Capítulo VIII

Los caballos de Diomedes

1

Sonó el teléfono.

—¿Es usted, Poirot?

El detective reconoció la voz del joven doctor Stoddart. Apreciaba a Michael Stoddart; le gustaba la timidez amistosa de su sonrisa; le divertía su ingenuo interés por los asuntos relacionados con el crimen y le respetaba como hombre infatigable y entendido en la profesión que había escogido.

—No sabe cuánto siento molestarle… —la voz titubeó.

—Pero algo le preocupa, ¿verdad? —suspiró Hércules Poirot agudamente.

—Así es —la voz de Michael Stoddart pareció reflejar su alivio—. Acertó usted.

Eh bien, ¿en qué puedo ayudarle, amigo mío?

Stoddart habló con timidez y tartamudeó un poco al contestar:

—Me figuro… que será una gran desfachatez por mi parte si… le ruego que venga a estas horas de la noche… Pero me encuentro en un pequeño apuro y…

—Claro que iré. ¿A su casa?

—No… Me encuentro ahora en el callejón que hay detrás de ella. En el número diecisiete de Connigby Mews. ¿Es cierto que puede venir? No sabe cuánto se lo agradezco.

—Estaré ahí dentro de un momento —replicó Poirot.

2

Hércules Poirot recorrió el oscuro callejón mirando el número de las casas. Hacía rato que había sonado la una de la madrugada y, en su mayoría, el vecindario se había ido a la cama, aunque todavía se veía luz en una o dos ventanas.

Cuando llegó frente al número 17 se abrió la puerta y apareció el doctor Stoddart en el umbral.

—¡Es usted un hombre de palabra! —dijo—. ¿Quiere subir?

Una empinada escalera conducía al piso superior. En él, a la derecha, había un salón de grandes proporciones, amueblado con divanes, alfombras y cojines plateados de forma triangular. Gran cantidad de botellas y vasos estaban esparcidos por la habitación.

Reinaba el desorden por doquier, colillas por todas partes y algunos vasos rotos.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Mon chéri Watson, deduzco que aquí se ha celebrado una fiesta.

—Sí; la han estado celebrando —respondió Stoddart frunciendo el ceño.

—¿No estuvo usted en ella?

—No. He venido para cumplir mis órdenes profesionales.

—¿Qué ocurrió?

—Esta casa pertenece a una mujer llamada Patience Grace… la señora Patience Grace —dijo Stoddart.

—Parece un nombre encantador y algo anticuado —opinó Poirot.

—No hay nada de encantador ni de anticuado en la señora Grace. Tiene buena presencia, aunque algo vulgar. Se ha casado varias veces y ahora la acompaña un amiguito del que está celosa pues cree que se ha cansado de ella. Empezaron la fiesta bebiendo y la terminaron con drogas… Si uno toma esas porquerías en pequeña escala se siente un superhombre y todo lo ve de color de rosa. Se siente eufórico y cree que es capaz de hacer muchas más cosas que de costumbre. Pero si se absorbe gran cantidad, se produce la violenta excitación mental, acompañada de alucinaciones y delirio. La señora Grace tuvo un fuerte altercado con su amigo; un tipo desagradable llamado Hawker. El resultado fue que el individuo la mandó a paseo y se marchó y ella se asomó a la ventana y le disparó un tiro con un flamante revólver que algún imbécil tuvo la mala ocurrencia de poner en sus manos.

Hércules Poirot levantó las cejas.

—¿Y le acertó?

—¡Ni soñarlo! La bala dio a unas cuantas yardas de él. Pero hirió a un pobre vagabundo que andaba por allí rebuscando en los cubos de la basura. Le atravesó la parte carnosa del brazo. Como es natural, armó un escándalo de mil diablos y la pandilla de juerguistas se apresuró a hacerle entrar aquí. Se alarmaron al ver la sangre que derramaba y vinieron a buscarme.

—¿De veras?

—Le eché un gran remiendo al brazo. No era cosa seria. Luego, entre dos de los individuos empezaron a embaucarle y al final accedió a tomar un par de billetes de cinco libras y a olvidarse de lo que había pasado. Al pobre diablo le arreglaron la noche. Tuvo un magnífico golpe de suerte.

—¿Y usted?

—Yo tuve que trabajar un poco más. La señora Grace tenía por entonces un agudo ataque histérico. Le di algo para calmarla y la mandé a la cama. Había otra chica que tampoco se encontraba bien… una muchacha joven a quien, asimismo, tuve que atender… Y entretanto, los demás empezaron a desfilar todo lo aprisa que podían.

Hizo una pausa.

—Entonces —comentó Poirot— tuvo usted tiempo para recapacitar sobre lo que había ocurrido.

