Italia revalida título en París

La final de 1938 se jugó el 19 de junio en el ya desaparecido estadio Olímpico de Colombes, el mismo en el que Uruguay había ganado su gran final de los Juegos Olímpicos en 1924, el mismo también que tendría su canto del cisne cuando, ya medio abandonado, sirvió de plató para el partido final de Evasión o victoria. Ya saben, esa gran película de John Houston en la que Pelé marca un gran gol de chilena y Sylvester Stallone para un penalti en el último instante, lo que da lugar al júbilo colectivo y a la fuga.

Llegaron Hungría e Italia, esta, campeona vigente. Hungría había eliminado sucesivamente a las Indias Holandesas (6-0), Suiza (2-0) y Suecia (5-1). Trece goles a favor y uno en contra, todos los partidos ganados con gran autoridad. Desaparecido el Wunderteam, llevaba la bandera de la Escuela del Danubio, célebre por su calidad técnica y por la armonía de su juego. Su camino hasta la semifinal había sido cómodo. Las Indias Holandesas eran el bombón del campeonato y le ganaron sin esfuerzo; en cuartos, Suiza venía de dos duros partidos con Alemania, pues el primero acabó en igualada y hubo que desempatar. Claro que Suecia había llegado a las semifinales aún más cómodamente: no jugó octavos por forfait de Austria, y en cuartos le tocó Cuba (8-0) y a otra cosa. Casi demasiado sencillo. En realidad, el primer partido serio que afrontaba Suecia era la semifinal contra Hungría y lo afrontó con exceso de motivación. Calificado en su país como «el Equipo de Acero», prometió el triunfo ante los húngaros al rey Gustavo, que ese mismo día (16 de junio) cumplía ochenta años. Más les hubiera valido mandarle una bandeja de plata, porque a la hora de la verdad perdieron 5-1. Y eso que en 34 segundos se habían adelantado en el marcador. Pero luego cogieron el balón los húngaros y no se lo dejaron a los suecos más que cinco veces, en el fondo de la portería y para que sacaran de centro.

Por el otro lado, Italia había tenido un camino mucho más duro, y siempre con el público en contra. Noruega (2-1), Francia, la selección local (3-1) y Brasil, la selección más querida (2-1). Ya el primer día, en Marsella, se armó la marimorena cuando escucharon el himno con el brazo en alto, en el saludo romano de la Italia fascista. El abucheo fue tremendo. Terminados los himnos y disueltas las filas de las dos selecciones, Vittorio Pozzo, el seleccionador (comisario técnico, era el cargo), les hizo volver al centro del campo, formar de nuevo y repetir el saludo. Un gesto para anunciar al público que nada les intimidaba. Mayores broncas tuvieron, claro, ante Francia y Brasil. Pero Italia es un buen equipo. Ya no es el conjunto seco y duro de cuatro años antes, que se movía sin más consigna que el «credere, obedire, combattere», ahora es un buen equipo, armónico, serio. Duro también, pero con buen juego.

Colombes presenta un aspecto solemne el día de la final. Aunque no está lleno, sí acuden 55 000 espectadores. El presidente, Monsieur Lebrun, baja al césped a saludar uno a uno a todos los finalistas. (Cuentan que se entera en ese momento de que no juega Francia). No hay allí más francés que el árbitro, el bordelés Capdeville.

Italia, el campeón vigente, juega con: Olivieri; Foni, Rava; Serantoni, Andreolo, Locatelli; Biavati, Meazza (capitán), Piola, Ferrari y Colaussi. Sólo Meazza y Ferrari habían jugado la final del 34. Hay un oriundo: Andreolo, nacido uruguayo.

Hungría va con: Szabo; Polgar, Biro; Szalay, Szucs, Lazar; Sas, Vincze, Sarosi (capitán), Zsengeller y Titkos.

Tras el ritual de los himnos (y la bronca a Italia) arranca el partido, que es una hermosura. En el 6’, contraataque rápido y gol de Colaussi, el espléndido extremo izquierda de Italia. (1-0). Pero Hungría no deja que la ventaja se le seque encima y empata en el 8’, en fallo de Locatelli que permite que se escape Vincze y centre para el remate de Titkos (1-1).

Dos miembros de la FIFA se colocan entonces al lado de Vittorio Pozzo, porque está prohibido dar instrucciones, cosa que hace continuamente. Pero él improvisa una treta: habla con el masajista Burlando el dialecto piamontés y éste, de cuando en cuando, fingiendo dar agua o para alguna asistencia, transmite las órdenes de Pozzo. Así será todo el partido.

El partido es magnífico, bien jugado por ambas partes, con precisión, velocidad y remate. En el 16’ llega el 2-1, en una sucesión de toques de italianos en el área: Ferrari-Colaussi-Piola-Andreolo-Meazza-Piola y remate de este. Se puede ver en la película del Mundial y aunque por ser en blanco y negro es difícil distinguir a los jugadores (pantalón blanco ambos equipos, camiseta azul Italia y roja Hungría), se aprecia en plenitud la pausada belleza del tanto. Todavía antes del descanso, y a pesar del estupendo juego húngaro (los dos porteros tuvieron buen trabajo en la primera mitad) Italia mejora su ventaja. Fue en el 35’, una jugada rápida, de Rava a Meazza y pase largo de este a Colaussi, que se va y cruza sobre la salida desesperada de Szabo. 3-1 para Italia al descanso.

Hungría aprieta mucho en la segunda mitad, en la que el cansancio hace que algunos brillen menos. El partido cobra nueva emoción cuando en el 70’ el capitán Sarosi consigue el 3-2 tras una bellísima combinación con Titkos y Zsengeller. Pero todo se esfuma en el 82’, cuando un tuya-mía entre Biavati y Piola lo corona este con un remate colosal a la escuadra. Es el 4-2, a solo ocho minutos del final. Hungría baja la cabeza. No hay nada que hacer. Ha sido una gran final, Italia ha sido superior.

Lebrun hace entrega al capitán Meazza de la Victoria creada por Abel Lafleur. Esta vez no hay bronca, hay ovación. El público de Colombes homenajea ahora a Italia, porque más allá de Mussolini y del saludo romano antes de cada partido, lo que se ha visto ha sido un gran equipo, que ha ganado en buena ley sus cuatro difíciles partidos y que ha honrado el fútbol. Jules Rimet sonríe. Después de todo, ha sido un gran Mundial, tan grande como para permitir que el fútbol superara el agrio debate político de aquellos días. Tan agrio que antes de un año se iba a sustanciar en la más terrible de las guerras.

Mussolini envía un telegrama al grupo, anunciándoles que pueden quedarse una semana en París, a disfrutar de la victoria a cuenta del Estado. Ellos contestan que prefieren regresar a casa, a celebrar con sus familias.

Antes del partido, Mussolini les había enviado otro telegrama, con un lacónico: «Vincere o morire». Cuando lo supo Szabo, el meta húngaro, comentó con humor: «Perdí una final, encajé cuatro goles, pero salvé once vidas. Lo prefiero así».