El rebaño de Gerión
1
—Le ruego que me perdone por venir a molestarle, señor Poirot.
La señorita Carnaby apretó sus manos sobre el bolso y se inclinó hacia delante, mirando con ansiedad la cara del detective. Como de costumbre, parecía estar sin aliento.
Poirot elevó las cejas.
—Se acuerda de mí, ¿verdad? —preguntó la mujer con ansiedad.
El detective pestañeó y dijo:
—La recuerdo como una de las delincuentes más afortunadas con quien jamás me tropecé.
—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué dice esas cosas, señor Poirot? Fue usted muy amable conmigo. Emily y yo hablamos a menudo de usted y si vemos en los periódicos alguna cosa suya, la recortamos y la pegamos en el álbum. Y Augusto aprendió una nueva maña. Le decimos: «Muere por Sherlock Holmes; muere por el señor Fortune; muere por sir Henry Merrivale», y el perro se está quieto, sin hacer nada. Pero cuando le decimos: «Muere por el señor Hércules Poirot», se tiende en el suelo y se queda inmóvil… sin pestañear siquiera hasta que le ordenamos que se levante.
—Eso me complace mucho —dijo Poirot—. ¿Y qué tal se encuentra ce cher Auquste?
La señorita Carnaby juntó las manos y empezó a elogiar elocuentemente a su pequinés.
—¡Oh, señor Poirot! Cada día es más listo. Lo sabe todo. Mire usted, hace unos días que me quedé mirando a un bebé que iba en su cochecito y de pronto sentí que tiraban de una correa en que llevaba atado a Augusto. ¿Y sabe qué estaba haciendo? Pues royéndola con toda su alma. ¿Que le parece?
Poirot volvió a parpadear.
—Pues me parece que Augusto comparte esas tendencias delictivas de que estábamos hablando.
La señorita Carnaby no rio. En lugar de ello, su cara afable y rolliza tomó una expresión taciturna y triste.
—¡Ah, señor Poirot! Estoy muy preocupada.
—¿Ah, sí? Dígame, dígame.
—Pues verá usted, señor Poirot. Tengo miedo… tengo mucho miedo… de que sea una delincuente empedernida de verdad… si me permite utilizar esta palabra. ¡Tengo cada idea…!
—¿Qué clase de ideas?
—De lo más extraordinario que darse pueda. Ayer, por ejemplo, sin ir más lejos, se me ocurrió un plan eficacísimo para robar una estafeta de Correos. No estaba pensando en ello… ¡pero de repente, me vino a la cabeza esta idea! Y un sistema verdaderamente ingenioso para evitar el pago de derechos de Aduana. Estoy convencida; absolutamente convencida de que daría resultado.
—Tal vez —replicó Poirot con sequedad—. Eso es lo malo de sus ideas.
—Todo ello me ha estado preocupando en gran manera, señor Poirot. Yo he sido educada en los principios más rígidos; y resulta inquietante ver cómo pueden llegar a ocurrírseme unos pensamientos tan desfavorables y perversos. Creo que la culpa la tiene en parte el hecho de que ahora dispongo de mucho tiempo para pensar. Dejé a lady Hoggin y me coloqué con una anciana, para leerle en voz alta y escribir las cartas. Tardo muy poco en escribirlas y en cuanto empiezo a leer, la buena señora se duerme. Así es que me quedo sentada, con la mente desocupada; y ya sabemos cómo se aprovecha el diablo de la ociosidad.
Poirot chasqueó la lengua comprensivamente.
—Hace poco leí un libro; un libro muy moderno, traducido del alemán —siguió la señorita Carnaby—. Contiene unos conceptos muy interesantes sobre las tendencias delictivas. Por lo que pude entender, uno debe purificar sus propios impulsos. Por eso, en realidad, acudo a usted.
—¿De veras? —exclamó Poirot.
—Verá usted, señor Poirot; yo creo que el anhelar emociones no es de perversos. Mi vida, por desgracia, ha sido muy monótona. Tengo a veces la impresión de que la… ejem… campaña de los perros pequineses fue la única ocasión en que viví de verdad. Fue una cosa censurable, desde luego; pero como dice mi libro, no hay que dar la espalda a la verdad. Acudo a usted, señor Poirot, porque espero que será posible… purificar esta ansia de emociones empleándola, por decirlo así, al lado de los ángeles.
—¡Ajá! —dijo Poirot—. ¿Viene usted entonces a ofrecerse como colega?
La señorita Carnaby se sonrojó.
—Ya sé que es mucha presunción por mi parte. Pero es usted tan amable…
Se detuvo. Sus descoloridos ojos azules parecían expresar la súplica de un perro que espera, contra toda lógica, que lo saquen a paseo.
—Es una idea —comentó lentamente Poirot.
—No soy inteligente, desde luego —explotó la mujer—. Pero… sé disimular bien. Tiene que ser así, pues de otra forma pronto se quedaría una sin el empleo de señora de compañía. Y he comprobado que al parecer más estúpida de lo que una es, da siempre buenos resultados.
Hércules Poirot se echó a reír.
—Me encanta usted, señorita —dijo al fin.
