Laurent, del olvido a la gloria

Mientras Europa dudaba si mandar o no a sus selecciones, Montevideo trabajaba a toda mecha en la construcción del Estadio Centenario, en una zona llamada Campo Chivero, para lo que en ocho meses hubo que remover 160 000 metros cúbicos de tierra, encofrar 14 000 de cemento armado, elevar la Torre de los Homenajes, de cien metros de altura, y levantar cuatro enormes tribunas, que se llamaron de Honor (hoy es América), Colombes, Ámsterdam y Olímpica. Se trabajó en tres turnos de ocho horas, sin festivos, con los medios de la época: pico, pala, carretilla y espuertas. Nada de grúas ni palas mecánicas.

Fue una proeza, pero faltó algo para la perfección. Estaba prevista la inauguración para el 18 de julio de 1930, pero un par de meses de fuertes lluvias retrasaron las obras. Así que el objetivo inicial de 100 000 tuvo que rebajarse a 70 000.

El partido inaugural no lo jugó Uruguay, fue el Francia-México, y no fue en el Centenario, aún sin rematar, sino en Parque Pocitos, el 13 de julio de 1930, fecha para la pequeña historia del fútbol. Ganó Francia, 4-1, y el primer gol lo marcó, en el 19’, Lucien Laurent, que, nacido en 1907, jugó al fútbol hasta 1946. Fue una escapada del extremo Liberati por la derecha, un centro a la frontal del área y un remate de volea, perfecto, según cuentan las crónicas del día. Pero aquel gol quedó en principio en el olvido. Al fútbol no se le concedía entonces la tremenda importancia que se le concede hoy. De hecho, el periódico deportivo de Francia, L’Auto, antecedente de L’Équipe, no envió ningún redactor. Contó, como enviados especiales, con dos de los jugadores, Chantrel y Pinel, que tenían estudios universitarios.

Lucien Laurent, amateur todavía, regresó a Sochaux, a su trabajo en la Peugeot. Su pequeña hazaña quedó en el olvido, incluso entre sus compatriotas, hasta que en el año 1990 un grupo de periodistas italianos tuvo la feliz ocurrencia de desempolvar su gol e invitarle junto a otras estrellas a un acto previo al Mundial de 1990, que se celebraría en Roma. La presencia de aquel anciano de 83 años entre los Pelé, Beckenbauer, Bobby Charlton, Platini y demás llamó mucho la atención. Francia supo entonces que tenía un héroe al que había ignorado hasta entonces, y el buen y sencillo Lucien Laurent adquirió una popularidad súbita que a él le divirtió. Se supo entonces que seguía jugando al fútbol, con amigos. Mantenía una espléndida forma, y reportajes de sus partidillos ocuparon en aquellas fechas espacios de televisión de todo el mundo. Murió en 2005, con 97 años, en Besançon, a donde el fútbol le había llevado cuando ya se hizo profesional, después del regreso de la Copa del Mundo de 1930. Murió feliz, rodeado de respeto, cariño y admiración, tras una vida anónima y una ancianidad célebre.

En aquel mismo primer partido se produjo la primera lesión, la del portero francés, Alex Thépot, que salió en brazos de Étienne Mattler, un fornido defensa junto al que parecía un bebé. No había cambios, ni por lesión, y la portería la ocupó el medio Chantrel. Alguna vez se ha escrito que fue el propio Laurent el que ocupó la portería, pero no es así.

Laurent quedó como la cara bella de aquella selección francesa, que caería en segunda ronda ante Argentina. Pero en aquel equipo también militó un bellaco, el medio derecho, Alexandre Villaplane, que fue, vergüenza, el capitán del equipo. Nacido en Argelia en 1905, en el seno de la comunidad conocida como los pieds-noir, ya antes de la Copa del Mundo se había visto envuelto en un oscuro caso de venta de un partido. Aquello quedó probado y como además era un gran jugador, reputado por su buen juego de cabeza, el mejor de la época, decían, le llevaron al Mundial. Y como capitán.

Tras retirarse del fútbol se echó definitivamente al monte. Llevó una vida de estafador, despilfarrando dinero en el juego, y visitó varias veces la cárcel. Con la ocupación alemana vio abierto el cielo, dedicándose a extorsionar a judíos para no delatarles, cosa que sí hacía tras haberles sacado el dinero. Entró al servicio de la Gestapo, como miembro de seguridad de la Francia de Vichy, y llegó a ser uno de los cinco jefes de la llamada «Brigada del Norte de África», cuya siniestra actividad fue célebre en su día.

En 1944 fue capturado por la Resistencia, juzgado y condenado a muerte por diez asesinatos probados. Le fusilaron el 26 de diciembre de 1944.