—Exactamente —contestó Stoddart—. Si se hubiera tratado de una pandilla de borrachines no me hubiera preocupado lo más mínimo. Pero tratándose de drogas…

—¿Está usted seguro de que tomaron drogas?

—Por completo. No podía equivocarme. Encontré restos de una cajita de laca; pero lo que interesa es saber de dónde provienen. Recuerdo que hace unos días habló usted de un gran incremento que se observa entre los adictos de las drogas.

Hércules Poirot asintió y dijo:

—La policía se interesará mucho por esta fiesta.

Michael Stoddart replicó con acento intranquilo:

—Eso es precisamente…

Poirot lo miró, como si hubiera despertado en él un súbito interés.

—Pero a usted… no le conviene que la policía intervenga, ¿verdad? —observó.

Stoddart murmuró:

—Hay gente inocente que se ve mezclada en estas cosas… y se encuentra en un verdadero apuro.

—¿Es la señora Grace por quien siente tanta solicitud?

—¡Válgame Dios! No. Ésa sabe cuidar muy bien de sí misma.

—Entonces, es la otra… la muchacha… —dijo Poirot lentamente.

—Desde luego —replicó el médico—. En cierto aspecto, también es una buena pieza. Es decir, ella misma se describe así. Pero, en realidad, es muy joven y un poco alocada… tan sólo chiquilladas. Se ha mezclado con una pandilla como ésta porque se ha figurado que ello es elegante, moderno, o cualquier cosa por el estilo.

Una ligera sonrisa asomó a los labios de Poirot.

—¿Tuvo ocasión de conocer a esa joven antes de ahora? —preguntó con suavidad.

Michael Stoddart asintió. Parecía un colegial cogido en falta.

—La encontré en Mertonshire, en un baile. Su padre es un general retirado, de los de «¡Rayos y truenos, matadlos a todos!», un pukka sahib… Ya sabe a qué tipo me refiero. Son cuatro hermanas; todas ellas un tanto indómitas… y yo creo que el padre tiene la culpa. El sitio donde viven no es de los más convenientes; cerca de una fábrica de armamentos. Hay por allí gente de dinero que no tiene ninguno de los sentimientos anticuados de la gente que vive en el campo. Ricos y viciosos por lo general. Las chicas se han encontrado con mala compañía.

Poirot lo contempló pensativamente durante unos momentos y luego dijo:

—Ahora me doy cuenta de por qué deseaba mi presencia. ¿Quiere que me encargue del asunto?

—¿Lo hará? Creo que debe intentarse algo…, pero le confieso que me gustaría mantener a Sheila Grant apartada de esto.

—Tal vez pueda hacerse algo. Me encantaría ver a esa joven.

—Venga por aquí.

Salieron de la habitación. Desde una puerta salió una voz quejumbrosa.

—Doctor… por amor de Dios, doctor; que me voy a volver loca.

Stoddart entró en el dormitorio y Poirot le siguió. El cuarto presentaba un aspecto caótico. Polvos de tocador derramados por el suelo; tarros y botes de crema por doquier y ropas tiradas sobre los muebles. En la cama estaba tendida una mujer de cabellos rubios, teñidos, y cara de aspecto estúpido y vicioso.

—Un millón de insectos me corren por el cuerpo… se lo aseguro —exclamó—. Me voy a volver loca… Déme algo, por lo que más quiera.

El doctor Stoddart se situó al lado de la cama y habló con tono suave y profesional.

Sin hacer ruido, Poirot salió de la habitación. Ante él había otra puerta. La abrió.

Era una pequeña habitación, modestamente amueblada. En la cama yacía una figura esbelta y juvenil.

Poirot avanzó de puntillas y miró a la muchacha.

Cabello negro; una cara larga y pálida… sí; joven… muy joven…

Un destello blanco brilló entre los labios de ella. Abrió los ojos con expresión sobresaltada. La muchacha miró al intruso, se sentó en la cama y sacudió la cabeza, esforzándose en apartar la espesa mata de pelo negro. Parecía un potrillo salvaje. Retrocedió ligeramente, como hace un animal montaraz cuando sospecha de un extraño que le ofrece comida.

—¿Quién diablos es usted?

—No se asuste, señorita.

—¿Dónde está el doctor Stoddart?

El joven entraba entonces en la habitación y la muchacha dijo con tono de alivio:

—¡Ah! Estás ahí. ¿Quién es éste?

—Un amigo, Sheila. ¿Cómo te encuentras ahora?

—Terriblemente… ¿Por qué tomaría esa porquería?

—Yo, en tu lugar, no repetiría la prueba.

—No… no lo haré.

—¿Quién se la proporcionó?

La joven abrió los ojos y su labio superior se encogió un poco.

—La trajeron… a la fiesta. Todos la probamos. Al principio fue una cosa estupenda.

