Capítulo XI

Las manzanas de las Hespérides

1

Hércules Poirot contempló al hombre que se sentaba tras la gran mesa de caoba. Reparó en las espesas cejas, en la boca de línea vulgar, en la barbilla de trazo agresivo y en los penetrantes ojos de visionario. Mirándolo se dio cuenta de por qué Emery Power se había convertido en una potencia financiera.

Y cuando sus ojos se posaron sobre las manos largas y delicadas, de exquisita forma, que descansaban sobre la mesa, entendió también cómo había adquirido la reputación de ser un gran coleccionista. Se le conocía en ambos lados del Atlántico como un experto en obras de arte. Y su pasión por lo artístico corría parejas con su pasión por lo histórico. No le bastaba con que una cosa fuera hermosa; pedía también que estuviera acompañada por una tradición histórica.

Emery Power estaba hablando. Su voz no era estridente; al contrario, hablaba con tono bajo, pero incisivo, mucho más efectivo que si hubiera utilizado un volumen mayor de sonido.

—Ya sé que usted no se encarga de muchos casos en estos días. Pero creo que se ocupará de éste.

—Entonces, ¿se trata de un asunto de mucha importancia?

—Es de mucha importancia para mí —replicó Emery Power.

Poirot guardó una actitud expectante, ladeando ligeramente la cabeza. Parecía un petirrojo meditabundo.

El otro prosiguió:

—Se trata de la recuperación de una obra de arte. Para ser exacto, de una copa de oro cincelado, que data del Renacimiento. Se dice que la usaba el papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia. En algunas ocasiones la presentaba a un huésped privilegiado para que bebiera. Y aquel huésped, señor Poirot, solía morir poco después.

—Una bonita historia —contestó Poirot.

—Esta copa siempre estuvo asociada con la violencia. La robaron más de una vez y se han cometido asesinatos para conseguir su posesión. Un rastro de sangre ha seguido su curso a través de los siglos.

—¿En razón a su valor intrínseco o por otras razones?

—Su valor intrínseco es ciertamente considerable. El trabajo en orfebrería es exquisito y hasta dicen que la cinceló Benvenuto Cellini. Tiene la forma de un árbol a cuyo tronco se enrosca una serpiente formada de joyas. Las manzanas del árbol están hechas con unas magníficas esmeraldas. Estas esmeraldas son muy hermosas, así como los rubíes que forman la serpiente. No obstante, el valor real de la copa radica en sus asociaciones históricas. El marqués de San Veratrino la puso en venta en el año 1929. Los coleccionistas pujaron y sobrepujaron, hasta que por fin conseguí que me la adjudicaran por una cantidad igual a treinta mil libras, según el cambio que regía entonces.

Poirot levantó las cejas.

—¡Una cantidad principesca! El marqués de San Veratrino fue muy afortunado —comentó.

—Cuando quiero de veras una cosa estoy dispuesto a pagar lo que sea, monsieur Poirot —replicó Emery Power.

El detective observó suavemente:

—Sin duda habrá oído usted el proverbio español que dice: «Toma lo que quieras… pero págalo, dijo Dios».

Durante unos instantes el financiero frunció el ceño y un ligero destello colérico asomó a sus ojos.

—Va usted en camino de convertirse en un filósofo, monsieur Poirot —dijo con frialdad.

—He llegado a la edad de la reflexión, monsieur.

—Sin duda. Pero las reflexiones no me devolverán mi copa.

—¿Cree usted que no?

—Creo que se necesita un poco de acción.

Hércules Poirot asintió plácidamente.

—Mucha gente incurre en la misma equivocación. Pero le ruego que me perdone, señor Power, por esa disgresión del asunto que nos ocupa. Decía usted que compró la copa al marqués de San Veratrino…

—Exactamente. Y lo que me queda por decirle es que me la robaron antes de que llegara a mi poder.

—¿Y cómo ocurrió eso?

—Entraron a robar en el palacio del marqués, precisamente el mismo día en que se efectuó la subasta. Los ladrones se llevaron ocho o diez obras de arte renacentista, incluida la copa.

—¿Qué se hizo para rescatar lo robado?

Power se encogió de hombros.

—La policía se encargó del caso, desde luego. La fechoría se atribuyó a una conocida banda internacional de ladrones. Dos de ellos, un francés llamado Dublay y un italiano apellidado Ricovetti, fueron detenidos y juzgados. Parte de lo robado fue hallado en su poder.

