Capítulo VII

El toro de Creta

1

Hércules Poirot miró a su visitante. Ante él tenía una cara en la que destacaba una barbilla agresiva; unos ojos más bien grises que azules y un pelo negrísimo. Unas facciones propias de la Grecia clásica.

Se fijó en la buena hechura del traje, un tanto usado, que ella llevaba; en el raído bolso de mano y en la inconsciente arrogancia que tenía en sus maneras, tras la excitación patente que embargaba a la joven.

El detective pensó:

«Sí; toda una señora rural… pero sin blanca. Le debe haber ocurrido algo extraño para que acuda a mí».

Diana Maberly habló con voz que tembló ligeramente.

—No… no sé si podrá usted ayudarme, monsieur Poirot. Se trata… de una situación verdaderamente extraordinaria.

—¿De veras? —animó Poirot—. Cuéntemelo todo.

—He venido a verle porque no sé qué hacer —le dijo ella—. No sé, siquiera, si se puede hacer algo.

—¿Me permite que sea yo quien juzgue ese punto?

El color subió de pronto a las mejillas de la joven. Con rapidez y casi sin aliento, dijo:

—He acudido a usted porque el hombre a quien estaba prometida desde hace poco más de un año, ha roto nuestro compromiso.

Se detuvo y lo miró desafiante.

—Debe usted pensar —añadió— que no estoy bien de la cabeza.

Poirot sacudió la suya con lentitud.

—Al contrario, señorita. No tengo ninguna duda de que es usted muy inteligente. Desde luego, mi mótier en la vida no es pacificar riñas de enamorados, y yo sé muy bien que está usted perfectamente enterada de ello. Por lo tanto, debe existir algo muy raro en esa ruptura de compromiso. Es eso, ¿verdad?

La muchacha asintió, y con voz clara y precisa, dijo

—Hugh rompió nuestro compromiso porque piensa que se va a volver loco. Cree que los locos no deben casarse.

Hércules Poirot levantó un poco las cejas.

—¿Y no está usted de acuerdo?

—No lo sé… Al fin y al cabo, ¿qué es estar loco? Todos lo estamos un poco.

—Eso dicen —convino con cautela.

—Sólo cuando uno empieza a imaginarse que es un huevo escalfado o algo parecido, es cuando deben encerrarlo.

—¿Y su novio no ha llegado a tal extremo?

—Yo no advierto nada extraño en Hugh. ¡Es la persona más cuerda que conozco! Formal… sensato…

—Entonces, ¿qué es lo que le hace pensar que se está volviendo loco? —Poirot hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Tal vez se han dado casos de demencia en la familia?

Como si le repugnara hacerlo, Diana inclinó la cabeza en mudo asentimiento.

—Creo que su abuelo estuvo algo chiflado y alguna que otra tía abuela. Pero ya sabe que en casi todas las familias pasan esas cosas. Algunos son medio tontos y otros demasiado listos.

Sus ojos tenían una expresión suplicante.

Hércules Poirot sacudió la cabeza con tristeza.

—Lo siento mucho por usted, mademoiselle.

La joven adelantó la barbilla y exclamó:

—¡No quiero que me compadezca! ¡Lo que quiero es que haga algo!

—¿Y qué desea de mí?

—No lo sé… pero hay en todo esto alguna cosa que no es normal.

—¿Quiere usted contarme, mademoiselle, todo lo referente a su novio?

Diana habló con rapidez.

—Se llama Hugh Chandler y tiene veinticuatro años. Su padre es el almirante Chandler. Viven en Lyde Manor, una finca que pertenece a la familia desde los tiempos de la reina Isabel. Hugh es hijo único. Ingresó en la Marina, pues todos los Chandler han sido marinos; es una especie de tradición familiar, desde que sir Gilbert Chandler navegó con sir Walter Raleigh en mil quinientos y pico. Hugh se alistó en la Armada como si ello fuera algo inevitable. Su padre no hubiera consentido otra cosa. Y sin embargo, fue su propio padre quien insistió en que renunciara a dicha carrera.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace casi un año. Todo fue muy repentino.

—¿Estaba Hugh Chandler contento de su profesión?

—Por completo.

—¿No hubo escándalo de ninguna especie?

—¿Promovido por Hugh? Ninguno. Progresaba en su carrera y no pudo comprender la actitud de su padre.

—¿Y qué razón dio el almirante Chandler?

—En realidad, nunca dio ninguna. Dijo que era necesario que Hugh aprendiera a administrar su hacienda; pero eso sólo fue un pretexto. Hasta George Frobisher se dio cuenta de ello.

—¿Quién es George Frobisher?

—El coronel Frobisher; el más viejo amigo del almirante y padrino de Hugh. Pasa largas temporadas en el Manor.

—¿Qué opinó el coronel Frobisher acerca de la determinación tomada por su amigo?

—Se quedó sin saber qué decir. No lo entendió en absoluto. Ni nadie llegó a comprenderlo.

—¿Ni siquiera Hugh Chandler?

Diana tardó unos instantes en contestar y Poirot aprovechó la pausa para continuar:

—Tal vez, entonces, quedara asombrado; pero ahora… ¿no opina nada? ¿Nada en absoluto?

La joven dijo con timidez:

—Hace una semana… me confesó… que… que su padre tenía razón. Que era la única cosa que podía hacer.

—¿Le preguntó la causa de ello?

—Desde luego. Pero no quiso decírmelo pese a mi insistencia.

Hércules Poirot reflexionó unos momentos y luego preguntó:

—¿Han ocurrido cosas insólitas en la comarca donde viven? ¿Cosas que tal vez empezaron hace un año? ¿Algo que dio motivo a gran cantidad de habladurías y conjeturas pueblerinas?

—No sé a qué se refiere —replicó ella con rapidez.

—Sería mejor que me lo contara sin ocultarme nada.

—No hubo nada… nada de lo que usted se imagina.

—¿De qué clase entonces?

—¡Creo que es usted odioso! A menudo suceden cosas raras en el campo. Venganza… o el tonto del pueblo… o alguien.

—¿Qué ocurrió?

La joven contestó de mala gana:

—Hubo cierto revuelo acerca de unas ovejas… aparecieron con el cuello cortado. ¡Oh, fue horrible! Pero todas ellas pertenecían a un granjero que tiene fama de tacaño. La policía creyó que se trataba de alguien que le tenía ojeriza.

—¿No cogieron al que lo hizo?

—No.

Y la chica añadió furiosamente:

—Pero si piensa usted que…

Poirot levantó una mano y observó:

—No tiene usted idea de lo que estoy pensando. Dígame, ¿consultó su novio con un médico?

—No. Estoy segura de que no lo hizo; me lo hubiera dicho.

