La primera final de una Copa del Mundo se va a jugar el día 30 de julio de 1930 y las dos ciudades que ocupan las orillas opuestas del estuario del Río de la Plata, Buenos Aires y Montevideo, son dos hormigueros excitados. En Buenos Aires se fletan barcos y barcos, con capacidad para hasta 30 000 aficionados, aunque Uruguay ha avisado que sólo proporcionará diez mil entradas. Muchos viajarán con la ilusión, vana, de poder ver el partido. También se fletan barcos desde Rosario, río Paraná arriba, y desde La Plata, en el final del estuario. En el embarque hay tensión: se anuncia que todos los argentinos van a ser registrados para que ninguno pase con un revólver. En el puerto de Buenos Aires, una enorme pancarta reza: ARGENTINA, SÍ; URUGUAY, NO. A un lado y otro se recuerdan los partidos entre ambos, las victorias, derrotas, proezas y agravios en choques previos. Para entonces ya hay un largo historial de partidos entre ellos, que incluyen la última final olímpica, la de 1928, que ganó Uruguay, previo desempate. Pero Argentina se había desquitado pronto, ganando un amistoso poco después, en el campo del Sportivo Barracas, en Buenos Aires. Aquel partido había tenido que aplazarse porque la multitud desbordó las gradas e invadió el campo. Se instalaron vallas (las primeras de la historia) para que no volviera a ocurrir. Cuando por fin se jugó, ganó Argentina 2-1 con un gol marcado directamente de córner por Cesáreo Onzari. Hacía muy poco que se había decidido que se convalidasen los goles cobrados directamente de córner y aquel fue el primer gol de importancia que se conseguía así. Los argentinos lo llamaron «gol olímpico», en rechifla por los dos títulos olímpicos de Uruguay. Y aún sigue llamándose así a los goles cobrados directamente de córner.
En todo caso, Uruguay se sentía superior, con sus títulos olímpicos, incontestables. Argentina presumía de haber ganado la Copa América del 29, en una final precisamente ante Uruguay. La rivalidad entre ambas selecciones estaba alimentada por el increíble número de 109 partidos disputados a esas alturas del siglo. Hacía tiempo que cada año se jugaban entre ambos las Copas Lipton y De la Caridad, y además se concertaban frecuentes amistosos (que en su mayoría acababan a palos) y también existía la Copa América de selecciones desde 1916. Esos 109 partidos entre ambas selecciones llaman la atención si se comparan con los partidos que, por ejemplo, España, llevaba jugados a esas alturas con sus dos vecinos, Portugal y Francia: siete y cuatro respectivamente.
El belga John Langenus es designado árbitro para la final, en honor a la habilidad con que había sacado adelante el Argentina-Chile. Su Federación le regatea el permiso hasta el mismo mediodía del día del partido, porque tiene miedo a que su prestigio (y el del fútbol belga) pueda sufrir si la situación se le escapa de las manos. Y hay que decir que pensar eso era perfectamente razonable.
Para dar idea de la pasión que el choque despertó, vale decir que la víspera se jugó un partido entre periodistas de las dos naciones enfrentadas y asistieron veinte mil personas. Ganaron los uruguayos, 5-1 y eso se festejó largamente, como un gran augurio.
Mientras, el comité seleccionador argentino y varios periodistas se juntaron para discutir la alineación. O más concretamente, un punto espinoso: «Doble Ancho» Monti. Ese jugador había dado demasiada sensación de feroz, tenía la opinión pública en contra, y se temía que fuera expulsado por presión de la grada, que se esperaba muy hostil a él. Se manejó la idea de sustituirle por el santafecino Chividini, pero al final se decidió mantener a Monti. Más adelante se debatiría la alineación de Pancho Varallo, que tenía un pie lesionado y llevaba cuatro días sin entrenarse. Le hicieron una prueba consistente en chutar varias veces contra la pared, le preguntaron y él se animó. A la hora de la verdad, fue casi como jugar con uno menos. Alejandro Scopelli, que hubiera ocupado el puesto de no haber jugado Varallo, contó el hecho muchos años más tarde en su libro Hola Míster y creó una gran polémica.
Al fin llega el partido, con un prolegómeno de discusiones que martiriza a Langenus: cada delegación quiere imponer su balón. Hay pequeñas diferencias de bote y peso, pero de lo que se trata es de una guerra sicológica. Langenus llega a un compromiso salomónico: el primer tiempo con uno, el segundo con otro. Se sortea y toca empezar con el balón argentino.
