El cinturón de Hipólita
1
Una cosa conduce a otra, como suele decir Hércules Poirot, sin mucha originalidad por cierto. Y añade que esto no se puso nunca tan de manifiesto como en el caso del Rubens robado. No le interesó mucho aquel asunto del cuadro, pues, por una parte, Rubens era un pintor que no le gustaba y, de otra, las circunstancias del robo fueron de lo más vulgares. Se hizo cargo del caso para quedar bien con Alexander Simpson, con quien acababa de trabar amistad y, además, por ciertas razones privadas no muy ajenas a los clásicos.
Después de producirse el robo, Alexander Simpson lo mandó llamar y vertió sobre él todas sus cuitas. El Rubens acababa de ser descubierto. Era una obra maestra desconocida hasta entonces, pero no había duda respecto a su autenticidad. Fue expuesto en las Galerías Simpson y robado en pleno día. Por aquel entonces, los obreros parados seguían la táctica de detenerse en los cruces de las principales calles y penetrar en el Ritz. Unos cuantos de ellos invadieron las Galerías Simpson y se tendieron en el suelo enarbolando una pancarta que decía: «El arte es un lujo. Dad de comer a los hambrientos». Acudió la policía y se arremolinaron los curiosos. Hasta que los manifestantes no salieron de allí ante la fuerza del brazo de la Ley nadie se dio cuenta de que el nuevo Rubens había sido cortado limpiamente de su marco y había desaparecido.
—Es un cuadro pequeño —explicó el señor Simpson—. Cualquiera pudo ponérselo bajo el brazo y llevárselo, mientras los demás contemplaban a esos idiotas de obreros parados.
Se descubrió que aquellos obreros habían sido pagados para que tomaran parte, aunque inocente, en el robo. Les dijeron que fueran a manifestarse en las Galerías Simpson, pero no se enteraron de la razón hasta que pasó todo.
Hércules Poirot pensó que fue una treta muy divertida, mas no veía qué era lo que podía hacer en aquel asunto. La policía, según indicó, podía ocuparse muy bien de aquel robo tan claro.
—Óigame, Poirot —rogó Alexander Simpson—. Conozco al que robó el cuadro y sé adonde irá a parar.
Según el propietario de las Galerías Simpson, fue robado por una banda de aventureros internacionales, que trabajaba por cuenta de cierto millonario, el cual no tenía ningún inconveniente en adquirir obras de arte a precios sorprendentemente bajos… sin preguntar nada. El Rubens, dijo Simpson, sería llevado a Francia, donde pasaría a poder del millonario. La policía inglesa y la francesa estaban alerta; pero Simpson opinaba que no conseguirían nada.
—Y una vez que el cuadro obre en poder de ese perro sarnoso, se complicarán todavía más las cosas —añadió—. Los hombres acaudalados deben ser tratados con toda clase de miramientos. Y ahí es donde entra usted. La situación se volverá de una delicadeza extrema y usted es el hombre apropiado.
Por último, sin ningún entusiasmo, Hércules Poirot se vio obligado a aceptar la tarea. Convino en salir inmediatamente para Francia. No tenía gran interés por la misión que lo llevaba; pero gracias a ella se vio mezclado en el caso de la Colegiala Desaparecida, el cual sí que le interesó en alto grado.
Se enteró de ello por el inspector jefe Japp, que fue a visitarle en el preciso instante en que Poirot daba su conformidad al equipaje que acababa de hacer George.
—¡Ah! —dijo Japp—. Por lo visto se va usted a Francia, ¿verdad?
—Mon chéri —replicó Poirot—. Están ustedes increíblemente bien informados en Scotland Yard.
Japp rio por lo bajo.