—¿Acaso no era lo mejor que podía hacer?

Diana replicó despacio:

—No quiere… Aborrece a los médicos.

—¿Y su padre?

—No creo que su padre tenga mucha fe en ellos. Dice que son una pandilla de charlatanes y negociantes.

—¿Y qué tal aspecto tiene el almirante? ¿Se encuentra bien? ¿Es feliz?

La joven contestó con voz baja:

—Ha envejecido terriblemente en… en…

—¿En un año?

—Sí. Es una ruina… una sombra de lo que fue antaño.

Poirot asintió.

—¿Aprobaba el noviazgo de su hijo?

—Oh, sí. Las tierras de mi familia lindan con las suyas. Hemos vivido allí durante generaciones. Se alegró muchísimo cuando Hugh y yo nos prometimos.

—Y ahora, ¿qué dijo cuando se enteró de que había roto el compromiso?

La voz de la muchacha tembló.

—Le encontré ayer por la mañana. Estaba mortalmente pálido. Me cogió las manos entre las suyas y me dijo: «Ya sé que esto es muy duro para ti, hija mía. Pero el chico hace lo que debe… la única cosa que puede hacer».

—Y, por lo tanto —comentó Poirot—, acude usted a mí.

Ella asintió.

—¿Puede usted hacer algo? —preguntó desasosegada.

—No lo sé —replicó el detective—. Pero, por lo menos, puedo ir allí y verlo todo personalmente.

2

El aspecto físico de Hugh Chandler fue lo que más impresionó a Poirot. Alto, magníficamente proporcionado, con un formidable pecho, anchas espaldas y cabellera de matiz leonado. Se veía que rebosaba fuerza y vitalidad.

Al llegar Diana a su casa, junto con Poirot, telefoneó inmediatamente al almirante Chandler y a continuación ella y el detective se dirigieron a Lyde Manor, donde encontraron el té esperándolos en la terraza, y con el té, a tres hombres. Allí estaba el almirante de pelo blanco, envejecido; con los hombros encorvados como si soportaran una carga excesiva; de ojos oscuros y angustiados. Su amigo, el coronel Frobisher, ofrecía un fuerte contraste con él. Un hombrecillo reseco y fuerte, de pelo rojizo que blanqueaba en las sienes. Inquieto, irascible, arisco como un fox terrier, y con un par de ojillos en los que brillaba la astucia. Tenía la costumbre de fruncir las cejas al tiempo que inclinaba y adelantaba la cabeza, mientras miraba con aquellos ojos sagaces a su interlocutor. El otro hombre era Hugh.

—Buen ejemplar, ¿verdad? —dijo el coronel Frobisher.

Habló en voz baja al darse cuenta de que Poirot contemplaba detenidamente al joven.

El detective asintió con la cabeza. Estaba sentado junto a Frobisher. Los otros tres habían colocado sus sillas al extremo opuesto de la mesa y conversaban animadamente, aunque de una forma algo artificiosa.

—Sí; es magnífico —murmuró Hércules Poirot—. Magnífico… Un toro joven. Puede decirse que es el toro dedicado a Poseidón… Un perfecto ejemplar de vigorosa masculinidad.

—Parece bastante robusto, ¿verdad?

Frobisher suspiró. Sus agudos ojillos se volvieron y contemplaron a Hércules Poirot. Al cabo de un rato, dijo:

—Sé quién es usted y a qué se dedica.

—No es ningún secreto.

Poirot agitó una mano con gesto majestuoso. Pareció dar a entender que no «viajaba de incógnito», sino bajo su verdadero nombre.

Después de unos instantes, Frobisher preguntó

—¿Le ha traído la muchacha para que se encargue… del asunto?

—¿Del asunto?

—Lo del joven Hugh… Sí; ya veo que lo sabe todo. Mas lo que no acabo de comprender es por qué acudió la chica a usted… Tal vez no pensó que estas cosas caen fuera de su esfera de acción; que un médico estaría mucho más indicado.

—Yo me encargo de todo lo que se presente… Se sorprendería usted si supiera de la diversidad de casos en que he intervenido.

—Lo que quise decir es que no comprendo del todo qué espera ella de usted.

—La señorita Maberly es una luchadora tenaz —dijo Poirot.

El coronel Frobisher hizo un caluroso gesto de asentimiento.

—Sí; lo es. Una chica excelente. No se rinde jamás; pero de todas formas, ya sabe usted que hay cosas contra las que no es posible luchar…

Su cara tomó de pronto una expresión envejecida y cansada.

Poirot bajó la voz todavía más y murmuró discretamente:

—Tengo entendido que se han dado casos de demencia en la familia, ¿no es eso?

El otro asintió.

—Algún caso de vez en cuando —dijo—. Por lo general, media una generación o dos entre ellos. El abuelo de Hugh fue el último.

Poirot dirigió una rápida mirada hacia donde estaban los otros tres. Diana llevaba la conversación, riéndose y haciendo burla de Hugh. Cualquiera hubiera asegurado que ninguno de ellos tenían la menor congoja que los turbara.

—¿En qué forma se presenta la locura? —preguntó suavemente el detective.

—El abuelo se volvió loco furioso al final. Hasta los treinta años no dio señal alguna de ello… era perfectamente normal. Pero luego empezó a volverse loco. Hasta que la gente se dio cuenta de ello y gran cantidad de rumores empezaron a circular por ahí. Después ya se contó que estaban ocurriendo cosas que se trataba de ocultar. Bueno —se encogió de hombros—, acabo más loco que un cencerro. ¡Pobre diablo! Pero tenía manías homicidas y tuvieron que encerrarlo.

Hizo una corta pausa y luego continuó:

—Creo que vivió muchos años… Eso es lo que teme Hugh. Por ello no quiere que le vea un doctor. Tiene miedo de que lo encierren para toda la vida. No lo censuro por ello, pues yo pensaría igual si me encontrara en su situación.

—¿Y qué dice el almirante Chandler?

—Esto le ha destrozado por completo —contestó Frobisher con sequedad.

—¿Está muy encariñado con su hijo?

—Por completo. Su mujer pereció en un accidente marítimo cuando el muchacho tenía solamente diez años. Desde entonces no vivió más que para su hijo.

—¿Quería mucho a su esposa?

—La adoraba. No solamente él, sino todos los que la conocían. Era… una de las mujeres más agradables que he conocido en mi vida —calló durante unos instantes y después preguntó repentinamente—: ¿Le gustaría ver su retrato?

—Me encantaría.

Frobisher empujó hacia atrás la silla y se levantó. Con voz alta anunció:

—Charles, voy a enseñarle unas cuantas cosas al señor Poirot. Es un entendido en la materia.

