El milagro de Berna

Era el 4 de julio y el Wankdorf de Berna estaba a reventar, bajo una lluvia persistente que no arredró a nadie. Faltaban algunos minutos para el partido y el altavoz desgranaba las alineaciones. Se hubiera oído una mosca, narra Antonio Valencia en su fenomenal Sucedió en Suiza cuando llegó la hora de citar al interior izquierdo:

Inter gauche, Puskas, numero dix

Y estalló un clamor, prolongado con grandes murmullos. Puskas jugaba. Puskas había sido duda hasta instantes antes, era baja desde el segundo partido del campeonato. Jugó el primero, ante Corea del Sur (9-0) y había abierto y cerrado la estrepitosa goleada. Y jugó el segundo, ante Alemania Federal, el mismo enemigo que ahora tenían enfrente y que les tocó en el mismo grupo. Hungría había ganado ese partido nada menos que por 8-3 y Puskas había marcado el segundo gol. No le dio tiempo a más, porque el feroz central Liebrich le cazó con una patada brutal que le dejó el tobillo averiado para el resto del torneo.

Ahora volvía, al frente de la fila, capitán, con el banderín en la mano, dispuesto a coger la copa de manos de Jules Rimet. Hungría era la gran favorita. Pero algunos se preguntaban: ¿estará de verdad en condición de jugar? Puskas era el capitán y el mejor del equipo, estaba en una edad fantástica, 27 años, pero llevaba dos semanas cojeando, según se le había visto en los noticiarios. ¿Estaba a punto o jugaba por ese respeto que las grandes estrellas inspiran en sus entrenadores? ¿Jugaba, como decimos ahora, por galones? Galones le sobraban, futbolísticamente y hasta metafóricamente, porque era Mayor del Ejército húngaro. Una forma de darle un sueldo y camuflar su profesionalismo, como se hacía con todos los futbolistas grandes en la Europa comunista. Sí, Puskas era el mejor pero Hungría había sido capaz sin él de eliminar sucesivamente a Brasil y Uruguay. ¿Merecía la pena el riesgo? Aclaro que en la época no había cambios.

Otra aclaración: ¿cómo era posible que un equipo derrotado 8-3 en la fase previa, llegara a la final? Pues porque para aquel partido contra Hungría, a la que tenía por muy favorita, Sepp Herberger, el seleccionador alemán, había optado por un equipo experimental, cargado de reservas. Lo dio por perdido de antemano, entendiendo que podía pasar la ronda ganando dos veces a Turquía, en el primer partido y el desempate, sacando partido del extraño modelo de los grupos.

Los equipos jugarán así:

Hungría: Grosics; Buzanszky, Lorant, Lantos; Bozsik, Zakarias; Czibor, Kocsis, Hidegkuti, Puskas (capitán) y Mihaly Toth.

Alemania: Turek; Posipal, Liebrich, Kohlmeyer; Eckel, Mai; Rahn, Morlock, Ottmar Walter, Fritz Walter (capitán) y Schäffer.

Arbitra el inglés mister Ling.

Han bajado de su país millares de alemanes, a lomos de Volkswagen o de autobús. Incluso se ha instalado, en la vía del ferrocarril que pasa en alto junto al estadio, un tren cargado de espectadores para seguir el juego. Los equipos forman para los himnos y llama la atención el bloque que forman los alemanes, todos exactamente igual de altos y de fuertes (salvo quizá, el cerebral Fritz Walter, algo más delgado, aunque uniforme en la estatura con el resto). Siempre que vuelvo a ver esa foto, me impresiona, por eso y por la firmeza marcial de su postura. A su lado, los húngaros componen un grupo desigual, con altos, bajos, rubios, morenos, algún calvo (Hidegkuti), algún gordito (Puskas)… Ninguna marcialidad. Se mueven, saludan, parecen no contener su impaciencia por jugar y ganar la Copa.