—Pero la copa de los Borgia no, ¿verdad?

—Eso es. Según la policía, tres hombres intervinieron en el robo; los dos que acabo de mencionar y un tercero, un irlandés llamado Patrick Casey. Un «palquista» de primera clase; fue él quien materialmente llevó a cabo el robo. Dublay era el cerebro de la organización y el que planeaba los golpes; Ricovetti conducía el automóvil y aguardaba a que Casey le fuera pasando los objetos robados.

—¿Dividían el botín en tres partes?

—Posiblemente. Pero los artículos que se recuperaron fueron los de menos valor. Parece probable que los más valiosos y notorios fueron sacados rápidamente del país.

—¿Y qué pasó con Casey? ¿No lo pudo coger la Justicia?

—No; en el sentido a que usted se refiere. Era un hombre de bastante edad y sus músculos ya no eran tan elásticos como antes. Al cabo de dos semanas cayó desde un quinto piso y se mató en el acto.

—¿Dónde ocurrió eso?

—En París. Intentaba robar en casa del banquero millonario Davauglier.

—¿Y no ha vuelto a verse la copa desde entonces?

—Exactamente.

—¿No se puso nunca en venta?

—Estoy completamente seguro de que no. Puedo afirmar que no sólo la policía, sino mis agentes privados han estado alerta por si se presentaba tal circunstancia.

—¿Qué paso con el dinero que había usted pagado?

—El marqués, que era un hombre muy puntilloso, quiso devolvérmelo, puesto que la copa había sido robada en su casa.

—¿Y usted no aceptó?

—No.

—¿Por qué?

—Tal vez porque quería conservar en mi mano las riendas del asunto.

—¿Quiere usted decir que si hubiera aceptado la oferta del marqués, la copa seguiría siendo de él, en el caso de recuperarse; mientras que ahora, al haber rechazado el dinero, es legalmente de usted?

—Ni más ni menos.

—¿Y qué se escondía tras su actitud, señor Power? —preguntó Poirot.

El financiero sonrió y dijo:

—Ya veo que toma en consideración tal punto. Pues bien, monsieur Poirot; fue una cosa simple en extremo. Creí saber quién se quedó con la copa.

—Muy interesante. ¿Quién fue?

—Sir Reuben Rosenthal. No solamente era coleccionista como yo, sino que en aquellos tiempos era mi enemigo personal. Habíamos sido rivales en varias operaciones financieras, de las que siempre salí yo ganando. Nuestra animosidad culminó cuando rivalizamos en la compra de la copa de los Borgia. Ambos estábamos dispuestos a quedarnos con ella. Era una cuestión de honor, o poco menos. Nuestros representantes pujaron en la subasta uno contra otro.

—Y la puja final del representante de usted hizo que le adjudicaran el tesoro, ¿verdad?

—No. No fue así, precisamente. Tomé la precaución de situar en la subasta a un segundo agente mío; aunque aparentemente figuraba como representante de un anticuario de París. Ni sir Reuben ni yo hubiéramos estado dispuestos a rendirnos el uno al otro; pero si permitíamos que un tercero se llevara la copa, con la posibilidad de tratar después con él reservadamente… era una cosa diferente por completo.

—De hecho, una petite déception.

—Eso es.

—Y la cosa tuvo éxito, si bien, poco después, sir Reuben descubrió la jugarreta, ¿verdad?

—Así fue, en efecto.

Poirot sonrió con expresión comprensiva.

—Ya comprendo su posición —dijo—. Creyó usted que sir Reuben, dispuesto a no dejarse derrotar, encargó deliberadamente el robo, ¿verdad?

Emery Power levantó una mano.

—¡No, no! No hubiera sido tan chabacano. Podía decirse… que poco después sir Reuben hubiera comprado una copa de estilo Renacimiento de procedencia no especificada.

—¿Cuya descripción había sido hecha circular por la policía?

—La copa no tenía que estar expuesta a la vista de todo el mundo.

—¿Cree usted que habría sido suficiente para sir Reuben el saber que la copa era suya?

—Sí. Y, además, de haber aceptado yo la oferta del marques, le hubiera sido posible a sir Reuben hacer luego un trato con él, pasando la copa legalmente a su poder.

Hizo una corta pausa y luego prosiguió:

—Pero reteniendo mis derechos de propiedad, tenía posibilidad de recobrar lo que me pertenecía.