—Pero ¿quién la trajo? —insistió nuevamente el detective.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé. Debió de ser Tony… Tony Hawker. Aunque en realidad no sé nada de ello.

—¿Es la primera vez que toma drogas, mademoiselle? —preguntó Poirot.

La muchacha asintió.

—Sería mucho mejor que fuera la última —observó Stoddart con brusquedad.

—Sí… supongo que sí… Pero fue algo maravilloso.

—Óyeme bien, Sheila Grant —dijo Stoddart—. Soy médico y sé lo que digo. Si empiezas a tomar drogas te encontrarás cualquier día con sufrimientos que ahora te parecerían increíbles. Las drogas arruinan a la gente en cuerpo y alma. El beber es un juego de niños al lado de ellas. Déjalo desde ahora mismo. ¡Créeme; no es nada divertido! ¿Qué crees que dirá tu padre cuando se entere de lo que ha pasado esta noche?

—¿Papá? —la voz de Sheila Grant subió de tono—. ¿Papá? —empezó a reír—. ¡Me imagino la cara que pondría! No debe saberlo. Ya ha tenido siete ataques.

—Y con razón —añadió Stoddart.

—Doctor… doctor… —el lamento de la señora Grace llegó hasta ellos desde la otra habitación.

Stoddart murmuró algo irrespetuoso y salió del dormitorio.

Sheila Grant miró de nuevo a Poirot. Parecía algo confusa.

—¿Quién es usted? —preguntó—. No estaba en la fiesta.

—No; no lo estaba. Soy amigo del doctor.

—¿Es usted médico? No lo parece.

—Me llamo —declaró Poirot, procurando como siempre, que una declaración tan simple hiciera el efecto de un telón al levantarse para empezar la función.

—Me llamo Hércules Poirot.

En esta ocasión produjo la impresión que esperaba. Poirot se había dado cuenta, de vez en cuando, de que los jóvenes de la nueva generación no habían oído hablar nunca de él.

Pero no había duda de que Sheila Grant sí sabía quién era, pues se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir. Sólo pudo mirarlo… mirarlo fijamente.

3

Se dice, justificada o injustamente, que todos tienen una tía en Torquay.

Y se asegura también que todo el mundo tiene por lo menos un primo segundo en Mertonshire. Situado a una razonable distancia de Londres, se celebran en él monterías y se puede pescar y cazar. Hay por aquí varios pueblos pintorescos, pero muy poco engreídos por ello, aunque tienen un buen sistema ferroviario y una nueva autopista que facilita a los motoristas la ida y vuelta a la metrópoli. Los criados ponen más dificultades para ir allí que a otros distritos más rurales de las Islas Británicas. La consecuencia de todo esto es que resulta prácticamente imposible vivir en Mertonshire, a no ser que se disfrute de una renta que pueda expresarse con cuatro cifras; pero con los impuestos y unas cosas y otras, si es de cinco, muchísimo mejor.

Hércules Poirot, como era extranjero, no tenía ningún primo segundo en aquel condado; mas había conseguido hacer un buen número de amistades y no tuvo dificultad en conseguir que alguien le invitara a que hiciera una visita a la región. Además, encontró como anfitrión a una buena señora cuya mayor delicia consistía en ejercitar su lengua hablando de los vecinos. Lo malo de ello estribaba en que Poirot debía resignarse a oír una gran cantidad de cosas acerca de gente que no le interesaba en lo más mínimo, antes de llegar a referirse a lo que le llevaba allí.

—¿Las Grant? Sí; son cuatro chicas. No me extraña que el pobre general no las pueda dominar. ¿Qué puede hacer un hombre con cuatro chicas? —la mano de lady Carmichael se agitó elocuentemente.

—Es verdad —convino Poirot.

La señora continuó:

—Me han dicho que en su regimiento solía mantener una firme disciplina. Pero con esas chicas no puede. Eso no pasaba cuando yo era joven. El viejo coronel Sandys era un ordenancista tan acérrimo, que sus pobres hijas…

(Y aquí una larga disgresión sobre las desgracias de las chicas del coronel Sandys y otras amigas de lady Carmichael).

