La mala suerte dispuso que Chile e Italia cayeran juntas en el Grupo II. Italia, que se había quedado sin clasificarse para el Mundial anterior, había ido a este con buenas perspectivas, o eso pensaba. Tenía una hornada de buenos jugadores, en la que destacaban el portero Buffon, los defensas Salvadore y Maldini, el extremo Mora y el entonces jovencísimo interior Gianni Rivera, apodado «el Bambino de Oro». Y además cuatro nacionalizados de fuste, el brasileño Altafini, que había jugado en el Mundial anterior con los campeones, su compatriota Sormani, más el extraordinario Sívori, Balón de Oro de 1961, y Maschio, nacidos argentinos ambos. Con ellos y con otros notables jugadores esperaba llegar lejos. De hecho, el empate en el primer partido con Alemania Occidental (0-0) le daba razones para sentirse esperanzada.
Pero ya en ese partido habían notado un ambiente muy hostil que a los jugadores les extrañó. Luego, según se fue acercando el partido contra Chile, supieron la causa. Y la causa era una crónica que pocas semanas antes del Mundial había enviado un periodista italiano, de nombre Corrado Pizzinelli, a un diario de Bolonia, Il resto del Carlino. El título era: «Santiago, el confín del mundo». El subtítulo: «La infinita tristeza de la capital chilena». Y estos los sumarios: «En ningún otro lugar uno se siente tan lejano, perdido y solo como en la ciudad huésped del Campeonato Mundial de Fútbol», «Para los extranjeros es imposible huir de la nostalgia», «Los jugadores se resentirán de este clima depresivo».
La crónica fue rebotada a Chile por las agencias y recogida por El Mercurio, entonces y hoy principal periódico chileno. El texto levantó oleadas de indignación, y se entiende bien por qué al leerlo. Este es un extracto de la crónica:
«Desde que estoy en Chile tengo la curiosa sensación de llevar el mundo sobre las espaldas. Se le siente encima igual que la tristeza de los habitantes, y ello provoca un malestar curioso que se agrava por los enormes saltos de la temperatura. Ayer en la mañana el termómetro marcaba cuatro grados; a las catorce horas, más de veintinueve. La sangre se torna torpe y parece faltar en las venas. Y después de permanecer algún tiempo en Chile uno se siente extraño a todo y a todos. El virus de la lejanía más abandonada, más solitaria, más anónima, se mete en el ánimo de todos y creo que ello incidirá en el estado anímico de los atletas. Es por algo que las federaciones futbolísticas de algunos países han enviado expertos para estudiar ese problema sicológico y descubrir qué puede hacerse para poner a los jugadores a cubierto de él.
La presencia de los connacionales, las fiestas, los cócteles, las ceremonias y las reuniones servirán de muy poco, pues la melancolía y la soledad están en todas partes. Desde que estoy en Chile me parece estar condenado a vivir en esa tierra triste y fantástica en la que se desenvuelve la acción de ese libro no olvidado, premio Goncourt, de Julien Crack, Las orillas del mar Muerto.
La tristeza que flota en cada una de las conversaciones, como una doliente espera y resignación, no demora en apoderarse del ánimo del europeo más activo y más lleno de buen humor. (…) Esta capital, que es el símbolo triste de uno de los países subdesarrollados del mundo y afligido por todos los males posibles: desnutrición, prostitución, analfabetismo, alcoholismo, miseria… Bajo estos aspectos, Chile es terrible, y Santiago, su más doliente expresión, tan doliente que pierde en ello sus características de ciudad anónima. Barrios enteros practican la prostitución al aire libre: un espectáculo desolador y terrible, que se desarrolla a la vista de las “callampas”, un cinturón de casuchas que circundan las ya pobres de la periferia y habitadas por la más doliente humanidad. (…) Que se entienda bien: no son de origen indio. El 98 ó 99 por ciento de la población chilena es de origen europeo, lo que nos hace decir y pensar que Chile, en el problema del subdesarrollo, no tiene que colocarse a un mismo nivel que los países de Asia y África, porque aquí, por la formación de su población, la degeneración es mucho más grave que en los casos citados. Los habitantes de esos continentes no progresan, los de Chile se retrasan.