—¡Oh, señor Poirot! ¡Qué buena persona es usted! ¿Puedo tener esperanzas? Justamente acabo de heredar una pequeña suma… muy pequeña; pero nos permite a mi hermana y a mí mantenernos, aunque frugalmente, sin tener que depender de lo que yo gane.
—Debo considerar primero en qué asuntos podrían emplearse mejor sus aptitudes —explicó Poirot—. Supongo que usted no lo sabrá tampoco, ¿verdad?
—Debe usted leer el pensamiento, señor Poirot. Últimamente he estado muy preocupada por una amiga mía. Tenía el propósito de consultar con usted. Es posible que lo considere como fantasías de una vieja… como imaginaciones mías. Tal vez sea yo propensa a exagerar las cosas y ver un propósito deliberado donde no hay más que una coincidencia.
—No creo que exagere usted las cosas, señorita Carnaby. Cuénteme lo que sea.
—Tengo una amiga; una amiga muy querida, aunque en los últimos años casi no la he visto. Se llama Emmeline Clegg. Se casó con un caballero que vivía en el norte de Inglaterra y él murió hace unos pocos años dejándola en muy buena posición económica. Después de morir su marido mi amiga se sentía desgraciada y sola; y me temo que en cierto aspecto, es una mujer simple y tal vez crédula. La religión, señor Poirot, puede constituir una gran ayuda y apoyo moral… pero con ello me refiero a la religión ortodoxa.
—¿A la Iglesia griega? —preguntó Poirot.
—La señorita Carnaby pareció sorprenderse.
—No. No es eso. A la Iglesia anglicana. Y a la Iglesia Católica Romana, por lo menos están reconocidas por todos. Y los metodistas y congregacionistas son corporaciones conocidísimas y respetables. De lo que estoy hablando es de esas sectas estrambóticas que crecen como la hierba. Hay en ellas algunas cosas que incitan al sentimentalismo; pero a veces me pregunto si existirá un verdadero sentimiento religioso detrás de su llamativa fachada.
—¿Cree usted que su amiga está siendo embaucada por una secta de esa clase?
—Lo creo. Es más, estoy segura de ello. Se denomina «El Rebaño de Ovejas». Tienen su cuartel general en el Devonshire; en una hermosa finca junto al mar. Los devotos acuden allí para hacer lo que ellos llaman un retiro, el cual suele durar una quincena. Durante dicho tiempo se celebran servicios religiosos y ceremonias. Tienen tres grandes fiestas al año: «La llegada de los Pastos», «La Madurez de los Pastos» y «La Cosecha de los Pastos».
—El nombre de la última es particularmente estúpido —observó Poirot—. Los pastos no se cosechan.
—Todo el asunto es de una estupidez asombrosa —convino calurosamente la señorita Carnaby—. A la derecha del movimiento está «El Gran Pastor». Es un tal doctor Andersen. Creo que es un hombre atractivo y de buena presencia.
—Lo cual interesará mucho a las mujeres, ¿verdad?
—Me temo que sí —suspiró la mujer—. Mi padre era también un hombre distinguido. Y esto producía algunas veces serias dificultades en la parroquia. Rivalidad en el bordado de los ornamentos y en el reparto de los trabajos relativos al cuidado de la iglesia…
Sacudió la cabeza, como rememorando aquellos tiempos.
—Los componentes del «Gran Rebaño» son mujeres en su mayoría, ¿no es cierto?
—Tres cuartas partes por lo menos. Los hombres son principalmente unos chiflados. El éxito del movimiento depende de las mujeres y de los fondos que aportan entre ellas.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Ya llegamos al fondo de la cuestión. Con franqueza, ¿cree usted que el asunto puede considerarse como un negocio bien organizado?
—Francamente, señor Poirot, lo creo. Y otra cosa me preocupa. Mi pobre amiga está tan embaucada por esa secta que ha hecho un testamento en el que deja todo cuanto tiene al nuevo movimiento religioso.
Poirot preguntó secamente:
—¿Y eso… se lo sugirieron?
—A decir verdad, no. Fue idea de ella. El «Gran Pastor» le ha mostrado una nueva forma de vivir y por lo tanto, todo cuanto ella posee será para la «Gran Causa» cuando muera. Lo que en realidad me preocupa…
—Sí. Continúe…
—Varias de las devotas son mujeres adineradas. Y en el pasado año han muerto tres de ellas, ni más ni menos.
—¿Legaron todo su dinero a la secta?
—Sí.
—¿Y no han protestado sus parientes? Era lógico que hubieran entablado un pleito.
—Pues verá usted, señor Poirot. Por regla general, las mujeres que pertenecen a la asociación no tienen a nadie en el mundo. Es gente que carece de parientes próximos y amigos.
Poirot asintió con aspecto pensativo.
La señorita Carnaby prosiguió precipitadamente:
—No tengo ningún derecho a insinuar nada, desde luego. Por lo que he podido averiguar, no hubo nada sospechoso en esas tres muertes. Una, según creo, fue producida por una pulmonía, después de un ataque gripal; y otra se atribuyó a una úlcera gástrica. No existieron circunstancias anormales y las defunciones no ocurrieron en «El Santuario de las Colinas Verdes», sino en el domicilio de cada una de ellas. No dudo de que todo fue normal por completo; y sin embargo… no me gustaría que le sucediera algo malo a Emmie.
