Los pájaros de Estinfalia
1
Harold Waring las vio por primera vez cuando subía por el sendero del lago. Estaba sentado en la terraza del hotel. Hacía un buen día; el lago tenía un profundo color azul y el sol lucía brillantemente. Harold, mientras fumaba una pipa, pensó que el mundo era un lugar muy agradable.
Su carrera política se desarrollaba bajo buenos auspicios. Una Subsecretaría a la edad de treinta años, era cosa de la que uno podía enorgullecerse. Le habían dicho que el primer ministro comentó con alguien que «el joven Waring llegaría lejos». Harold estaba bastante satisfecho de ello. La vida se le presentaba de color de rosa. Era joven, no mal parecido, de buena posición y completamente libre de lazos románticos.
Había decidido pasar las vacaciones en Morzoslovaquia, tanto por apartarse de las rutas frecuentadas, como por gozar de un completo descanso, sin que nadie ni nada le molestaran. El hotel del lago Stempka, aunque de reducidas dimensiones, era confortable y no estaba atestado de gente. La mayor parte de los huéspedes eran extranjeros. Los únicos ingleses que había entre ellos eran una mujer de edad, la señora Rice, y su hija, la señora Clayton. A Harold le gustaron. Elsie Clayton era bonita, aunque de una manera bastante pasada de moda. Se pintaba muy poco, casi nada, y su aspecto era apacible y algo tímido. La señora Rice podía ser considerada como una mujer de carácter. Alta de estatura, de voz profunda y ademanes autoritarios, aunque no le faltaba el sentido del humor ni resultaba mala compañía. Se veía claramente que su vida estaba ligada a la de su hija.
Harold había pasado unas cuantos horas muy agradables en compañía de las dos mujeres, y como ellas no intentaron acapararle, las relaciones entre los tres seguían siendo amistosas y nada exigentes.
Los demás huéspedes del hotel no llamaron la atención del joven. Por lo general, eran excursionistas o turistas que llegaban en autopullman. Paraban allí durante una o dos noches y luego se marchaban. El muchacho no se había fijado en nadie más… hasta aquella tarde.
Las dos subían por el sendero del lago, caminando muy despacio. Y sucedió que, cuando atrajeron la atención de Harold, una nube cubrió el sol. El joven se estremeció ligeramente.
Luego las miró con detenimiento. Sin duda, había algo raro en aquellas dos mujeres. Tenían la nariz larga y aguileña, como el pico de un pájaro, y sus caras, de un gran parecido físico, adoptaban un aire impasible. Llevaban sobre los hombros unas capas sueltas que movía el viento y parecían las alas de dos pajarracos.
Harold pensó:
—Parecen pájaros… —y añadió casi sin querer—: Pájaros de mal agüero.
Las dos mujeres se dirigieron hacia la terraza y pasaron junto a él. No eran jóvenes; tal vez su edad se acercaba más a los cincuenta que a los cuarenta y su parecido era tan grande que no podía dudarse de que se trataba de dos hermanas. Su semblante era desagradable. Cuando pasaron junto al joven, los ojos de ambas se fijaron en él durante un instante. Fue una mirada fría y calculadora… casi infrahumana.
La impresión de enfrentarse con algo maligno creció en el interior de Harold. Vio la mano de una de las dos hermanas; una mano que parecía garra. Aunque el sol brillaba otra vez, volvió a estremecerse.
«¡Qué repugnantes!», pensó. «Son como aves de presa…».
La señora Rice, que salía del hotel, le distrajo de estos pensamientos. El joven se levantó de un salto y le acercó una silla. La mujer le dio las gracias; tomó asiento y, como de costumbre, empezó a mover vigorosamente las agujas de la calceta.
—¿Ha visto a esas dos mujeres que acaban de entrar en el hotel? —preguntó Harold.
—¿Las de las capas? Sí; pasaron junto a mí.
—¿No cree que son dos personas muy extrañas?
—Pues… sí; tal vez sean algo raras. Creo que llegaron ayer. Son muy parecidas… deben ser gemelas.