—Quiere usted decir —observó bruscamente Poirot— que de esa forma podía disponer que le robaran la copa a sir Reuben, ¿verdad?

—Robarla, no, monsieur Poirot. Me limitaría a recuperar lo que era mío.

—Pero me parece que no tuvo usted mucho éxito.

—Por una razón de peso. Rosenthal nunca tuvo la copa en su poder.

—¿Cómo lo sabe?

—Recientemente intervine en una operación financiera relacionada con el petróleo. En ella coincidieron los intereses de Rosenthal y los míos. Éramos aliados y no enemigos. Le hablé francamente sobre el asunto y me aseguró en seguida que la copa jamás estuvo en sus manos.

—¿Y le creyó usted?

—Sí.

Poirot comentó pensativamente:

—Entonces, durante cerca de diez años ha estado usted, como dicen aquí, ladrando al árbol en que no estaba el ladrón.

—Sí; eso es, exactamente, lo que he estado haciendo —respondió con amargura el financiero.

—Y ahora… debe empezarlo todo desde el principio.

El otro asintió.

—Ahí es donde entro yo, ¿verdad? Soy el perro que pone usted a seguir un rastro viejo… muy viejo.

Emery Power replicó con sequedad:

—Si se hubiera tratado de un asunto fácil no le hubiera llamado. Pero si cree usted imposible…

Había dado con la palabra apropiada. Hércules Poirot se irguió y dijo:

—¡No conozco la palabra «imposible», monsieur! Sólo me preguntaba… si el caso es lo suficientemente interesante para que yo me encargue de él.

El financiero sonrió de nuevo.

—Tiene su interés… Cifre usted mismo sus honorarios.

El hombrecillo miró a su interlocutor y preguntó suavemente:

—¿Tanto desea esa obra de arte? ¡Tal vez no llegue a tanto su interés!

Emery Power replicó:

—Podríamos decir que igual que usted, yo no acepto la derrota.

Hércules Poirot inclinó la cabeza.

—Sí… —dijo—. Si es así… lo comprendo.

2

El inspector Wagstaffe pareció interesado por la pregunta.

—¿La copa de Veratrino? Sí, lo recuerdo perfectamente. Estuve encargado del caso, en lo que se refería a su ramificación inglesa. Hablo un poco el italiano y fui allí para entrevistarme con los «macarronis». La copa no se vio más desde entonces. Fue un caso curioso.

—¿Y qué explicación le da usted a eso? ¿Una venta privada?

Wagstaffe sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Desde luego, es remotamente posible. No, no; mi explicación es mucho más simple. Escondieron la copa, y el único hombre que conocía el escondrijo ha muerto.

—¿Se refiere usted a Casey?

—Sí. Pudo haberla escondido en algún sitio de Italia, o pudo arreglárselas para sacarla de allí. Pero la escondió, y sea donde fuere, tenga la seguridad de que todavía está allí.

Hércules Poirot suspiró.

—Es una teoría novelesca. Las perlas embutidas en una figura de escayola… ¿cómo se llamó aquel caso…? Ah, sí, «El busto de Napoleón». Pero ahora no se trata de joyas, sino de una copa grande y sólida. No es fácil de ocultar.

Wagstaffe lamentó:

—No lo sé. Supongo que podría hacerse. Bajo el entarimado del piso… o algo parecido.

—¿Tenía Casey un lugar propio?

—Sí… en Liverpool —gesticuló—. No estaba bajo el entarimado. Ya nos preocupamos de averiguarlo.

—¿Y qué me dice de su familia?

—La mujer era una persona decente; estaba tuberculosa. Sentía gran temor por la clase de vida que llevaba su marido. Era muy religiosa, una ferviente católica; pero nunca tuvo ánimos para abandonarle. Murió hace un par de años. La hija se parecía a su madre… y profesó en un convento. El hijo fue diferente y salió al padre. Lo último que supe de él es que estaba cumpliendo condena en América.

Poirot escribió la palabra «América» en su agenda.

—¿No es posible que el hijo de Casey conociera el escondrijo? —preguntó.

—No lo creo. De conocerlo a estas horas la copa estaría en manos de cualquier comprador de objetos robados.

—La pudieron fundir, ¿verdad?