Juntó las manos y miró suplicante a Poirot.
El detective guardó silencio durante unos momentos. Cuando habló se notó un cambio en su voz. Tenía un tono grave y profundo.
—¿Quiere darme, o averiguar, los nombres y direcciones de esas mujeres pertenecientes a la secta que murieron recientemente?
—No faltaba más, señor Poirot.
—Señorita, creo que es usted una mujer de gran valor y decisión —dijo él lentamente—. Tiene buenas dotes teatrales. ¿Estaría dispuesta a encargarse de un trabajo cuya ejecución lleva consigo seguramente un considerable peligro?
—Nada me gustaría más —exclamó la emprendedora señorita Carnaby.
Poirot advirtió:
—De existir algún riesgo en ello, no creo que será pequeño. Comprenda usted, o todo queda en agua de borrajas, o se trata de algo verdaderamente serio. Y para averiguarlo es necesario que se convierta usted en un miembro del «Gran Rebaño». Le sugiero que exagere el importe del legado que recibió hace poco. Es usted ahora una mujer de buena posición económica, sin ningún objeto definido en la vida. Discuta con su amiga Emmeline acerca de la religión que ella adoptó… y asegúrele que todo son tonterías. Entonces le entrará un ardiente deseo de convertirla a usted. Permita que la convenza para que vaya al «Santuario de las Colinas Verdes». Y una vez allí deberá usted rendirse ante los poderes persuasorios y la influencia magnética del doctor Andersen. Creo que puedo encargarle con confianza este papel.
La señorita Carnaby sonrió con modestia y murmuró:
—Me parece que lo desempeñaré muy bien.
2
—Bueno, amigo mío, ¿qué es lo que ha averiguado?
El inspector jefe Japp miró pensativamente al hombrecillo que había hecho la pregunta y replicó con acento desilusionado:
—Nada de lo que a mí me gustaría, Poirot. No sabe cómo aborrezco a esos chiflados de largos cabellos y nuevas ideas religiosas. Sólo se ocupan de embaucar a las mujeres, con esas sartas de tonterías. Pero ese tipo es cuidadoso; no hay nada que pueda achacársele. El asunto parece cosa de locos, pero es inofensivo.
—¿Se enteró de los antecedentes del doctor Andersen?
—Le he dado un repaso a su historial. Fue un buen químico, que prometía mucho, pero lo despidieron de una Universidad alemana. Al parecer, su madre era judía. Le gustó siempre el estudio de las religiones y mitos orientales, gastaba en ello su tiempo libre y ha escrito varios artículos sobre el particular… Algunos de ellos verdaderas tonterías.
—¿Es posible, por lo tanto, que sea un fanático auténtico?
—Yo estaría dispuesto a asegurarlo.
—¿Y qué me dice de los nombres y direcciones que le di…?
—No hay nada que hacer por ese lado. La señorita Everitt murió de colitis ulcerativa. El médico que la asistió está completamente seguro de que no hubo nada sucio. La señora Lloyd falleció a causa de una bronconeumonía. Lady Western de tuberculosis; sufría ese mal desde hacía muchos años… antes de que entrara a formar parte de esta secta. La señorita Lee murió de fiebres tifoideas, atribuidas a una ensalada que comió en el norte de Inglaterra. Tres de ellas enfermaron y murieron en su propio domicilio; la señora Lloyd falleció en un hotel del sur de Francia. Por lo que se refiere a estas muertes, no hay nada que pueda relacionarlas con el «Gran Rebaño», o con la finca de Andersen en el Devonshire. Debe ser pura coincidencia. Todo está perfectamente en orden.
Hércules Poirot suspiró y dijo:
—Y, sin embargo, amigo mío, tengo el presentimiento de que éste va a ser el décimo «trabajo» de Hércules, y de que el doctor Andersen es Gerión, al monstruo al que debo destruir.
Japp lo miró con curiosidad.
—Oiga, Poirot, ¿no habrá usted leído libros raros últimamente?
El detective replicó con dignidad:
—Mis observaciones son, como de costumbre, pertinentes, completas y muy en su punto.
—Debe usted fundar una nueva religión con el credo de «No hay nadie más listo que Hércules Poirot. Amén». Repítase ad libitum.
3
—Lo más maravilloso que encuentro aquí es la paz que se disfruta —observó la señorita Carnaby respirando profunda y embelesadamente.
—Ya te lo dije, Amy —replicó Emmeline Clegg.
Las dos amigas estaban sentadas en la ladera de una colina, desde la que se contemplaba el mar, de magnífico color azul. La hierba era intensamente verde y tanto la tierra como los acantilados tenían una tonalidad rojiza. La finca, conocida ahora por «El Santuario de las Colinas Verdes», era un promontorio de unos seis acres de extensión.
Sólo una estrecha faja de tierra lo unía a la costa, por lo que casi podía considerarse como una isla.
La señora Clegg murmuró con sentimiento:
—La tierra roja… la tierra de resplandor y promesas, donde un triple destino se cumplirá.