—Pues verá usted —la dama volvió al tema primitivo—. Yo no digo que haya nada malo en esas jóvenes. Tan sólo buen humor y mucha vitalidad… aunque van con una pandilla nada recomendable. Esa gente no se veía antes por aquí. Ahora vienen tipos bastante extraños. Ya no queda lo que pudiéramos llamar espíritu señorial. Todo es dinero, dinero y dinero. ¡Y hay que ver las cosas que se oyen! ¿Quién dijo usted? ¿Anthony Hawker? Sí, le conozco. Es lo que yo considero un joven desagradable aunque por lo visto está forrado de billetes. Viene a cazar y da fiestas en las que derrocha el dinero. Y también se celebran en su casa reuniones bastante singulares, si es que una va a prestar oído a todo lo que dicen por ahí… No es que yo lo crea, pero ya sabe lo mal pensada que es la gente. Siempre suponen lo peor. Parece que está de moda el decir que una persona bebe o toma drogas. Hace unos días alguien me confesó que las chicas jóvenes son borrachas por inclinación. Yo opino que eso es una indelicadeza. Y, por otra parte, si ven que alguien tiene unas maneras vagas o raras, no dudan en decir: «Drogas». No lo estimo justo. Eso dicen de la señora Larkin y aunque esa mujer no me importa en absoluto, creo que sólo se trata de distracciones que sufre. Es una gran amiga de Anthony Hawker y estoy segura de que por dicha causa les tiene tanta inquina a las hermanas Grant… dice que son unas antropófagas; unas devoradoras de hombres. No me extrañaría que hayan perseguido a más de uno, pero ¿por qué no? Al fin y al cabo es una cosa natural. Y, además, las cuatro tienen buen tipo.

Poirot intercaló una pregunta.

—¿La señora Larkin? Mi querido amigo, no creo que pueda contestar a eso. En estos días no hay manera de saber quién es una persona. Dicen que vive bien y, por lo que se ve, no anda mal de dinero. Su marido era una personalidad en la City. Murió: ella no está divorciada. No hace mucho tiempo que vive aquí; vino poco después de los Grant. Siempre he creído que…

La anciana se detuvo y quedó con la boca abierta, mientras los ojos parecían querer saltar hacia Poirot. Se inclinó hacia delante y golpeó los nudillos del detective con un cortapapeles que tenía en la mano. Y sin hacer caso del gesto de dolor que hizo él exclamó:

—¡Desde luego! ¡Por eso está aquí! Es usted un pícaro solapado. Y no pararé hasta que me lo cuente todo.

—Pero ¿qué es lo que debo contarle?

Lady Carmichael intentó darle otro golpe, pero Poirot lo esquivó hábilmente.

—¡Se parece a una ostra, Hércules Poirot! Ya veo cómo tiemblan sus bigotes. No hay duda de que es un asunto relacionado con algún crimen lo que le ha traído aquí… ¡y me está sonsacando así descaradamente todo lo que sé! Vamos a ver, ¿puede ser asesinato? ¿Quién murió en estos últimos tiempos? Sólo Louisa Gilmore, pero tenía ochenta y cinco años y, además, padecía hidropesía. No puede ser ella. El pobre Leo Staverton se rompió el cuello en una cacería y ahora va escayolado hasta la cabeza… éste tampoco puede ser. Tal vez no se trate de asesinato. ¡Qué lástima! No me acuerdo de que haya ocurrido un buen robo de joyas últimamente… Quizás está usted persiguiendo a un criminal… ¿Es Beryl Larkin? ¿Envenenó a su marido? Puede ser que los remordimientos sean la causa de que tenga esas maneras vagas.

—Madame, madame —exclamó Hércules Poirot—. Va demasiado de prisa.

—¡Tonterías! Usted se propone algo.

—¿Está familiarizada con los clásicos, madame?

—¿Qué tienen que ver los clásicos con todo esto?

—Pues verá usted. Estoy emulando a mi ilustre predecesor Hércules. Uno de los «trabajos» que llevó a cabo fue la doma de los caballos de Diomedes.

—No me diga que ha venido a domar caballos; a su edad… y con esos zapatos de charol que siempre lleva. No creo que haya montado a caballo en su vida.

—Los caballos, madame, son simbólicos. Eran caballos salvajes que comían carne humana.

—¡Qué mal gusto! Opino que los antiguos griegos y romanos tenían muy mal gusto. No sé por qué los clérigos tienen tanta afición a los clásicos. Los citan a cada dos por tres; de una parte nunca sabes qué es lo que quieren decir y, por otra, me parece que el tema principal de todo lo clásico es impropio para gente de iglesia. La literatura demasiado pecaminosa… y todas estas estatuas sin una mala prenda encima. Y no es que yo haga mucho caso de ello, pero ya sabe cómo se enfadan los pastores de nuestras iglesias cuando ven entrar a una chica que no lleva medias… Veamos, ¿dónde estaba?

—No se lo puedo decir.

—Supongo, miserable, que no querrá confesar si la señora Larkin envenenó a su marido. ¿O tal vez Anthony Hawker es el asesino del baúl de Brington?

Miró al detective como si esperara que éste le hiciera alguna confidencia, pero la cara de Poirot permaneció impasible.