—Tenemos bien montado nuestro espionaje. Simpson le encargó de ese asunto del Rubens. ¡Parece que no se fía de nosotros! En fin; eso no va ni viene. Lo que quiero que haga usted es una cosa completamente diferente. Ya que ya usted a París, pensé que muy bien podía matar dos pájaros de un tiro. El detective inspector Hearn ha ido allí para cooperar con los franceses. ¿Conoce a Hearn? Es un buen muchacho, aunque tal vez poco imaginativo. Me gustaría conocer la opinión de usted sobre el caso.
—¿Y cuál es el caso de que está hablando?
—Ha desaparecido una niña. La noticia saldrá esta noche en los periódicos. Parece como si la hubieran raptado. Es hija de un canónigo de Cranchester y se llama King.
Continuó relatando la historia. Winnie King.
Winnie se dirigía a París para ingresar en un colegio de alto copete, regentado por una tal señorita Pope, en el que solamente se admitían chicas inglesas y norteamericanas. La muchacha llegó a Cranchester en el primer tren. La empleada de una agencia que se dedicaba a escoltar colegialas de una estación a otra, declaró que la llevó a la estación Victoria, donde la dejó bajo la custodia de la señorita Burshaw, profesora del colegio y persona de confianza de la señorita Pope. Después, junto con otras dieciocho chicas, salió de Londres en el tren que enlaza con el barco. Diecinueve muchachas cruzaron el Canal, pasaron por la Aduana de Calais y subieron en el tren de París, en cuyo coche restaurante comieron. Pero poco antes de llegar a París, la señorita Burshaw las contó y descubrió que sólo eran dieciocho.
—¡Ajá! —dijo Poirot—. ¿Se detuvo el convoy en algún sitio?
—Paró en Amiens, pero entonces estaban todas en el restaurante y las demás chicas aseguran positivamente que Winnie estaba con ellas. La perdieron, por decirlo así, cuando volvieron a su departamento. O sea, que no entró en el que compartía con otras cinco muchachas. Éstas no sospecharon nada; se figuraron tan sólo que se habría quedado en alguno de los otros departamentos reservados.
Poirot asintió:
—Por lo tanto, ¿cuándo la vieron por última vez exactamente?
—Unos diez minutos después de que el tren saliera de Amiens —Japp tosió con modestia—. Fue vista por última vez… ejem… cuando entraba en el tocador de señoras.
—Muy natural —murmuró Poirot—. ¿No hay nada más?
—Sí; una cosa —Japp tenía el entrecejo fruncido—. Encontraron su sombrero al lado de la vía… en un lugar situado aproximadamente a catorce millas de Amiens.
—Pero ¿no se encontró el cuerpo?
—No. No lo encontraron.
—¿Y qué piensa usted de ello? —preguntó Poirot.
—Es difícil saber qué es lo que ha de pensar uno. Puesto que no hay trazas de su cuerpo… es que no se cayó del tren.
—¿Se detuvo el convoy en alguna ocasión después de salir de Amiens?
—No. Disminuyó la marcha una vez… por una señal; pero no se detuvo. Dudo que aflojara lo bastante para permitir que alguien saltara sin lastimarse. ¿Piensa usted que a la chica le entró miedo y trató de escapar? Era su primera salida de casa y pudo sentir nostalgia, eso es verdad; pero de todas formas, tiene quince años y medio… una edad en que se tiene bastante sensatez y, además, durante todo el viaje demostró muy buen humor y estuvo hablando por los codos.
—¿Registraron el tren? —preguntó Poirot.
—Sí; buscaron por todo él antes de que llegara a la estación del Norte. La chica no estaba en el tren, de eso puede estar seguro.
Y Japp añadió con acento desilusionado:
—Desapareció… en el aire. Esto no tiene sentido, monsieur Poirot. Es cosa de locos.
—¿Qué clase de muchacha era?
—Ordinaria y corriente. Por lo que he podido sacar en limpio, era una chica normal.
—Quiero decir… ¿qué aspecto tenía?
—Aquí llevo una instantánea de ella. No es ninguna belleza en embrión.
Entregó la fotografía a Poirot y éste la estudió en silencio.