El almirante levantó una mano con gesto vago. Frobisher cruzó la terraza y Poirot lo siguió. La cara de Diana se despojó por un instante de su máscara alegre y pareció expresar una pregunta llena de congoja. Hugh levantó también la cabeza y miró fijamente al hombrecillo de los negros mostachos.

El detective entró en la casa junto con Frobisher. Al principio le pareció todo tan oscuro, debido al súbito cambio desde la brillante luz del sol, que con dificultad pudo distinguir las cosas. Pero se dio cuenta de que la casa estaba llena de objetos antiguos y hermosos.

El coronel Frobisher le condujo hasta la Galería de Pinturas. De las artesonadas paredes pendían los retratos de los Chandler desaparecidos hacía ya tiempo. Caras austeras y alegres; hombres vestidos de etiqueta o con uniforme de marino. Mujeres engalanadas.

Frobisher se detuvo ante un retrato, al final de la Galería.

—Pintado por Orpen —dijo… ásperamente.

Representaba la figura de una mujer de alta estatura, que con una mano sujetaba el collar de un galgo. Tenía el cabello de color castaño claro y una expresión de radiante vitalidad.

—El muchacho es su vivo retrato —comentó el coronel—. ¿No lo cree usted?

—En algunas cosas, sí.

—El chico no tiene su delicadeza, desde luego… ni su femineidad. Es una edición masculina… pero en todas las partes esenciales… —su voz se quebró—. Lástima que heredara de los Chandler la única cosa sin la cual hubiera ido mejor…

Ambos guardaron silencio. El aire alrededor de ellos parecía tener un hálito de melancolía. Como si los difuntos Chandler lamentaran la tara que llevaban en la sangre y que sin saberlo se pasaba de unos a otros…

Hércules Poirot volvió la cabeza para mirar a su acompañante. George Frobisher contemplaba todavía a la hermosa mujer del cuadro. Y el detective dijo con tono suave:

—¿La conocía íntimamente…?

Frobisher balbuceó:

—Siempre estábamos juntos cuando éramos niños. Luego me destinaron al Ejército en la India, como subalterno… Ella tenía entonces dieciséis años, y cuando regresé… se había casado con Charles Chandler.

—¿Lo conocía también a él?

—Charles es uno de mis más viejos amigos. Es mi mejor amigo y siempre lo ha sido.

—¿Después que se casaron… los veía a menudo?

—Solía pasar aquí casi todos mis permisos. Esta casa ha sido para mí como un segundo hogar. Charles y Caroline siempre me tenían preparada una habitación —enderezó los hombros, y de pronto adelantó la cabeza con aire belicoso—. Por eso estoy ahora aquí; para ayudar en lo que haga falta. Si Charles tuviera necesidad de mí… Aquí me tendrá.

La sombra de la tragedia se cernió otra vez sobre ellos.

—¿Qué opina usted… acerca de todo esto? —preguntó Poirot.

Frobisher se mantuvo erguido. Sus cejas se abatieron sobre los ojos.

—Creo que cuanto menos se hable de ello, mejor. Y para serle franco, no sé qué es lo que hace usted aquí, señor Poirot. No veo la razón de que Diana le trajera.

—¿Está usted enterado de que ha sido roto el compromiso entre Diana y Hugh Chandler?

—Sí; ya lo sabía.

—¿Y conoce la razón de ello?

Frobisher replicó con sequedad:

—No tengo ni la menor idea. Los jóvenes arreglan estas cosas entre ellos. No debe uno mezclarse.

—Hugh le dijo a Diana que no tenía ningún derecho a casarse con ella, porque iba a volverse loco.

Vio cómo el sudor perlaba la frente de Frobisher.

—¿Es que no hay más remedio que hablar de este maldito asunto? —exclamó el coronel—. ¿Qué cree usted que puede hacer? Hugh se ha portado como debía. No tiene la culpa de ello; es herencia… gérmenes embrionarios… células cerebrales… Pero una vez que el chico lo ha sabido, ¿qué otra cosa podía hacer más que romper el compromiso? Es algo que debe llevarse a cabo, tanto si se quiere como si no.

—Si pudiera llegar a convencerme de ello…

—Fíese de lo que le he dicho.

—Pero si no me ha dicho nada.

—Ya le advertí que no quería hablar de esto.

—¿Por qué obligó el almirante Chandler a su hijo a que abandonara la armada de tan súbita manera?

—Porque no podía hacer otra cosa.

—Pero ¿por qué razón?

Frobisher sacudió obstinadamente la cabeza.

Poirot murmuró:

—¿Tuvo algo que ver con unas cuantas ovejas que aparecieron degolladas?

El otro habló con acento colérico.

—Por lo visto ya oyó hablar de ello.

—Diana me lo dijo.

—Esa chica hubiera hecho mejor cerrando la boca.

—Pues ella no cree que esto sea conclusivo.

—No sabe nada.

—¿Qué es lo que no sabe?

De mala gana y con enfado, Frobisher contestó:

—Está bien; ya que de todas formas ha de enterarse… Cierta noche, Chandler oyó un ruido y pensó que alguien había entrado en la casa. Salió a ver qué ocurría y se encontró con que la luz de la habitación de su hijo estaba encendida. Chandler entró y vio a Hugh dormido en la cama; profundamente dormido, sin desvestir. Tenía las ropas llenas de sangre y el lavabo rebosaba de ella. Su padre no pudo despertarlo y a la mañana siguiente se enteró de que habían encontrado a unas cuantas ovejas degolladas. Preguntó a Hugh, pero el muchacho no sabía nada. No recordaba haber salido de casa, aunque se encontraron sus zapatos, manchados de barro, junto a la puerta trasera. No pudo explicar tampoco el origen de la sangre que llenaba el lavabo. No sabía nada de lo que había pasado. El pobre chico no estaba enterado entonces de lo que estaba ocurriendo.

»Charles me vino a buscar y me lo contó todo —continuó el coronel.

—¿Qué era lo mejor que se podía hacer? Luego sucedió otra vez… tres noches después. Posteriormente… bueno; ya puede imaginárselo. El chico tuvo que abandonar el servicio. Viviendo aquí al lado de su padre, éste podía vigilarlo mejor. No podía arriesgarse a que causara un escándalo en la Armada. Era la única cosa que se podía hacer.

—¿Y desde entonces…? —preguntó Poirot.

Frobisher replicó con aspereza:

—No voy a responder a ninguna pregunta más. ¿No cree usted que Hugh conoce mejor lo que le está pasando?

Poirot no contestó. Como de costumbre, no estaba dispuesto a admitir que alguien supiera una cosa mejor que Hércules Poirot.