—Puede tratarse de una falsificación —especuló lady Carmichael—. Hace unos días vi a la señora Larkin en el Banco. Acababa de cobrar un cheque de cincuenta libras, y me pareció entonces una cantidad demasiado elevada para cobrarla en efectivo. No: no es eso… si hubiera sido una falsificadora hubiera ingresado el cheque en su cuenta, ¿verdad? Oiga, Hércules Poirot; si se queda ahí callado, mirándome como una lechuza, le tiro algo a la cabeza.

—Debe tener usted un poco de paciencia —dijo el detective.

4

Ashley Lodge, la residencia del general Grant, no era una casa de grandes dimensiones. Estaba situada en la ladera de una colina; tenía buenos establos y un jardín bastante descuidado.

Su interior estaba, como diría un corredor de fincas, «completamente amueblado». Panzudos Budas contemplaban a los visitantes desde diversas hornacinas. Bandejas y mesas de bronce de Benarés ocupaban la mayor parte del espacio disponible. Procesiones de elefantes adornaban las repisas de las chimeneas y afiligranados trabajos de bronce colgaban de las paredes.

En mitad de este hogar angloindio estaba sentado el general Grant, ocupando un raído sillón, mientras una de sus piernas, envuelta en vendajes, reposaba en otra silla.

—Gota —explicó—. ¿No tuvo nunca gota, señor… ejem… Poirot? ¡Le despierta a cualquiera un genio de mil diablos! Mi padre tuvo la culpa. Bebió Oporto toda su vida… igual que mi abuelo; y entre los dos me hicieron la pascua. ¿Quiere usted una copa? Toque esa campanilla para que acuda mi asistente.

Apareció un criado tocado con un turbante. El general Grant se dirigió a él llamándole Abdul, y le ordenó que trajera el whisky y un sifón. Cuando volvió el sirviente, su amo vertió una ración tan generosa que Poirot se vio obligado a protestar.

—Siento no poder acompañarle, señor Poirot —el hombre miró con tristeza el vaso—. El «wallah» médico me ha dicho que es veneno para mí. No creo que sea para tanto. Los médicos son unos ignorantes. Parece como si disfrutaran de privar a un hombre de lo que le gusta, tanto de comer como de beber. Y permite solamente que tome una porquería como es el pescado hervido. ¡Pescado hervido… puaf!

Indignado, el general movió su pie enfermo, lo que le hizo lanzar un alarido de agonía y dolor y algunas fuertes expresiones.

Pidió perdón por su léxico.

—Me siento como un oso con dolor de cabeza. Mis chicas dejan el campo libre cuando tengo uno de los ataques de gota. No creo que deba recriminarles por ello. He oído decir que conoce usted a una de ellas.

—Si; he tenido ese gusto. ¿Tiene usted varias hijas?

—Cuatro —replicó el general lúgubremente—. Ni un chico entre ellas. Cuatro deslumbrantes muchachas. En estos días constituyen un problema.

—Tengo entendido que todas son encantadoras.

—No están mal del todo… no están mal. Pero nunca puedo saber qué es lo que se proponen. No se puede dominar a las muchachas en estos tiempos. Son tiempos de indisciplina… demasiada libertad. ¿Qué puede hacer uno? No puedo encerrarlas, ¿no le parece?

—Supongo que gozarán de popularidad entre el vecindario.

—Algunas de las viejas no las pueden ver —dijo el viejo militar—. Hay mucho borrego disfrazado de cordero por estos alrededores. Uno debe tener cuidado. Casi me pesca una de esas viudas de ojos azules. Solía rondar por aquí, ronroneaba como un gato… «¡Pobre general Grant… qué vida tan interesante ha debido pasar!» —el general levantó un dedo y se lo aplicó a la nariz—. Es demasiado descaro, señor Poirot. Pero, al fin y al cabo, éste es un rincón del mundo que no está del todo mal. Me gustaba el campo cuando se vivía en el campo… sin automóviles, ni jazz, ni la vociferante y latosa radio. Jamás permití que instalaran una en casa. Un hombre tiene perfecto derecho a gozar de un poco de paz en su propio hogar.

Suavemente, Poirot condujo la conversación hasta que se refirió a Anthony Hawker.

—¿Hawker? ¿Hawker? No le conozco. Sí; sí le conozco. Un tipo de aspecto asqueroso; tiene los ojos demasiado juntos. No se fíe de nadie que sea incapaz de mirarle a la cara.

—Es amigo de su hija Sheila, ¿verdad?

—¿De Sheila? No lo sabía. Las chicas nunca me dicen nada —arrugó el entrecejo, mientras los ojos azules y penetrantes miraban sin pestañear a Hércules Poirot—. Oiga, señor Poirot, ¿a qué viene todo esto? ¿Tendría inconveniente en decirme para qué ha venido a verme?

Poirot contestó lentamente:

—Eso va a ser un poco difícil… tal vez ni yo mismo lo sepa. Sólo le diré esto: su hija Sheila y quizá todas sus hijas tienen amistades poco recomendables.