Era de una muchacha larguirucha, con el pelo peinado en dos flojas trenzas. Se apreciaba claramente que era una instantánea y que la chica había sido fotografiada sin que se diera cuenta de ello. Mordía una manzana con la boca abierta, mostrando unos dientes prominentes a los que llevaba sujetos abrazaderas correctoras. Usaba gafas.
—Una niña de aspecto corriente —comentó Japp—. Pero a esa edad todas lo son. Hace unos días estuve en casa del dentista. En el sketch vi una fotografía de Marcia Gaunt, la belleza de moda. La recuerdo cuando tenía quince años. Estuve en el castillo que posee su familia, con motivo de aquel robo de que fueron víctimas. Pecosa, desgarbada; con los dientes prominentes y los cabellos largos y lacios. De la noche a la mañana se convirtió en una belleza… ¡No sé cómo lo hacen! Es como un milagro.
Poirot sonrió.
—El sexo femenino es algo milagroso —dijo—. ¿Y qué me cuenta acerca de la familia de la niña? ¿No le han relatado alguna cosa que pueda ser de utilidad?
Japp sacudió la cabeza.
—Nada que pueda ayudarnos. La madre está enferma y el pobre canónigo King moralmente deshecho. Aseguran que la muchacha estaba entusiasmada con su viaje a París; que ansiaba irse. Quería estudiar pintura y música. Las chicas de la señorita Pope aprenden arte con «A» mayúscula. Tal vez sabrá usted que ese colegio es muy conocido. Estudian allí muchachas de la buena sociedad. La señorita Pope es muy rígida y exigente. Cobra unas pensiones carísimas y elige cuidadosamente a las pupilas que toma bajo su cuidado.
Poirot suspiró.
—Ya conozco ese tipo. ¿Y respecto a la señorita Burshaw, la que vino a recoger a las niñas?
—No es ningún cerebro privilegiado. Teme atrozmente que su señorita Pope la culpe de lo que ha pasado.
El detective preguntó con tono pensativo:
—¿No hay ningún joven en el caso?
Japp hizo un gesto señalando la fotografía.
—¿Tiene aspecto de eso?
—No. No lo tiene. Pero, a pesar de su apariencia física, puede tener un corazón romántico. Quince años es ya una buena edad.
—Está bien —comentó Japp—. Si fue un corazón romántico lo que la hizo desaparecer del tren, estoy dispuesto a leer desde ahora novelas rosas escritas por mujeres.
Miró esperanzado a Poirot.
—No le extraña nada… ¿eh?
El detective sacudió lentamente la cabeza.
—Por casualidad, ¿no encontraron también sus zapatos junto a la vía? —preguntó.
—¿Los zapatos? No… ¿por qué los zapatos?
—Era tan sólo una idea… —murmuró Hércules Poirot.
2
Hércules Poirot se disponía a salir para coger el taxi que le conduciría a la estación, cuando sonó el timbre del teléfono. Cogió el auricular.
—¿Diga?
Oyó la voz de Japp.
—Me alegro de haberle encontrado todavía en casa. Ya se aclaró todo. Me encontré un informe cuando volví al Yard. Ya apareció la chica; al lado de la carretera, a quince millas de Amiens. Está aturdida y no han podido conseguir nada coherente de ella. El médico dice que fue narcotizada. No obstante, ahora se encuentra bien. No le ha ocurrido nada malo.
Poirot preguntó lentamente:
—Entonces, ¿no tiene usted necesidad de mis servicios?
—Me temo que no. Bueno… siento mucho haberle molestado.
Japp soltó una carcajada y cortó la comunicación.
Hércules Poirot no rio. Poco a poco, volvió a colocar el auricular en su sitio. Tenía en la cara una expresión preocupada.
3
El detective Hearn miró a Poirot con curiosidad.
—No sabía que tuviera usted tanto interés por ese caso —dijo.
