¡Brasil, campeón del mundo!

Es 29 de junio, día de San Pedro, y se va a jugar la final. Amanece el día lluvioso y los brasileños tuercen el gesto. A ellos no les vendrá bien un campo embarrado o pesado, y sí a los suecos, los otros finalistas, que además juegan en casa, ante su público. Hasta ahora, los dos Mundiales jugados en América los han ganado selecciones americanas, los tres jugados en Europa los han ganado selecciones europeas.

Suecia ha llegado a la final con paso firme, si bien por un camino sin demasiadas dificultades. En el grupo ganó a México (3-0) y Hungría (2-1), y empató con Gales (0-0). Hungría, por supuesto, no era la del 54: los años de unos y la fuga de otros la habían rebajado mucho de nivel. En cuartos, los suecos se deshicieron bien de la URSS, si bien contaron con una ventaja: los soviéticos habían tenido que jugar dos días antes un duro desempate con Inglaterra, para dirimir quién sería segundo del grupo. Esa colocación de los desempates dos días antes del partido de cuartos se reveló como el gran fallo de concepción de este campeonato, por lo demás modélico. En la semifinal lo tuvo más difícil, ante Alemania Occidental, campeona vigente. Una semifinal emocionante y dura, desequilibrada solo a partir de la hora de juego cuando el húngaro Zsolt resolvió un rifirrafe entre el sueco Hamrin y el alemán Juskowiak mandando a este a la caseta. Juskowiak se puso tan fuera de sí que le intentó agredir, lo que impidieron sus compañeros. Entre eso y Fritz Walter lesionado, Suecia consiguió finalmente hacerse con la semifinal por 3-1.

Aquella Suecia era una mezcla de amateurs locales con profesionales emigrados a Italia y que necesitaron permiso de sus clubes para jugar el Mundial, así eran las cosas entonces. Incluso esos permisos, gestionados un año antes, fueron condicionados a que si Suecia e Italia se enfrentaban no pudieran alinearse. Por fortuna, no se dio el caso, ya que Italia ni se clasificó para este Mundial. Digo por fortuna porque la lista de «italianos» era grande: Hamrin, del Padua; Liedholm, del Milan; Gustavsson, del Atalanta; Skoglund, del Inter; Mellberg, del Genoa; y Selmosson y Löfgren, ambos de la Lazio. Eso además de Palmer, de la Juventus, y Lindskog, del Udinese, que no llegaron a entrar en la lista. Gren, en cuyo homenaje se le dio su nombre al balón del campeonato, ya de Adidas, había jugado también en el Milan, pero ya había regresado a Suecia. El calcio pescaba entonces preferentemente en aquel país báltico.

Los brasileños, a su vez, han pasado el grupo ganando a Austria (3-0) y la URSS (2-0) y empatando (0-0) con Inglaterra. En cuartos habían eliminado a Gales (1-0) y en semifinales a Francia (5-2), en el mejor partido de la competición. Ese día Pelé hizo tres goles seguidos en la segunda parte, elevando el marcador de 2-1 a 5-1 y terminó de encumbrarse. Para Francia, que tenía una gran selección, con el madridista Kopa como conductor del ataque y el fenomenal goleador Fontaine (terminaría el campeonato con trece goles, récord que aún subsiste) fue una gran decepción aquella goleada. L’Équipe había llegado a fletar un avión especial para las mujeres de los jugadores y aficionados distinguidos. La lesión de Jonquet, defensa central, que aguantó medio partido con el peroné roto, y la extraordinaria calidad de Brasil, sirvieron de consuelo.

El rey Gustavo de Suecia acude al partido y baja antes a saludar a los jugadores. Los equipos van a formar así:

Suecia: Svensson; Bergmark, Gustavsson, Axbom; Börjesson, Parling; Hamrin, Gren, Simonsson, Liedholm (capitán) y Skoglund.

Brasil: Gilmar; Djalma Santos, Bellini (capitán), Nilton Santos; Zito, Orlando; Garrincha, Didí, Vavá, Pelé y Zagalo.

(Doy las alineaciones al 3-2-5 porque todavía era habitual entonces, pero ya se jugaba un 4-2-4 en la mayoría de equipos).

Arbitra el francés Guigue. Uno de sus liniers es el español Gardeazábal, que ha arbitrado dos partidos en el campeonato, las victorias de Francia sobre Paraguay e Irlanda del Norte.

Se juega en el estadio Raasunda, de Solna, un arrabal de Estocolmo, ante 49 737 espectadores. Brasil juega de azul, abandona la verdeamarela porque Suecia viste de amarillo.

Ha escampado horas antes del partido, para felicidad de los brasileños. El campo está húmedo pero bien. El balón corre. El partido empieza con intercambio de ataques y pronto, en el 4’, Gren enlaza con Liedholm, que recoge en el borde del área, hace dos regates sobrios y coloca, raso y duro, al hierro de la portería de Gilmar, que no llega. Estruendo en el Raasunda. Bellini, desesperado, remacha otra vez contra la red el balón según vuelve de la portería. El fantasma del Maracanazo se ha apoderado de él. Se diría que el trabajo del psicólogo no ha servido para nada. Didí le lanza un reproche con la mirada, entra en la portería, recoge el balón y se dirige calmoso hacia el centro del campo, con él bajo el brazo: «Ahora vamos a lloverles a estos gringos», les dice a los compañeros. Muchos verán en este gesto un reflejo del de Obdulio Varela en la final de Maracaná, ocho años antes. De todo se aprende.