—Tal vez sea eso lo más probable. Pero no sé… tenía mucho valor para los coleccionistas; y los negocios de esa clase de gente son muy curiosos. ¡Se asombraría usted si conociera alguno de ellos! Algunas veces —añadió virtuosamente Wagstaffe— creo que los coleccionistas no saben lo que es la moralidad.

—¡Ah! Entonces, ¿no se sorprendería si, por ejemplo, sir Reuben Rosenthal estuviera mezclado en uno de esos «curiosos negocios»?

Wagstaffe hizo una mueca.

—No sería nada extraño. Se le tiene por poco escrupuloso en lo que a obras de arte se refiere.

—¿Qué me cuenta de los otros miembros de la banda?

—Ricovetti y Dublay fueron sentenciados a unos cuantos años de cárcel. Creo que saldrán pronto.

—Dublay es francés, ¿verdad?

—Sí; era el que dirigía la banda.

—¿Había otros componentes?

—Una muchacha; Red Kate se llamaba. Se empleó de doncella y descubrió un arcón… donde se guarda la plata, etcétera. Creo que fue en Australia cuando se disolvió la banda.

—¿Alguien más?

—Un tipo llamado Yougouian, de quien se creyó que estaba asociado con ellos. Es comerciante y tiene su cuartel general en Estambul, pero también opera en París, donde posee una tienda. No se pudo probar nada contra él… pero es un individuo muy escurridizo.

Poirot suspiró y miró su agenda. En ella había escrito: «América, Australia, Francia, Italia y Turquía».

—Le pondré un cinturón al mundo.

—¿Qué decía? —preguntó el inspector Wagstaffe.

—Observaba —respondió Hércules Poirot— que parece indicada una vuelta al mundo.

3

Poirot tenía la costumbre de discutir los casos con su criado, el eficiente George. Es decir, Poirot hacía ciertas observaciones a las cuales George replicaba con la sabiduría que había acumulado en el transcurso de su carrera de sirviente de caballeros.

—Si te encontraras con la necesidad de llevar a cabo unas investigaciones en cinco partes diferentes del mundo, ¿qué harías, George?

—Los viajes aéreos son muy rápidos, señor, aunque algunos dicen que trastornan el estómago. Yo no puedo asegurarlo, pues nunca volé.

—Y uno se pregunta, ¿qué es lo que hubiera hecho Hércules?

—¿Se refiere usted al campeón ciclista, señor?

—O simplemente —prosiguió Poirot sin hacer caso de la observación— ¿qué es lo que hizo? Y la respuesta es, George, que viajó sin descanso. Pero, al fin, se vio obligado a solicitar información de Prometeo, según unos, y de Nereo, según otros.

—¿De veras, señor? —dijo George—. Nunca oí hablar de esos dos caballeros. ¿Acaso eran los dueños de unas agencias de viajes, señor?

Hércules Poirot, disfrutando del sonido de su propia voz, siguió:

—Mi cliente, Emery Power, sólo entiende una cosa… ¡acción! Pero no conduce a nada el gastar energías en acciones innecesarias. Hay en la vida, George, una hermosa regla que dice: «Nunca hagas tú mismo lo que otros pueden hacer por ti».

—La encuentro muy razonable, señor.

—Especialmente —añadió el detective al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la librería— cuando no hay que preocuparse por los gastos.

Cogió una carpeta rotulada con la letra D y la abrió por la división que indicaba: «Detectives - Agencias de confianza».

—El Prometeo moderno —dijo—. Te agradeceré, George, que me escribas unos cuantos nombres y direcciones. Señores Hankerton, Nueva York. Señores Landen y Bosher, Sidney. Señor Giovanni Mezzi, Roma. M. Nahum, Estambul, y señores Roger y Franconard, París.

Esperó a que George acabara de escribir y luego observó:

—Ahora ten la bondad de ver a qué hora salen los trenes para Liverpool.

—Sí, señor. ¿Va usted a Liverpool, señor?

—Me temo que sí. Es posible, George, que deba ir más allá todavía, pero no por ahora.

4

Tres meses más tarde, Hércules Poirot se encontraba sobre un peñasco, mirando la inmensidad del océano Atlántico. Las gaviotas revoloteaban lanzando largos y melancólicos gritos.

Poirot experimentó la sensación, nada extraña en aquellos que llegaban a Inishgowland por primera vez, de que se encontraba en el fin del mundo. Jamás había imaginado nada tan remoto, tan desolado y abandonado. Tenía belleza; una belleza triste y hechizada. La belleza de un pasado lejano e increíble. Allí, en el oeste de Irlanda, no estuvieron nunca los romanos; nunca construyeron un campamento fortificado, ni una calzada útil y cuidada. Era una tierra donde el sentido común y el orden en la vida eran desconocidos.