—Quizá sean apreciaciones mías —comentó Harold—; pero siento de un modo instintivo que hay algo de maligno en ellas.
—¡Qué curioso! Cuando las vea otra vez me fijaré en ellas para comprobar si coincido con usted en esa impresión.
Y añadió:
—El conserje nos dirá quiénes son. No creo que sean inglesas.
—¡Oh, no!
La señora Rice miró su reloj y dijo:
—Es hora de tomar el té. ¿Tendría inconveniente en tocar el timbre, señor Waring?
—No faltaba más, señora Rice.
El joven se levantó, y cuando volvió a su asiento preguntó:
—¿Dónde está su hija esta tarde?
—¿Elsie? Hemos salido juntas a dar un paseo. Caminamos un poco junto al lago y luego volvimos por el pinar. Ha sido un magnífico paseo.
Un camarero salió en aquel momento y recibió orden de servir el té. La señora Rice siguió hablando, mientras hacía volar las agujas:
—Elsie ha recibido una carta de su marido. Puede ser que no baje a tomar el té.
—¿Su marido? —preguntó Harold sorprendido—. Siempre pensé que era viuda.
La señora Rice le dirigió una penetrante mirada y dijo con sequedad:
—No; Elsie no es viuda —y añadió con cierto énfasis—: ¡Por desgracia!
Harold se sobresaltó.
La mujer hizo un signo afirmativo con la cabeza, frunció el ceño y observó:
—La bebida tiene la culpa de muchas desgracias, señor Waring.
—¿Bebe su marido?
—Sí. Y hace muchas otras cosas más. Es terriblemente celoso y tiene un genio violento en extremo —suspiró—. Éste es un mundo lleno de desgracias, señor Waring. Le tengo mucho afecto a Elsie, pues es mi única hija… y ver cuan infeliz es, resulta una cosa nada fácil de soportar.
Harold comentó con emoción:
—Es una criatura tan dulce.
—Tal vez demasiado.
—¿Qué quiere decir?
La señora Rice contestó lentamente:
—Una persona feliz es más altiva. La dulzura de Elsie proviene, según creo, de un sentimiento de derrota. La vida ha sido muy dura con ella.
El joven preguntó con ligera vacilación:
—¿Y cómo… llegó a casarse con él?
—Philip Clayton era un chico muy atrayente —contestó la señora Rice—. Tenía… y todavía tiene… un aspecto encantador. Poseía además algo de dinero… y no hubo nadie que nos enterara de su verdadero carácter. Me quedé viuda hace muchos años y dos mujeres que viven solas no son los mejores jueces para apreciar la condición de un hombre.
—Desde luego; así es —observó Harold pensativamente.
Sentía que en su interior se levantaba una ola de indignación y lástima al propio tiempo. Elsie Clayton no podía tener más de veinticinco años. Rememoró la expresión clara y amistosa de sus ojos azules y el suave gesto apenado de su boca. Se dio cuenta, de pronto, que el interés que sentía por ella rebasaba el límite de la amistad.
Y estaba ligada a un bruto…
2
Aquella noche Harold se reunió con madre e hija después de cenar. Elsie Clayton llevaba un vestido color de rosa, apagado y mate. El joven vio que tenía los párpados enrojecidos. Había estado llorando.
La señora Rice anunció con viveza:
—Ya me enteré de quiénes son esas dos arpías, señor Waring. Son polacas… de muy buena familia; eso me ha dicho el conserje.
Harold miró al otro lado del salón, donde estaban sentadas las dos mujeres. Elsie preguntó, sin demostrar ningún interés:
—¿Aquellas dos señoras? ¿Las del cabello teñido? Tienen un aspecto bastante desagradable… No sé por qué.
Harold exclamó triunfalmente:
—Eso mismo pensé yo.
La señora Rice rio.
—Me parece que ambos desvarían. No se puede juzgar a la gente por su solo aspecto externo.
Elsie rio a su vez.