—Se han unido a una pandilla de sinvergüenzas, ¿verdad? Algo me temía yo. He oído algunas cosas por ahí —miró patéticamente a Poirot—. Pero ¿qué he de hacer yo, señor Poirot? ¿Qué he de hacer yo?

El detective sacudió perplejo la cabeza.

El general Grant prosiguió:

—¿Y qué es lo que pasa con esa pandilla a la que se han juntado?

Poirot contestó con otra pregunta:

—¿No ha notado, general, si alguna de sus hijas ha estado caprichosa y excitada… y luego deprimida, nerviosa y de un talante…?

—¡Maldita sea! Habla usted como si fuera médico. No; no me di cuenta de nada de todo eso.

—Menos mal —dijo Poirot con gravedad.

—¿Qué diablos significa todo eso, caballero?

—¡Drogas!

—¿Qué?

La palabra pareció un rugido.

Poirot prosiguió:

—Se ha intentado convertir a su hija Sheila en una adicta de las drogas. El hábito se adquiere rápidamente. Una semana o dos son suficientes. Cuando una persona se habitúa a ellas es capaz de pagar y hacer cualquier cosa, con tal de conseguir nuevas dosis. Puede imaginarse qué sabrosos resultados económicos conseguirá el encargado de repartirlas.

Escuchó en silencio las palabrotas que con furia y en voz baja salían de los labios del general. Luego, cuando se aquietó algo, con una final y escogida descripción de lo que él, el general, haría con aquel perro tiñoso, si lo cogiera, Hércules Poirot observó:

—Primero, como dicen ustedes por aquí, tenemos que coger la liebre. Una vez que hayamos atrapado al que distribuye la droga, tendré mucho gusto en entregárselo, general.

Se levantó; tropezó con una mesilla profusamente labrada y recobró el equilibrio asiéndose al general.

—Mil perdones —murmuró—. Debo rogarle… entiéndame bien, le ruego que no diga nada de esto a sus hijas.

—¿Qué? Voy a hacer que me digan la verdad, ¡eso es lo que haré!

—Eso es precisamente lo que usted no debe hacer. Todo lo que conseguirá será una sarta de mentiras.

—Pero ¡maldita sea…!

—Le aseguro, general Grant, que lo mejor para usted es no decir nada. Es necesario… ¿comprende? ¡Necesario!

—Bueno; lo haré si ése es su gusto —gruñó el veterano.

Había sido dominado, pero no convencido.

Hércules Poirot caminó con sumo tiento por entre los bronces indios y salió de allí.

5

El salón de la señora Larkin estaba lleno de gente.

La propia dueña de la casa estaba preparando combinados en una mesilla auxiliar. Era una mujer alta, de pelo castaño claro, recogido sobre la nuca. Sus ojos tenían un matiz más bien verde que gris, con grandes y negras pupilas. Sus movimientos eran fáciles, con una especie de gracia siniestra. Parecía tener poco más de treinta años. Sólo un examen más detenido revelaba las arrugas que se le formaban junto a los ojos. Aquello denunciaba que, por lo menos, tenía diez años más de lo que aparentaba.

Hércules Poirot había sido llevado allí por una señora de mediana edad, amiga de lady Carmichael. El detective se vio de pronto con un combinado en la mano, mientras se le indicaba que llevara otro a una muchacha que estaba sentada junto a la ventana. La chica era de baja estatura y rubia. Tenía la cara sonrosada y de sospechosa expresión angelical. Sus ojos, según apreció Poirot en seguida, parecían estar alerta.

—A su eterna salud, mademoiselle —brindó el detective.

Ella inclinó la cabeza y bebió.

Luego dijo repentinamente:

—Usted conoce a mi hermana.

—¿Su hermana? ¿Es usted, entonces, una de las hermanas Grant?

—Soy Pam Grant.

—¿Y dónde está su hermana hoy?

—Ha salido de cacería. Debe regresar dentro de poco.

—Conocí a su hermana en Londres.

—Ya lo sabía.

—¿Se lo dijo ella?

Pam Grant asintió y preguntó:

—¿Se encontraba en algún apuro?

—¿Pero es que no se lo contó todo?

La muchacha sacudió la cabeza.

—¿Estaba allí Tony Hawker? —preguntó.

Antes de que Poirot pudiera contestar se abrió la puerta y entraron Hawker y Sheila Grant. Ambos vestían equipo de caza y ella llevaba una mancha de barro en una de sus mejillas.

—Hola, amigos; venimos por una copa. El frasco de Tony está seco por completo.

Poirot murmuró:

—Hablando del ruin de Roma…

Pam Grant replicó:

—Más que ruin.

—¿Esas tenemos? —comentó secamente Poirot.