3

Cuando llegaron al vestíbulo encontraron al almirante Chandler que entraba en aquel momento. El hombre se detuvo en el umbral, su negra silueta recortada sobre la brillante luz del exterior.

Con voz baja y malhumorada, dijo:

—¡Oh!, estaban ustedes ahí… Quisiera hablar con usted, señor Poirot. Venga a mi despacho.

Frobisher salió a la terraza y el detective siguió al almirante. Tuvo la sensación de que había sido llamado al puente de mando para dar cuenta de la guardia.

El almirante le indicó uno de los grandes sillones y tomó asiento en el opuesto. Poirot había quedado impresionado por la inquietud, nerviosismo e irritabilidad de Frobisher, signos evidentes de una gran tensión mental. Pero ante el almirante Chandler percibió una sensación de quieta y profunda desesperación.

Lanzando un profundo suspiro, Chandler comentó:

—No puedo evitar mi desagrado por el hecho de que Diana le haya hecho intervenir en este asunto… ¡Pobre chica! Ya sé lo duro que esto es para ella. Pero… bueno… es una tragedia que sólo nos incumbe a nosotros y creo, señor Poirot, que comprenderá usted perfectamente que no estamos dispuestos a permitir que los extraños se mezclen en ello.

—Puede estar seguro de que comprendo a la perfección sus sentimientos.

—La pobre Diana no lo puede creer… Tampoco lo creía yo al principio. Y ahora posiblemente no lo creería si no supiera…

Se detuvo.

—¿Qué es lo que sabe?

—Que lo llevamos en la sangre. Me refiero a esa tara hereditaria.

—¿Y a pesar de ello, aprobó usted el noviazgo?

El almirante Chandler se sonrojó.

—¿Quiere usted decir que podría haberme negado entonces? Sí; pero cuando ocurrió no tenía yo ni la más mínima idea de lo que pasaría. Hugh se parecía en todo a su madre… Nada en él recordaba a los Chandler y yo esperaba que la semejanza con ella fuera completa. Desde su niñez nunca dio muestras de anormalidad hasta ahora. Yo no podía saber que… ¡la verdad es que existen indicios de demencia en casi todas las familias de rancio abolengo!

Poirot preguntó en tono suave:

—¿No ha consultado usted con un médico?

—¡No; y no voy a hacerlo! El chico está bastante seguro aquí, bajo mi vigilancia. No puedo encerrarlo entre cuatro paredes como si fuera un animal salvaje.

—Ha dicho usted que aquí está seguro, ¿pero lo están los demás?

—¿Qué quiere decir con ello?

Poirot no contestó, pero miró fijamente a los ojos tristes y oscuros del viejo marino.

Al cabo de unos momentos, Chandler opinó con melancolía:

—Cada uno entiende de su oficio. Usted busca a un criminal y mi hijo no lo es, señor Poirot.

—Todavía no.

—¿Qué pretende, al decir todavía no?

—Estas cosas van tomando incremento… Aquellas ovejas…

—¿Quién le contó lo de las ovejas?

—Diana Maberly. Y también su amigo, el coronel Frobisher.

—George hubiera hecho muy bien callándose.

—Es un viejo amigo de usted, ¿verdad?

—Mi mejor amigo —rezongó el almirante.

—¿Y era también amigo de… su esposa?

Chandler sonrió.

—Sí. Creo que George estuvo enamorado de Caroline, cuando ella era todavía una chiquilla. No se ha casado, y me figuro que ésa es la razón. En fin, yo fui el afortunado… o al menos, así lo pensé. La conseguí… para perderla.

Lanzó un suspiro y sus hombros se encorvaron aún más.

—¿Estaba con usted el coronel Frobisher cuando su esposa se… ahogó? —preguntó Poirot.

Chandler asintió.

—Sí. No se encontraba bien y se quedó en casa. Salimos Caroline y yo. Nunca he llegado a comprender cómo zozobró la embarcación. Debió de abrírsele de pronto una vía de agua. Nos encontrábamos en medio de la bahía y la marea subía violentamente. La sostuve hasta que no pude más… —su voz se quebró—. Su cuerpo fue rescatado dos días más tarde. ¡Menos mal que no llevábamos con nosotros al pequeño Hugh! Por lo menos, eso fue lo que pensé entonces… Ahora… bueno, tal vez hubiera sido mejor que lo hubiéramos llevado; todo hubiera terminado aquel día…

Volvió a lanzar un nuevo suspiro, profundo y desesperado.

—Somos los últimos Chandler, señor Poirot. Cuando desaparezcamos nosotros no habrá más Chandler en Lyde. El día en que Hugh inició su noviazgo con Diana, tuve la esperanza de que… Bueno, es mejor que no hablemos de ello. ¡Gracias a Dios, no han llegado a casarse! ¡Eso es todo lo que puedo decir!

4

Hércules Poirot estaba sentado en uno de los bancos de la rosaleda, junto a Hugh Chandler. Diana Maberly acababa de dejarlos.

El joven volvió la cara, de correctos rasgos, aunque de torturada expresión, y miró a su interlocutor.

—Debe hacer lo posible para que ella comprenda lo que ocurre, señor Poirot —dijo.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Ya sabe usted que Diana no es de las que se rinden. Nunca aceptará un hecho que no hay más remedio que admitir. Continuará creyendo que yo… estoy sano.

—Mientras sigue usted creyendo que no lo está, ¿eh?

El muchacho dio un respingo.

—Todavía no he perdido la cabeza por completo… pero esto va empeorando. Diana no lo sabe. Sólo me ve cuando estoy… estoy… bien.

—Y cuando… no lo está, ¿qué sucede?

Hugh Chandler exhaló un profundo suspiro y dijo:

—En ciertos aspectos… todo ocurre en sueños; y cuando sueño me vuelvo loco. Anoche, por ejemplo, yo no era un hombre. Primero era un toro enloquecido… corriendo bajo la deslumbrante luz del sol… sintiendo en mi boca el sabor del polvo y la sangre. Y luego era un perro… un perrazo de fauces babeantes. Estaba rabioso… Los niños se dispersaban y corrían al verme llegar y los hombres trataban de pegarme un tiro. Alguien me puso delante un gran barreño de agua y no pude beber. ¡No pude beber…!

Se detuvo.

—Me desperté… y me di cuenta de que lo que había soñado era verdad. Fui hacia el lavabo. Tenía la boca reseca… horriblemente reseca. Y una gran sed. Pero no pude beber, señor Poirot… No podía tragar… ¡Oh, Dios mío!, no era capaz de beber.

Hércules Poirot profirió un murmullo de simpatía. Hugh Chandler prosiguió. Tenía las manos fuertemente cogidas a las rodillas. La cabeza adelantada y los ojos medio cerrados, como si viera algo que avanzara hacia él.

