Al Mundial de 1954 viajó Brasil con el trauma de la derrota inesperada en su casa, cuatro años antes. Hubo hasta quien planteó no presentarse al siguiente, pero afortunadamente no fue así. Brasil salió campeón del grupo sudamericano, que compartió con Paraguay y Chile, los únicos que se apuntaron. Bueno, Perú se apuntó primero, pero luego se retiró tras el sorteo. No lo vio claro.
Para preparar este Mundial, Brasil mandó durante meses a Europa a cuatro técnicos, Fleitas Solich (paraguayo, pero que trabajó mucho en Brasil y que en 1959 sería entrenador del Madrid), Ondino Vieira, Ramos Moreira y Vicente Feola. Todos ellos para estudiar métodos tácticos y físicos en Europa. La CBF había llegado a la conclusión de que el exceso de individualismo, la falta de orden y de trabajo había costado el título.
(En la historia del fútbol, cuando se pierde, siempre se duda de lo mismo).
Además, cambió de color. Uno tendería a pensar que Brasil siempre vistió como la conocemos, pero no es así. Hasta 1950 vistió de blanco, y de blanco sufriría el Maracanazo. A partir de ese momento, lo proscribió. Primero utilizó el azul, que venía siendo su segundo color, pero tampoco pareció darle suerte. Con él se estrelló en la Copa de América de Lima, en 1953, en la que perdió en la final, en desempate con Paraguay.
Así que un diario, el Correio da Manhã (Correo de la Mañana) tuvo la iniciativa de lanzar un concurso nacional en busca de propuestas para una nueva equipación de la selección nacional. Las bases del concurso exigían que la propuesta combinara los cuatro colores de la bandera del país: el amarillo, el verde, el azul y el blanco. Llegaron cientos de propuestas. Una de ellas, nada menos que del autor del cartel del propio Mundial de 1950, pero fue desestimada. Al fin y al cabo, ¿no formaban aquel cartel y su autor, parte del infausto recuerdo del 50? Ganó un joven y hasta entonces desconocido dibujante de periódicos del sur del país, casi en la frontera con Uruguay. Se llamaba Andy García Schlee cuya propuesta, camiseta amarilla con ribetes verdes, pantalón azul y medias blancas, convenció. ¡Nadie sabía por entonces que el muchacho era, en fútbol, hincha de Uruguay, que tan cerca le quedaba!
Brasil estrenó la verdeamarela con éxito, ganando en Chile en el primer partido de clasificación. El primer gol verdeamarelo lo marcó Baltazar da Silva. Y así vestido ganó Brasil los cuatro partidos del grupo, los dos de Chile y los dos de Paraguay, con ocho goles a favor y uno en contra. Así que viajaron a Suiza con renovados ánimos.
Lo malo fue que la obsesión tacticista que se apoderó del país llevó al técnico, Zezé Moreira, a dejar en casa a Zizinho, el mejor jugador del país, porque no encajaba en su sistema. Con todo, Brasil llegó a Suiza con un grupo de magníficos jugadores, entre los que ya asoman Djalma Santos, Nilton Santos y Didí, llamados a las mayores glorias. Futbolistas técnicos, rápidos, elásticos, capaces de hacer un fútbol mejor que el que se desprendía de la mera aplicación de las instrucciones de Zezé Moreira, que les obligaba a jugar demasiado rápido, en una pretensión de equiparación con los europeos de la que salía perdiendo.
Brasil superó la fase de grupo, en la que empató (1-1) ante Yugoslavia, punto fuerte del campeonato, y goleó (5-0) a México. No estaba mal, pero en cuartos se cruzaba Hungría…
Y aquel partido (27 de junio, en Berna) que se esperaba como algo maravilloso, degeneró en una batalla infame, tanto que el partido será recordado para la historia como «la Batalla de Berna». Lo arbitró, mal, el inglés míster Ellis, que no supo sujetar la situación.
La cosa empezó con gran dominio de Hungría, que en siete minutos se puso 2-0. Marcajes en zona demasiado rígidos de los brasileños, que los concertistas húngaros desconciertan fácilmente. El segundo gol lo protestan los brasileños, convencidos de que Kocsis está en fuera de juego. Según los testigos neutrales, se adelantó tras el pase y ganó por el estatismo de Djalma Santos. Brasil se despliega, aprovechando que los húngaros se toman un respiro. Enfadados por el segundo gol, pegan; los húngaros no se arredran y pegan también. El campo resbaladizo contribuye a enmascarar en acciones defensivas lo que son puras entradas violentas. Ellis no acierta a distinguir una cosa de otra. En esas, buena jugada por la derecha de Julinho, cede a Indio (que jugará más adelante en el Espanyol) y este es zancadilleado por Lorant. Penalti. Tiro terrible de Djalma Santos y 2-1. Sigue el juego, siguen las patadas. Hasta el descanso y después de él. El partido se les complica a los húngaros, cuyos veteranos Bozsik e Hidegkuti acusan soledad en el medio campo, como les pasará en los dos siguientes partidos. El partido es cada vez más duro y lo será más cuando Hungría reciba un bidón de oxígeno en forma de penalti: un avance rápido de Czibor, centro a Kocsis y caída de este, entre Bauer y Pinheiro. El penalti lo convierte Lantos. Es el 3-1, que ya pone fuera de sí a los brasileños. El fantasma de los abusos europeos, que siempre ha rondado en la Copa del Mundo por la cabeza de los sudamericanos porque ha habido muchas razones para que así fuera, se apodera de ellos.