El detective miró la punta de sus zapatos de charol y suspiró. Se sintió abandonado y solo. Las normas a que ajustaba su vida no eran apreciadas allí.

Sus ojos recorrieron lentamente la desolada costa y luego, una vez más, miraron el ancho mar. Allá lejos, según decía la leyenda, estaban las Islas de la Felicidad, la Tierra de la Juventud.

Murmuró:

—El manzano de los cánticos y el oro…

Y de pronto Hércules Poirot volvió a ser el mismo; el encanto estaba roto y, una vez más, su yo armonizaba con los zapatos de charol y el elegante traje de color gris oscuro.

Desde un lugar no muy lejano llegó a él el tañido de una campana. Sabía lo que quería decir aquel toque. Era un sonido que le había sido familiar desde su infancia.

Recorrió apresuradamente el acantilado y al cabo de unos diez minutos divisó un edificio situado sobre los farallones. Lo rodeaba una alta tapia, cuya única abertura era una gran puerta de madera claveteada. Poirot llegó ante ella y golpeó un enorme llamador de hierro. Después, con toda precaución, tiró de una herrumbrosa cadena y en el interior se oyó el rápido tintineo de una campana.

Se descorrió el panel de la puerta y apareció una cara. Era una cara suspicaz, enmarcada por blanca y almidonada toca. Sobre el labio superior se veía un bigote bastante señalado, pero la voz era de mujer. La voz de lo que Hércules Poirot llamaba una femme formidable. Le preguntaron qué deseaba.

—¿Es éste el convento de Santa María de los Ángeles?

La monja contestó con aspereza:

—¿Y qué otra cosa podía ser?

Poirot no se atrevió a replicar a ello.

—Desearía ver a la madre superiora —expuso.

La portera no parecía estar muy de acuerdo con aquel deseo, pero al fin accedió. Corrió las barras, abrió la puerta y condujo a Poirot hasta una habitación pequeña y desnuda donde se recibía a los visitantes del convento.

Al poco rato entró otra monja. El rosario que llevaba pendiente del cinturón se balanceaba y sus cuentas entrechocaban entre sí al andar.

Poirot era católico y entendía perfectamente la atmósfera que le rodeaba en aquel instante.

—Le ruego que me dispense por venir a molestarla, ma mere —dijo. Creo que en este convento hay una religieuse que en el mundo se llamó Kate Casey.

La madre superiora inclinó la cabeza asintiendo y dijo:

—Así es. En religión, la hermana María Orsula.

—Hay una injusticia que necesita ser reparada —observó el detective—. Y estimo que la hermana María Orsula podrá ayudarme. Tal vez me facilite ciertos informes de mucha importancia.

La madre superiora sacudió la cabeza. Su cara tenía un aspecto de total placidez y su voz era reposada y distante.

—La hermana María Orsula no podrá ayudarle —dijo.

—Pero le aseguro…

—La hermana María Orsula murió hace dos meses.

5

En el bar del hotel de Jimmy Donovan, Hércules Poirot estaba sentado incómodamente, recostado contra la pared. El establecimiento no respondía a la idea general que Poirot tenía de los hoteles y de lo que éstos debían ser. La cama que le dieron estaba rota, así como dos vidrios de la ventana de su habitación, por donde se colaba aquel vientecillo nocturno que tanto desagradaba al detective. El agua caliente que le llevaron estaba solamente tibia y lo que le dieron para comer le estaba produciendo una dolorosa sensación en su interior.

Había cinco hombres en el bar. Hablaban de política. Poirot no pudo entender la mayor parte de lo que decían, pero aquello no le preocupaba mucho.

Al cabo de un rato, uno de los hombres se sentó a su lado. Era ligeramente diferente de los otros. Se notaba que había vivido en la ciudad durante algún tiempo. Con gran dignidad se dirigió a Poirot.

—Le aseguro, señor, que Peggen’s Princesse no tiene ninguna posibilidad… acabará la carrera en último lugar… ¡en el mismísimo último lugar! Siga mi consejo… como hacen todos. ¿Sabe usted quién soy yo, señor? ¿Lo sabe? Pues soy Atlas… Atlas, del Dublin Son… y he aconsejado ganadores durante toda la temporada. ¿No fui yo quien aconsejó a Larry’s Girl? Veinticinco a uno… ¡fíjese…!, veinticinco a uno. Haga caso a Atlas y no se equivocará.