—Y luego hay cosas que no son sueños. Cosas que veo cuando estoy completamente despierto. Espectros; formas horribles que me miran. Y algunas veces puedo volar; puedo abandonar la cama y atravesar el aire. Corro con el viento… y los malos espíritus me hacen compañía.

Poirot chasqueó la lengua.

Fue un ligero ruidito que parecía contener una disculpa para lo que le estaban contando.

Hugh Chandler se volvió hacia él.

—No hay ninguna duda en ello. Lo llevo en la sangre. Es la herencia de mi familia y no tengo escape. ¡Gracias a Dios que me di cuenta a tiempo, antes de que me casara con Diana! Me horroriza pensar que hubiéramos podido tener un hijo al que le habría legado ese horrible mal.

Puso una mano sobre el brazo de Poirot

—Debe hacer usted lo que pueda para que ella lo comprenda. Debe decírselo. Es preciso que me olvide. Es preciso. Algún día encontrará a otro. Tiene a Steve Graham… Está perdidamente enamorado de ella y es un buen chico. Será feliz con él… estará segura. Quiero… que sea feliz. Graham no tiene mucho dinero, desde luego; y la familia de ella tampoco. Pero cuando yo muera no tendrán por qué padecer.

La voz de Hércules Poirot lo interrumpió:

—¿Por qué no tendrán que padecer cuando usted se muera?

Hugh Chandler sonrió. Fue una sonrisa gentil y amable.

—Tengo la herencia de mi madre. Tenía mucho dinero propio y me lo legó. Le dejaré todo mi dinero a Diana.

Poirot se recostó en su asiento y dijo simplemente:

—¡Ah!

Y luego comentó:

—Pero usted puede vivir muchos años, señor Chandler.

El joven sacudió la cabeza y replicó con sequedad:

—No, señor Poirot. Yo no llegaré a viejo.

Luego se echó hacia atrás y se estremeció ligeramente.

—¡Dios mío! ¡Mire! —exclamó, mientras su vista se dirigía a un punto situado sobre el hombro de Poirot—. Ahí… junto a usted… es un esqueleto… chasquea los huesos. Me llama… me hace señas.

Sus ojos, con las pupilas dilatadas, quedaron fijos bajo su radiante luz solar. De pronto se inclinó hacia un lado, como si fuera a desplomarse.

Y luego, dirigiéndose a Poirot, dijo con voz que más bien parecía la de un niño:

—¿No ha visto usted nada?

El detective sacudió la cabeza.

El joven prosiguió con voz ronca:

—El ver cosas no me conmueve mucho. Lo que me asusta es la sangre. La sangre en mi habitación… en mis ropas. Teníamos un loro y una mañana apareció en mi dormitorio con el cuello cortado… y yo estaba en la cama, sosteniendo en mi mano una navaja de afeitar manchada de sangre.

Se inclinó, aproximándose a Poirot.

—Y últimamente han ocurrido más muertes de ésas —murmuró—. En los alrededores… en el pueblo… en las colinas. Ovejas, corderos… un perro de pastor. Mi padre me encierra por las noches; pero algunas veces… la puerta está bien abierta por la mañana. Debo tener una llave escondida en algún sitio, pero no sé ahora dónde la escondí. No lo sé. No soy yo quien hace esas cosas… es alguien que entra dentro de mí… que toma posesión de mí… que me convierte de hombre en un monstruo sediento de sangre y que no puede beber agua…

De pronto ocultó la cara entre las manos.

Al cabo de unos momentos Poirot preguntó:

—Todavía no comprendo por qué no ha visitado usted a un médico.

Hugh Chandler sacudió la cabeza.

—¿No lo entiende usted? Físicamente soy fuerte. Tan fuerte como un toro. Puedo vivir durante muchos años… muchos años… encerrado entre cuatro paredes. ¡No podría soportarlo! Sería mejor acabar de una vez. Ya sabe que hay muchos medios para ello. Un accidente, al limpiar la escopeta… y cosas así. Diana me comprenderá… se dará cuenta de que he elegido una salida para esto.

Miró desafiante a Poirot, pero el detective no respondió al reto. En su lugar, preguntó blandamente:

—¿Qué es lo que come y bebe usted?

El joven echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

—¿Pesadillas producidas por una indigestión? ¿Es eso lo que piensa?

Poirot se limitó a repetir:

—¿Qué es lo que come y bebe usted?

—Todo lo que comen y beben los demás.

—¿Ninguna medicina especial? ¿Ni sellos ni píldoras?

—Nada de eso. ¿Cree usted, en realidad, que unas pildoritas pueden curar mis padecimientos? —Y citó burlonamente—: «¿No puedes entonces auxiliar a una mente enferma?».

Hércules Poirot replicó secamente:

—Yo voy a probar. ¿Hay alguien en esta casa que sufra de una afección a los ojos?

Hugh Chandler lo miró fijamente y dijo:

—Los ojos de mi padre le han causado un cúmulo de molestias. Tiene que ir al oculista muy a menudo.

—¡Ah!

Poirot meditó durante unos momentos y luego preguntó:

—Según supongo, el coronel Frobisher pasó la mayor parle de su vida en la India, ¿no es cierto?

—Sí; perteneció al Ejército de la India. Es un entusiasta de ese país. Y no cesa de hablar de él… de sus tradiciones… de sus costumbres.

Poirot volvió a murmurar:

—¡Ah!

Luego observó:

—Veo que se ha cortado en la barbilla.

—Sí; un corte bastante molesto. Mi padre me dio un sobresalto el otro día, cuando me estaba afeitando. Hace tiempo que tengo los nervios de punta. Y ahora me ha quedado esta rozadura. Me molesta mucho cuando me afeito.

—Debería usar crema suavizante —observó Poirot.

—Ya la utilizo. El tío George me la dio.

Rio de pronto.

—Hablamos como si estuviéramos en un instituto de belleza femenina. Lociones, cremas suavizantes, píldoras y trastornos de la vista. ¿Qué conseguiremos con ello? ¿Qué es lo que se propone usted, señor Poirot?

El detective contestó tranquilamente:

—Estoy tratando de hacer todo lo posible por Diana Maberly.

Las maneras de Hugh cambiaron. Su cara tomó una expresión seria. Volvió a poner una mano sobre el brazo de Hércules.

—Sí; haga lo que pueda por ella. Dígale que debe olvidarme. Dígale que no conseguirá nada esperando… Dígale alguna de las cosas que le acabo de contar… Dígale… ¡Oh, dígale que, por amor de Dios, se aparte de mí! Eso es lo único que por mí puede hacer ahora. ¡Alejarse… y tratar de olvidar!