Su amiga suspiró profundamente y dijo:
—Creo que el «Maestro» se expreso muy bien en el servicio de anoche.
—Pues espera a la fiesta que celebraremos hoy —contestó la otra mujer—. ¡La plena Madurez de los Pastos!
—Tengo verdadera ansiedad por ver en qué consiste —le dijo la señorita Carnaby.
—Experimentarás una sensación espiritual inefable —le prometió su amiga.
Hacía una semana que la señorita Carnaby se encontraba en el «Santuario de las Colinas Verdes».
Al llegar expresó su actitud de la siguiente manera:
—¿Pero qué tonterías son éstas? En realidad, Emmie, una mujer sensata como tú, etcétera, etcétera.
Durante su primera entrevista con el doctor Andersen dejó bien sentada su posición.
—No quiero que crean que estoy aquí con falso pretexto, doctor Andersen. Mi padre fue pastor de la Iglesia anglicana y yo nunca vacilo en mis creencias. No me gustan las doctrinas idólatras.
Y aquel hombre de recia figura y de cabellos dorados le sonrió dulce y comprensivamente. Miró con indulgencia la rolliza y belicosa figura de la mujer, sentada erguidamente en su silla.
—Mi apreciada señorita Carnaby —dijo—. Es usted amiga de la señora Clegg y como tal le damos la bienvenida. Y, créame, nuestras doctrinas no son idólatras. Aquí son bien recibidas todas las religiones y a todas se les respeta por igual.
—Eso no puede ser —replicó la fiel hija del difunto reverendo Thomas Carnaby.
Reclinándose en su asiento, el «Maestro» murmuró con voz de ricos tonos:
—«En la casa de mi Padre hay muchas moradas», recuerde eso, señorita Carnaby.
Cuando salió de su entrevista, la visitante musitó al oído de su amiga:
—Tenías razón; es un hombre atrayente.
—Sí —convino Emmeline Clegg—. Y con una fuerza espiritual maravillosa.
La señorita Carnaby estaba de acuerdo con ello. Era verdad… Había sentido alrededor de ella como una aura extraterrena… espiritual…
Se contuvo haciendo un esfuerzo. No estaba allí para caer presa de la fascinación espiritual o como fuera, del «Gran Pastor». Trató de acordarse de Hércules Poirot; pero parecía tan lejano y apegado a las cosas materiales…
—Amy —se dijo a sí misma la señorita Carnaby—, contente y recuerda el objeto que te trajo aquí…
Pero a medida que pasaban los días, se dio cuenta de la facilidad con que se sometía al encanto de las Colinas Verdes. A la paz y a la sencillez; a la simple, aunque deliciosa comida; a la hermosura de los servicios, con sus cantos de amor y adoración; a las palabras conmovedoras del «Maestro», que apelaba a todo lo mejor y más sublime de la humanidad… Las luchas y la fealdad del mundo habían quedado fuera. Allí sólo reinaba la paz y el amor…
Y aquella noche se celebraba la gran fiesta estival: la fiesta de «La Madurez de los Pastos». Durante ella, Amy Carnaby sería iniciada; se convertiría en una oveja más de las componentes del «Rebaño».
La fiesta tuvo lugar en el edificio del hormigón blanco y resplandeciente, que los iniciados llamaban «El Sagrado Redil». Los devotos se congregaron antes de ponerse el sol. Todos llevaban capas de piel de carnero; los brazos desnudos y sandalias en los pies. En el centro del «Redil», sobre una plataforma, estaba el doctor Andersen. Los dorados cabellos, los ojos azules y su barba rubia y hermoso perfil, le hacían parecer más atrayente que nunca. Vestía una túnica verde y en la mano llevaba un áureo cayado de pastor.
Levantó el bastón y un silencio sepulcral se hizo.
—¿Dónde están mis ovejas?
—Aquí estamos, ¡oh, «Pastor»!
—Levantad vuestros corazones con júbilo y gratitud. Ésta es la fiesta de la alegría.
—Es la fiesta de la alegría y estamos llenos de ella.
—No habrá más penas para vosotros; ni más dolores. ¡Todo es gozo!
—Todo es gozo…
—¿Cuántas cabezas tiene el «Pastor»?
—Tres cabezas: una de oro, otra de plata y otra de resonante bronce.
—¿Cuántos cuerpos tiene la «Oveja»?
—Tres cuerpos: uno de carne, otro de corrupción y otro de luz.
—¿Cómo podréis entrar a formar parte del «Rebaño»?
—Por el «Sacramento de Sangre».
—¿Estáis preparados para el «Sacramento»?
—Lo estamos.
—Vendaos los ojos y tended el brazo derecho.
Sumisamente, los congregados se vendaron los ojos con los pañuelos verdes que traían con tal propósito. La señorita Carnaby, al igual que todos los demás, tendió el brazo.
El «Gran Pastor» recorrió las filas de su «Rebaño». Se oían pequeños gritos; gemidos, tanto de dolor como de éxtasis.
La señorita Carnaby pensó:
«¡Qué cosa tan blasfema! Es lamentable esta forma de histeria religiosa. Permaneceré absolutamente sosegada y observaré las reacciones de los demás. No quiero dejarme llevar… no quiero…».