—Supongo que así será —dijo la hija—; pero, de todas formas, me hacen el efecto de dos buitres.
—¡Arrancando los ojos a los muertos! —dijo Harold.
—¡Oh. no! —exclamó Elsie.
El joven se apresuró a excusarse:
—Lo siento.
La señora Rice sonrió y dijo:
—Sea como fuere, no creo que se metan con nosotros.
—No tenemos ningún secreto pecaminoso —comentó Elsie.
—Tal vez lo tenga el señor Waring —añadió su madre guiñando un ojo.
Harold soltó una carcajada, inclinando la cabeza, hacia atrás.
—Ni de los más pequeños —dijo—. Mi vida es un libro abierto.
Y un pensamiento cruzó su mente:
—¡Qué tontos son los que abandonan el camino recto! Una conciencia limpia… eso es todo lo que se necesita en la vida. Con ello puede uno enfrentarse con el mundo y mandar al diablo a quien se interponga.
De pronto, sintió que su vitalidad aumentaba; se notó más fuerte, mucho más dueño de su destino.
3
Harold Waring, como muchos ingleses, era un mal políglota. Su francés dejaba mucho que desear y, además, lo hablaba con un terrible acento británico. De alemán e italiano no sabía nada.
Pero hasta entonces su poca habilidad lingüística no le había preocupado en gran manera. Siempre encontró que en la mayoría de los hoteles de Europa el personal hablaba inglés. ¿Para qué molestarse entonces?
Pero en aquel lugar tan apartado, donde la lengua nativa era un derivado del eslovaco, y aun el conserje sólo hablaba alemán, a veces le resultaba irritante que alguna de sus dos amigas le sirvieran de intérprete. La señora Rice, que sentía gran afición por los idiomas, podía hablar, incluso, un poco de eslovaco.
Harold decidió iniciar el estudio del alemán. Se propuso comprar algunos libros de texto y dedicar un par de horas cada mañana al estudio.
Hacía un buen día y después de escribir varias cartas, Harold miró el reloj y vio que tenía todavía tiempo para dar un paseo de una hora antes del almuerzo. Bajó hasta el lago y se adentró en el pinar. Al cabo de cinco minutos de caminar bajo los pinos, oyó un ruido inconfundible. No muy lejos de allí una mujer lloraba desconsoladamente.
Harold se detuvo un momento y luego se dirigió hasta donde provenían los gemidos. La mujer era Elsie Clayton. Estaba sentada sobre un tronco caído, con la cara entre las manos. Sus hombros se estremecían con la violencia de su pena.
El joven titubeó un instante y después fue hacia ella. Llamó suavemente:
—Señora Clayton… Elsie.
Ella se sobresaltó y levantó la mirada hacia él. Harold tomó asiento a su lado.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó afectuosamente—. ¿Hay algo qué pueda hacer?
Elsie sacudió la cabeza.
—No… no… Es usted muy amable. Pero nadie puede hacer nada por mí.
Harold preguntó con timidez:
—¿Tiene algo que ver con… su marido?
La joven asintió. Se enjugó los ojos y sacó la polvera, luchando para volver a recobrar el dominio de sí misma. Con voz trémula dijo:
—No quiero que mamá se preocupe. Se disgusta mucho cuando ve la poca felicidad de que disfruto. Por lo tanto, vine aquí para llorar a mi gusto. Ya sé que es una tontería. El llorar no resuelve nada. Pero… algunas veces… me parece que la vida es completamente insoportable.
—No sabe cuánto lo siento —simpatizó Harold.
Ella le dirigió una mirada de gratitud y luego explicó apresuradamente:
—Es mía toda la culpa, desde luego. Me casé con Philip por mi propia y libre voluntad. Y si… si luego salió mal, sólo soy yo la culpable; yo y sólo yo.
—Es usted muy valiente al considerarlo así —dijo Harold Waring.
La joven sacudió la cabeza.
