La captura del Cancerbero
1
Hércules Poirot viajaba en un vagón del «metro» zarandeado de aquí para allá, tropezando ora con uno de los viajeros, ora con otro. Por su mente pasó el pensamiento de que había demasiada gente en el mundo. Y era cierto que, en aquel preciso momento, las seis y media de la tarde, había mucha gente en el mundo subterráneo de Londres. Calor, ruido, aglomeración, promiscuidad… la incómoda presión de manos, brazos, cuerpos y hombros. Cercado y prensado por extraños.
Todas aquellas jóvenes que le rodeaban eran tan iguales, tan faltas de encanto, tan vacías de atractivo y rica femineidad… ¡Ah!, qué no daría él por ver una femme du monde, chic, simpática, spirituelle…
El tren se detuvo en una estación y la gente salió del vagón empujando a Poirot. El convoy arrancó de nuevo con una sacudida y Poirot se vio lanzado contra una corpulenta mujer cargada de paquetes; murmuró Pardon!, y a continuación tropezó con un hombre delgado cuya cartera de mano se le incrustó en los riñones. Volvió a decir Pardon! Los bigotes se le estaban volviendo lacios. Quel enfer! Por fortuna se apeaba en la próxima estación.
Pero aquella estación pareció ser también la elegida por cerca de ciento cincuenta pasajeros más, pues se trataba de la de Piccadilly Circus. Como una gran ola cuando sube la marea, la gente se volcó sobre el andén e instantes después Poirot se vio cercado apretadamente de nuevo en una de las escaleras mecánicas que llevaban a la superficie de la tierra.
Por fin iba a salir de las regiones infernales, pensó el detective…
En aquel momento, una voz gritó su nombre. Sobresaltado, el detective levantó la vista. En la escalera opuesta, en la que descendía, sus incrédulos ojos contemplaron una visión del pasado. Una mujer de formas llenas y extravagantes; con el teñido cabello coronado por un pequeño plastrón de paja, sobre el que se veía todo un pelotón de pájaros de brillante plumaje. Unas pieles de aspectos exóticos colgaban de los hombros.
La pintada boca de la mujer se abrió de par en par y su voz, llena y de acento extranjero, resonó en el cerrado ámbito. Tenía buenos pulmones.
—¡Es él! —gritó—. ¡Es él! ¡Mon chéri Hércules Poirot!
—¡Tenemos que vernos otra vez! ¡Insisto en ello!
Pero el propio destino no es menos inexorable que dos escaleras mecánicas cuando se mueven en opuesta dirección. Lenta y despiadadamente, Hércules Poirot subió a la superficie, mientras la condesa Vera Rossakoff se hundía en las profundidades.
Retorciéndose e inclinado sobre el pasamanos, Poirot gritó con desesperación:
—Chéri madame…, ¿dónde la podré encontrar…?
La respuesta de ella le llegó confusa desde los abismos. Fue inesperada, aunque en aquel momento parecía extrañamente adecuada…
—En el infierno…
Hércules Poirot parpadeó y volvió a parpadear. De pronto se tambaleó. Había llegado sin darse cuenta a la parte superior de la escalera… y no se acordó de saltar a tiempo. La gente que le rodeaba se desparramó. Hacia uno de los lados, una muchedumbre se apretujaba ante la escalera que descendía. ¿Debía unirse a los que bajaban? ¿Fue aquello lo que quiso decir la condesa? No había duda de que viajar por las entrañas de la tierra, en las horas «punta», era el mismo infierno. Si fue aquello a lo que se refirió la condesa, Poirot estaba completamente de acuerdo con ella…
El detective avanzó con resolución, se introdujo a presión entre la masa de gente y volvió una vez más a las profundidades. Pero al pie de la escalera no había rastro de la condesa.
¿Se dirigió la condesa hacia la línea de Bakerloo o hacia la de Piccadilly? Poirot recorrió los dos andenes, uno tras otro. Pero por ningún lado vio la figura extravagante de la condesa Vera Rossakoff.
Cansado, molido y mortificado en extremo, Hércules Poirot ascendió nuevamente al nivel del suelo y fue a mezclarse con la batahola que reinaba en Piccadilly Circus. Llegó a casa, sintiendo en su interior una agradable agitación.
«En el infierno», había dicho ella. No era posible que le hubieran engañado los oídos.
¿Pero a qué se refería? ¿Al «metro» de Londres? ¿O debía tomar sus palabras en un sentido religioso? Aunque la forma de vida que llevaba hacía presumir que el infierno sería su destino cuando muriera, no era posible que su cortesía fuera a sugerir que Poirot estaba destinado necesariamente al mismo sitio.
Poirot suspiró. Pero no estaba derrotado. En su perplejidad, tomó la determinación más simple y recta. A la mañana siguiente, preguntó a la señorita Lemon, su secretaria.
La señorita Lemon era increíblemente fea, pero eficiente en extremo. Para ella, Poirot no era nadie en particular… era tan sólo su jefe, al que prestaba un excelente servicio. Sus pensamientos y sueños privados se centraban en un nuevo sistema de archivo que estaba perfeccionando en su imaginación.
—Señorita Lemon, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Desde luego, monsieur Poirot.
La señorita Lemon dejó de teclear en la máquina de escribir y esperó atenta.
—Si un amigo… o amiga, le citara en el infierno, ¿qué haría usted?
La secretaria, como de costumbre, no titubeó en contestar. Se sabía todas las respuestas.
—Creo que sería aconsejable reservar un mesa por teléfono —dijo.
Poirot la miró estupefacto.
—¿Reservaría… una mesa… por teléfono? —preguntó admirado.
La señorita Lemon asintió y acercó el teléfono.
—¿Para esta noche?
Y tomando la callada por consentimiento, marcó rápidamente un número.
—¿Temple Bar 14578? ¿Es «El Infierno»…? ¿Haría el favor de reservar una mesa para dos? A nombre de monsieur Hércules Poirot; para las once.
Dejó el auricular y sus dedos volvieron a volar sobre las teclas de la máquina de escribir. Sobre su cara se veía un ligerísimo gesto de impaciencia. Parecía decir con él que, una vez cumplida su obligación, esperaba que su jefe le dejara continuar lo que estaba haciendo.
Pero Hércules Poirot necesitaba aclaraciones.
—¿Qué es, entonces, ese infierno? —preguntó.
La señorita Lemon lo miró algo sorprendida.
—¿No lo sabe usted, monsieur Poirot? Es un club nocturno. Hace poco tiempo que lo inauguraron y se ha puesto de moda. Creo que es de una rusa. Si quiere arreglaré las cosas para que le extiendan el carnet de socio antes de la noche.
Y con ello, como haciendo presente que ya había malgastado bastante tiempo, la señorita Lemon volvió a teclear eficientemente en su máquina.