El «Gran Pastor» había llegado frente a ella. Sintió cómo le cogía el brazo y luego experimentó un dolor agudo y punzante, como el producido por una aguja.
La voz del «Pastor» murmuró:
—El «Sacramento de Sangre» que proporciona gozo y alegría…
Y pasó adelante.
Al poco rato se oyó una orden.
—Quitaos las vendas y disfrutad de los placeres del espíritu.
El sol se ponía en aquel instante. La señorita Carnaby miró a su alrededor. Salió lentamente del «Redil», junto con los demás. De pronto se sintió ingrávida y feliz. Se recostó en una pradera herbosa y suave. ¿Cómo llegó a pensar alguna vez que era una mujer solitaria, entrada en años, a quien nadie necesitaba? ¡La vida era maravillosa! ¡Ella misma era maravillosa! Se le había conferido el poder de pensar… de soñar. No había nada que ella no pudiera llevar a cabo.
Sintió en su interior una ráfaga de felicidad. Miró a los que la rodeaban; parecían que, de pronto, hubieran crecido hasta alcanzar una inmensa estatura.
«Como árboles que anduvieran…», pensó reverentemente.
Levantó la mano. Fue un gesto imperioso; con él podía dominar la tierra. César, Napoleón, Hitler… ¡pobres y miserables tipejos! No tenían ni idea de lo que ella, Amy Carnaby, era capaz de hacer. Mañana arreglaría la paz mundial y la confraternidad internacional. No habría más guerras, ni pobreza, ni enfermedades. Ella se encargaría de trazar el diseño de un nuevo mundo.
Pero no había por qué apresurarse. El tiempo era infinito… Un minuto sucedía a otro minuto y una hora a otra hora. Los miembros de la señorita Carnaby parecían pesar como el plomo, pero su mente volaba. Podía errar a voluntad por todo el Universo. Durmió, durmió y soñó. Grandes espacios… vastas edificaciones… un nuevo y maravilloso mundo…
Aquella visión fue borrándose gradualmente. La señorita Carnaby bostezó y estiró sus piernas entumecidas. ¿Qué había ocurrido desde ayer? La noche anterior tuvo un sueño…
La luna brillaba en el cielo y a su luz, la señorita Carnaby pudo ver la hora en su reloj. Estupefacta, comprobó que las manecillas señalaban las diez menos cuarto. Sabía que el sol se puso a las ocho y diez. ¿Sólo hacía una hora y treinta y cinco minutos? Imposible; y, sin embargo…
—Muy interesante —se dijo la señorita Carnaby.
4
Hércules Poirot advirtió:
—Debe obedecer con todo cuidado mis instrucciones, ¿comprende?
—Desde luego, señor Poirot. Puede confiar en mí.
—¿Les dijo ya algo sobre su intención de aportar su dinero para ayudar al culto?
—Sí, señor Poirot. Hablé yo misma con el «Maestro»… oh, perdone, con el doctor Andersen. Le dije muy emocionada que todo aquello había sido para mí como una revelación maravillosa; que había empezado mofándome y terminaba por ser una creyente más. Me… me pareció muy natural decir todas esas cosas. Sepa usted que el doctor Andersen tiene un gran atractivo magnético.
—Ya me doy cuenta —replicó Poirot con sequedad.
—Tiene unas maneras convincentes en extremo. Da la genuina impresión de que el dinero no le preocupa en lo más mínimo. «Contribuya con lo que buenamente pueda», me dijo, sonriendo como sólo él sabe hacerlo. «Si no puede dar nada, no importa. No por eso dejará de pertenecer al “Rebaño”». «¡Oh, doctor Andersen! —dije yo—. No estoy tan mal de dinero, como para eso. Justamente acabo de heredar una considerable suma que me legó un pariente lejano y, aunque en realidad no he tocado todavía ni un penique de ella, pues he de esperar a que se cumplimenten todas las formalidades legales, hay una cosa que deseo hacer en seguida». Y entonces le expliqué que iba a redactar un testamento y que deseaba dejar a la Humanidad todo lo que tenía, haciendo constar, además, que carecía de parientes cercanos.
—Y él aceptó graciosamente el ofrecimiento, ¿verdad?
—No mostró gran interés. Dijo que pasarían muchos años antes de que yo abandonara este mundo; que estaba destinada a tener una larga existencia, pletórica de gozo y satisfacciones espirituales. Sabe hablar de una forma muy conmovedora.
—Así parece.
Al decir esto, la voz de Poirot tenía un tono áspero.
—¿Mencionó usted su salud? —preguntó.
—Sí, señor Poirot. Le dije que había sufrido una afección pulmonar, la cual se me reprodujo más de una vez; pero que gracias a un tratamiento especial que me dieron en un sanatorio, hacía varios años, confiaba en que mi curación era ya completa.
—¡Excelente!
—Pues no veo la necesidad de que vaya diciendo por ahí que estoy tísica, cuando mis pulmones no pueden estar más sanos.
—Debe llegar al convencimiento de que es necesario. ¿Se refirió usted a su amiga?
—Sí. Le conté, como una confidencia, que mi querida Emmeline, además de la fortuna que heredó de su marido, heredaría dentro de poco una cantidad todavía mayor que le dejaría una tía suya, que la quería mucho.