—¿Le advirtió el inspector jefe Japp que yo hablaría con usted respecto a ello?
Hearn asintió.
—Me dijo que vendría usted para cuidarse de otras cosas y que nos echaría una mano en este rompecabezas. Pero no le esperaba ahora, cuando todo se ha resuelto. Creí que estaría trabajando en sus propios asuntos.
—Mis asuntos pueden esperar. Lo que me interesa es este caso. Lo calificó usted de rompecabezas y ha dicho que ya está resuelto. Pero me parece que el problema sigue siendo el mismo.
—Bueno, señor; hemos encontrado a la niña y no está herida ni ha sido maltratada. Eso es lo principal.
—Pero no resuelve la cuestión de cómo ni por qué la encontraron, ¿verdad? ¿Qué es lo que dice ella? La reconoció un médico, ¿verdad? ¿Qué opina?
—Que la narcotizaron. Todavía no se ha repuesto del todo y, por lo visto, no recuerda casi nada de lo que le ocurrió después de salir de Cranchester. Parece como si todo ello le hubiera sido borrado de la memoria. El médico cree que, posiblemente, hubo una ligera contusión. Tiene un chichón en la parte posterior de la cabeza, lo que pudo producir una completa pérdida de la memoria.
—Lo cual resulta muy conveniente… para alguien —observó Poirot.
El inspector Hearn replicó con acento dubitativo:
—¿Cree usted que la chica nos oculta algo, señor?
—¿Lo cree usted?
—No. Estoy seguro de que no. Es una buena chica… tal vez demasiado infantil para su edad.
—No. No está disimulando —Poirot sacudió la cabeza—. Pero me gustaría saber cómo salió del tren. Necesito conocer al responsable de ello… y enterarme de por qué lo hizo.
—En cuanto a eso último, parece aceptable que fue un intento de rapto, señor. Querían retenerla para pedir rescate.
—Pero no lo hicieron.
—Perdieron la cabeza cuando vieron la polvareda que se levantaba… y se apresuraron a dejarla al lado de la carretera.
Poirot preguntó, escéptico:
—¿Y qué rescate esperaban conseguir de un canónigo de la catedral de Cranchester? Los dignatarios de la Iglesia anglicana no son potentados.
El inspector Hearn comentó alegremente:
—En mi opinión, ha sido una chapuza hecha por gente inexperta.
—Ah, ¿ésa es su opinión?
Hearn se sonrojó.
—¿Cuál es la suya? —preguntó.
—Quiero saber a ciencia cierta cómo salió del tren.
La cara del oficial se ensombreció.
—Ése sí que es un verdadero misterio. Estuvo en el coche restaurante, charlando con las otras chicas, y cinco minutos después se desvaneció… «presto»… como en un juego de manos.
—Eso es, como por arte de magia. ¿Quién más iba en el coche donde reservó los departamentos la señorita Pope?
El inspector Hearn asintió.
—Es un buen detalle, señor. Muy importante, porque precisamente era el último coche del tren y tan pronto como volvió la gente del restaurante, cerraron las puertas de comunicación entre los coches. Lo hacen con objeto de que los pasajeros no se agolpen pidiendo té, antes de limpiarlo todo después de las comidas. Winnie King volvió a su coche con las demás. El colegio había reservado tres departamentos.
—¿Y quién ocupaba los restantes de aquel vagón?
Hearn sacó su libro de notas.
—La señorita Jordan y la señorita Butters, dos solteronas de mediana edad que iban a Suiza. Nada de particular respecto a estas dos; altamente respetables y muy conocidas en Hampshire, de donde provenían. Dos viajantes de comercio franceses; uno de Lyon y otro de París. Personas honorables ambos. Un joven llamado James Elliot y su esposa… ¡vaya señorita decorativa! El chico no tiene muy buena reputación; la policía sospecha que ha intervenido en algunas transacciones bastante dudosas; pero nunca se dedicó a raptar niños. Sea como fuere, se registró cuidadosamente el departamento donde viajaba el matrimonio, aunque no se encontraba nada en el equipaje que indicara su participación en el asunto. Al fin y al cabo, no sé de qué manera tenían que haberlo hecho. Además de los nombrados, estaba también una señora americana, la señora Van Suider, que iba a París. Aunque nada sabemos de ella, su aspecto no era sospechoso. Y éstos eran todos.