Aquella noche, a las once, Hércules Poirot entró por una puerta sobre la que un letrero de neón mostraba discretamente a intervalos una letra tras otra. Un caballero vestido de frac rojo le ayudó a quitarse el abrigo.
Con un gesto le indicó un tramo de anchas escaleras que descendían al sótano. Sobre cada peldaño había escrita una frase.
La primera decía:
«Mi intención es buena…».
La segunda:
«Borra lo que has hecho y empieza de nuevo».
La tercera:
«Puedo dejarlo cuando quiera».
—Las buenas intenciones que pavimentan el camino del Infierno —murmuró Poirot—. C’est bien imaginé, ça!
Bajó la escalera. Al pie de ella había un estanque lleno de agua en la que flotaban nenúfares encarnados. Sobre él cruzaba un puente cuya forma recordaba la de una barca. Poirot lo atravesó.
A su izquierda, en una especie de gruta de mármol, estaba sentado el perro más grande, negro y feo que Poirot viera jamás. Se mantenía tieso e inmóvil. El detective deseó que no fuera de carne y hueso; pero en aquel instante el perro volvió la fea y feroz cabeza. Del fondo de su negro cuerpo salió un feroz gruñido sordo y apagado. Un sonido terrorífico.
Y entonces, Poirot vio un decorativo cesto lleno de galletas redondas para perros. Encima, un letrero rezaba: «Un regalo para Cerbero».
El perrazo tenía la vista fija en las galletas. Una vez más se oyó el sordo gruñido y Poirot, rápidamente, cogió una galleta y se la lanzó al perro.
Cerbero abrió la cavernosa boca y después se oyó un chasquido cuando las poderosas quijadas volvieron a cerrarse. El guardián del infierno había aceptado el regalo. Poirot siguió adelante y entró por una puerta abierta.
La sala no era muy grande. Estaba llena de mesitas, rodeando una pista para bailar. La iluminación provenía de unas lamparitas rojas; las paredes estaban adornadas con frescos y en uno de los extremos se veía una parrilla atendida por cocineros vestidos de diablos, con la cola y cuernos incluidos.
De todo ello se dio cuenta Poirot antes de que, con todo el impulso de su naturaleza rusa, la condesa Rossakoff, luciendo un esplendoroso traje de noche encarnado, cayera sobre él, con las manos extendidas.
—¡Ah! ¡Vino usted! ¡Mi querido… mi muy querido amigo! ¡Qué alegría volverlo a ver! Después de tantos años… tantos… ¿cuánto hace? No; no diremos los que son. Para mí, parece que fue ayer. No ha cambiado usted en lo más mínimo.
—Usted tampoco, chérie amie —exclamó Hércules Poirot, inclinándose sobre la mano de la dama.
No obstante, se daba cuenta ahora de que veinte años no pasan en balde. La condesa Rossakoff podía calificarse de ruina, sin pecar por falta de caridad. Pero, por lo menos, era una ruina espectacular. La exuberancia y el goce pleno de la vida todavía se veían en ella. Y además sabía mejor que nadie cómo halagar a un hombre.
Arrastró a Poirot hasta una mesa donde estaban sentados dos personas.
—Mi amigo, el célebre amigo monsieur Hércules Poirot —anunció—. ¡El terror de los malhechores! En cierta ocasión le tuve mucho miedo, pero ahora llevo una vida de extremo y virtuoso aburrimiento. ¿No es verdad?
El hombre delgado y ya de años a quien se dirigió contestó:
—Nunca diga que es aburrida, condesa.
—El profesor Liskeard —presentó ella—. El que sabe más cosas acerca de los tiempos pasados y el que me dio acertadas ideas para decorar esto.
El arqueólogo se estremeció ligeramente.
—Si hubiera sabido lo que se proponía… —murmuró—. El resultado no puede ser más aterrador.
Poirot observó detenidamente los frescos. En la pared de enfrente estaba Orfeo dirigiendo una orquestina, mientras Eurídice miraba ansiosa la parrilla. En otra de las paredes Osiris e Isis parecían estar lanzando una barca egipcia de ultratumba. En la tercera pared, varios jóvenes de ambos sexos tomaban el baño, sin más ropas que la que les dio la Naturaleza.
—«La tierra de la eterna juventud» —explicó la condesa. Y sin respirar, completó sus presentaciones—. Y ésta es mi pequeña Alice.
Poirot hizo una ligera reverencia a la segunda ocupante de la mesa; una muchacha de aspecto austero, que llevaba chaqueta y falda a cuadros. Usaba gafas de concha.
—Es muy lista —dijo la condesa Rossakoff—. Ha conseguido graduarse. Es psicóloga y sabe cuál es la causa de que los lunáticos sean lunáticos. No crea que es porque están locos, no. Existen toda clase de razones. Lo encuentro bastante raro.
La muchacha llamada Alice sonrió con amabilidad, aunque con un poco de desprecio. Con voz firme, le preguntó al profesor si quería bailar. El caballero pareció halagado, aunque indeciso.
—Solamente sé bailar el vals, señorita.
—Esto es un vals —replicó pacientemente Alice.
Se levantaron y empezaron a bailar, bastante mal por cierto.
La condesa Rossakoff suspiró. Y siguiendo sus propios pensamientos dijo:
—Y, sin embargo, la chica no está mal en realidad.
—Pero no se arregla —comentó Poirot sentenciosamente.
—Con franqueza —exclamó la condesa—. No consigo entender a la gente joven de ahora. No hacen nada por agradar. En mi juventud ésa era mi gran preocupación. Los colores que me favorecían; un poco de relleno en los trajes; el corsé apretado a la cintura. Y el pelo arreglado de forma que una resultara favorecida…
Se echó hacia atrás los bucles que le caían sobre la frente. Era innegable que todavía trataba de agradar con todas sus fuerzas.
—El contentarse con lo que la Naturaleza le dio a cada uno… me parece estúpido, ¡e insolente! La pequeña Alice escribe páginas y páginas acerca del amor, pero ¿cuántas veces la ha invitado un hombre a pasar el fin de semana en Brighton? Todo se reduce a palabras retumbantes sobre el trabajo, el bienestar de los obreros y el futuro del mundo. Tiene mérito, no lo niego; pero ¿es divertido? Fíjese en lo gris que esos jóvenes han vuelto el mundo. Todo son reglas y prohibiciones. Nada de eso ocurría cuando yo era joven.
—Y eso me recuerda…, ¿cómo está su hijo, madame? —preguntó Poirot.
En el último momento había dicho «hijo» en lugar de «su pequeño», acordándose de que habían pasado veinte años.
La cara de la condesa se iluminó con entusiasmo maternal.