—No; no soy valiente. No tengo ánimos para nada. Soy una cobarde. Por eso llegaron, en parte, las desavenencias con Philip. Me tiene aterrorizada… por completo… cuando se enfurece.
Emocionado, Harold apuntó:
—¡Debe usted separarse de él!
—No me atrevo. No…, no me dejaría.
—¡Tonterías! ¿Qué me dice del divorcio?
Elsie volvió a sacudir la cabeza con lentitud.
—No tengo motivos —enderezó los hombros—. Tengo que soportarlo. Paso gran parte del año con mamá. Philip no se opone a ello, especialmente cuando vamos a sitios poco frecuentados como éste —y añadió, mientras el color subía a sus mejillas—: La mayor parte de los disgustos provienen de los celos terribles que siente. Si llego siquiera a conversar con un hombre, es capaz de hacer las más espantosas escenas.
La indignación de Harold subió de punto. Había oído quejarse a muchas mujeres de los celos de sus maridos, y si bien había expresado su simpatía hacia ellas, secretamente abrigaba la opinión de que los maridos, en aquellos casos, llevaban toda la razón. Pero Elsie Clayton no era una de ellas. No le había dirigido tan siquiera una mirada insinuante.
La joven se apartó de él estremeciéndose ligeramente, y miró al cielo.
—Se ha ocultado el sol —dijo—. Hace frío. Será mejor que volvamos al hotel. Debe ser la hora de comer.
Ambos se levantaron y tomaron la dirección del hotel. Habían caminado por espacio de un minuto cuando vieron a otra persona que seguía su mismo camino. La reconocieron por la flotante capa que llevaba. Era una de las hermanas polacas.
Cuando pasaron por su lado, Harold hizo una ligera inclinación de cabeza. Ella no correspondió al saludo, pero sus ojos se posaron sobre los dos jóvenes y hubo tal malicia en aquella mirada que el hombre se sintió enrojecido. Tal vez, aquella mujer lo habría visto sentado junto a Elsie en el tronco. Y si así era, probablemente pensaría…
Y por lo visto, eso era lo que pensaba… Un acceso de indignación lo sobrecogió. ¡Qué mente tan asquerosa tenían algunas mujeres!
Era raro que el sol se hubiera escondido y que los dos se estremecieran… tal vez en el mismo momento en que la mujer los espiaba.
Sea como fuere, Harold se sintió en aquellos instantes un poco intranquilo.
4
Por la noche, Harold entró en su habitación un poco después de las diez. Había llegado correo de Inglaterra, con unas cuantas cartas para él, algunas de las cuales necesitaban ser contestadas inmediatamente.
Se puso una bata sobre el pijama y tomó asiento ante la mesa con el propósito de despachar su correspondencia. Había escrito ya tres cartas y estaba justamente empezando la cuarta cuando se abrió de pronto la puerta y Elsie Clayton entró tambaleándose en la habitación.
Sorprendido, Harold se levantó de un salto. Elsie había cerrado la puerta tras ella y se apoyó en una cómoda. Su respiración era entrecortada y tenía la cara blanca como el papel. Parecía estar mortalmente asustada.
—¡Es mi marido! —balbuceó—. Ha llegado sin avisar. Creo… creo que me matará. Está loco… loco por completo. Acudo a usted… oh, no permita que me encuentre —avanzó dos pasos, con andar tan inseguro que por poco cae al suelo. Harold extendió el brazo para sostenerla.
Y cuando hizo esto, la puerta se abrió de nuevo y apareció un hombre en el umbral. Era de una mediana estatura, con espesas cejas y pelo negro liso. En la mano llevaba una pesada llave inglesa. Levantó la voz, aguda y temblorosa por la ira.
—¡De modo que la polaca tenía razón…! —vociferó—. ¡Tienes un enredo con este tipo!
—No, no, Philip —exclamó Elsie—. No es verdad. Estás equivocado.
Harold empujó rápidamente a la muchacha hasta situarla detrás de él, cuando vio que Philip avanzaba hacia ellos.
