Los campeones no tomaron el avión

Para el Mundial de 1950, la aviación comercial ya estaba bastante desarrollada. Ya no era una aventura loca cruzar el Atlántico volando. Es más: resultaba la solución más práctica, porque convertía una travesía de casi dos semanas en poco más de un día. Incómodo, sí, pero poco más de un día. La Segunda Guerra Mundial, junto a destrozos tremendos y dolor infinito, había dejado unos cuantos grandes avances. De forma especial en la aviación. Así que todas las selecciones europeas que cruzaron el charco, entre ellas la nuestra, lo hicieron en avión. Todas menos una: el doble campeón de 1934 y 1938, todavía campeón vigente, Italia. Italia viajó en barco, como lo hizo al Mundial de 1930, veinte años antes.

¿Por qué?

Pues porque un año antes, exactamente el 4 de mayo de 1949, se había producido en Italia un terrible accidente aéreo que exterminó al gran equipo del país en aquel tiempo, el Torino, base de la selección nacional. Aquel accidente, anterior en nueve años al del Manchester United, conmocionó a Italia y a todo el mundo del fútbol. No había equipo así en el país transalpino, ni quizá en toda Europa, porque aún no se había gestado el gran Honved, ni menos todavía el gran Real Madrid, que ocuparon los cincuenta. El Torino ganó sucesivamente el scudetto en los años 46, 47 y 48, y estaba a punto de ganar el del 49 cuando acurrió el accidente. Tenía cuatro puntos de ventaja sobre el segundo, a falta de cuatro jornadas. Era un equipo que todo el mundo quería ver, en el que brillaba sobre todos Valentino Mazzola, rubio y alto interior que dejará un huerfanito llamado Sandro que en los sesenta será figura Mundial, en el Inter de Helenio Herrera y en la selección italiana. Él sí será mundialista. Su padre no pudo serlo.

El Torino aceptaba con alguna frecuencia compromisos para amistosos bien pagados. A primeros de mayo aceptó la invitación del Benfica, para jugar en el homenaje que el club lisboeta le ofrecía a Francisco Ferreira, su capitán retirado. Al regreso del partido, en la noche del 4 de mayo, hay niebla llegando a Turín. Junto a la ciudad, en la colina de Superga, hay una fenomenal basílica. Cuando el Fiat G-212 que llevaba la expedición descendió, algo falló y el avión fue a estrellarse de pleno contra el muro de piedra del edificio. Nadie sobrevivió. Fallecieron los cinco miembros de la tripulación, tres periodistas que acompañaban al equipo, dos directivos, el primer y segundo entrenador, el masajista y los dieciocho jugadores que viajaron. Seis de ellos habían formado parte de la selección italiana que no mucho antes había ganado a España 1-3 en Chamartín, en una exhibición que se recordó durante tiempo. Una placa en la pared de la Basílica recuerda los nombres de aquellos jugadores. Siempre hay flores, y con frecuencia, visitas.

Kubala, que entonces estaba en Italia tras su fuga de Hungría, había sido invitado a reforzar al equipo y se salvó de milagro. El día de la salida supo que su familia había conseguido por fin salir de Hungría y se dirigió a Udine, a reunirse con ellos. Eso le salvó la vida.

De modo que a los futbolistas italianos nadie podía convencerles de tomar un avión para ir a Brasil. Como poseedora del título, se le había concedido el derecho automático de participar sin clasificación. Decidió defender el título, pero viajó en la motonave Sises, que salió de Nápoles, vía Las Palmas. Antes fue recibida y bendecida por el Papa Pío XII. En Nápoles despidió a los azzurri una masa enorme, digna, dicho sea de paso, de una selección que era doble campeona del mundo, y que en caso de ganar retendría en propiedad la Victoria o Copa Jules Rimet, por tres títulos consecutivos.

La Copa viajaba también en el Sises, claro. Había vivido también el sobresalto de la guerra. Ottorino Barassi, militar, ingeniero, árbitro, directivo (llegaría a vicepresidente de la FIFA), la tuvo escondida durante la guerra. En 1943 se la entregó a otro importante personaje del fútbol italiano de la época, el abogado Giovanni Mauro, que la escondió a su vez en la casa de campo que un amigo suyo, exjugador y hombre de fútbol de la época también, de nombre Aldo Cevenini, tenía en Bembrate, en la provincia de Bérgamo.

En fin, que la Copa viajó en el Sises, aunque se esperaba que retornase para quedarse ya para siempre en Italia. Un célebre mago napolitano, que afirmaba haber magnetizado la bicicleta de Coppi con pases mágicos, para que pesara menos y haber levantado el mal de ojo que pesaba sobre el portero llamado Moro, aseguró a la multitud:

—¡Italia ganará en Brasil! ¡Batirá a Inglaterra en el partido decisivo!

Y la multitud lo aclamó como se aclaman los goles decisivos en el último minuto.

Pero no, Italia no retuvo la Copa. Era difícil, sin los jugadores del Torino. Quedó encuadrada en un grupo de tres, junto a Suecia y Paraguay. Jugaba en São Paulo, donde había una gran colonia italiana, así que tuvo muchos tifosi que la apoyaran. Pero llegó mal preparada tras el largo viaje, en el que sus jugadores engordaron. Debutó ante Suecia, con un equipo inicial en el que con toda seguridad hubieran estado, de no mediar la catástrofe, los turineses Mazzola, Bacigalupo, Menti, Castigliano, Rigamonti y Ballarin. Perder seis titulares desvirtúa cualquier selección. Cayó derrotada por 3-2. Su final del partido, eso sí, fue heroico, encerrando a Suecia a base de sacar fuerzas de flaqueza. Pegó dos tiros en el palo. El meta Svensson, que ya había lucido ante Yugoslavia en la final olímpica del 48, en Londres, ganada por los suecos, paró una enormidad. Luego, Suecia y Paraguay empataron, 2-2. A su segundo partido ya salieron los campeones eliminados, porque Suecia tenía tres puntos, cota inalcanzable. Al menos, Italia ganó a Paraguay 2-0, pero eso no fue un consuelo. Los campeones regresaron en barco y fueron recibidos mucho peor de cómo les despidieron.

Italia, que antes del Mundial ya había fichado a tres suecos (en el Milan ya jugaban Gren, Liedholm y Nordahl, ausentes, como Carlsson, del Atlético, de ese Mundial, todo hay que decirlo), se dedicó a fichar más suecos para reponerse. El Roma fichará a Knut Nordahl, Sundqvist y Andersson; el Inter, a Skoglund, la gran estrella emergente de Suecia; el Genoa, a Nilsson y Mellberg; el Legnano, a Palmer; y el Bergamo, a Jeppson, al que luego traspasaría al Nápoles por más de cien millones de liras, primera vez que se rompía esa frontera.

Dinero y suecos para cubrir el agujero de aquel «Grande Torino». Vana esperanza.