El partido empieza de perlas para Hungría y para Puskas. Los húngaros tejen desde el primer momento su juego preciso, magnífico, imponente, superior a cualquier otra cosa vista hasta entonces en el fútbol. En el 6’, Bozsik le mete un pase perfecto a Kocsis, que remata bien; Turek rechaza como puede y Puskas, atento al quite, recoge y remacha con precisión. 1-0. Sólo dos minutos más tarde, Kohlmeyer, agobiado, retrasa el balón a Turek; pero la cesión es corta, o Turek duda en adelantarse hacia el balón y Czibor, que había adivinado la jugada, se adelanta, burla a Turek en la salida, y marca. Es el 2-0 y todavía no se han jugado diez minutos.

La suerte para Alemania es que su primer ataque tras el saque de centro le sirve para descontar. El extremo Schäffer se va, centra, Buzanszky intercepta el balón débilmente, lo que no hace sino descolocar a Grosics, que iba a por él; entonces aparece el interior Morlock, que se proyecta a pie adelantado sobre la hierba mojada, conecta y marca el 2-1.

La cosa se complica más para Hungría cuando, en el 18’, hay un córner desde la derecha del ataque alemán. Fritz Walter, un preciso lanzador de todo tipo de saques a balón parado, lo envía con su precisión de cirujano al segundo palo, donde espera atento su hermano, Ottmar. Grosics también está atento y gana, pero Ottmar le carga cuando está en pleno despeje y el balón queda muerto para que Rahn machaque desde cerca. 2-2. Para mí es falta, porque Ottmar Walter carga en el área pequeña. En los criterios arbitrales de la época, mucho menos permisivos que los de hoy, aquella falta debió pitarse. Pero mister Ling concedió el gol.

El verdadero partido empieza entonces. Al buen juego húngaro los alemanes oponen esfuerzo, marcaje, pases largos a las alas, carreras. Adidas les ha proporcionado botas de tacos recambiables, y tras probar el campo antes han decidido calzar los largos, más apropiados para el día. Los húngaros resbalan con frecuencia. Son mejores, pero les pesan el campo y el alud de constancia de los alemanes. Bozsik e Hidegkuti, los arquitectos del juego magiar, se empiezan a ver en inferioridad. Su modelo de juego, que ha dado la vuelta a la WM para convertirse en una especie de 4-4-2, con los interiores Kocsis y Puskas en punta y los extremos y el delantero centro algo más retrasados, flaquea por el eje del juego. Ante el poderío alemán, Bozsik e Hidegkuti se ven en problemas y eso irá a más según avance el partido. Tampoco Puskas es Puskas del todo. Un setenta por ciento, como mucho. Lo que tantos temían.

A Hungría le pesan primero los pies, luego las piernas y pronto la cabeza. Tiene que pelear un partido que habían creído resuelto nada más comenzar, incluso antes de empezar. Les dolía el infortunio del primer gol alemán, surgido de un rebote, y más aún la forma en que llegó el segundo. Pero les dolía sobre todo la firme fortaleza de cada uno de sus rivales. Por primera vez en tantísimos partidos, Hungría no podía imponer su juego. Filtraba de cuando en cuando alguna jugada, pero no era ese dominio constante y bello, que les había hecho disfrutar en tantos y tantos partidos, y que iba goteando goles, por pura lógica, cada equis minutos, como caídos por su propio peso. Con todo, consigue sacarle un par de paradas de mérito a Turek, y un remate de Hidegkuti da en el palo.

Al descanso se llega así, 2-2, y uno se figura caras diferentes en uno y otro lado. Seguridad, ánimos y responsabilidad en el lado alemán. Nerviosismo y quizá reproches en el lado húngaro.

Con el tiempo se sabrá algo más: los alemanes se inyectaron pervitina en el descanso, para mejorar su prestación física en la segunda parte. Se conoció muchos años más tarde. Esa práctica no era considerada estrictamente dóping entonces, pero de haberse sabido hubiera merecido la reprobación moral de todo el mundo.