Ya lo que resta es un intercambio de patadas tremendas, o en su defecto, de puñetazos. Algunos brasileños, particularmente Julinho, aún intentan jugar, aunque sus tacos, más cortos que los de los húngaros (¡ay, tanto pensar en tácticas europeas y descuidar esto!) les ponen las cosas más difíciles. El propio Julinho alcanza el 3-2. Hay partido. Siguen las patadas. Nilton Santos y Bozsik se lían a tortas y Ellis les echa. Entre patada y patada, Brasil alcanza dos remates sucesivos, de Didí al larguero y de Indio al poste, por fuera. Con el 3-3 y la prórroga, las cosas hubieran caído probablemente del lado de Brasil. Pero no. A dos minutos del final, un pase por alto de Czibor lo cabecea perfectamente Kocsis («Cabeza de Oro», le llamaremos aquí, cuando venga a jugar en el Barça, junto al propio Czibor) a la red. Es el 88’, gana Hungría 4-2. Los últimos instantes del partido ya son atroces, porque a Brasil le resulta injusto todo lo que le ha pasado: el césped, la suerte, el árbitro… Todo parece haber conspirado contra ellos. Cuatro años para levantar el bochorno del Maracanazo, tanto esfuerzo, camiseta nueva, Zizinho fuera, para caer en cuartos. Humberto es expulsado por un patadón a Buzanszky.
Acaba el partido con el balón en los pies de Czibor, que esquiva patadas. En eso, pita Ellis el final. Maurinho, uno de los que le acosaban, le tiende la mano. Czibor se la va a coger cuando recibe un directo a la cara con la otra mano. (Maurinho dirá luego que Czibor le escupió). Los entrenadores y los suplentes que estaban en el túnel o en el banquillo se alborotan. Saltan espectadores al campo, uno patea a un policía, que cae y ve cómo su quepis rueda por el suelo. Parece que la cosa se va a calmar cuando los altavoces lanzan una llamada de socorro pidiendo que la policía acuda a vestuarios. Y allá corren, en tropel, cuantos pueden, venidos de los cuatro puntos cardinales del campo. Eso incrementa la sensación de caos.
Luego se sabrá que en el túnel las dos delegaciones se han zurrado de lo lindo. Alguien rompió las luces del techo del pasillo, como en las películas de gángsters, y se han sacudido de lo lindo. A puñetazos, con botellas, a patadas. Se tardó una hora en restablecer el orden.
La Policía se vio obligada a emitir un parte final:
«Agresión mutua de ambos equipos. Herido el brasileño Pinheiro de un botellazo. Muchos contusos, entre ellos Sebes, el viceministro de Deportes húngaro. Se evacuó a los dos equipos por separado, haciendo entrar a los autobuses hasta la misma puerta y esterilizando las expediciones a través de un espeso muro de guardias. El equipo primeramente expedido fue el húngaro. No hay posibilidad que se encuentren de nuevo, pues Soleure y Mancolin se encuentran en direcciones opuestas. El árbitro ha sido evacuado también. La batalla ha terminado.»
Así acabó Suiza para Brasil. Apretó a la gran favorita, pero cayó. Y se fue entre la frustración, la impotencia y la indignación. Pero volvería a intentarlo. Claro que volvería…
El bochorno de Berna tuvo su epílogo en la decisión posterior de la FIFA, al dictaminar sobre los incidentes. Todo había sucedido ante las mismas narices de la organización. Bozsik, Nilton Santos y Humberto habían sido expulsados. Poco importaba si eran suspendidos los brasileños, pero Hungría tenía que jugar la semifinal contra Uruguay. Bozsik era considerado un jugador de tanta valía para Hungría como Puskas. ¿Qué decidiría la FIFA? La sentencia fue una sucesión de regates más limpios que los de Maradona a los ingleses, tantos años más tarde.
Sobre los incidentes del túnel «esperaba el informe de la Policía».
Sobre Humberto, se reservaba el derecho a imponerle una sanción «si llegaban a su conocimiento nuevas informaciones que agravasen la falta».
Sobre Bozsik y Nilton Santos, pedía a las federaciones respectivas que tomaran «las medidas necesarias» y que informaran a la FIFA de tales medidas.
Y cerraba reprendiendo a los dos equipos por su conducta antideportiva.
Así que Bozsik podía jugar contra Uruguay, y a otra cosa. Así se movió siempre el gran fútbol.