Antes de Garrincha y Pelé, del Mundial de 1958 y sucesivos, Brasil ya había enamorado a Europa, con la singularidad de su juego, su personalidad diferente, sus ágiles jugadores de color, y sus maneras simpáticas. Todo ello constituyó uno de los grandes atractivos del Mundial de 1938, al que los brasileños acudieron como únicos representantes del fútbol sudamericano. El hecho de que este Mundial se jugara, como el segundo, en Europa, y no en América, hizo que de aquella parte se produjera un boicot casi general. Cuba, como representante del Centro y el Norte, y Brasil, como representante del Sur, fueron las únicas selecciones que cruzaron el charco. Los franceses lo agradecieron y siguieron con pasión sus peripecias. Puede decirse que ese sello con que vemos a los brasileños desde Europa nació, en realidad, allí.
Ya su aspecto resultó chocante, negros casi todos, vestidos a la europea, con trajes impecables, sombrero y gabardina pegada sobre el hombro, o sobre el brazo, porque temían el frío europeo aun en pleno julio, y un maletín. Esperando el tren en Le Havre, donde desembarcaron, para ir a Estrasburgo y vestidos de esa guisa, se dedicaron a pasarse el balón unos a otros, por alto, sin dejarlo caer al suelo. La foto hizo fortuna en Francia. En Estrasburgo les esperaba un tiempo más bien lluvioso, que les atormentaba y perjudicaba su juego, y eso hizo que inspiraran una mayor solidaridad. Luego, sus partidos justificarían largamente tanta expectación.
El primero, dieciseisavos, fue con Polonia, que tuvo hasta dos mil seguidores (de un total de trece mil, en el Stade de la Meinau de la capital alsaciana). En Francia entonces trabajaban bastantes mineros de nacionalidad polaca, y muchos acudieron a ver a los suyos. Por contraste, el público local se inclinó más bien por los brasileños, cuya nota exótica tanto se agradecía. El partido fue una hermosura, con un 6-5 final a favor de Brasil. El polaco Wilimowski marcó cuatro, pero la estrella del partido fue Leónidas, que ya había despuntado en el Mundial anterior, en Italia, pero que aquí se consagró de maravilla. Le apodaron «el Diamante Negro» en la prensa francesa a partir de ese día. Su agilidad y su facilidad para el remate asombraron e hicieron recuperar la memoria del uruguayo Andrade, también de raza negra, que había asombrado en los JJ.OO. de París catorce años antes. La popularidad de Leónidas se incrementó porque en una fase del juego se quitó las botas, que le pesaban por el barro, y descalzo estaba cuando marcó uno de sus goles. El árbitro lo advirtió entonces y le ordenó calzarse.
En cuartos le correspondió en suerte Checoslovaquia, finalista del Mundial anterior, y una de las grandes favoritas. Se la consideraba heredera del gran juego del Wunderteam y tenía en su marco a Planicka, el Zamora del Este. Se juega el 12 de junio, justo una semana después de la primera jornada, y en Burdeos, lo que obliga a los brasileños a cruzar el país de punta a punta en tren. (Checoslovaquia había jugado su partido de octavos más cerca, en Le Havre, pero ganar a Holanda le había costado una prórroga, en la que se impuso por 3-0). Esta vez el espectáculo es muy diferente, porque se produce el partido más brutal y canalla de los disputados hasta entonces, y quizá hasta ahora, en la Copa del Mundo. Aquello dejó chico, según las crónicas de la época, todo lo imaginable. Fue una lluvia de golpes casi desde el principio, con el saldo de dos expulsados por Brasil y uno por Checoslovaquia, además de numerosos lesionados en una y otra parte. Entre ellos, Planicka, que aguantó hasta el final del partido con una clavícula rota. El resultado final fue de 1-1, con tantos de Leónidas y Nejedly, este de penalti. (Luego le fracturarían el tobillo). Aquello se recordará como «la Batalla de Burdeos».