Beryl Larkin se adelantó.

—¿Ya estás aquí, Tony? Cuéntame cómo ha ido todo. ¿Habéis batido el matorral de Gelert?

Diestramente se lo llevó hacia un sofá situado al lado de la chimenea. Poirot vio cómo el joven volvía la cabeza y miraba a Sheila, antes de seguir a la señora Larkin.

Sheila había visto al detective. Titubeó durante unos instantes, pero luego se dirigió hacia donde estaban él y su hermana.

—¿Fue usted, entonces, quien estuvo ayer en casa? —le preguntó de súbito.

—¿Se lo ha dicho su padre?

Ella negó con la cabeza.

—Abdul lo descubrió. Yo… me figuré…

Pam intervino:

—¿Fue usted a hablar con papá?

—Pues… sí —respondió Poirot—. Tenemos… varios amigos comunes.

—No lo creo —dijo Pam con sequedad.

—¿Qué es lo que no cree? ¿Que su padre y yo tenemos amigos comunes?

La muchacha se ruborizó.

—No sea estúpido. Quería decir… que ésa no fue, en realidad, la razón de su visita…

Se dirigió a su hermana:

—¿Por qué no dices nada, Sheila?

La joven pareció sobresaltarse.

—¿No tenía… nada que ver con Tony Hawker? —preguntó.

—¿Por qué tenía que ser así? —replicó Hércules Poirot.

Sheila enrojeció y sin replicar se dirigió hacia donde estaban los demás invitados.

Con súbita vehemencia, pero en voz baja, Pam contestó:

—No me gusta Tony Hawker. Tiene… un aire siniestro; y ella también. Me refiero a la señora Larkin. Mírelos ahora.

Poirot siguió la mirada de la joven.

La cabeza de Hawker estaba junto a la de la señora Larkin. Parecía que el joven trataba de apaciguarla. La voz de la mujer se oyó durante un instante.

—… pero no puedo esperar. Lo quiero ahora.

Poirot comentó mientras sonreía:

Les femmes… sea lo que sea… lo quieren todo en seguida, ¿verdad?

Pero Pam Grant no contestó. Tenía la cabeza inclinada y, con mano nerviosa, se alisaba la falda una y otra vez.

El detective murmuró:

—Usted es completamente diferente de su hermana, mademoiselle.

Ella levantó la cabeza, como si le causaran impaciencia las trivialidades.

—Monsieur Poirot, ¿qué es lo que Tony le está dando a Sheila? ¿Qué es lo que la está volviendo… diferente?

El detective miró con fijeza.

—¿No ha tomado nunca drogas, señorita Grant? —preguntó.

La joven sacudió la cabeza.

—¡Oh, no! ¿Es eso? ¿Drogas? Es una cosa peligrosa.

En aquellos momentos, con una copa en la mano, llegaba hasta ellos Sheila Grant.

—¿Qué es peligroso? —preguntó.

—Estamos hablando de los peligros que encierra el hábito de las drogas. De la muerte lenta que sufre el cuerpo y el alma, de la destrucción de todo lo que hay de bueno y hermoso en un ser humano —dijo Poirot.

Sheila Grant contuvo el aliento. La mano que sostenía la copa tembló y el licor se derramó por el suelo.

El detective prosiguió:

—Creo que el doctor Stoddart ya le hizo ver claramente qué representa esa muerte lenta… Es muy fácil de hacer… pero dificilísimo de deshacer. La persona que deliberadamente se aprovecha de la degradación y la miseria de los demás es como un vampiro.

Dio la vuelta y se alejó. Detrás de él oyó como Pam decía:

—¡Sheila!

Y un susurro… un ligero susurro… de Sheila Grant. Fue tan leve que a duras penas pudo oír lo que decían:

—El frasco…

Hércules Poirot se despidió de la señora Larkin y salió al vestíbulo. Sobre la mesa se veía un frasco, a manera de cantimplora, junto a un látigo y un sombrero. El detective lo cogió y vio que llevaba las iniciales «A.H.».

—¿Estará vacío el frasco de Tony? —murmuró Hércules Poirot.

Lo sacudió ligeramente. No parecía que contuviera licor. Desenroscó el tapón.

El frasco de Tony Hawker no estaba vacío. Estaba lleno… de polvo blanco…

6

Hércules Poirot conversaba con una muchacha en la terraza de la finca de lady Carmichael.

—Es usted muy joven, mademoiselle —dijo el detective—. Estoy convencido de que, en realidad, nunca ha sabido lo que estaba haciendo; y sus hermanas tampoco. Se han estado alimentando de carne humana como las yeguas de Diomedes.

Sheila se estremeció y exhaló un suspiro.