Hércules le miró con extraña reverencia.

—¡Mon Dieu, es un presagio! —murmuró con voz trémula.

6

Varias horas después, la luna se asomaba coquetamente de vez en cuando por entre los claros que formaban las nubes. Poirot y su nuevo amigo habían caminado varias millas. El detective cojeaba. Por su mente cruzó la idea de que, al fin y al cabo, debían existir unos zapatos más apropiados para ir por el campo que los de charol que llevaba en aquel momento. George le había insinuado respetuosamente que se llevara un buen par de abarcas.

Poirot no hizo caso de aquella idea, pues le gustaba llevar los pies bien calzados y relucientes. Pero ahora, correteando por aquel pedregoso sendero, se dio cuenta de que había otra clase de calzado…

Su compañero observó de pronto:

—¿No cree que ésta es la mejor forma de ponerme a mal con el cura? No quiero tener un pecado mortal sobre mi conciencia.

—Tan sólo ayudará a devolver al César lo que es del César —aseguró Poirot.

Habían llegado junto a la tapia del convento y Atlas se preparó para ejecutar su parte.

Exhaló un gemido y declaró con voz baja y lastimera que estaba hecho trizas.

Poirot habló con acento autoritario.

—Estése quieto. No es el peso del mundo el que ha de soportar…, sino tan sólo el de Hércules Poirot.

7

Atlas daba vueltas a los billetes de cinco libras.

—Tal vez no me acuerde mañana de la forma en que los he ganado. Estoy muy preocupado pensando lo que va a decir de mí el Padre O’Reilly.

—Olvídese de todo, amigo mío. Mañana el mundo será suyo.

Atlas murmuró:

—¿Y por quién apostaré? Tengo a «Wodking Lad» que es un buen caballo, ¡un caballo estupendo! Y está «Sheila Boyne». Siete a uno me la pagaron una vez.

Se detuvo.

—¿Lo he soñado o he oído que mencionaba usted el nombre de un dios pagano? Hércules ha dicho usted y loado sea Dios, mañana corre un caballo llamado «Hércules» en la carrera de las tres y media.

—Amigo mío —dijo Poirot—, apueste su dinero por ese caballo. Se lo digo yo: «Hércules» no puede fallar.

Y es absolutamente cierto que al día siguiente el caballo «Hércules» de la cuadra del señor Rosslyn, venció inesperadamente las Boynas Stakes, pagándose sesenta a uno.

8

Con mucho cuidado, Hércules Poirot desató aquel paquete tan bien hecho. Primero el papel fuerte exterior, luego quitó el papel intermedio y por fin, el de seda.

Sobre la mesa, frente a Emery Power, puso una relumbrante copa de oro. Esculpido en ella se veía un árbol con manzanas, figuradas por verdes esmeraldas.

El financiero aspiró profundamente el aire.

—Le felicito, monsieur Poirot.

El detective hizo una pequeña reverencia.

Emery Power extendió una mano y tocó el borde de la copa, pasando por él la yema de sus dedos.

Con voz profunda dijo:

—¡Mía!

Poirot convino:

—¡Suya!

El otro lanzó un audible suspiro y se recostó en su asiento. Luego, como si estuviera hablando de un negocio cualquiera, preguntó:

—¿Dónde la encontró?

—En un altar —respondió el detective.

Emery Power lo miró con fijeza.

—La hija de Casey era monja. Iba a hacer los últimos votos cuando murió su padre. Era una muchacha ignorante, pero muy devota. La copa estaba escondida en casa de su padre, en Liverpool. Se la llevó al convento deseando, según creo, ofrecerla como reparación de los pecados de su progenitor. La dio para que se usara a la mayor gloria de Dios. Me figuro que ni las propias monjas se dieron cuenta de su valor. La tomaron, probablemente, como una herencia familiar. Para ellas era un cáliz y como tal lo utilizaron.

—¡Una historia extraordinaria! —opinó el financiero, y añadió—: ¿Qué le guio hasta allí?

Poirot se encogió de hombros.

—Tal vez… un proceso de eliminación. Y, además, la rara circunstancia de que nadie hubiera tratado de desprenderse de la copa. Ello quería significar que se hallaba en un sitio donde no se había dado valor alguno a las cosas materiales. Recordé que la hija de Patrick Casey era monja.