—¡Mi querido Niki! Ahora es un grandullón, guapo y con unas espaldas… Está en América. Construye puentes, bancos, hoteles, grandes almacenes, ferrocarriles y todo lo que necesitan los americanos.
Poirot pareció estar un poco confundido.
—Entonces, ¿es ingeniero o arquitecto?
—¿Y qué importa eso? —dijo la condesa—. ¡Es adorable! No se preocupa más que de vigas de hierro, maquinaria y lo que llaman resistencia de los materiales. Cosas que nunca yo llegaré a comprender. Pero nos adoramos… siempre nos hemos querido mucho. Por eso quiero también a la pequeña Alice. Sí; están prometidos. Se conocieron en un avión, o un barco… o tal vez en el tren, pero se enamoraron mientras hablaban del bienestar de los obreros. Y cuando ella llegó a Londres vino a verme y la estreché contra mi corazón —la condesa se oprimió con las manos el ancho seno—. Y entonces le dije: «Tú y Niki os queréis; y por lo tanto yo también te quiero… pero si lo amas, ¿por qué lo has dejado en América?». Me habló del «trabajo» que mi hijo estaba llevando a cabo y del libro que ella escribía. Francamente, no lo acabé de entender; pero yo siempre dije que se debe ser tolerante —y sin respirar añadió—: ¿Y qué me dice usted, chéri ami, acerca de todo lo que he hecho aquí?
—Está muy bien imaginado —dijo Poirot mirando a su alrededor con aire de aprobación—. Es chic.
El salón estaba lleno y se veía que el local había tenido éxito. Entre el público se encontraban lánguidas parejas vestidas con traje de etiqueta; bohemios con pantalones de pana y corpulentos caballeros ataviados con traje de calle. Los de la orquesta, vestidos de diablo, tocaban música moderna. No había duda. «El Infierno» tenía un extraordinario éxito.
—Aquí viene toda clase de gente —observó la condesa—. Debe ser así, ¿verdad? Las puertas del infierno están abiertas para todos.
—Excepto para los pobres —sugirió Poirot.
La condesa rio.
—¿No dicen que es muy difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos? Es natural, entonces, que tengan prioridad en el infierno.
El profesor y Alice volvieron a la mesa y la condesa se levantó.
—Tengo que hablar con Arístides.
Cambió algunas palabras con el maestresala, un delgado Mefistófeles, y luego fue de mesa en mesa, hablando con los parroquianos.
El profesor, tras de enjugarse el sudor que le cubría la frente y tomar un sorbo de vino, dijo:
—Tiene personalidad, ¿verdad? La gente se da cuenta.
Luego se excusó y se dirigió a otra mesa donde trabó conversación con su ocupante. Cuando Poirot quedó solo con la muchacha, se sintió ligeramente turbado al encontrarse con la fría mirada de sus azules ojos. Era bonita, aunque turbadora.
—Todavía no sé su apellido —dijo el detective.
—Cunningham. Doctora Alice Cunningham. Tengo entendido que conoció a Vera en otros tiempos, ¿verdad?
—Hará unos veinte años.
—La considero como una interesante materia de estudio —dijo la doctora Alice Cunningham—. Naturalmente, me interesa como madre del hombre con quien voy a casarme; mas al propio tiempo me atrae desde un punto de vista profesional.
—¿De veras?
—Sí. Estoy escribiendo un libro sobre psicología criminal. La vida nocturna de este club me instruye mucho. Hay varios delincuentes que vienen aquí todos los días. Algunos me han contado sus vidas. Desde luego, usted ya conoce las tendencias de Vera… su afición al robo, quiero decir.
—Sí, sí… ya la conozco —dijo Poirot ligeramente sorprendido.
—Yo le llamo el complejo de Magpie. Ya sabe que sólo roba cosas que brillen. Nunca dinero; siempre joyas. Me ha enterado de que cuando era niña la mimaron y la consintieron; pero todo ello sin dejarla que tuviera contacto con personas extrañas. La vida le fue insufriblemente aburrida… aburrida y segura. Su naturaleza pedía drama; ansiaba que la castigaran. Eso es lo que hay en el fondo de su afición al robo. Necesitaba la «importancia», la «notoriedad» de ser castigada.
—Su vida no debió ser segura ni aburrida, como miembro del ancien régime, en Rusia, durante la Revolución —objetó Poirot.
Una expresión ligeramente divertida asomó a los pálidos ojos azules de ella.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Miembro del ancien régime? ¿Se lo ha contado ella?
—No se puede negar que es una aristócrata —replicó Poirot, fiel a su amiga, aunque tuvo que apartar ciertos molestos recuerdos relativos a varios relatos muy vívidos que de su pasada existencia le había hecho la propia condesa.
—Cada uno cree lo que quiere creer —observó la señorita Cunningham, mirándole con ojos de profesional.
Poirot se sintió alarmado. Aquella chiquilla era capaz de decirle cuál era su complejo. Decidió llevar la guerra al campo enemigo. Le gustaba la compañía de la condesa Rossakoff, más que nada por su aristocrática provenance y no estaba dispuesto a que le estropeara su gusto aquella chica con gafas, de ojos insípidos, graduada en psicología.
—¿Sabe usted qué es lo que encuentro desconcertante? —preguntó.
Alice Cunningham no admitió con palabras que lo desconocía. Se limitó a mirarle con aspecto aburrido e indulgente. Poirot prosiguió:
—Me asombra que usted, que es joven y parecería bonita si se preocupara de ello… bueno; me sorprende que no haya sentido esa preocupación. Lleva usted esa chaqueta y esa sólida falda, con grandes bolsillos como si fuera a jugar al golf. Pero esto no es un campo de golf, sino un sótano con temperatura de setenta y un grados Fahrenheit. Le reluce la nariz, pero usted no se la empolva; y se ha pintado la boca sin poner ninguna atención, sin resaltar la curva de los labios. Es usted una mujer, pero no presta ninguna atención al hecho de serlo. Y yo le pregunto: ¿por qué? ¡Es una lástima!
Por un momento tuvo la satisfacción de vez que Alice Cunningham se volvía más humana. Hasta un relámpago de ira pasó por sus ojos. Luego recobró su actitud de menosprecio.
—Mi apreciado monsieur Poirot —dijo la joven—, me temo que no está usted al corriente de la ideología moderna. Lo que importa es lo fundamental… no los adornos.
Levantó la vista en el instante en que un joven, apuesto y elegante, se acercaba a ellos.
—Este sí que es un tipo interesante —murmuró ella con deleite—. ¡Paul Varesco! Vive a costa de las mujeres y tiene unas extrañas y depravadas tendencias. Necesito que me cuente algo más acerca de una niñera que cuidaba de él cuando tenía tres años.