—¿Se comprobó definitivamente que el tren no se detuvo antes de salir de Amiens? —preguntó Poirot.
—No paró en ningún sitio. Aflojó la marcha en una ocasión, pero no lo suficiente para permitir que alguien saltara a la vía, a menos que se lastimara y a riesgo de matarse.
Hércules murmuró:
—Eso es lo que hace el problema tan interesante. La colegiala se esfumó tan pronto como salieron de Amiens. Y reapareció justamente en las afueras de esa población. ¿Dónde estuvo entretanto?
El inspector Hearn sacudió la cabeza.
—No tiene sentido. Y a propósito; me dijeron que preguntó usted algo acerca de unos zapatos… los de la muchacha. Llevaba los suyos cuando la encontraron, pero un empleado del ferrocarril encontró un par de ellos en la vía. Se los llevó a casa, pues parecía estar en buen uso. Zapatos recios y negros.
—¡Ah! —suspiró Poirot, como si sintiera un repentino alivio.
El policía preguntó con curiosidad:
—No comprendo el significado de los zapatos, señor.
—Vienen a confirmar una teoría —replico Poirot—. Una teoría acerca de cómo se llevó a cabo el juego de manos.
4
El colegio de la señorita Pope, como muchos otros de su clase, estaba situado en Neilly. Mientras contemplaba su respetable fachada, Hércules Poirot se vio envuelto por una ola de muchachas que salían por sus portales.
Contó veinticinco de ellas. Todas vestían uniforme de color azul oscuro y llevaban en la mano sombreritos ingleses de terciopelo de igual color, cuya banda ostentaba el distintivo, púrpura y oro, que la señorita Pope había elegido para su colegio. Las edades oscilaban entre los catorce y los dieciocho años. Los tipos eran de lo más variado; gordas y flacas, rubias y morenas, larguiruchas y garbosas. Al final, acompañada por una de las más jóvenes, venía una mujer de cabellos grises y aspecto inquieto que, según juzgó Poirot, debía ser la señorita Burshaw.
El detective se quedó mirando cómo se alejaban las muchachas y luego apretó el botón del timbre y preguntó por la señorita Pope.
La señorita Lavinia Pope era una persona completamente diferente de la señorita Burshaw. Tenía personalidad y sabía infundir respeto. Tenía esa patente superioridad sobre los demás que constituye uno de los más preciados dones de una directora de colegio.
Se peinaba con distinción el pelo gris y llevaba un traje severo, pero elegante. Era competente y parecía saberlo todo.
El salón donde recibió a Poirot daba idea de su cultura. Estaba amueblado con distinción y adornado con flores y algunas fotografías dedicadas por antiguas alumnas que ahora brillaban en el mundo; muchas de ellas ataviadas con el traje con que fueron presentadas en sociedad. En las paredes se veían también varias reproducciones de las mas famosas obras pictóricas y algunas acuarelas de excelente factura. La habitación estaba limpia y pulida en grado sumo. Hacía pensar al visitante que ni una mota de polvo tendría osadía de posarse sobre tan deslumbrante brillantez.
La señorita Pope recibió a Poirot con la competencia de una persona cuyos juicios raramente fallan.
—¿Monsieur Hércules Poirot? Conozco su nombre, desde luego. Supongo que habrá venido con motivo del desafortunado asunto de Winnie King. Ha sido un incidente muy penoso.
Pero ella no parecía muy apenada. Afrontaba el desastre en la única forma aconsejable, es decir, tratándolo con mucha competencia y reduciéndolo, por lo tanto, hasta hacerlo parecer casi insignificante.
