como un balneario. Entrenada por el mítico Pedernera, fugado quince años antes de Argentina (con Di Stéfano y otros muchos, sin mediar traspasos), Colombia se daba por feliz con haberse clasificado. Era su primera experiencia en la Copa del Mundo y se sentía contenta porque el primer partido lo había perdido con Uruguay por 2-1, derrota dignísima.
A nadie extrañó que a los 12’ ya ganara la URSS por 3-0. En el 21’ descontó Colombia, en el 66’ Ponedelnik restableció la ventaja de tres para los soviéticos. Todo en orden. Pero en el 78’ se produce un ataque de Héctor Zipa González por la izquierda que termina en córner. Lo lanza Marcos Coll, el número quince. Con la derecha, a pie cambiado, rareza en la época. Le pega fuerte, a media altura «porque los rusos eran muy altos», explicará luego. El balón bota justo al llegar al área chica, pasa entre dos defensas, Yashin se queda clavado y entra. Posiblemente botó en una irregularidad del suelo. El caso es que entró, dejando muy deslucido a Yashin.
Acababa de encajar el primero y aún hoy único gol olímpico en la historia de la Copa del Mundo.
Aquel gol tan tonto desconcertó a los soviéticos tanto como elevó a los colombianos, que se vinieron arriba. En siete minutos la URSS encajó dos goles más, con Coll siempre andando por ahí; el 4-3, porque tras una jugada personal metió un pase a Rada, que marcó; el 4-4, porque vino en un fuerte tiro suyo, mal rechazado por Yashin, que remachó Klinger. Al final, 4-4. Yashin enmendó algo la tarde con una gran parada, sobre la hora, a tirazo de Coll, siempre Coll. Pero ese día al gran meta soviético le salió una seria mancha en el traje.
Colombia festejó aquello como un título. ¡Empatar con los rusos, campeones de Europa! La euforia sobrevivió incluso a la dura goleada que encajó el equipo en el tercer partido, 5-0 ante Yugoslavia. Crecidos, los colombianos se habían sentido capaces de todo, jugaron al ataque y los yugoslavos lo aprovecharon. Pero igualmente fueron recibidos como héroes al regreso, por ese 4-4 ante la URSS, por esos cuatro goles a Yashin. Coll aún es recordado en Colombia como «el Olímpico», en atención a aquel gol. Y eso que fue franco en sus declaraciones. «Yo nunca pretendí marcar gol en ese saque; eso fue obra de Dios. Pero ese gol sirvió para que se conociera en el mundo un país llamado Colombia.»
(Un paréntesis. El gol olímpico se llama así porque en 1924, concretamente el 2 de octubre, al poco de autorizar la FIFA que se contabilizaran los goles conseguidos de esta manera, el argentino Cesáreo Onzari le marcó uno a Uruguay, en partido amistoso. Uruguay era reciente campeona olímpica, de ahí que en Argentina, con un punto de ironía, se bautizara esa suerte como «gol olímpico»).
En cuanto a Yashin, lo pasó mal. Aunque la URSS ganó el tercer partido (2-1) sobre Uruguay, en el que estuvo bien, en cuartos ante Chile, los abucheos del público local le pusieron nervioso. Encajó dos goles. El primero, en un golpe franco al que reaccionó tarde. El segundo, en un tiro de Rojas de treinta metros ante el que hizo la estatua.
Un personaje de la federación, que le tenía inquina, y que enviaba las crónicas a Tass (la agencia soviética de noticias), se cebó con él, llegándole a cargar con insinuaciones infamantes. El de 1963 fue un mal año para él, rodeado de desconfianza en su propio país. Pero en octubre de ese mismo año sería elegido para jugar en la selección Mundial, contra Inglaterra, en Wembley, conmemoración del centenario de la creación del fútbol. Estuvo cumbre. Ese mismo año, en diciembre, le dieron el Balón de Oro. Aún es el único portero que lo tiene.
Luego, volvería al Mundial’66 (semifinalista) y al del 70 (cuartos de final). Se retiró a los cuarenta y dos años, con 78 partidos en su selección y considerado un héroe nacional. Murió prematuramente, en 1990, de un cáncer de estómago. El mundo del fútbol le recuerda con devoción.