Y, efectivamente, empieza a llover sobre los suecos. Llueven pases, regates, centros, remates. Garrincha hace un destrozo con Axbom, al que tiene que respaldar una y otra vez Parling, desajustando el eje de la defensa, donde Pelé también exige atención extra. Didí dirige la maniobra, mezclando juego en largo hacia Garrincha o Pelé con juego corto, en combinación con el seguro Zito, medio de ataque, o con Zagalo, extremo izquierda que «volantea», como dicen en Argentina. Zagalo se echa a menudo hacia atrás, en tareas de «extremo mentiroso», como se decía también, transforma a conveniencia el 4-2-4 en un 4-3-3, según el momento. Los suecos no saben del todo a qué atenerse. A la media hora ya ha dado la vuelta el marcador, con dos goles casi idénticos: Garrincha se ha escapado de sus dos vigilantes con su regate, siempre igual pero siempre indefendible, y le ha puesto sendos balones a Vavá al borde del área chica, que éste solo ha tenido que empujar, uno con el pie derecho y el otro con el izquierdo. Solo en eso se distinguen los dos goles, en el pie con que los mete. El meta Svensson ha parado lo suyo y cuando no, le ha salvado la madera. O se han escapado remates por los pelos.

En la segunda mitad sigue el festival. En el 55’, Pelé marca el 3-1 en una maniobra única, el mejor gol de la Copa del Mundo hasta el de Maradona en el 86, o incluso mejor que este: le llega un pase largo a la altura del pecho, lo golpea con el pectoral haciéndolo pasar sobre la cabeza de Börjesson, lo deja botar en el suelo e inmediatamente lo levanta con el pie sobre la cabeza de Gustavsson, que llega al quite, y entonces, ya solo ante Svensson, la clava de empeine, antes de que caiga, por abajo, a la derecha del meta. Un prodigio. Ahí se le entregó el estadio.

En el 68’ Zagalo marca el 4-1, tras sacar un córner él mismo; tras dos rebotes, él, que entre tanto se ha acercado al pico del área, recoge el balón allí, se abre camino con dos regates entre la descolocada defensa y cruza, imparable. Brasil se relaja entonces y hace un fútbol de lucimiento que aprovechará Suecia para enmendar algo la figura. En el 80’, Simonsson consigue de buen disparo el 4-2. Bernabéu, que asistió a este Mundial, toma nota. Más adelante le fichará para el Madrid, aunque no cuajará. Jugó una temporada cedido en la Real. Finalmente, ya en el 90’, un centro oblicuo de Zagalo desde la izquierda lo caza Pelé, con el parietal, y lo coloca con habilidad, en vaselina, en la escuadra contraria. Es el 5-2. No hay tiempo ni para sacar de centro, porque el partido se acaba justo ahí. Incluso existe cierta confusión sobre si el gol ha entrado en tiempo o no. El gran marcador electrónico, con reloj incorporado, no llega a reflejarlo. Luego Guigue aclarará que el gol llegó en tiempo. El resultado firme es 5-2. Pelé ha marcado dos goles, Garrincha ha dado los dos primeros. Raasunda entero, incluido el rey Gustavo, aplaude. Toda Suecia aplaude. Los 41 millones de europeos que han seguido el partido por televisión aplauden… Aplauden a Brasil y aplauden a esos dos genios, Garrincha y Pelé, que tienen reacciones diferentes. Pelé, consciente de lo que ha hecho, llora, roto por su emoción de chiquillo, en brazos de Gilmar. Es un niño sobrepasado por lo que ha ocurrido, por lo que él mismo ha hecho. Mientras, Garrincha se desconcierta por la explosión final de júbilo:

—¿Qué pasa, qué pasa?

—¿Qué pasa? ¡Que somos campeones del mundo!

—¿Ah…? ¿No hay segunda ronda?

¡Garrincha pensaba que había que jugar una segunda ronda con los mismos rivales!

Bellini, capitán, coge la Jules Rimet, la que Brasil perseguía desde que se la birlara ocho años antes Obdulio Varela en el mismo corazón del país, en Maracaná. Aquella Copa que Jules Rimet entregó casi furtivamente al capitán uruguayo está ahora en manos de Bellini, el mismo hombre que, desesperado, lo ha visto todo oscuro cuando Suecia marcó en el minuto cuatro. Pero ya nadie tiene dudas: no hay fútbol como el de Brasil, nadie ha jugado antes al fútbol así. El propio rey Gustavo ha entregado la copa y el dentista de Brasil, Mario Trigo, transportado por la alegría o desconocedor de la etiqueta, se lo ha agradecido con un manotazo efusivo en la espalda que dará mucho que hablar.

En Brasil la locura produce seis muertos solo en Río de Janeiro ese mismo día. Por disparos de alegría, por accidentes, uno por un ataque al corazón…

A los campeones se les prepara un gran recibimiento. El propio avión presidencial acude a recogerles a Estocolmo para llevarles de regreso. Al llegar a Recife tienen que bajar y dar una vuelta por la ciudad, con toda la población en la calle, entre aclamaciones, a pesar de la tormenta. Luego el avión sigue hacia Río, donde antes de aterrizar le escoltarán dieciséis cazas de las fuerzas aéreas. El cortejo emplea veinte minutos en dar vueltas sobre la ciudad enloquecida. Al aeropuerto de Galeão se han acercado un millón de personas, que hace casi imposible la salida de los jugadores. Por fin son instalados en coches para recorrer los veinte kilómetros que separan el aeropuerto de la ciudad. Cada diez metros hay pancartas con la leyenda, hasta llegar al bulevar de Río Branco, donde se ha preparado un gran arco de triunfo. Les sigue un cortejo de dos mil coches. Tardan tres horas en hacer esos veinte kilómetros, sumergidos en una marea humana.

Cada jugador tendrá una casa, equipada entre otras cosas con un televisor, entonces todavía un lujo, y un reloj de oro. A Pelé, un industrial le regalará un jeep que él todavía no podía conducir…