La segunda mitad es un calco de la primera. Hungría hace esfuerzos denodados, Alemania se despliega cuando puede, obliga a los húngaros a esfuerzos largos. Hay otro cabezazo de Kocsis al palo, Puskas, agotado, pierde dos remates claros, una buena parada de Turek a remate de Toth… Hasta que Hungría parece pararse definitivamente. Bozsik e Hidegkuti parecen haber dicho basta. Se les acabó la gasolina. Entonces es Alemania ya, sobre la mitad del segundo tiempo, quien se enseñorea del campo. Ya se ve a Hungría en neta inferioridad. Y llega lo irremediable: en el 81’, Schäffer se va por la derecha, el lateral Buzanszky acude a cerrar la brecha y el extremo alemán del otro lado, el díscolo Rahn, se escapa de su marcador, Lantos, y corre hacia la media luna del área, donde recibe el centro. Controla con la derecha y lanza un zurdazo raso y ajustado, al que el buen meta Grosics no llega. Es el 2-3 y quedan nueve minutos.

Los alemanes empiezan entonces a pasarse el balón entre sí, en una especie de baile, que corea su hinchada. Varios húngaros, agotados, parecen caer en la resignación, pero no todos. Czibor, rabioso, roba un balón y está a punto de empatar. Poco más tarde, una pérdida acaba en gol de Puskas, a quien señalan fuera de juego. El 3-3 se esfuma. Hungría clamará contra esa anulación, no existe imagen de ese gol que permita definirse, o al menos yo nunca la he visto, pero en todo caso a Hungría no se le hubiera podido augurar nada bueno en la prórroga.

Mister Ling pita el final. Alemania es campeona del mundo. Se instala un pequeño estrado en el que se sube Jules Rimet, con sus ochenta años a cuestas. Será la última vez que entregue la Copa. Se retira, a favor del belga Rodolphe William Seeldrayers, que morirá solo un año más tarde. Le sucederá el inglés Arthur Drewry. Jules Rimet, por su parte, fallecería el 15 de octubre de 1956, dos años después de entregar por última vez el trofeo. Tuvo la satisfacción de ver su Copa crecer y redondear, por fin, después de tantas dificultades, una edición plena, que la consolidaba y le auguraba un futuro esplendoroso, el que ha tenido.

Fritz Walter se adelanta y coge la Copa, con una correcta inclinación. Alemania había ganado. Fue el adelanto del luego llamado «milagro alemán». Milagro económico precedido de un milagro futbolístico. La Alemania de antes de la guerra, la que acudió a Francia-38 y no quedó bien, incluía a Austria más lo que en el 54 era Alemania Oriental, separada del resto, incluida en la órbita comunista. Esta Alemania era otra, mucho menor, la parte occidental y sin el Sarre, que por esos años tuvo su propia federación de fútbol. Estaba además dividida en tres zonas de ocupación, hacía solo nueve años que había perdido la más terrible de las guerras, provocada por ella misma. Pero anunciaba a través del fútbol que estaba de vuelta. Solo dos años antes había sido readmitida en la FIFA. Ahora era campeona.

Una buena película, llamada El milagro de Berna, narra la peripecia de Alemania en este Mundial. Merece la pena buscarla. El hilo conductor es un muchacho alemán, fan de Rahn, jugador díscolo que por serlo estuvo a punto de quedarse fuera de los planes de Sepp Herberger, pero que finalmente fue el héroe de la final.

El regreso de la selección, en tren, fue apoteósico. Paró en cada pueblo, recibiendo aclamaciones. Pararon las escuelas, las oficinas, las fábricas. En Múnich la recibieron 400 000 personas.

El estallido fue tan grande que preocupó al propio canciller Adenauer, quizá por la resurrección de viejos fantasmas. El Deutschland Union Dienst, órgano oficial de la CDU, el partido de Adenauer, hizo un llamamiento para que el éxito del equipo de fútbol no fuera utilizado con fines nacionalistas: «Ganar el campeonato ha sido un gran éxito, pero no debe ser considerado desde un punto de vista nacionalista. No es más que un juego. Se debería decir que once jugadores del equipo de Alemania han ganado a once jugadores de otro equipo, antes que decir: “Alemania ha salido victoriosa…”».

Pero Alemania estaba de vuelta, era un hecho. Y lo anunciaba a través del fútbol.