5

—¿Tiene usted valor, señorita? ¿Se siente con ánimos suficientes? Porque va a necesitarlos.

Diana exclamó:

—Entonces, es cierto, ¿verdad? ¿Está loco?

Hércules Poirot replicó:

—No soy un alienista, señorita. Y, por lo tanto, no puedo decir si está cuerdo o loco.

Ella se aproximó más al detective.

—El almirante Chandler cree que sí lo está y George Frobisher también. Hasta el propio Hugh está convencido de ello…

Poirot la contempló.

—¿Y usted, señorita?

—¿Yo? ¡Yo digo que no está loco! Por eso…

Se detuvo.

—¿Por eso acudió usted a mí?

—Sí. No podía tener otra razón para ello, ¿no lo cree?

—Eso es justamente lo que me he estado preguntando hasta ahora, señorita.

—No lo entiendo.

—¿Quién es Stephen Graham?

Ella lo miró fijamente.

—¿Stephen Graham? ¡Oh!, es… tan sólo un conocido.

La joven cogió al detective por el brazo.

—¿Qué es lo que piensa usted? ¿Qué es lo que se imagina? Hasta ahora se ha limitado a estarse quieto, detrás de esos bigotes, con los ojos medio cerrados y sin decirme nada. Me asusta usted… ¡ah!, estoy terriblemente asustada. ¿Por qué me hace sentir este temor?

—Tal vez porque yo también esté atemorizado.

Los ojos de profundo color gris se abrieron de par en par y se fijaron en él. La muchacha murmuró:

—¿Qué es lo que teme?

Hércules Poirot exhaló un profundo suspiro.

—Es mucho más fácil coger a un asesino que evitar un asesinato —replicó.

—¿Asesinato? —exclamó la joven—. No utilice esa palabra.

—No tengo más remedio que usarla.

Poirot cambió el tono de su voz, habló rápida y perentoriamente.

—Señorita, es necesario que usted y yo pasemos la noche en Lyde Manor. Espero que se encargará de arreglar los detalles precisos. ¿Lo podrá hacer?

—Sí… supongo que sí. Pero ¿por qué?

—Porque no hay tiempo que perder. Me dijo antes que tenía valor, pues demuéstrelo ahora. Haga lo que le he dicho y no pregunte nada acerca de ello.

La muchacha asintió sin proferir palabra y se alejó.

Al cabo de unos momentos Poirot entró en la casa. Desde la biblioteca le llegó la voz de la muchacha y la de tres hombres. Subió por la ancha escalera. En el piso superior no había nadie.

No le costó mucho trabajo encontrar la habitación de Hugh Chandler. En uno de los rincones vio un lavabo con grifos de agua fría y caliente. Encima de él, sobre un estante de cristal, había unos cuantos tubos, tarros y botellas.

Hércules Poirot se puso a trabajar rápida y eficientemente.

Lo que debía hacer no le llevó mucho tiempo. Se encontraba ya en el vestíbulo cuando Diana salió de la biblioteca. La muchacha tenía la cara enrojecida y su aspecto demostraba la rebeldía que sentía interiormente.

—Ya está todo arreglado —dijo.

El almirante Chandler hizo pasar a Poirot a la biblioteca y cerró la puerta tras él.

—Oiga, señor Poirot —dijo—. Esto no me gusta nada.

—¿Qué es lo que no le gusta nada, almirante Chandler?

—Diana ha insistido en que ella y usted deben pasar aquí la noche. No quisiera parecer inhospitalario.

—No es cuestión de hospitalidad.

—Como le decía, no quisiera parecerlo… pero, francamente, no me gusta, señor Poirot. No… no quiero que se queden. No llego a comprender la razón de ello. ¿Qué posibles beneficios conseguiremos?

—¿Podríamos considerarlo como un experimento que trato de llevar a la práctica?

—¿Qué clase de experimento?

—Eso, con perdón, es cosa mía…

—Pero oiga, señor Poirot; en primer lugar, no fui yo quien le dijo que viniera…

Poirot le interrumpió:

—Créame, almirante Chandler; comprendo y aprecio perfectamente su punto de vista. Estoy aquí, simple y llanamente, gracias a la obstinación de una muchacha enamorada. Usted me ha contado ciertas cosas. El coronel Frobisher me ha relatado otras y el propio Hugh me ha dicho otras. Y ahora… quiero verlo todo, paso a paso, por mí mismo.

—Sí, ¿pero qué es lo que quiere ver? ¡Le digo que aquí no hay nada que ver! Encierro a Hugh en su habitación todas las noches y no hay más.

—Y, sin embargo, algunas veces, según me ha dicho él, la puerta no está cerrada por la mañana.

—¿Qué me dice?

—¿No encontró usted mismo en algunas ocasiones la puerta abierta?

—Siempre imaginé que George la había abierto…, ¿qué es lo que quiere usted decir con ello?

—¿Dónde deja la llave? ¿En la cerradura?

—No. La coloco en un cofre del pasillo. Yo mismo, o George, o Whiters, el mayordomo, la cogemos de allí por las mañanas. Le hemos dicho a Whiters que lo hacemos así porque Hugh es sonámbulo. Yo diría que sabe de qué se trata, pero me es fiel y ha estado conmigo durante muchos años.

—¿Tiene otra llave?

—No, que yo sepa.

—Podrían haber hecho un duplicado.

—Pero ¿quién…?

—Su hijo cree que tiene una llave escondida en algún sitio, aunque no le es posible decir dónde, cuando está despierto.

El coronel Frobisher, desde uno de los extremos de la habitación, dijo:

—No me gusta esto, Charles. La chica…

El almirante Chandler contestó rápidamente:

—Eso es justamente lo que estaba yo pensando. La muchacha no debe quedarse aquí esta noche. Venga usted si gusta, señor Poirot…

—¿Por qué no quiere que duerma aquí la señorita Maberly? —preguntó el detective.

En voz baja, Frobisher comentó:

—Es demasiado arriesgado. En estos casos…

Se detuvo.

—Hugh la quiere… —insinuó Poirot.

—¡Por eso precisamente! —exclamó Chandler—. ¡Maldita sea! Todo se transforma cuando se trata de un loco. Y Hugh lo sabe. Diana no debe quedarse aquí.

—Por lo que se refiere a eso —dijo Poirot—, la propia Diana será quien decida.

Salió de la biblioteca. Diana le esperaba en el coche.

—Iremos a recoger lo que nos hace falta para pasar la noche y regresaremos a tiempo para cenar —indicó la joven.

Cuando bajaban por el camino que conducía a la carretera, Poirot repitió la conversación que acababa de sostener con el almirante y con el coronel Frobisher. Diana rio despectivamente.