Poco después estaba bailando con el joven, que seguía el ritmo maravillosamente. En una de las ocasiones en que pasaron junto a él, Poirot oyó que ella decía:
—¿Y después de pasar el verano en Bognor ella le regaló una grúa de juguete? Una grúa… sí; eso es muy interesante.
Durante un instante Poirot se permitió jugar con la idea de que el interés que mostraba la señorita Cunningham por aquellos tipos criminales podía ser la causa de que cualquiera día encontraran el cuerpo mutilado de la joven en algún bosque solitario. No le gustaba Alice Cunningham, pero era lo bastante sincero para reconocer que la razón de ello estribaba en el hecho de que la joven no se había impresionado en absoluto ante Hércules Poirot. ¡Su vanidad quedó malparada!
Luego vio algo que alejó momentáneamente a Alice Cunningham de sus pensamientos. En una de las mesitas situada al otro lado de la pista estaba sentado un joven de cabellos rubios. Llevaba traje de etiqueta y su apariencia era la de quien pasa una vida fácil y agradable. Frente a él se sentaba una chica cuyo aspecto coincidía con el de su acompañante. El muchacho la miraba con aire abstraído. Cualquiera diría a la vista de aquella pareja: «¡Un rico ocioso!». Pero Hércules Poirot sabía que aquel joven no era rico ni estaba ocioso. Era, en realidad, el detective inspector Charles Stevens, y a Poirot le pareció probable que su presencia en el local tuviera algo que ver con sus ocupaciones profesionales.
2
A la mañana siguiente Poirot fue a Scotland Yard para hacer una visita a su viejo amigo el inspector Japp.
La forma con que Japp recibió sus preguntas fue algo sorprendente.
—¡Viejo zorro! —dijo el policía afectuosamente—. ¡No sé cómo se las arregla para enterarse de estas cosas!
—Pues le aseguro que no sé nada… nada en absoluto. Sólo es fútil curiosidad.
Japp pensó para su capote que aquello podía contárselo a su abuela.
—¿Quiere usted saber todo lo que se relaciona con ese club llamado «El Infierno»? Pues bien, aparentemente es uno más de los que hay por ahí. Ha tenido éxito y debe ganar mucho dinero, aunque los gastos deben ascender a una respetable cantidad. La propietaria es una rusa que se hace llamar condesa.
—Conozco a la condesa Rossakoff —replicó Poirot con frialdad—. Somos viejos amigos.
—Pero sólo hace de pantalla —prosiguió Japp—. No fue ella quien puso el capital. Tal vez fue el jefe de los camareros, un tal Arístides Papopoulos. Tiene parte en el negocio, pero no creemos tampoco que sea él quien esté detrás de todo ello. En realidad, no sabemos de quién se trata.
—¿Y para saberlo va allí todas las noches el inspector Stevens?
—¡Oh! Vio usted a Stevens, ¿verdad? Bonito zángano está hecho; divirtiéndose a costa de los pobres contribuyentes. Se ha encontrado una mina.
—¿Y qué piensa hallar allí?
—Estupefacientes. Distribuidores de drogas en gran escala. Lo bueno del caso es que los compradores no las pagan con dinero, sino con piedras preciosas.
—¡Ajá!
—La cosa ocurre así, poco más o menos. Lady Tal, o la condesa Cual, tiene dificultad en conseguir dinero efectivo; o en todo caso, no quiere extraer crecidas sumas del Banco. Pero tiene joyas, que algunas veces son herencia de familia. Las lleva a un sitio para «limpiarlas» o «ajustarlas», y lo que hacen es quitar las joyas de sus engarces y reemplazarlas por piedras de imitación. Las gemas sueltas se venden luego aquí o en el Continente. La cosa no puede ser más sencilla; no se habla de robo, ni se organiza ningún escándalo. ¿Y qué pasa si tarde o temprano se descubre que una diadema o un collar son de piedras falsas? La pobre lady Tal está consternadísima y jura que el collar nunca se apartó de ella y que no tiene ni idea de cómo ni cuándo se efectuó la sustitución. Y allá va la pobre y sudorosa policía buscando doncellas despedidas, mayordomos recelosos y sospechosos limpiaventanas.
»Pero no somos tan simples como se figuran esas damas de la alta sociedad —prosiguió Japp—. Han ocurrido varios casos, uno tras otro, y en todos ellos hemos encontrado un denominador común: todas las mujeres afectadas mostraban los efectos de las drogas… Nerviosismo, irritabilidad, contracciones de los músculos, dilatación de las pupilas, etcétera, etcétera. Pero queda en pie la pregunta: ¿De dónde sacan la droga y quién es la persona que se la proporciona?
—Y según cree usted, la respuesta está en «El Infierno».
—Suponemos que es el cuartel general de la banda. Ya hemos descubierto dónde se hace el cambio de las joyas. Es un taller propiedad de «Golconda, S. L.». Superficialmente es bastante respetable, pues se dedican a la fabricación de bisutería fina. Hay un tipo asqueroso llamado Paul Varesco… ¡Ah! Ya veo que lo conoce.
—Lo vi… en «El Infierno».
—Ahí es donde me gustaría verlo… pero de verdad. Es de lo peor que hay; pero las mujeres, aun las decentes, se vuelven locas por él. Tiene cierta relación con la «Golconda» y estoy por decir que es él quien se esconde tras «El Infierno». Es un sitio ideal para su propósito, pues allí va gente de todas clases: mujeres elegantes, jugadores profesionales. Un lugar apropiadísimo.
—¿Cree usted que el cambio de las joyas por los estupefacientes se hace allí?
—Sí. Ya conocemos la parte que se relaciona con el escamoteo de las joyas; y ahora necesitamos saber lo que se refiere a las drogas. Es preciso averiguar quién es el que proporciona el material y de dónde proviene éste.
—¿No tiene idea de ello por ahora?
—Yo diría que es la condesa rusa, pero no tenemos pruebas. Hace unas pocas semanas creímos que por fin habíamos conseguido algo. Varesco fue al taller de la «Golconda», recogió algunas piedras y después se dirigió hacia «El Infierno», llevándoselas consigo. Stevens lo estaba vigilando, pero no pudo ver cómo entregaba la droga. Cuando Varesco salió del local lo detuvimos… y no llevaba encima las piedras. Registramos el club y arrestamos a todos los que estaban dentro. Resultado: Ni drogas ni joyas.
—Un «fiasco» en realidad.
Japp dio un respingo.
—¡Y que lo diga! ¡Aquel registro casi nos hace enseñar la oreja! Mas por fortuna, en la redada cogimos a Paverel, el asesino de Battersea. Pura suerte, pues se le suponía en Escocia. Uno de nuestros sargentos lo reconoció. En fin, bien está lo que acaba bien; felicitaciones para nosotros y una estupenda propaganda para el club. Ahora está más concurrido que nunca.