—Muy bien, esto salvaguardará a la señora Clegg durante algún tiempo.
—¡Oh, señor Poirot! ¿Cree usted de verdad que hay algo malintencionado en todo ello?
—Eso es lo que me propongo averiguar. ¿Ha conocido en el «Santuario» a un tal señor Cole?
—La última vez que estuve allí, había un señor que se llamaba así. Un hombre bastante raro. Lleva pantalones cortos de color verde hierba, y no come más que coles. Es un creyente muy fervoroso.
—¡Estupendo! Todo progresa satisfactoriamente; la felicito por la labor que ha hecho. Todo está preparado ahora para la fiesta de otoño.
5
—Señorita Carnaby… Un momento, por favor.
El señor Cole agarró por el brazo a la mujer. Tenía los ojos brillantes y febriles.
—He tenido una visión… una visión extraordinaria. Debo contársela.
La señorita Carnaby suspiró. Temía al señor Cole y a sus visiones. Había momentos en que decididamente creía que estaba loco.
En ocasiones, el relato de aquellas visiones la desconcertaba. Hacían pensar en varios pasajes algo crudos de aquel moderno libro alemán sobre el subconsciente que leyera poco antes de ir a Devon.
El señor Cole, con ojos relucientes y temblorosos labios, empezó su narración.
—Estaba yo meditando… reflexionaba sobre la plenitud de la «Vida»; sobre el supremo júbilo de la «Unidad»… cuando mis ojos fueron abiertos… y «vi».
La señorita Carnaby se resignó, esperando que el señor Cole no hubiera visto lo mismo que en la ocasión anterior que, al parecer, fue una ceremonia matrimonial en la antigua Sumeria, entre un dios y una diosa.
—Vi… —el señor Cole se inclinó sobre ella, respirando fuerte, y con ojos que parecían los de un loco— al Profeta Elías, que descendía del cielo montado en un carro de fuego.
La mujer suspiró, aliviada. Si se trataba de Elías no estaba mal; no tenía nada que objetar.
—Debajo —continuó el señor Cole— estaban los altares de Baal; cientos y cientos de ellos. Una voz me gritó: «Mira, escribe y testifica lo que verás…».
Se detuvo y su oyente murmuró cortésmente:
—¿De veras?
—Sobre los altares estaban las víctimas; atadas, indefensas, esperando el cuchillo del sacrificio. Vírgenes… cientos de vírgenes… jóvenes y hermosas vírgenes…
El señor Cole chasqueó los labios y la señorita Carnaby enrojeció.
—Luego llegaron los cuervos; los cuervos de Odín, volando desde el Norte. Se encontraron con los cuervos de Elías y juntos describieron círculos en los cielos. Después se lanzaron sobre las víctimas y les sacaron los ojos… y entonces fue el gemir y el rechinar de dientes. Y la voz exclamó: «¡Cumplid el sacrificio… pues en este día Jehová y Odín firmarán con sangre su hermandad!». Los sacerdotes cayeron sobre las víctimas, levantaron los cuchillos… y las mutilaron…
La señorita Carnaby trató desesperadamente de apartarse de su atormentador, cuya boca, en aquel momento, babeaba con fervor sádico.
—Dispénseme.
Abordó apresuradamente a Lipscomb, el guarda que vivía en el pabellón situado en la entrada de las Colinas Verdes y que en aquellos instantes acertaba a pasar por allí.
—¿Por casualidad no se habrá encontrado un broche que perdí? —le preguntó ella—. Debió caérseme al suelo.
Lipscomb, que se conservaba inmune a la dulzura y a la luz de las Colinas Verdes, se limitó a gruñir que él no había visto ningún broche. No tenía la obligación de ir buscando cosas. Trató de sacudirse a la señorita Carnaby pero ella le acompañó, sin cesar de hablar acerca del broche, hasta que puso una prudente distancia entre sí misma y el fervor del señor Cole.
El «Maestro salía entonces del Gran Redil», y animada por su benigna sonrisa, la mujer se aventuró a expresar con palabras lo que tenía en el pensamiento.
—¿No cree que el señor Cole está… está…?
El doctor Andersen le puso una mano en el hombro.
—Deseche todo temor —le respondió—. El amor perfecto aleja el temor…
—Pues yo creo que el señor Cole está loco. Estas visiones que tiene…
—Todavía ve imperfectamente… a través del cristal de su propia naturaleza carnal. Pero llegará un día en que verá espiritualmente… cara a cara.
La señorita Carnaby se avergonzó. Si ponía las cosas así… Sin embargo, tuvo ánimos para hacer una leve protesta.
—¿Por qué ha de ser tan rudo Lipscomb?
El «Maestro» sonrió seráficamente de nuevo.
—Lipscomb es un fiel perro guardián —dijo—. Un alma primitiva y tosca; pero leal… enteramente leal…
Se alejo. La mujer vio cómo se acercaba al señor Cole, se detenía y le ponía una mano en el hombro. Deseó que la influencia del «Maestro» pudiera alterar el alcance de las futuras visiones de aquel demente.