—Tal cosa no había ocurrido nunca en esta casa —dijo.
«Y nunca volverá a suceder», parecían afirmar sus maneras.
—Era la primera vez que la muchacha salía de casa.
—Sí.
—¿Tuvo usted alguna entrevista preliminar con Winnie… con sus padres?
—Recientemente, no. Hace dos años estuve cerca de Cranchester en casa del obispo…
La forma con que pronunció estas últimas palabras parecían decir:
«Tome nota, por favor. Soy de las que paran en casa de los obispos».
—Mientras estuve allí conocí al canónigo King y a su esposa. La señora King sufre una enfermedad crónica. Entonces conocí también a Winnie; una muchacha muy bien educada y que posee un buen sentido artístico. Le dije a la señora King que tendría mucho gusto en recibir a su hija en mi colegio al cabo de un año o dos… cuando hubiera completado su cultura general. Aquí nos especializamos en arte y música. Llevamos a las muchachas a la ópera y a la Comedia Francesa. También toman lecciones en el Louvre. Los mejores maestros vienen a enseñarles música, canto y pintura. Nuestro propósito es darles la más amplia de las culturas.
La señorita Pope se acordó de pronto que Poirot no era padre de ninguna posible nueva alumna y añadió abruptamente:
—¿En qué puedo servirle, monsieur Poirot?
—Me gustaría saber cuál es su actual posición respecto a Winnie.
—Su padre ha venido a buscarla para llevársela con él. Es lo más prudente que se puede hacer después de la impresión que ha sufrido.
Y prosiguió:
—No admitimos jóvenes delicadas de salud, pues no tenemos nada dispuesto para cuidar enfermos. Le dije al canónigo que, en mi opinión, lo mejor que podía hacer era llevarse a su hija.
Poirot preguntó sin rodeos:
—¿Qué cree usted que ocurrió en realidad, señorita Pope?
—No tengo ni la menor idea, monsieur Poirot. El asunto en sí, tal y como me lo han contado, parece absolutamente increíble. Y no me parece que la persona de mi confianza que cuidaba de las muchachas tenga la culpa de ello… En todo caso, podría reconvenírsele el que no descubriera antes la desaparición.
—¿Tal vez recibió usted la visita de la policía? —preguntó Poirot.
Un ligero estremecimiento recorrió la aristocrática figura de la señorita Pope y con acento glacial dijo:
—Vino a verme un tal monsieur Lafarge, de la prefectura. Quería saber si yo podía decirle algo que aclarara la situación. Pero, como era natural, no pude hacer nada por él. Entonces solicitó registrar el baúl de Winnie que ya había llegado junto a los de las otras chicas. Le dije que aquello ya me había sido solicitado por otro miembro de la policía. Supongo que no existe mucha conexión entré sus diversos departamentos. Me telefonearon poco después, insistiendo en que no les había entregado todo lo que pertenecía a Winnie. Pero sobre esta cuestión fui muy concisa con ellos. No debe someterse una, ni dejarse intimidar por elementos oficiales.
Poirot exhaló un largo suspiro.
—Tiene usted un carácter animoso. La admiro por ello, mademoiselle. Presumo que el baúl de Winnie fue abierto cuando llegó, ¿verdad?
La señorita Pope pareció algo desconcertada.
—Rutina —dijo—. Vivimos estrictamente guiados por reglas rutinarias. Los baúles de las muchachas son abiertos cuando llegan y sus cosas se guardan en la forma que tengo establecida de antemano. Todo lo de Winnie se sacó, junto con lo de sus compañeras. Como es lógico, después se volvió a guardar en el baúl, para entregarlo tal como llegó.
—¿Tal como llegó exactamente?
Poirot se levantó y fue hacia una de las paredes.
—Posiblemente —dijo— ésta es una vista del famoso puente de Cranchester, con la catedral al fondo.