—Pero las investigaciones sobre las drogas no han prosperado un ápice —comentó Poirot—. Tal vez hay un escondrijo por los alrededores.
—Puede ser, pero no lo hemos podido encontrar. No dejamos rincón sin registrar. Y confidencialmente, le diré que hasta hubo un registro extraoficial. —Guiñó un ojo—. Esto es de la más estricta reserva. Cuestión de forzar una cerradura y entrar. Pero no hubo éxito. Nuestro «investigador» extraoficial casi resulta despedazado por aquel perrazo. Al parecer, duerme allí.
—¡Ajá! ¿Cerbero?
—Sí. Vaya un nombre para un perro…
—Cerbero —murmuró Poirot pensativamente.
—¿Y qué le parece si nos echara una mano, Poirot? —sugirió—. Es un bonito problema y vale la pena probarlo. Aborrezco el tráfico de estupefacientes. Arruina a la gente en cuerpo y alma. Y eso sí que es «El Infierno» propiamente dicho.
—Esto lo complementaría todo… sí —habló Poirot como consigo mismo—. ¿Sabe cuál fue el duodécimo trabajo de Hércules?
—No tengo ni idea.
—La captura de Cerbero. Resulta apropiado, ¿no le parece?
—No sé de qué me está hablando, amigo mío; pero recuerde lo de «Cuidado con el perro, que muerde».
Y Japp se echó hacia atrás soltando una carcajada.
3
—Necesito hablar con usted, pero con la máxima formalidad —dijo Poirot.
Era todavía temprano y, a pesar de ello, el club se hallaba casi lleno. La condesa y Poirot ocupaban una mesa cercana a la puerta.
—No conozco lo que es la formalidad —protestó ella—. La petite Alice; ésa sí que es siempre formal, pero, entre nous, la encuentro muy aburrida. ¿Qué diversión va a encontrar mi pobre Niki? Ninguna.
—Sepa que le tengo a usted mucho afecto —continuó Poirot inmutable—. Y no quisiera verla en ningún apuro.
—¡Pero qué cosas más absurdas dice! Puede considerarse que ahora estoy encaramada en la cima y el dinero me viene a las manos.
—¿Es suyo este negocio?
Los ojos de la condesa se volvieron un poco evasivos.
—Claro —replicó.
—Pero tiene usted un socio.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó la condesa de pronto.
—¿Es Paul Varesco ese socio?
—¡Oh! ¡Paul Varesco! ¡Qué idea!
—Tiene pésimos antecedentes. ¿Se da usted cuenta de que este sitio es frecuentado por maleantes?
La condesa se echó a reír.
—Ya habló el bon bourgeois. ¡Claro que me he dado cuenta! ¿No ve usted que eso constituye la mayor atracción de este club? Esos jóvenes de Mayfair están cansados de ver siempre a los de su misma clase en el West End. Y vienen aquí para ver delincuentes: ladrones, chantajistas, confidentes… y tal vez a un asesino; al hombre que aparecerá en los periódicos del domingo la próxima semana. Les resulta emocionante, creen que están viendo la vida en toda su crudeza. Y lo mismo hace el próspero comerciante que se ha pasado la semana vendiendo ropa interior de señora. ¡Qué diferente es esto de su respetable vida y de sus respetables amigos! Y además, otra emoción más: En una mesa, acariciándose el bigote, hay un inspector de Scotland Yard; un inspector vestido de frac.
—¿De modo que lo sabe usted? —preguntó Poirot suavemente.
—Querido amigo, no soy tan tonta como cree.
—¿Trafican en drogas?
—¡Ah, eso no! —la condesa replicó vivamente—. Eso sería abominable.
Poirot la miró durante unos momentos y luego suspiró.
—Le creo —dijo—. Pero en ese caso, es aún más necesario que me diga quién es el propietario de esto.
—Yo misma —contestó secamente.
—Sobre el papel sí. Pero hay alguien detrás de usted.
—¿Sabe usted, amigo mío, que lo encuentro demasiado curioso? ¿No te parece que es demasiado curioso, Dou dou?
Su voz descendió hasta convertirse en un murmullo cuando dijo estas últimas palabras. Luego cogió un hueso que tenía en el plato y se lo tiró al perrazo negro. Se oyó el feroz chasquido de las quijadas al cerrarse.
—¿Cómo ha llamado a ese perro? —preguntó Poirot, distraído de sus pensamientos por aquella acción.
—Es mi segundo Dou dou.
—Pero ese nombre es ridículo.
—¡Ah! Mi perrito es adorable. ¡Es un perro policía! Y sabe hacerlo todo… todo. ¡Espere!
Se levantó, miró a su alrededor, y súbitamente cogió un plato en el que acababa de ser servido un suculento filete a un comensal que se sentaba en una de las mesas contiguas. Fue hacia el nicho de mármol y puso el plato ante el perro, al propio tiempo que le decía unas cuantas palabras en ruso.
Cerbero siguió mirando al frente, inmóvil, como si el filete no existiera.
—¿Ve usted? ¡Y no es cuestión de unos minutos! Así estaría durante horas si fuera necesario.
Luego murmuró una palabra y Cerbero inclinó su largo cuello con la velocidad del rayo. El filete desapareció como por arte de magia.
Vera Rossakoff rodeó con sus brazos el cuello del can.
—¡Mire qué dócil es! —exclamó—. Tanto yo, como Alice, como sus amigos, podemos hacer lo que queramos con él. Pero basta decirle una palabra y no hace falta más. Le aseguro que haría pedazos… a un inspector de policía, por ejemplo. ¡Sí: mil pedazos!
Se echó a reír.
—Me gustaría decir esa palabra…
Poirot la interrumpió apresuradamente. No se fiaba del sentido del humor de la condesa. El inspector Stevens podía encontrarse en verdadero peligro.
—El profesor Liskeard desea hablar con usted —dijo.
El aludido estaba de pie al lado de ella.
—Ha cogido usted mi filete —dijo—. ¿Por qué lo ha hecho? Era un buen filete.
4
—El jueves por la noche, amigo mío —anunció Japp—. Entonces será cuando salte todo el asunto por los aires. De ello se encargará Andrews, desde luego, ya que es cosa de la Brigada de Estupefacientes. Pero el chico estará encantado de contarle entre los suyos. No, gracias; no quiero ninguno de sus caprichosos sirops. Debo cuidar de mi estómago. ¿Es whisky aquello que veo allí? Eso está mejor.
Una vez dejó el vaso, continuó:
—Creo que hemos resuelto el problema. Hay otra salida del club y la hemos descubierto.
—¿Dónde está?