Argentina juega su quinto partido, ya que le correspondió el grupo «largo». No ha repetido alineación y tampoco lo hará ahora. De hecho, el defensa Della Torre será el único que juegue los cinco partidos. Uruguay afronta su cuarto partido, y va a repetir la alineación de los dos últimos. Saltan a la cancha con sus colores: celeste Uruguay, con pantalón negro; a rayas azules y blancas Argentina, con pantalón azul.
Forman así:
Uruguay: Ballestrero; Nasazzi (capitán), Mascheroni; Andrade, Fernández, Gestido; Dorado, Scarone, Castro, Cea e Iriarte.
Argentina: Botasso; Della Torre, Paternóster; Juan Evaristo, Monti, Arico Suárez; Peucelle, Varallo, Stábile, Ferreira (capitán) y Mario Evaristo.
El campo está lleno, por supuesto, y eso que bastantes argentinos con entrada se han quedado fuera, porque un vapor, el Duilio, se extravió por la niebla. El partido se radia en ambos países. En Buenos Aires, una multitud lo sigue frente a la fachada del diario La Crónica, donde se han instalado altavoces.
Pablo Dorado adelanta a Uruguay en el 12’, pero Argentina da la vuelta al marcador antes del descanso, con goles de Peucelle en el 20’ y Stábile en el 38’. Este gol, cobrado por «El Filtrador», como le llamaban, al perseguir un pase de Monti por encima de la defensa, es rabiosamente protestado por los uruguayos, que piden off-side, pero Langenus se mantiene firme. En el descanso gana Argentina 1-2. El partido se ha ido endureciendo progresivamente, y eso que Monti, advertidísimo, no se sale del tiesto. Los uruguayos están enfurecidos en el vestuario cuando entra un alto enviado del Gobierno para decirles que estén tranquilos, que están cumplidos llegando a la final. Que si perdían, eso era deporte. Que estaba en juego la imagen de la Patria, que lo peor que podía pasar era dar lugar a un feo espectáculo, a una batalla campal. «Tranquilos, están cumplidos», insiste.
Cuando se cierra la puerta, el capitán Nasazzi echa por tierra el discurso del enviado: «¿Cumplidos? Cumplidos solo estamos si ganamos. ¿La patria? ¡La selección es la patria! ¡Vamos ahí fuera, metemos duro y nos llevamos la copa!».
Y así fue. La segunda mitad se jugó con el balón uruguayo y la Celeste salió fuerte, tan fuerte que Argentina se fue arrugando. A falta de Varallo, inútil, con Monti encogido, el equipo no se consolidó. En el 58’ empata Cea, en el 68’ Iriarte hace el 3-2, entre el delirio, y cuando Argentina, a favor de cierta prudencia de Uruguay, hace un último intento por llegar al empate (llega a haber un balón sacado de la raya por el ya veterano Andrade), «el Manco» Castro culmina en el 89’ un contraataque con el 4-2.
Langenus pita el final: ¡Uruguay, campeona del mundo! ¡A los dos títulos olímpicos une esta primera Copa del Mundo! Todo el país está en éxtasis. Uruguay y el fútbol ya formarán para siempre un nudo indestructible.
Argentina se tiene que contentar con que Stábile salga máximo goleador. Stábile, que medía 1,68, corría los 100 metros en 11 segundos, le apodaron El Filtrador por su facilidad para llegar desde atrás. Luego, su apodo quedará casi como definición de un oficio en el ataque, el de llegar desde atrás, como hacía Kempes, por ejemplo. Gracias a sus ocho goles, Stábile se hizo rico. En octubre llegó a Europa, para jugar en el Genoa. Luego pasó al Nápoles y de ahí al Red Star de París, el equipo que había fundado Rimet. Jugó nueve años en Europa. Después tuvo una larga carrera como entrenador, que incluyó un periodo como seleccionador argentino.
El día 31 es declarado Fiesta Nacional por el gobierno de Juan Campisteguy. Ese mismo día, parten los europeos en el Duilio hacia Europa. Esta vez la Copa no hace la travesía. La Copa se queda en Uruguay, en depósito, hasta que tenga que ser puesta en juego pasados cuatro años. La entrega se ha hecho en la cena oficial del mismo día del partido, y será expuesta a la curiosidad pública en el Teatro Rex, donde, en cuanto está terminada, se estrena la película del Mundial.
Rimet vuelve feliz a Europa. Después de tantos sufrimientos, ha nacido la Copa del Mundo. Ya nada podrá detenerla; sólo sufrirá una interrupción, eso sí, larga por la Segunda Guerra Mundial, aquella catástrofe de la que no se salvó casi nada.
La siguiente cita era en Italia, la Italia de Mussolini.