Power observó con efusión:

—Bueno, como le dije antes, le felicito. Dígame a cuánto ascienden sus honorarios y le extenderé un cheque.

—No voy a cobrarle ningún honorario —dijo Poirot.

El otro le contempló asombrado.

—¿Qué quiere decir?

—¿No leyó nunca cuentos de hadas cuando era niño? En ellos suele decir el rey: «Pídeme lo que quieras».

—Entonces, va usted a pedir algo, ¿verdad?

—Sí; pero no dinero. Simplemente una súplica.

—Bien, ¿de qué se trata? ¿Quiere que le aconseje sobre el mercado de valores?

—Eso sería dinero bajo otra forma. Mi petición es mucho más sencilla.

—¿Qué es?

Poirot puso sus manos sobre la copa.

—Devuélvala al convento.

Hubo un momento de silencio y luego Emery Power preguntó:

—¿Está usted loco?

Hércules Poirot sacudió la cabeza.

—No; no lo estoy. Espere; voy a enseñarle una cosa.

Cogió la copa y con una uña presionó entre las abiertas mandíbulas de la serpiente enroscada al árbol. En el interior se corrió una pequeña porción del fondo, descubriendo una abertura que comunicaba con el pie de la copa, que era hueco.

—¿Ve usted? —dijo Poirot—. Ésta era la copa del papa Borgia. A través de este agujerito pasaba un veneno al líquido que llenaba la copa. Usted mismo dijo que la historia de ella era perversa. Violencia, sangre y malas pasiones acompañaron a su posesión. Y la maldad puede llegar hasta usted si se la queda.

—¡Eso son supersticiones!

—Posiblemente. Pero ¿por qué tiene tanto interés en poseerla? No será por su belleza ni por su valor. Tendrá usted cientos, tal vez miles de objetos raros y hermosos. Desea poseer ésta para dar satisfacción a su orgullo. Estaba usted determinado a no dejarse vencer. Eh bien, lo ha conseguido. ¡Ha ganado! La copa está ya en su poder. Pero ahora, ¿por qué no lleva a cabo un acto grande y desinteresado? Devuélvala al sitio donde se conservó en paz durante cerca de diez años. Deje que la maldad que lleva consigo se purifique allí. Puesto que perteneció a la Iglesia anteriormente, deje que vuelva a ella. Deje que la pongan de nuevo sobre el altar, purificada y absuelta, tal como esperamos que sean purificadas y absueltas de sus pecados las faltas de todos los hombres.

Se inclinó hacia delante.

—Permítame que le describa el lugar donde la encontré… El Jardín de la Paz, mirando sobre el Mar Occidental hacia el olvidado Paraíso de la Juventud y la Eterna Belleza…

Siguió hablando, describiendo con palabras sencillas el remoto encanto de Inishgowland.

Emery Power se había reclinado sobre el respaldo del sillón, con una mano puesta sobre los ojos.

—Nací en la costa occidental de Irlanda —dijo por fin—. Salí de allí, cuando todavía era un muchacho, y me fui a América.

—Algo había oído de eso —observó Poirot.

El financiero se irguió. Sus ojos volvieron a tener su expresión penetrante. Con la sonrisa en los labios, dijo:

—Es usted un hombre extraño, Poirot. Tendrá lo que quiere. Llévese la copa al convento y entréguela como donativo mío. Un regalo costoso. Treinta mil libras… ¿y qué conseguirá a cambio?

Poirot replicó con gravedad:

—Las monjas harán decir misa por la salvación de su alma.

La sonrisa del potentado se ensanchó… Fue una sonrisa anhelante y ansiosa.

—¡Al fin y al cabo, será una inversión! Tal vez la mejor que haya hecho nunca…

9

En el pequeño locutorio del convento, Hércules Poirot relató su historia y devolvió el cáliz a la madre superiora.

—Dígale que le damos las gracias y que rezaremos por él —murmuró la monja.

—Necesita de sus oraciones —observó suavemente Hércules Poirot.

—¿Tan infeliz es?

—Sí; tan infeliz que olvidó lo que es la felicidad. Tan infeliz, que él mismo no sabe que lo es.

La mujer comentó:

—¡Ah! Un hombre rico…

Hércules Poirot no replicó… porque sabía que aquello no tenía réplica.