—Detrás de la parrilla. Parte de ésta gira sobre sí misma.
—Pero si es así tuvieron que verlo cuando…
—No, amiguito. Cuando empezó la batida se apagaron las luces; las desconectaron desde el interruptor general. Nadie salió por la puerta principal porque estábamos vigilándola, pero ahora parece claro que alguien se escurrió por la salida secreta, llevándose el cuerpo del delito. Hemos estado registrando la casa que hay detrás del club y así es como nos enteramos del truco.
—¿Qué se proponen hacer?
Japp parpadeó.
—Dejar que todo ocurra como de costumbre. Aparece la policía; se apagan las luces… y alguien estará al otro lado de la puerta secreta esperando a ver los que salen por allí. ¡Esta vez los cogeremos! —¿Y por qué el jueves precisamente?
El policía guiñó un ojo.
—Tenemos ahora bien vigilada a la «Golconda» y nos hemos enterado de que el jueves saldrá de allí una expedición de material. Las esmeraldas de lady Carrington.
—¿Me permitirá que yo también haga por mi parte unos cuantos preparativos? —preguntó Poirot.
5
Sentado en su mesa habitual, cerca de la entrada, se encontraba Poirot el jueves por la noche, estudiando el ambiente que le rodeaba. Como de costumbre, «El Infierno» estaba rebosante de público.
La condesa se había arreglado mucho más extravagantemente que de ordinario. Aquella noche parecía más rusa que en otras ocasiones; batía palmas y reía estrepitosamente. Había llegado Paul Varesco. Algunas veces iba vestido de rigurosa etiqueta, pero otras, como aquel jueves, aparecía con una especie de atavío «apache»; americana ajustada y pañuelo de seda al cuello. Tenía un aspecto depravado, pero atractivo. El joven se libró de una mujer corpulenta de mediana edad, recubierta de diamantes, y se acercó a la mesa donde Alice Cunningham escribía afanosamente en una libreta. Le solicitó un baile. La dama de los diamantes miró furiosa a la muchacha y luego contempló con ojos tiernos a Varesco.
Sin embargo, los ojos de Alice no reflejaban dulzura alguna. Relumbraban con mero interés científico y Poirot pudo oír varios fragmentos de la conversación que sostenía la pareja cuando pasaban junto a él bailando. La joven había completado sus averiguaciones sobre la niñera y ahora se ocupaba de informarse sobre la maestra que tuvo Varesco en la escuela de primaria.
Cuando acabó el baile, Alice tomó asiento junto a Poirot. Parecía feliz y excitada.
—Es interesantísimo —dijo—. Varesco será uno de los casos más importantes de mi libro; el simbolismo es inconfundible. Su repugnancia hacia los chalecos —y al decir chalecos entiéndase «camisas peludas», con todas sus asociaciones—, permite comprender claramente su carácter. Puede decirse que es un tipo criminal, sin lugar a dudas, pero se le podría curar con un tratamiento adecuado…
—El reformar a un bribón ha sido siempre una de las ilusiones favoritas de las mujeres —comentó Poirot.
Alice Cunningham lo miró fríamente.
—En esto no hay nada personal, señor Poirot.
—Nunca lo hay —dijo el detective—. Siempre se trata del más puro y desinteresado altruismo; pero su objeto suele ser, por lo general, un atractivo miembro del sexo opuesto. ¿Se interesa usted, acaso, por saber a qué colegio fui yo, o cómo me trataba la maestra?
—Usted no es un tipo delincuente —replicó la señorita Cunningham.
—¿Los conoce usted a primera vista?
—Claro que sí.
El profesor Liskeard se acercó y tomó asiento al otro lado de Poirot.
—¿Están hablando de delincuentes? Debería usted estudiar el código penal de Yamurabi, escrito el año mil ochocientos antes de Jesucristo, señor Poirot. Es muy interesante. «El hombre que sea sorprendido robando durante un incendio, será arrojado al fuego».
Su mirada se dirigió hacia la parrilla eléctrica.
—Y las leyes, todavía más viejas, de los sumerios: «Si la esposa aborreciera al marido y le dijera: “Tú no eres mi marido”, la echaría al río». Más barato y fácil que un divorcio. Pero si el marido dijera eso a la mujer, sólo tendría la obligación de pagarle cierta cantidad de plata. Nadie lo echaría al río.
—Siempre la misma historia —comentó Alice Cunningham—. Una ley para el hombre y otra para la mujer.
—Las mujeres, desde luego, aprecian mucho mejor el valor del dinero —dijo pensativamente el profesor—. Sepa usted que me gusta este sitio —añadió—. Vengo casi todas las noches y no tengo que pagar nada. La condesa, que es muy amable, lo dispuso así, considerando la ayuda que, según dice, le presté aconsejándola acerca de la decoración del local. No tengo nada que ver con esas horribles pinturas, pues cuando me consultó no tenía yo idea de lo que se proponía. Así es que entre ella y el pintor lo han hecho todo al revés. Espero que nadie sepa nunca que existe ni la más mínima conexión entre yo y esos esperpentos. No podría refutar una calumnia así. Pero ella es una mujer maravillosa; siempre la comparo a una babilonia. Las babilonias eran unas mujeres que entendían mucho de negocios…
Las palabras del profesor quedaron ahogadas por un griterío general. Se oyó la palabra «policía»; las mujeres se levantaron de sus asientos y se armó un verdadero pandemónium. A continuación se apagaron las luces y lo mismo ocurrió con la parrilla eléctrica.
Como un contrapunto a la barahúnda, la voz del profesor siguió recitando tranquilamente varios puntos de las leyes de Yamurabi.
Cuando volvieron a encenderse las luces, Hércules Poirot estaba a la mitad de la escalera que conducía al exterior. Los policías que custodiaban la salida le saludaron. El detective salió a la calle y se dirigió a la esquina.
A la vuelta de ella, pegado a la pared, esperaba un hombrecillo de nariz colorada; a su alrededor se notaba un olor penetrante.
Con un murmullo ronco y apremiante, dijo:
—Aquí estoy, jefe. ¿Es ya hora de que haga lo mío?
—Sí. Vamos.
—¡Pero eso está plagado de polizontes!
—No se preocupe. Ya los avisé.
—Espero que no se meterán conmigo.
—No lo harán. ¿Está usted seguro de poder llevar a cabo lo que le dije? El animal en cuestión es grande y feroz.
—Conmigo no lo será —respondió el hombrecillo confiadamente—. Aquí traigo una cosa que lo amansará. ¡Cualquier perro me seguiría hasta el infierno por conseguirla!
—En este caso, lo sacará usted fuera de él —replicó Hércules Poirot.
6
El timbre del teléfono sonó a primeras horas de la mañana. Poirot cogió el auricular.