—Está usted en lo cierto, señor Poirot. Winnie lo pintó con la intención evidente de traerlo y darme una sorpresa. Estaba en el baúl, envuelto en un papel sobre el que se leía: «Para la señorita Pope, de Winnie». Fue un detalle muy delicado de la niña.
—¡Ah! —dijo Poirot—. ¿Y qué piensa usted de ello… como pintura?
Había visto muchos cuadros que representaban el puente de Cranchester. Era un motivo que podía encontrarse cada año en la Academia; algunas veces pintado al óleo, otras en acuarela. En ocasiones bien ejecutado; pintado a veces con un estilo mediocre, y en otras, como si hubieran utilizado una treta para diseñarlo. Pero nunca tan crudamente representado como en aquella muestra.
La señorita Pope sonrió con indulgencia.
—No se debe descorazonar a las chicas, señor Poirot. A Winnie hay que estimularla para que trabaje mejor, desde luego.
El detective comentó, penosamente:
—Hubiera sido más lógico, para ella, pintar una acuarela, ¿no le parece?
—Sí. No sabía que pintara al óleo.
—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Me permite, señorita?
Descolgó el cuadro y lo llevo hasta la ventana. Lo examinó y luego, levantando la vista, observó:
—Le voy a rogar, señorita, que me regale este cuadro.
—Bueno… en realidad, señor Poirot…
—No me dirá que le ha tomado cariño. La pintura es abominable.
—Convengo en que no tiene mérito artístico alguno. Pero es el trabajo de una alumna y…
—Le aseguro, señorita, que es un cuadro que no merece estar colgado en las paredes de esta habitación.
—No sé por qué dice usted eso, señor Poirot.
—Se lo voy a probar en un momento.
Sacó del bolsillo una botella, una esponja y varios trapos.
—Antes le voy a contar una corta historia. Tiene algún parecido con el cuento del patito feo que se convirtió en cisne.
Mientras hablaba, trabajaba afanosamente. El olor del aguarrás llenó la habitación.
—Posiblemente habrá usted visto pocos programas de variedades teatrales, ¿verdad?
—En efecto; me parecen cosas bastante triviales…
—Triviales, tal vez; pero en ocasiones son instructivas. Yo he visto a un artista de variedades cambiar de personalidad de una forma casi milagrosa. En uno de los cuadros es una estrella de cabaret, exquisita y encantadora. Diez minutos después es una niña de corta estatura, anémica y escrofulosa, vestida con atavío de gimnasia… y pasados otros diez minutos en una gitana andrajosa que va diciendo la buenaventura.
—Es posible, no lo dudo; pero no veo qué tiene de particular…
—Voy a demostrarle cómo se hizo el juego de magia en el tren. Winnie, la colegiala, con sus trenzas, sus gafas y sus dientes prominentes… entró en el tocador de señoras. Un cuarto de hora después salió de allí, y usando las palabras del inspector Hearn, ¡qué señora tan decorativa!, era entonces. Finísimas medias de seda; zapatos de tacón alto; un abrigo de visón cubriendo su uniforme escolar; un atrevido pedacito de terciopelo, llamado sombrero, colocado sobre los rizos… y una cara… ¡qué cara! Colorete, polvos, lápiz labial, maquillaje. ¿Cuál es la verdadera cara de esta artista del disfraz? Sólo Dios lo sabe. Mas, usted misma, señorita, ha visto cuan a menudo cambian las desgarbadas colegialas y, como por milagro, se convierten en unas atractivas y atildadas debutantes en sociedad.
La señorita Pope dio un respingo.
—¿Quiere usted decir que Winnie King se disfrazó de…?