6
El día antes de la fiesta, por la mañana, la señorita Carnaby se encontró con Hércules Poirot en una pequeña sala de té del soñoliento pueblecito de Newton Woodbury.
La mujer estaba mas sonrojada y aturdida que nunca. Sorbía el té mientras desinflaba un bollo entre sus dedos.
Poirot hizo varias preguntas a las que ella contestó con monosílabos.
—¿Cuántos fieles asistirán al festival? —preguntó por último.
—Creo que ciento veinte. Vendrá Emmeline, desde luego; y el señor Cole… Últimamente se ha portado de una forma rara. Tiene visiones. Me ha descrito varias de ellas… muy curiosas; confío en que no estará mal de la cabeza. Acudirá una gran cantidad de nuevos adeptos… casi veinte.
—Bien. ¿Sabe usted lo que debe hacer?
Hubo una pausa antes de que la señorita Carnaby, con un tono de voz extraña en ella, contestara:
—Recuerdo perfectamente lo que me dijo usted, señor Poirot.
—¡Perfectamente!
Y a continuación, con voz clara y vigorosa, la señorita Carnaby observó:
—Pero no voy a hacer nada de ello.
Hércules Poirot la miró fijamente. Ella se levantó y apresuradamente dijo:
—Me envió usted a espiar al doctor Andersen. Sospechaba de él toda clase de cosas malas. Pero es un hombre maravilloso… un gran «maestro». ¡Creo en él con toda mi alma! Y no estoy dispuesta a espiarle más por su cuenta, señor Poirot. Soy una de las ovejas del «Rebaño». El «Maestro» enseña al mundo la buena nueva y desde ahora le pertenezco por completo. Y no se preocupe en pagar el té que me he tomado. Yo lo pagaré.
Y con este ligero anticlímax, la señorita Carnaby dejó caer sobre la mesa un chelín y tres peniques y salió precipitadamente del establecimiento.
—Nom d’un nom d’un nom! —exclamó Hércules Poirot.
La camarera tuvo que dirigirse a él por dos veces antes de que se diera perfecta cuenta de que le estaban presentando la nota. Se encontró con la mirada inquisitiva de un individuo de aspecto rudo que estaba sentado en la mesa de al lado. Poirot se sonrojó, pagó la cuenta, se levantó y salió del salón de té.
Su cerebro trabajaba a toda presión.
7
Una vez más el «Rebaño» se hallaba congregado en el «Gran Redil». Las preguntas y respuestas de rigor habían sido salmodiadas.
—¿Están preparados para el «Sacramento»?
—Lo estamos.
—Vendaos los ojos y tended el brazo derecho.
El «Gran Pastor», vestido con su magnífica túnica verde, empezó a recorrer las expectantes filas de devotos El visionario y vegetariano señor Cole, situado al lado de la señorita Carnaby, tragó saliva en un éxtasis doloroso cuando la aguja penetró en su carne.
El doctor Andersen se detuvo ante la señorita Carnaby. Sus manos le tocaron el brazo.
—No; no haga eso…
Palabras increíbles… sin precedentes. El ruido de una pelea y un rugido de cólera. Los congregados, uno tras otro, fueron quitándose los pañuelos verdes… y vieron algo inconcebible: el «Gran Maestro» debatiéndose entre los brazos del visionario señor Cole, a quien ayudaba en su tarea otro de los devotos.
Con tono rápido y profesional, el en otros tiempos fanático señor Cole estaba diciendo:
—… y aquí tengo una orden de arresto contra usted. Debo advertirle que cualquier cosa que diga podía ser utilizada como prueba de cargo en su proceso.
En la puerta del «Redil» aparecieron unas figuras… unas figuras vestidas de azul.
Alguien exclamó:
—¡La policía! Se llevan al «Maestro». Se lo llevan…
Todos estaban impresionados… horrorizados. Para ellos, el «Gran Pastor» era un mártir que sufría, como todos los grandes maestros, la ignorancia y la persecución del mundo incrédulo.
Entretanto, el detective inspector Cole envolvía cuidadosamente la jeringuilla hipodérmica que había caído de la mano del doctor Andersen.
8
—¡Mi valerosa colega!
Poirot estrechó calurosamente la mano de la señorita Carnaby y la presentó al inspector Japp.
—Buen trabajo, señorita Carnaby —dijo el policía—. No hay duda de que no hubiéramos podido hacer nada sin usted.
—¡Pobre de mí! —la mujer se sintió halagada—. Es usted muy amable. Me temo que todo llegó a gustarme. La emoción y el papel que tuve que desempeñar. Algunas veces me sentí arrastrada. Tenía la sensación de que yo era una más de aquellas tontas.
—Ahí es donde estriba su éxito —dijo Japp—. En usted todo es genuino. De no ser así, nada hubiera sido capaz de engañar a ese caballero. Es un bribón muy astuto.
La señorita Carnaby se dirigió a Poirot:
—Pasé un apuro terrible en el salón de té. No sabía qué hacer. Tuve que actuar de improviso.
—Estuvo usted magnífica —dijo Poirot con calor—. Por un momento creía que usted y yo habíamos perdido los sentidos. Pensé, aunque sólo fue durante un instante, que lo decía en serio.