—¿Cree que Hugh me hará daño?

A modo de contestación Poirot le preguntó si tendría inconveniente en detenerse ante la farmacia del pueblo. Según dijo, se había olvidado de poner un cepillo de dientes en el maletín.

La farmacia estaba en el centro de la calle principal de aquel pacífico pueblecito. Diana esperó en el coche. Le extrañó que Poirot tardara tanto en escoger un cepillo de dientes…

6

Hércules Poirot estaba sentado, esperando, en el gran dormitorio amueblado a estilo isabelino. No podía hacer más que esperar. Tenía hechos todos los preparativos.

Hacia las últimas horas de la madrugada llegaron las señales de alarma.

Al oír ruido de pasos ante su puerta, Poirot descorrió los cerrojos y abrió. En el pasillo había dos hombres… dos hombres de mediana edad con aspecto de tener muchos años más de los que tenían en realidad. El almirante, con el rostro rígido y ceñudo… el coronel Frobisher, crispado y tembloroso.

Chandler dijo simplemente:

—¿Quiere venir con nosotros, señor Poirot?

Ante la puerta del dormitorio que ocupaba Diana Maberly se veía una confusa figura yacente. La luz cayó sobre una cabeza morena. Hugh Chandler estaba tendido en el suelo y respiraba estertorosamente. Llevaba puesta una bata y las zapatillas. En su mano derecha se veía un cuchillo afilado, curvo y brillante. Pero no brillaba todo él… aquí y allá estaba oscurecido por relucientes manchas rojas.

Hércules Poirot exclamó en voz baja:

—¡Dios mío!

Frobisher dijo con sequedad:

—Ella está bien. No le ha hecho nada —levantó la voz y llamó—: ¡Diana! Somos nosotros; déjenos entrar.

Poirot oyó cómo el almirante gruñía para sí:

—¡Mi hijo! ¡Mi pobre hijo!

Se oyó el ruido producido por un cerrojo al descorrerse. Diana abrió la puerta y apareció en el umbral. Tenía la cara mortalmente pálida.

—¿Qué ha ocurrido? —balbuceó—. Hubo alguien que intentó entrar. Oí cómo tanteaban la puerta… y el tirador de la cerradura. Luego arañaron en los paneles… ¡Oh, qué horrible…! Como si fuera un animal…

El coronel observó con aspereza:

—Gracias a Dios, tenías la puerta cerrada.

—El señor Poirot me dijo que lo hiciera.

—Levantémosle y llevémosle dentro —indicó Poirot.

Los dos hombres se inclinaron y levantaron el cuerpo inclinado. Diana contuvo la respiración cuando pasaron por su lado.

—¡Hugh! ¿Es Hugh? ¿Qué es… lo que tiene en las manos?

Las manos del joven estaban manchadas y humedecidas por una sustancia rojiza.

Diana murmuró:

—¿Es sangre?

Poirot miró inquisitivamente a los dos hombres. El almirante asintió y dijo:

—¡Pero no humana, por fortuna! Es de un gato. Lo encontré abajo con el cuello cortado. Después debe de haber subido aquí…

—¿Aquí? —la voz de Diana se desvaneció por el horror que sentía—. ¿Por mí?

Hugh Chandler se agitó en la silla donde le habían sentado y musitó algo entre dientes. Los demás lo miraron fascinados. El joven se irguió y parpadeó.

—¡Hola! —dijo con voz ronca e insegura—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy…?

Se detuvo y miro fijamente el cuchillo que todavía tenía en la mano.

—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó.

Sus ojos pasaron de uno a otro y por fin se detuvieron en Diana.

—¿Le hice algo a Diana? —volvió a preguntar Hugh.

Su padre movió negativamente la cabeza.

—¡Decidme lo que ha ocurrido! ¡Debo saberlo! —exclamó el joven.

De mala gana y con grandes vacilaciones se lo contaron. No tuvieron más remedio ante la persistencia de Hugh.

En aquellos momentos estaba saliendo el sol. Hércules Poirot descorrió una cortina y la claridad del nuevo día entró en la habitación.

La cara del muchacho estaba ahora tranquila y su voz era firme.

—Ya comprendo —dijo al fin.

Dejó su asiento, sonrió y se desperezó. Con voz tranquila, dijo:

—Hermosa mañana, ¿no es cierto? Creo que voy a dar una vuelta por el bosque para ver si cazo un conejo.

Y abandonó la habitación.

Pero pasados unos instantes el almirante hizo ademán de salir tras él.

Frobisher le cogió por un brazo y observó:

—No, Charles, no. Es lo mejor… para él y para todos los demás.

Diana se dejó caer sollozando sobre la cama y el almirante Chandler, con voz trémula, replicó:

—Tienes razón, George… tienes mucha razón. El chico es valiente…

Frobisher comentó con voz también insegura:

—Es todo un hombre…

Hubo un momento de silencio, hasta que Chandler exclamó:

—¡Maldita sea! ¿Dónde está ese condenado extranjero?

7

Hugh Chandler entró en la armería, descolgó su escopeta y se aprestaba a cargarla, cuando la mano de Poirot descansó pesadamente en su hombro.

El detective pronunció una sola palabra, pero la dijo con extraordinaria autoridad:

—¡No!

El joven lo miró fijamente y con voz colérica advirtió:

—Quíteme las manos de encima y no se meta en esto. Le digo que va a producirse un accidente. Es la única forma de acabar.

De nuevo volvió a repetir Poirot:

—¡No!

—¡No! ¿Acaso no se da cuenta de que si no hubiera sido porque Diana cerró la puerta, la hubiera degollado?

—Nada de eso. Usted no hubiera hecho el menor daño a la señorita Maberly.

—Maté al gato, ¿no es eso?

—No. Usted no lo mató. Ni al loro ni a las ovejas.

Hugh lo contempló ahora detenidamente y preguntó:

—¿Está usted loco o lo estoy yo?

Hércules Poirot replicó:

—Ninguno de los dos lo estamos.

En aquel momento entraron en la armería el almirante Chandler y el coronel Frobisher. Detrás de ellos entró Diana.

—Este individuo dice que no estoy loco —dijo Hugh con voz débil.

—Tengo la gran satisfacción de anunciarle que está usted entera y completamente sano —añadió Poirot.

Hugh lanzó una carcajada. Una carcajada como la que profería un lunático.

—¡Esto sí que es divertido! ¿Es de estar cuerdo el ir cortando el cuello de las ovejas y de otros animales? ¿Estaba yo cuerdo cuando maté al loro? ¿Y cuando degollé al gato esta noche?

—Ya le he dicho que usted no mató a esos animales.

—Entonces, ¿quién lo hizo?