—No fue Winnie King… la chica fue raptada cuando cruzaba Londres, de una estación a otra. Y nuestra artista ocupó su sitio. La señorita Burshaw no vio nunca a Winnie… ¿y cómo iba a saber que la colegiala de las trenzas y las gafas no era la propia Winnie King? Pero la impostora no podía atreverse a llegar hasta aquí, pues usted conocía personalmente a la chica. Por lo tanto, Winnie desapareció en el tocador de señoras, de donde salió como la esposa de un hombre llamado Jim Elliot, de cuyo pasaporte figuraba como tal. Las trenzas, las gafas, las medias de hilo y las abrazaderas correctoras de los dientes, cabían en un espacio pequeño. Pero los recios zapatos y el sombrero, ese inflexible sombrero inglés, tenían que ser ocultados en algún sitio. Y fueron a parar a la vía, a través de la ventanilla. Después, la verdadera Winnie atravesó el Canal de la Mancha. Nadie buscaba a una muchacha enferma, medio adormecida por las drogas, viajando desde Inglaterra a Francia. En un coche la llevaron hasta más allá de Amiens y la dejaron al lado de la carretera. En el caso de que le hubieran inyectado escopolamina, era posible que no recordara gran cosa de lo que le había ocurrido.
La señorita Pope miraba entretanto fijamente a Poirot.
—Pero ¿por qué? —preguntó—. ¿Cuál puede ser la razón de una mascarada tan insensata?
—¡El equipaje de Winnie! Esa gente necesitaba pasar un objeto de contrabando desde Inglaterra a Francia; algo que todos los aduaneros buscaban… un objeto robado. ¿Y qué sitio más seguro que el baúl de una colegiala? Es usted muy conocida, señorita Pope; y su colegio goza de justa fama. En la estación del Norte se pasan «en bloc» los baúles de las señoritas, las pequeñas «pensionistas». ¡Pertenecen a la conocidísima escuela inglesa de la señorita Pope! Y luego, después del rapto, ¿qué más natural que enviar a recoger el equipaje de la niña… diciendo que lo reclaman de la Prefectura?
Hércules Poirot sonrió.
—Mas, por fortuna, existía la rutina de abrir los baúles cuando llegaban; y allí apareció un regalo que Winnie le destinaba a usted. Pero no era el mismo regalo que la muchacha puso en el baúl antes de salir de Cranchester.
El detective se acercó a la señorita Pope.
—Vea ahora este cuadro; debe admitir que no está bien para un colegio tan respetable como éste.
Mostró la parte pintada del lienzo.
El puente de Cranchester había desaparecido como por arte de magia. En su lugar se veía una escena mitológica, pintada con colores vivos y tonos profundos.
—El cinturón de Hipólita —explicó Poirot suavemente—. Hipólita dando su cinturón a Hércules… pintado por Rubens. Una obra maestra… mais tout de méme, no muy conveniente para su salón.
La señorita Pope se ruborizó ligeramente.
Hipólita tenía puesta una mano en el cinturón… única prenda que usaba. Hércules llevaba una piel de león sobre el hombro. Rubens pintaba unas figuras humanas muy exuberantes.
Recobrando su serenidad, la señorita Pope opinó:
—Sí; es una obra de arte magnífica… Pero aunque así sea, como muy bien dice usted, es necesario tener en cuenta la susceptibilidad de los padres de las alumnas. Algunos de ellos son predispuestos a tener un criterio muy estrecho… Ya sabe usted a qué me refiero…
5
El ataque se produjo cuando Poirot salía del edificio. Se vio rodeado, desbordado, abrumado por una masa de muchachas, gordas, flacas, morenas y rubias.
—¡Dios mío! —murmuró para sí mismo—. ¡Éste sí que es el ataque de las Amazonas!
Una muchacha rubia y espigada gritó:
—Nos han dicho que…
Estrecharon el cerco. Hércules Poirot no pudo escapar. Desapareció tragado por una ola de joven y vigorosa femineidad.
Veinticinco voces se levantaron en varios tonos, pero todas pronunciaron la misma y trascendental frase:
—Señor Poirot, ¿quiere escribir su nombre en mi libro de autógrafos?