Argentina vuelve, pero…

Argentina, finalista derrotada en 1930, fue una gran ausencia en la Copa en las ediciones de 1938, 1950 y 1954. Y casi podría decirse que también en la de 1934, en Italia, a la que acudió con un equipo menor, sin los jugadores de los clubes que se habían asociado en liga profesional, enfrentados a la federación. Viajó con jugadores de segunda línea, casi todos aficionados, y cayó a la primera, ante Suecia. En principio ni siquiera se había inscrito, luego pensó que si se apuntaba al menos haría méritos para ser designado organizador cuando la Copa se volviera a disputar en América. Pero no lo consiguió.

Las causas de tan larga ausencia (de 1934 a 1958 median 24 años, bien que con el paréntesis de una guerra) son complejas. En 1938 no quiso cruzar el Atlántico, despechada porque en Europa se estaba cociendo todo, sin respetar la pretensión de alternancia de los americanos. En 1950, la elección de Brasil para el regreso a América sentó fatal. Argentina y Brasil ni se enfrentaban entonces. Se había producido entre ambas selecciones una tremenda trifulca en la final de la Copa América de 1946, cuando Jair le partió una pierna al argentino Salomón. El partido empezó a las tres de la tarde y no acabó hasta las diez. Argentina y Brasil estuvieron a partir de entonces evitándose. A la Copa América iba uno o iba otro. ¿Cómo ir, siendo así, a Brasil a jugar un Mundial? ¿No era mayor el derecho de Argentina, que al menos había sido una vez subcampeona? Pero Brasil había viajado a Europa en el 34 y el 38, había dejado una buena sensación en este último Mundial y se vio oportuno premiarla.

Perón amenazó incluso con sacar a Argentina de la FIFA. Claro, que sus ausencias de ese Mundial, y del inmediato, el de 1954, podían tener un motivo más: Argentina había perdido a muchos de sus jugadores, fugados en masa a Colombia, a aquella liga pirata que se llevó entre otros a Di Stéfano. Y con él, a muchos más, hasta 57, entre ellos estrellas como Pedernera y Rossi, por citar solo a los más conocidos. Toda una generación de estrellas, que hubiera dejado a Argentina en condiciones precarias, algo así como lo que le pasó a Italia con la caída del avión del Torino. En un tanteo para arrebatarles a los vecinos Uruguay y Brasil el prestigio que (sobre todo Uruguay) estaban alcanzando gracias a la Copa del Mundo, Perón, informado de que nadie había ganado todavía a los ingleses en Wembley, instó a que se les desafiara. Los ingleses aceptaron y se jugó el partido, en mayo de 1951. Por poco le sale bien la jugada a Perón, porque a quince minutos del final ganaba Argentina. Finalmente, Inglaterra ganó 2-1. El héroe del partido fue el meta argentino Rugilo, al que desde entonces apodaron «el León de Wembley».

Para 1958 ya era demasiado aislamiento. La Copa del Mundo había resultado ser lo que Rimet imaginó en su día, y faltar reiteradamente a ella era como no estar en el fútbol. Además, Colombia se reintegró en la FIFA, se acabó la liga pirata y algunos jugadores, entre ellos Pipo Rossi, el medio centro, pilar de todo equipo en que jugara, volvieron. Otros, como Di Stéfano, buscaron destinos nuevos. Pero surgió otra generación, que en 1957 ganó la Copa América con su delantera de los «carasucias»: Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz. Claro, que para desgracia argentina se marcharon inmediatamente varios para Europa: Rogelio Domínguez, al Real Madrid; Maschio, Angelillo y Sívori, a Italia, que los adoptará como oriundi. También se va Grillo, otro grande.

Pero quedaban jugadores y quedaba ánimo. Argentina se inscribió y el sorteo la metió en un grupo con Bolivia y Chile, y lo ganó bien, con tres victorias y una sola derrota, sufrida en la insufrible altitud de La Paz.

Así que Argentina cogió el avión y fue a Suecia, donde le correspondió un grupo de cierto nivel. Estaba Alemania Federal, campeona vigente, y en la que aparecía un nuevo delantero, Uwe Seeler, llamado a grandes cosas. Estaba Irlanda del Norte, con algunos jugadores notables, singularmente el meta Gregg, superviviente del accidente del Manchester, y Blanchflower. Y estaba Checoslovaquia, llamada a ser finalista cuatro años después, en Chile. Ya asomaban por ahí Masopust, Pluskal, Popluhar…

Argentina llega a Suecia con el tiempo justo y corta de preparación. Además, en un amistoso de camino, en Italia, se rompe una pierna uno de sus jugadores, Zárate, y hay que llamar de urgencia a un sustituto, el ya veterano Labruna. La presentación es el 8 de junio, en Malmö, ante Alemania, los campeones del mundo. La organización honra el retorno de Argentina y el rango del partido con la designación de un árbitro inglés, mister Leafe, uno de los grandes de la época. Argentina empieza fenomenal, con gol de Corbatta en el 3’, pero luego le pesa el partido. La inflexible máquina alemana acaba por pasarles por encima, con dos goles de Rahn y uno del entonces joven Seeler, al que volveremos a ver en el 62, el 66 y el 70.

Bueno, eran los campeones del mundo, esto es Europa, alguna cosa se puede hacer mejor, los nervios del debut… Hay algunas explicaciones y propósito de enmienda, que se cumple. Tres días más tarde Argentina juega contra Irlanda del Norte. Stábile, el entrenador, ha cambiado a los dos interiores, Prado y Rojas, sobrepasados por el ritmo del partido el día de Alemania, por Avio y Labruna. Esta vez quien se adelanta rápido es Irlanda del Norte, pero quien se hace luego con el partido es Argentina, que marca tres goles. Otra vez 3-1, pero al revés.

Queda Checoslovaquia, en la que va a ser una jornada de terrible recuerdo. Es el 15 de junio, tercer partido en una semana. Checoslovaquia, mientras, ha perdido con Irlanda del Norte y empatado con Alemania. El grupo está abierto a todos cuando se juega la última jornada. Y Argentina, que repite el equipo del segundo día salvo Cruz por Boggio, se descose. No estaba para tres partidos en una semana, es evidente. Al descanso, pierde tres a cero, al final, 6-1. Corbatta ha salvado la honrilla con un gol de penalti. Carrizo, portero mítico, surgido junto a Di Stéfano en la misma hornada de la cantera del River, adelantado a su época, dominador no solo de la portería sino de toda el área, apodado «el Maestro», se convierte de la noche a la mañana en una especie de anticristo. Y todos, en general. River, que aportó seis jugadores por dos de Independiente, uno de Boca, uno de Racing y uno de Vélez, carga con las mayores culpas. Los titulares de prensa reflejan la irritación popular: «Aún rengos, los otros corrían más que nosotros», «Nosotros, caperucita; ellos, el lobo», «El fútbol argentino quedó atrás en el tiempo; vive en la prehistoria».

Los jugadores aterrizan en Ezeiza entre una multitud enfurecida. Las autoridades obligan a que les arrebaten los regalos que traían para las familias. Son recibidos entre una lluvia de monedas.

Pero la culpa no era de ellos. La culpa fue del aislamiento, que actuó contra Argentina en el 58 como había actuado contra Inglaterra en el 50. Vivir de espaldas al mundo es imposible.