A los dos días hay desempate, de nuevo en Burdeos. De la alineación de Brasil, solo sobreviven el meta Walter y el fenómeno Leónidas. Los demás, por cansancio o golpes, descansan. Checoslovaquia solo tiene que cambiar a cuatro, entre ellos, claro, Planicka y Nejedly. Entre los siete que repiten está Daucik, que muchos años más tarde hará fortuna en España como entrenador de Barça, Athletic de Bilbao, Atlético de Madrid y muchos otros clubes. Se adelantó Checoslovaquia, que con su equipo más conjuntado dominó el primer tiempo, pero en la segunda mitad, la frescura de los brasileños dio la vuelta al partido. Volvió a marcar Leónidas, por supuesto, que ya sumaba cinco goles en tres partidos.
Brasil ya era un trueno cuando, para más estruendo, «La Mistinguette» se declara hincha del equipo, «ahora que Francia ya está eliminada». Mistinguette era el nombre artístico de Jeanne Bourgeois, vedette, cantante y actriz, la mayor celebridad de la época en el mundo de la escena parisina, estrella del Moulin Rouge y del Folies Bergère, coleccionista de amantes famosos, entre los que se contó Maurice Chevalier, con el que hizo pareja artística, protagonista de multitud de películas. La mujer más admirada y deseada de Francia. ¡Sus piernas habían sido aseguradas en 500 000 francos! Mistinguette tenía en su coro a un bailarín brasileño, pura goma, que se llamaba Machado, como el defensa de Brasil, pareja de línea del fenomenal Domingos da Guía. Eso, dijo, le había hecho interesarse por Brasil y afirmaba que era fanática del equipo. Pura propaganda, probablemente, pero bien traída, porque el asunto formó un tremendo revuelo. Y añadió expectación a Brasil.
Y vamos a las semifinales. Otro tren, de Burdeos a Marsella, para encontrarse con Italia, la campeona de 1934, que a su vez había eliminado sucesivamente a Noruega y a la anfitriona, Francia. Italia era, para el público francés, lo contrario que Brasil. Su saludo romano, brazo en alto, antes de los partidos, provocaba el repudio del público. Se consideraba que había ganado el Mundial anterior por la presión que el fascismo había realizado sobre los árbitros. No gustaba además su juego, menos brillante que el del equipo de cuatro años antes, del que solo quedaban dos, Meazza y Ferrari, los interiores.
Brasil llega a Marsella con los billetes de avión ya comprados para jugar la final en París. Estaban hartos de tanto tren. Vittorio Pozzo, el seleccionador y mandamás de Italia, que no ha tenido esa previsión, propone a los brasileños comprarles los billetes para el caso de que el resultado le sea favorable, y darles además los pasajes de tren para Burdeos, donde se jugará el tercer y cuarto puesto. Ademar Pimenta, el seleccionador de Brasil, rechazó la oferta, casi como una ofensa, y además se permitió el lujo de anunciar que reservaría a Brandao, Tim y al celebérrimo Leónidas para la final, en la que los necesitaba descansados.
Lo pagó caro. Ganó Italia, 2-1 (el gol de Brasil no entró hasta el 87’) y Marsella fue un funeral. Pero ni aun así quiso ceder sus billetes a Vittorio Pozzo. Italia tuvo que ir en tren a la final de París.
Como en tren viajó Brasil de regreso a Burdeos, para el tercer y cuarto puesto. Su quinto partido en dos semanas. Enfrente estuvieron los altos, fuertes y rubísimos suecos, que se adelantaron 0-2. Pero Brasil, con Leónidas en el eje del ataque, dio la vuelta al marcador hasta ganar 4-2. Leónidas marcó dos tantos, lo que elevó a siete su número personal.
Francia, que tuvo que sufrir que Italia ganara ese Mundial en el mismísimo Estadio de Colombes, despidió con añoranza a aquel equipo, y con un lamento común:
—¡Ay, si Leónidas hubiera jugado la semifinal!