Santiago es un campeón de los problemas más terribles de América Latina y es necesario señalar que, si la actual clase dirigente, organizando el actual campeonato del mundo, buscaba para sí buena propaganda para las próximas elecciones, (…) no cabe duda de que ha cometido el más craso error. Todo lo que Santiago muestra, aún las casas populares construidas deprisa para algunas decenas de millares de personas, son solo un pálido esfuerzo, que a nadie convence (…) Hay la huelga de médicos, que se niegan a prestar atención a quien quiera que la solicite; está la extraña lucha por las aguas del Lauca, que Bolivia reivindica para sí; existe la situación del campesinado, donde hay trabajadores agrícolas que por doce horas de trabajo ganan cuarenta de nuestras liras; están los problemas de la luz eléctrica y del agua potable de Santiago. No es en absoluto una ciudad fascinante, sin grandes monumentos ni recuerdos históricos, sin palacios que se destaquen.
Y todo esto se da en Santiago, tal vez por símbolo de todos los problemas de Chile, de esta estrecha franja entre mar y montaña que tiene 3500 kilómetros de largo, que comienza en el norte con el desierto y termina en el sur con los hielos del Polo, con el océano al oeste y la cordillera de los Andes al este, que la separan, al igual que el Polo y el desierto, del resto del mundo (…)».
Se puede entender el efecto que la crónica provocó en un país volcado en un Mundial que aspiraba a que le sirviera como carta de presentación ante el mundo como el espacio más desarrollado de América Latina. Un país que había superado un terremoto terrible para sacar el campeonato adelante. La reacción fue de escándalo. Y en vísperas del partido Chile-Italia, la crónica apareció por aquí y por allá y la gente fue al estadio en un comprensible trance de patriótica indignación.
Varios jugadores italianos, entre ellos Sívori, pero no solo él, se borraron del partido. Del primero, contra Alemania, a este, hubo seis cambios, en realidad seis deserciones. El partido se jugó el 6 de junio, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. Lo arbitró el inglés Aston, al que la situación le desbordó. Robert Vergne, en su Le livre d’or de la Coupe du Monde lo describe así: «El partido Chile-Italia permanecerá en los anales y en la memoria de aquellos que lo vieron como el ejemplo-tipo de partido afrentoso, horroroso, incluso insoportable: los incidentes, agarrones, golpes prohibidos, constituyeron lo esencial del partido, bajo la mirada de un lamentable árbitro inglés, mister Aston».
Italia se empotró en su área, con ocho defensas, confiando el ataque al veloz Menichelli (que tuvo un hermano medalla olímpica en gimnasia) y a Altafini. Por supuesto, Italia sacó a los más bravos, a los que estaban prontos para la pelea que se esperaba. Por Chile todos eran bravos y tenían una ofensa nacional que vengar. Así que aquello fue tremendo. Aston fue más severo con los italianos. Expulsó ya en el 7’ a Ferrini y en el 41’ a David. A este le había propinado Leonel Sánchez un puñetazo en las mismas barbas de Aston, que miró para otro lado. Un par de jugadas después, David se resarció con una patada en la cabeza de su rival y fue expulsado.
Con todo, Italia mantuvo el empate hasta el 73’, cuando marcó Ramírez. En el 88’, Toro, un atacante bravísimo, hizo el 2-0. El público celebró el triunfo como una venganza sobre aquella infamante crónica, pero el fútbol en general y el campeonato en particular sufrieron un serio bochorno.
Italia ganaría el tercer partido a Suiza, 3-0, pero no le serviría. Ahí acabó su Mundial. Recogió los bártulos y regresó, renegando de la crónica de marras.