Se oyó la voz de Japp.
—¿Quería hablar conmigo? —preguntó el policía.
—Sí; eso es. ¿Qué me cuenta?
—No encontramos las drogas, pero conseguimos las esmeraldas.
—¿Dónde?
—En el bolsillo del profesor Liskeard.
—¿También se sorprende usted? Con franqueza, no sé qué pensar. Pareció tan asombrado como un niño de pecho. Las miró y dijo que no tenía ni la más remota idea de cómo habían llegado a su bolsillo, ¡maldita sea!, creo que decía la verdad. Varesco pudo ponérselas fácilmente mientras estuvo la luz apagada. No puedo imaginarme a un hombre como Liskeard mezclado en una cosa así. Pertenece a la alta sociedad y hasta se relaciona con el Museo Británico. En lo único que gasta el dinero es en libros, y así y todo, los compra de segunda mano. No; no encaja en ello. Empiezo a creer que estábamos equivocados; que nunca ha habido drogas en ese club.
—Pues sí que las hubo, amigo mío. Anoche estaban allí. Y dígame, ¿no salió nadie por la puerta secreta?
—Sí. El príncipe Henry de Scandenberg y su caballerizo mayor. Llegó ayer mismo a Londres. Y el ministro Vitamian Evans. Es un oficio bastante peliagudo ser ministro laborista, pues debe andar uno con mucho cuidado. A nadie le preocupa que un político conservador se gaste los cuartos en francachelas, porque todos se figuran que gasta de su dinero. Pero cuando se trata de un laborista, la gente piensa en seguida que está derrochando los fondos del partido. Y a decir verdad, así suele ocurrir. Bueno, lady Beatrice Viner fue la última; se casa pasado mañana con el presumido duque de Leominster. No creo que ninguno de ellos tenga nada que ver con lo que nos ocupa.
—Y está usted en lo cierto. De todas formas, las drogas estaban en el club y alguien las sacó de allí.
—¿Quién fue?
—Yo, amigo mío —respondió Poirot suavemente.
Colgó el auricular, cortando los farfulleos de Japp, al oír que sonaba el timbre de la puerta. El detective la abrió personalmente y dejó que entrara la condesa Rossakoff.
—Si no fuera por lo viejos que somos, esto iba a ser muy comprometedor —exclamó ella—. Ya ve que he venido, tal como me pedía en su nota. Creo que me ha seguido un policía, pero, por mí, que se espere en la calle; bien, amigo mío, ¿qué ocurre?
Poirot, galantemente, le ayudó a quitarse las pieles.
—¿Por qué puso las esmeraldas en el bolsillo del profesor Liskeard? —preguntó el detective—. Ce n’est pas gentile, ce que vous avez fait la!
La condesa abrió los ojos de par en par.
—Pues lo que me propuse fue ponerlas en el bolsillo de usted.
—¿En mi bolsillo?
—Claro que sí. Fui precipitadamente hacia la mesa donde solía usted sentarse; pero supongo que al estar las luces apagadas, por inadvertencia puse las esmeraldas en el bolsillo del profesor.
—¿Y por qué quería hacerme cargar con unas esmeraldas robadas?
—Me pareció… Tuve que decidirme con rapidez, ¿comprende? Y aquello era lo mejor que podía hacer.
—Realmente, Vera, es usted impayable.
—¡Pero, mi querido amigo, considere…! Llegó la policía y se apagaron las luces, esto último es un arreglo que hemos hecho para los clientes que no desean ser molestados, y una mano cogió el bolso que tenía sobre la mesa. Lo recuperé de un manotazo y sentí a través del terciopelo una cosa dura en su interior. Introduje la mano, y por el tacto supe que eran piedras preciosas. En el acto comprendí quién las había puesto allí.
—¿De veras? ¿Lo sabe usted?
—Claro que lo sé. ¡Es ese salaud! Es ese basilisco, ese monstruo, ese hipócrita, ese traidor, ese reptil de Paul Varesco.
—¿Su socio?
—Sí, sí. Es el dueño; él fue quien puso el dinero. Hasta ahora nunca le traicioné, siempre le he sido fiel. Pero ya que me ha vendido, que ha querido entregarme a la policía… ¡Ah!; ahora he de decir a todos que ha sido él… sí ¡que ha sido él!
—Cálmese —dijo Poirot—. Entre conmigo en esta habitación.
Abrió la puerta. La habitación era pequeña y de momento daba la sensación de que estaba toda llena de «perro». Cerbero parecía desproporcionado en el espacioso sitio que ocupaba en «El Infierno»; pero en el pequeño comedor del piso de Poirot, causaba la impresión de que no había otra cosa más que él. A su lado, sin embargo, estaba el odorífero hombrecillo de la noche anterior.
—Hemos venido de acuerdo con lo acordado, jefe —dijo el acompañante del perro, con voz ronca.
—Dou dou! —exclamó la condesa—. Mi pobrecito Dou dou…
Cerbero golpeó el suelo con la cola. Pero no se movió.
—Permítame que le presente al señor William Higgs —gritó Poirot para hacerse oír sobre el estruendo que hacía el perro con la cola—. Es un maestro en su profesión. Durante el batiburrillo que se armó anoche, el señor Higgs indujo a Cerbero que saliera de «El Infierno» y le siguiera.
—¿Que usted le indujo? —la condesa miró incrédulamente al hombrecillo—. ¿Pero cómo? ¿Cómo?
El señor Higgs bajó los ojos avergonzado.
—No sé cómo decirlo ante una dama. Pero hay cosas que los perros no pueden resistir. Un perro me seguirá a cualquier lado si yo quiero. Desde luego, ya comprenderá usted que no podría hacer lo mismo si se tratara de una perra… No; eso es diferente.
La condesa Rossakoff se volvió hacia Poirot.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? —preguntó.
—Un perro enseñado a propósito, puede llevar una cosa en la boca hasta que se ordene que la suelte. Durante horas enteras si es preciso. ¿Quiere usted ordenarle que suelte lo que lleva ahora?
Vera Rossakoff lo miró con fijeza; se volvió hacia el perro y pronunció dos palabras.
Las quijadas de Cerbero se abrieron y su lengua pareció que caía al suelo.
Poirot se adelantó y recogió una cajita envuelta en una goma esponjosa de color rosa. La destapó y en su interior apareció un paquete de polvo blanco.
—¿Qué es eso? —preguntó vivamente la condesa.
Poirot replicó tranquilamente:
—Droga. Parece que hay poca cantidad; pero basta para valer miles de libras para aquellos que estén dispuestos a pagarlas… Basta para llevar la ruina y la miseria a cientos de personas…
La mujer contuvo el aliento y después gritó:
—Y usted cree que yo… ¡pues no es verdad! ¡Le juro que no es verdad! En tiempos pasados me divertían las joyas, los bibelots, y los objetos raros; son cosas que ayudan a vivir, ya sabe. ¿Y por qué no? ¿Por qué una persona ha de poseer más cosas que otra?
