Domingo 16 de julio de 1950. «El Maracanazo». La sorpresa que había supuesto la caída de Inglaterra ante Estados Unidos (a la que siguió su eliminación ante España) iba a quedarse chica. Aquello fue un drama nacional para Brasil.
No fue exactamente una final, pero casi. Los cuatro ganadores de grupo, que fueron España, Suecia, Uruguay y Brasil, jugaron una liguilla todos contra todos. Para la última jornada quedó este Brasil-Uruguay que enfrentaba a los dos únicos con posibilidades. El título estaba, pues, en ese partido, pero con una particularidad: a Brasil le bastaba el empate.
Le bastaba con empatar porque había ganado los dos partidos anteriores del grupo, 7-1 a Suecia y 6-1 a España. Uruguay llegaba con un punto menos, porque había ganado 3-2 a Suecia y empatado 2-2 con España. Así que a Brasil le bastaba el empate, pero ¿quién pensaba en Brasil en ello? Se daba por descontada una nueva goleada. El equipo había ido a más, después del empate ante Suiza, aquella debilidad. Sus goleadas determinantes ante dos campeonas de grupo contrastaban con la forma sufrida con que Uruguay había resuelto esos mismos partidos. Brasil se daba de antemano como campeona del mundo, y comerciantes avispados habían puesto en el mercado millones de objetos de toda clase con la leyenda «Brasil, campeão»: corbatas, pañuelos, vinchas para el pelo, llaveros, mecheros, botellas, colgajos, carteras, maletas, cajas de cerillas, cajas de todo, globos, discos, banderas, banderines, pins, chicles, latas de fríjoles… Todo lo que se pueda imaginar. Los diarios y revistas tenían la portada preparada con la misma leyenda, «Brasil, campeão», y el dedo puesto en la rotativa. Los jugadores ya han recibido antes del partido, cada uno de ellos, un reloj de oro con la leyenda «Para los campeones del mundo». En las afueras del estadio hay carteles de homenaje, con sus fotos sobre el fondo de Maracaná, y unas carrozas de carnaval esperan para pasearles por la ciudad.
Maracaná concentra 202 772 personas, dato oficial de la FIFA, la mayor masa registrada jamás en un partido de fútbol. En los vestuarios se percibe un temblor como de terremoto. Los uruguayos parecen destinados a un sacrificio, a ser devorados por las fauces de una torcida ansiosa. Obdulio Varela, capitán de la selección y de Peñarol, «el Negro Jefe», el hombre que ha conseguido el difícil gol del empate ante España, ve a sus compañeros algo acobardados y les dice:
—Allá arriba habrá doscientos mil, pero abajo solo habrá once. Esto es once contra once, los demás son de palo y no cuentan.
Con todo, hay que hacer de tripas corazón al saltar al campo y ver el pandemónium que se forma de tracas, petardos, sambas, banderas… Se diría que ha estallado un volcán.
A las órdenes del inglés mister Reader (al menos esa presencia tuvieron los inventores en este Mundial de su reingreso en la FIFA) los equipos forman así:
Brasil: Barbosa; Augusto (capitán), Juvenal, Bigode; Bauer, Danilo; Friaça, Zizinho, Ademir, Jair y Chico.
Uruguay: Máspoli; Gambetta, Matías González, Andrade; Obdulio Varela (capitán), Tejera; Ghiggia, Pérez, Míguez, Schiaffino y Morán.
Primera parte áspera, disputada por todo el campo, en la que Uruguay no hace concesiones. Marca muy encima, hombre a hombre, en todas las zonas, sin distracciones. Los artistas brasileños rara vez encuentran hueco, y cuando lo hacen chocan con Máspoli, un gran portero. Al descanso no se ha movido el marcador.
Los brasileños son campeones con el cero a cero, pero están escocidos. Saben que la gente ha acudido en masa para verles golear, saben también que están a riesgo de encajar un gol en un accidente que les pueda complicar. Se conjuran, salen como rayos y a los tres minutos de la reanudación Friaça culmina una combinación Jair-Ademir con un tirazo que sacude la red de Máspoli. El cielo parece caer sobre la tierra.