—Alguien que lleva en el ánimo el solo propósito de demostrar que está usted loco. En cada una de aquellas ocasiones le administraron un fuerte soporífero y le pusieron en la mano un cuchillo manchado de sangre o una navaja de afeitar. Y ese alguien fue el que se lavó las manos ensangrentadas en el lavabo.

—Pero ¿por qué?

—Con objeto de que hiciera usted lo que estaba dispuesto a llevar a cabo cuando yo lo detuve.

Hugh lo miró asombrado y Poirot se dirigió al coronel Frobisher:

—Coronel: ha vivido usted muchos años en la India. ¿No oyó hablar de casos en que alguien se ha vuelto loco porque se le administraron drogas intencionadamente?

La cara del militar se iluminó.

—No tuve ocasión de ver ningún caso personalmente, pero oí hablar de ello muy a menudo. Terminan por volverse locos de veras. Los envenenan con estramonio.

—Exactamente. Pues bien; el principio activo del estramonio está estrechamente ligado y aun puede decirse que es la propia atropina… la cual se extrae asimismo de la belladona o de la dulcamara. Los preparados de belladona son muy comunes y el mismo sulfato de atropina se prescribe libremente para tratar las afecciones de los ojos. Duplicando una receta y haciéndola preparar en diferentes sitios, puede conseguirse una gran cantidad de veneno sin provocar sospechas. El alcaloide puede extraerse de dicho preparado e introducirse luego en… una crema de afeitar, pongamos por ejemplo. Aplicada a la cara, producirá una especie de sarpullido que, a su vez, originará cortes y rozaduras al afeitarse, con lo cual, la droga tendrá un acceso constante al sistema circulatorio. Todo ello causa ciertos síntomas, tales como sequedad de boca y garganta; dificultad en tragar, alucinaciones y, en fin, todo lo que ha experimentado el señor Chandler.

Se volvió hacia el joven.

—Y para borrar toda duda de su mente, le diré que esto no son suposiciones, sino hechos reales. Su crema de afeitar estaba fuertemente impregnada de sulfato de atropina. Cogí una muestra y la hice analizar.

Pálido y tembloroso, Hugh preguntó:

—¿Quien lo hizo? ¿Y por qué?

—Eso es lo que he estado buscando desde que llegué aquí. Trataba de encontrar el motivo para un asesinato. Diana Maberly ganaba económicamente al morir usted, pero no consideré en serio tal aspecto de la cuestión…

—¡No hubiera faltado más! —exclamó la joven.

—Enfoqué otro posible motivo. El consabido triángulo; dos hombres y una mujer. El coronel Frobisher estuvo enamorado de su madre de usted, pero el almirante Chandler se casó con ella.

El almirante gritó:

—¡George! No lo creo.

Hugh comentó con tono incrédulo:

—¿Cree usted que su odio podía extenderse hasta mí…?

—Bajo determinadas circunstancias, sí —replicó Hércules Poirot.

Frobisher exclamó:

—¡Eso es mentira! No lo creas. Charles.

El almirante se apartó de su lado mientras murmuraba:

—Estramonio, la India. Sí; ya comprendo. Nunca sospechamos del veneno, considerando que ya se habían producido casos de locura en la familia…

Mais oui! —la voz de Poirot se levantó chillona—. Locura hereditaria. Un loco propenso a la venganza; astuto, como son los locos; ocultando su demencia durante años —se volvió hacia Frobisher—. Mon Dieu, usted ha debido saberlo; ha debido sospechar que Hugh era su propio hijo. ¿Por qué no se lo dijo nunca?

Frobisher tragó saliva y tartamudeó:

—No lo sabía. No podía estar seguro… Caroline acudió a mí en cierta ocasión; estaba terriblemente asustada y en un apuro. No sé, ni nunca supe, de qué se trataba. Ella… y yo… perdimos la cabeza. Después me alejé de ella… pues era la única cosa que podíamos hacer, ya que ambos sabíamos que otra cosa era imposible. Por mi parte… bueno; me lo pregunté en ocasiones, pero jamás pude tener la seguridad de ello. Caroline nunca me insinuó nada que me diera la certeza de que Hugh era hijo mío. Y luego, cuando aparecieron los síntomas de locura, creí que la cosa se aclaraba definitivamente.

—Sí; se aclaró la cosa. Tal vez no se dio usted cuenta de la forma en que el muchacho adelantaba la cabeza y fruncía el entrecejo… un ademán que heredó de usted. Pero Charles Chandler sí lo vio. Lo vio hace ya muchos años… y se las arregló para hacer confesar la verdad a su mujer. Creo que ella le temía, porque empezó a revelar su demencia. Eso fue lo que la llevó hasta sus brazos, Frobisher; hasta usted, a quien siempre había amado. Charles Chandler planeo su venganza. Su mujer murió en un accidente marítimo. Ambos salieron a pasear en barca y sólo él sabe cómo sucedió el accidente. Luego se dedicó a centrar contra el muchacho todo el odio que sentía. Odio hacia el chico que llevaba su apellido, pero que no era hijo suyo. Las historias que contaba usted sobre la India le hicieron concebir la idea del estramonio. Hugh se volvería loco lentamente, hasta el momento en que, desesperado, se quitaría la vida. El sádico deseo de verter sangre no era de Hugh, sino del almirante Chandler. Y fue éste quien degolló las ovejas. ¡Pero las consecuencias las debía pagar Hugh!

»¿Sabe usted cuándo empecé a sospechar? —prosiguió Poirot—. Cuando el almirante Chandler se mostró tan contrario a que su hijo fuera reconocido por un médico. Por parte del muchacho era una cosa natural. ¡Pero su padre…! Tenían que existir tratamientos adecuados que podrían salvar a su hijo… Había cientos de razones por las cuales debía buscar la opinión de un doctor. Pero no; no podía permitir que ningún médico viera a Hugh Chandler, pues en dicho caso se hubiera descubierto que estaba cuerdo.

El joven comentó lentamente:

—Cuerdo… ¿estoy cuerdo?

Frobisher observó con acento destemplado:

—Claro que estás cuerdo. No hay taras de esa especie en «nuestra» familia.

—¡Hugh!… —exclamó Diana.

El almirante Chandler cogió la escopeta que dejaba el joven y refunfuñó:

—¡Todo eso son tonterías! Voy a ver si cazo un conejo…

Frobisher quiso adelantarse, pero la mano de Poirot le retuvo.

—Acaba usted de decir, hace poco, que era la mejor manera…

Hugh y Diana habían salido de la habitación.

Los dos hombres, el inglés y el belga, vieron cómo el último de los Chandler cruzaba el jardín y se adentraba en el bosque…

Al poco rato oyeron un disparo…