—Eso es lo que opino de los perros —intervino el señor Higgs.
—No tiene usted el sentido de lo bueno y de lo malo —comentó tristemente Poirot dirigiéndose a la condesa.
Ella prosiguió:
—¡Pero drogas… eso no! ¡Porque causan miseria, dolor y degeneración! No tenía idea… ni la más mínima idea, de que mi encantador, inocente y delicioso «Infierno» estaba siendo utilizado para tal propósito.
—Convengo con usted en lo de las drogas —dijo el señor Higgs—. Envenenar a los perros es asqueroso, ¡eso es! Yo nunca tuve nada que ver con tales cosas.
—Pero dígame que me cree, amigo mío —imploró la condesa.
—¡Claro que la creo! ¿Acaso no me he tomado molestias y he dedicado mi tiempo a desenmascarar al organizador de ese tráfico de drogas? ¿Acaso no he llevado a cabo el duodécimo trabajo de Hércules y he sacado a Cerbero del infierno para probar mi caso? Y oiga bien esto; no me gusta ver cómo inculpan alevosamente a mis amigos. Sí; porque era usted la que estaba destinada a servir de cabeza de turco, si las cosas salían mal. Las esmeraldas debían ser encontradas en su bolso y si alguien hubiera sido tan listo, como yo, que sospechara que la boca del perro era, en realidad, el escondrijo de las drogas, el perro en todo caso era de usted, ¿no es verdad? Y ese perro obedecía incluso a la petite Alice. ¡Sí; ya es hora de que abra usted los ojos! Desde un principio no me gustó esa joven, ni su jerga científica ni la falda y chaqueta que llevaba, con unos bolsillos tan grandes. Eso es; bolsillos. No es natural que una mujer descuide hasta tal punto su aspecto. Y me dijo que lo fundamental era lo que importaba. ¡Ajá! Los bolsillos eran fundamentales. En ellos podía traer la droga y llevarse las joyas. Un cambio que hacía mientras bailaba con su cómplice, al que pretendía considerar como un caso psicológico. ¡Buena pantalla! Nadie podía sospechar de la formal y científica psicóloga, con título académico y gafas de concha. Ella introducía la droga de contrabando e inducía a sus pacientes ricos a que se acostumbraran a tomarla. Puso el dinero para montar un club nocturno y dispuso las cosas de forma que figurara como propietario alguien con… digámoslo así… con un pasado turbio. Pero despreció a Hércules Poirot y pensó que podía engañarlo con su charla acerca de niñeras y de chalecos. Eh bien, yo ya estaba dispuesto a seguirla. Cuando se apagaron las luces me levanté rápidamente y fui a situarme junto a Cerbero. En la oscuridad oí cómo se acercaba ella. Le abrió la boca al perro y le introdujo dentro el paquete. Pero yo… delicadamente y sin que ella se diera cuenta, le corté con unas tijeras un trozo de la manga de su chaqueta.
Con aire dramático sacó del bolsillo un trocito de tela.
—Vea… es la misma tela a cuadros. La voy a entregar a Japp para que compruebe que pertenece a su chaqueta. Para que la detenga… y diga cuan listos han sido otra vez los de Scotland Yard.
La condesa lo miró con estupefacción. De pronto lanzó un gemido comparable al de una sirena de barco.
—Pero mi Niki… mi pobre Niki. Esto será terrible para él… —hizo una prolongada pausa—. ¿O acaso cree usted que no…?
—Hay muchas chicas más en América —replicó Hércules Poirot.
—Y si no hubiera sido por usted, su madre estaría en la cárcel… en la cárcel… con el pelo rapado… sentada en una celda y oliendo a desinfectante. Es usted maravilloso… maravilloso.
Se abalanzó sobre Poirot y lo abrazó con todo el fervor de que es capaz la raza eslava. El señor Higgs los miró con aire comprensivo y Cerbero volvió a golpear la cola contra el suelo.
En mitad de aquella escena de júbilo se oyó el sonido de un timbre.
—¡Japp! —exclamó Poirot, desasiéndose pronto de la condesa.
—Tal vez será mejor que pase a la otra habitación —dijo ella.
Cuando hubo salido, Poirot se dirigió a la puerta del vestíbulo.
—Oiga, jefe —susurró ansiosamente el señor Higgs—. Será preferible que se mire antes en el espejo, ¿no le parece?
Poirot obedeció e hizo un movimiento de retroceso ante lo que vio. El lápiz de labios y el maquillaje adornaban su cara en fantástico revoltijo.
—Si es el señor Japp, de Scotland Yard, va a pensar lo peor; seguro —comentó el señor Higgs.
Y añadió, mientras sonaba otra vez el timbre de la puerta y Poirot frotaba febrilmente sus bigotes para limpiarlos de aquella grasa colorada:
—¿Qué quiere que haga? ¿Qué me dice de ese podenco?
—Si no recuerdo mal, Cerbero volvió al infierno.
—Como guste —dijo el señor Higgs—. A decir verdad, le he tomado un poco de aprecio… aunque no es de la clase que me apaña; demasiado vistoso. E imagínese lo que me costaría entre huesos y carne de caballo. Debe comer más que un león joven.
—Del león de Nemea a la captura de Cerbero —murmuró—. Todo completo.
7
Siete días después, la señorita Lemon le presentó una factura a su jefe.
—Perdone, señor Poirot. ¿Debo pagar esto? «Leonora. Florista. Rosas encarnadas. Once libras, ocho chelines y seis peniques, enviadas a la condesa Rossakoff. “El Infierno”, 13 End Street, WC1».
Las mejillas de Poirot se pusieron como las rosas que acababa de mencionar su secretaria. Enrojeció hasta el blanco de los ojos.
—Es conforme, señorita Lemon. Un pequeño… obsequio… para un acontecimiento. El hijo de la condesa ha contraído relaciones formales en América; con la hija de su jefe; un magnate del acero. Las rosas encarnadas son, si mal no recuerdo, sus flores favoritas.
—No está mal —opinó la señorita Lemon—. En esta época del año resultan algo caras.
Hércules Poirot se irguió.
—Hay momentos en que uno no debe reparar en gastos.
Salió de la habitación canturreando una cancioncilla. Su paso era ligero y casi juvenil. La señorita Lemon miró cómo se alejaba. Olvidó su nuevo sistema de archivo. Todos sus instintos femeninos se despertaron en ella.
—¡Válgame Dios! —murmuró—. Quisiera saber… Pero en realidad, ¡a sus años…! Seguramente no…