—Tuve un sobresalto mayúsculo —observó la mujer—. Justamente después de haber estado hablando confidencialmente, vi en el espejo que Lipscomb, el guarda del «Santuario», estaba sentado en una mesa detrás de mí. No sé si sería casualidad o si, por el contrario, había venido siguiéndome. Como le he dicho, tenía que actuar de la mejor manera posible en aquel apuro, y confiar en que usted me entendería.
Poirot sonrió.
—La comprendí perfectamente. Sólo había una persona sentada lo bastante cerca de nosotros para que pudiera oír lo que hablábamos; así es que, tan pronto como salí de allí, dispuse lo necesario para que lo siguieran cuando se fuera. Al ver que se dirigía al «Santuario», comprendí que podía confiar en usted y que no me traicionaría; pero sentí temor, porque todo ello incrementaba el peligro que estaba corriendo usted.
—¿Es que… existía realmente ese peligro? ¿Qué es lo que había en la jeringuilla?
—¿Quiere explicarlo usted o lo hago yo? —le preguntó Japp a Poirot.
—Señorita —dijo gravemente el detective—, ese doctor Andersen había perfeccionado un plan para explotar a las mujeres y asesinarlas… de una forma científica. La mayor parte de su vida se dedicó a las investigaciones bacteriológicas. Bajo diferente nombre posee un laboratorio químico en Sheffield y allí produce cultivos de varios bacilos. Durante las fiestas, inyectaba a sus seguidores una pequeña, pero suficiente dosis de «Cannabis indica», conocida también con el nombre de «Hashish» o «Bhang». Es una droga que produce ilusiones de grandeza y grato placer, lo cual hacía que sus devotos le fueran adictos en alto grado. Esos eran los goces espirituales que él les prometía.
—Muy interesante —opinó la señorita Carnaby—. Una sensación verdaderamente interesante.
Hércules Poirot asintió.
—Así era, en términos generales, su forma de actuar… Una personalidad dominante; facultad de producir histerismo colectivo en la gente y aprovecharse de las reacciones producidas por la droga. Pero en el fondo tenía otro propósito.
»Las mujeres sin parientes próximos —continuó—, agradecidas y fervorosas, hacían testamento dejando todo su dinero para atender el culto de la nueva religión. Una tras otra, esas mujeres morían. Morían en sus propios domicilios y, aparentemente, por causas naturales. Sin ser demasiado técnico, trataré de explicarlo. Es posible hacer cultivos intensivos de ciertas bacterias. El bacilo colin momunis, que causa la colitis ulcerativa, por completo. El del tifus también puede incluirse en el sistema, así como el neumococo. Existe, además, lo que se llama «antigua tuberculina», que es inofensiva para una persona sana, pero que estimula y hace reproducir cualquier lesión pulmonar antigua. ¿Se da usted cuenta de la inteligencia de ese individuo? Las defunciones ocurrirían en diferentes partes del país; diferentes médicos atenderían a las enfermas, sin peligro de levantar sospechas. Me imagino que, además, cultivaba una sustancia que tiene la propiedad de retrasar e intensificar la acción de los bacilos escogidos.
—¡Es un desalmado de la peor especie! —exclamó el Inspector Japp.
Poirot prosiguió:
—Siguiendo mis órdenes, usted le contó que durante años había sufrido de una lesión pulmonar. En la jeringuilla se encontraron bacilos de «antigua tuberculina», cuando Cole arrestó al doctor Andersen. Como usted disfruta de buena salud, los microbios no le hubieran perjudicado en nada. Por eso insistí en que hiciera patente su antigua lesión pulmonar. Sin embargo, me aterrorizaba el pensar que pudiera escoger cualquier otro germen; pero respeté su valor y tuve que dejarla correr ese riesgo.
—¡Oh! De eso no hay que hablar —replicó animosamente la señorita Carnaby—. No me importa correr uno que otro. Sólo me asustan los toros desmandados y cosas por el estilo. Pero ¿tienen ustedes bastantes pruebas para condenar a ese malvado?
Japp gesticuló.
—Gran cantidad de ellas —dijo—. Tenemos un laboratorio, los cultivos y todo lo que empleaba en su negocio.
—Es posible, según creo —intervino Poirot—, que haya cometido una larga serie de asesinatos. Yo diría que no le expulsaron de la Universidad alemana porque su madre fuera judía. Eso sólo fue una bonita historia para entrar en este país y ganar simpatías. En realidad, creo que es de pura raza aria.
La señorita Carnaby suspiró.
—¿En qué ha estado pensando? —preguntó Poirot.
—Estaba pensando —replicó ella— en un maravilloso sueño que tuve durante la primera fiesta… supongo que sería el hashish. ¡De qué forma tan magnífica arreglé el mundo! Sin guerras, sin pobreza, sin enfermedades, sin fealdad…
—Debió de ser un sueño estupendo —dijo Japp con envidia.
La señorita Carnaby se levantó de un salto.
—Debo irme a casa —atajó—. Emily estará impaciente. Y me he enterado de que el pobrecito Augusto me ha echado mucho de menos.
Hércules Poirot observó, mientras sonreía:
—Tal vez temía que, como hace él, fuera usted a «morir por Hércules Poirot».