Entonces se produce uno de los hechos más comentados de la historia del fútbol. Obdulio Varela recoge el balón de la red, y mientras los brasileños se revuelcan abrazados y la torcida quema nuevos cohetes se dirige, balón bajo el brazo, al linier del ataque brasileño, Míster Ellis, al que protesta la jugada. Cuánto duró la escena es objeto de discusión. Algunos la extienden por tres minutos, o más allá. Valdano escuchó una vez en Uruguay la narración del partido y no le salía la escena más larga de cincuenta segundos. El caso es que, durase aquello lo que durase, Obdulio Varela atrajo la atención, los brasileños dejaron de abrazarse y fueron allá, el público cesó el festejo y también se concentró en ello. El Negro Jefe, un chico de arrabal, sin instrucción pero con gran sabiduría natural, había dominado sicológicamente la situación, había controlado a los 200 000 de arriba y a los once de abajo. Luego fue con el balón al centro del campo, para sacar, y les dijo a los suyos: «Ya les hemos callado. Ahora vamos a seguir jugando y a ganarles a estos japoneses». En su argot, un japonés era alguien inútil para el fútbol.
Y en efecto, la euforia se había enfriado, trocada por la indignación que había producido la pretensión de Obdulio Varela de hacer anular el gol por alguna ilegalidad que nadie vio. El partido volvió a ser el de la primera parte: duro, apretado, buenos marcajes, y Brasil, que ya tiene su premio, pierde un punto de audacia. Y Uruguay descubre una vía por la derecha de su ataque, donde Ghiggia puede con Bigode cada vez que le encara. Obdulio Varela pide cargar el juego por ahí. En el 68’, en una de tantas veces que se va Ghiggia y entra en diagonal «hacia los fotógrafos», cede atrás, al borde del área, para que Schiaffino empalme soberbiamente a la escuadra. Golazo y 1-1.
El partido sigue igual, con marcajes duros. Brasil es campeón aún con el empate, no arriesga. A diez minutos del final, Jules Rimet decide bajar, porque hay un gran protocolo preparado abajo para darle la Copa a Brasil, con guardia de honor, banda de música y discursos. Cuando llega a la boca del túnel y se asoma, le asombra un silencio sepulcral.
Mientras bajaba y cuando solo quedan unos diez minutos de partido, Ghiggia se ha escapado una vez más de Bigode hacia los fotógrafos, y cuando el meta Barbosa esperaba de nuevo el centro ha resuelto la jugada con un disparo seco y raso que se cuela como una exhalación por el primer palo. Uruguay gana 2-1.
Lo que ve Jules Rimet ahí abajo, a red de césped, es un ataque desordenado de Brasil, que Uruguay desbarata sin problemas. No habrá más goles. Llega el pitido final y allí no hay guardia de honor, ni estradillo, ni protocolo, ni gaitas. Sólo una multitud en silencio, que no se mueve del campo porque no se cree lo que pasa. La organización está tan paralizada como ellos. Rimet coge la Copa, va al pequeño grupo de uruguayos que se abrazan (jugadores, directivos, acompañantes, algún aficionado afortunado), busca a Obdulio Varela y se la da sin más protocolo.
Flavio Costa se quedó dos días en las tripas de Maracaná y finalmente salió vestido como mujer de la limpieza. Barbosa quedó maldito para siempre, por aquel gol por el primer palo. Muchos años después, en 1993, pretendió visitar al equipo de Brasil en su lugar de concentración y no le dejaron entrar. Le dijeron que daba mala suerte. «La pena máxima en Brasil es de treinta años, y yo llevo 43 pagando por un crimen que no cometí», comentó. La vida con él fue dura: hasta el final de los tiempos estuvo cuidando el césped de Maracaná.
Los dirigentes uruguayos se premiaron con una medalla de oro. A los jugadores les dieron una de plata… y también un premio en metálico. A Obdulio Varela le dio por comprarse un Ford del 31 que le robaron a la semana. Pero hasta el fin de sus días vivió rodeado de respeto y veneración, y aún hoy es la figura cumbre del fútbol uruguayo.
A Ghiggia y Schiaffino sus goles de la final les valieron sendos contratos en el fútbol italiano. Ghiggia fue a la Roma y Schiaffino al Milan. Ghiggia se hartó de conceder entrevistas a lo largo de su vida. Siempre repetía con orgullo: «Sólo tres personas hicimos callar a Maracaná: el Papa, Frank Sinatra, y yo».