—Es terrible si se considera así. ¡Y sin embargo, es verdad! Nunca me di cuenta de ello hasta aquella noche en Londres, cuando me habló el doctor Stoddart. Fue tan sincero… y lo expuso con tanta seriedad… Entonces vi claro cuan perverso era lo que había estado haciendo… Antes de ello, yo creía que… era una cosa como beber en horas prohibidas… algo que la gente estaba dispuesta a pagar; pero que no tenía ninguna consecuencia fatal.

—¿Y ahora? —preguntó Poirot.

—Haré lo que me ordene —contestó Sheila Grant—. Hablaré con las otras —y añadió—: No creo que el doctor Stoddart quiera volver a dirigirme la palabra.

—Al contrario —dijo el detective—. Tanto el doctor Stoddart como yo estamos dispuestos a ayudarla en todo lo que podamos. Puede tener usted confianza en nosotros. Pero hay que hacer una cosa. Hay una persona que debe ser destruida, aniquilada por completo; y sólo usted y sus hermanas pueden lograrlo. Las pruebas que pueden presentar ustedes cuatro constituyen el único medio para poder condenarla.

—¿Se refiere usted… a mi padre?

—A su padre no, mademoiselle. ¿No le he dicho nunca que Hércules Poirot lo sabe todo? La fotografía de usted fue fácilmente identificada por la policía. Usted es Sheila Kelly… una joven reincidente ladrona de establecimientos comerciales, que fue enviada a un reformatorio hace algunos años. Cuando salió del reformatorio conoció a un nombre que se hacía llamar general Grant y que le ofreció este empleo… el empleo de «hija». Le prometió mucho dinero; mucha diversión y una vida fácil. Todo lo que debía hacer usted era introducir el uso del «rapé» entre sus amigos, pretendiendo siempre que se lo había dado otra persona. Sus «hermanas» estaban en el mismo caso.

Hizo una pausa.

—Vamos, mademoiselle —prosiguió—. Ese hombre debe ser desenmascarado y sentenciado. Después…

—Sí. Y después, ¿qué?

Poirot tosió y dijo, mientras sonreía:

—Será usted dedicada al servicio de los dioses…

7

Michael Stoddart miró asombrado a Poirot.

—¿El general Grant? ¿Es posible?

—Precisamente, mon chéri. Como dijo usted, toda la mise en scéne era demasiado artificiosa. Los Budas, los bronces de Henares y el criado indio. ¡Y también la gota! Es una enfermedad pasada de moda. Sólo la tienen los caballeros de mucha edad; no el padre de unas muchachas de diecinueve años.

»Pero, además —continuó—, quise asegurarme de ello. Cuando me levanté para irme, hice como si tropezara, y para sostenerme me cogí al pie enfermo del general. Tan perturbado estaba el hombre por lo que acababa de decir, que ni siquiera se dio cuenta de ello. Sí; es demasiado artificial ese general. Tout de méme, fue una idea ingeniosa. El coronel angloindio retirado del servicio activo; un conocidísimo tipo de comedia que sufre del hígado y tiene un genio pésimo. Pero fue a residir, no entre otros oficiales del ejército, sino a un milieu demasiado caro para cualquier militar retirado. Donde había gente rica, de Londres; un excelente mercado para colocar la «mercancía». ¿Y quién iba a sospechar de cuatro vivarachas y atractivas muchachas? Si algo se descubría serían condenadas como víctimas… De eso podía estar seguro.

—¿Cuál era su propósito cuando fue a visitar al general? ¿Quería ponerle sobre aviso?

—Sí. Deseaba ver qué era lo que sucedería. No tuve que esperar mucho. Las chicas recibieron órdenes. Anthony Hawker, que era una de sus víctimas, debía de ser quien pagara las consecuencias. Sheila debía hablarme del frasco que Tony dejó en el vestíbulo. Casi no tuvo ocasión de hacerlo… pero la otra muchacha lanzó un colérico «¡Sheila!», y ésta justamente pudo balbucear la advertencia que me destinaba.

Michael Stoddart se levantó y empezó a pasear por la habitación.

—Sepa usted que no voy a perder de vista a esa chica. He formado una buena teoría sobre las tendencias criminales de los adolescentes: Si se fija usted en la vida hogareña de cualquier familia, casi siempre encontrará…

Poirot le interrumpió:

Mon chér! —dijo—, profeso el más profundo respeto por su ciencia. Y no tengo ninguna duda de que sus teorías darán un resultado admirable, por lo que respecta a la señorita Sheila Kelly.

—Y a las demás también.

—Las demás, tal vez. Puede ser. De la única de que estoy seguro es de la pequeña Sheila. La domará, no lo dude. A decir verdad, ya come en su mano…

Michael Stoddart se ruborizó y dijo:

—¡Qué sarta de tonterías está usted diciendo, Poirot!