—Equivocado, ¿eh? —chilló el hombre—. Y te encuentro en su habitación. ¡Perdida, te juro que te voy a matar por esto!
Con un rápido movimiento apartó el brazo de Harold. Elsie, dando un fuerte grito, se colocó al otro lado de Harold, quien se volvió para rechazar el ataque.
Pero Philip Clayton tenía un solo propósito: coger a su esposa. Dio otro rodeo y Elsie, aterrorizada, salió corriendo de la habitación. Su marido la siguió y Harold, sin dudarlo un momento, salió tras ellos.
La joven se dirigió rectamente hacia su propio dormitorio, al final del pasillo. Harold oyó el ruido de la llave al girar, aunque la cerradura no se cerró a tiempo, y Philip Clayton abrió dando un empujón. El hombre entró en la habitación y Harold oyó el horrorizado grito de Elsie. Sin perder un instante, el joven entró también en el cuarto.
Elsie estaba acorralada contra las cortinas de la ventana. Cuando llegó Harold, Philip Clayton se dirigía hacia su esposa blandiendo la llave inglesa. Elsie volvió a gritar, y cogiendo un pesado pisapapeles de la mesa que tenía al lado, lo lanzó a la cabeza de su marido.
Clayton se desplomó como un fardo y la joven lanzó otro grito, mientras Harold quedaba como petrificado en el umbral de la puerta. Elsie se arrodilló junto a Philip, que no daba señales de vida.
En el pasillo se oyó el ruido que produjo el pestillo de una puerta al cerrarse. Elsie se levantó apresuradamente y se dirigió hacia Harold.
—Por favor… por favor —dijo en voz baja y casi sin aliento—. Vuelva a su habitación. Pueden venir… y encontrarle aquí.
Harold asintió. Había comprendido la situación en un santiamén. Por un momento, Philip Clayton estaba hors de combat. Pero los gritos de Elsie podían haber sido oídos y si lo encontraban en la habitación de la joven sólo podía esperar compromisos y malentendidos. En beneficio de ambos no debía producirse ningún escándalo.
Haciendo el menor ruido posible desanduvo el camino hasta su dormitorio y justamente cuando llegaba a él oyó el ruido de una puerta que se abría.
Cerca de media hora estuvo en su cuarto, esperando, sin atreverse a salir. Estaba seguro de que tarde o temprano Elsie iría a verle.
Se oyó un golpecito en la puerta y Harold la abrió de un tirón.
No era Elsie la que llamaba, sino su madre, y Harold quedó horrorizado al ver su aspecto. Parecía que de pronto hubiera envejecido muchos años. Llevaba los grises cabellos completamente en desorden y los ojos rodeados por dos círculos oscuros.
El joven se apresuró a llevarla hasta una silla. Ella tomó asiento. Respiraba con dificultad.
—Parece que no se encuentra usted bien —dijo Harold—. ¿Quiere que le traiga algo?
La mujer sacudió la cabeza.
—No, no se preocupe por mí. En realidad, me encuentro perfectamente. Ha sido sólo la impresión. Señor Waring, ha ocurrido una cosa terrible.
—¿Tal mal herido está Clayton? —preguntó el joven.
Ella retuvo el aliento.
—Peor que eso. Ha muerto…
5
La habitación pareció dar vueltas alrededor de Harold.
La sensación de que un chorro de agua helada le corría por el espinazo paralizó al joven y le impidió pronunciar palabra alguna durante unos momentos.
—¿Muerto? —repitió torpemente.
La señora Rice asintió.
Cuando habló, su voz tenía el tono monótono que produce el cansancio.
—El borde del pisapapeles le dio en la sien y al caer se golpeó la cabeza con el guardafuegos metálico de la chimenea. No sé qué es lo que le habrá producido la muerte; pero lo cierto es que ha muerto.
¡Desastre…! Ésta era la palabra que sonaba insistentemente en el cerebro de Harold. Desastre, desastre, desastre…
—Pero fue un accidente —dijo con vehemencia—. Yo vi cómo ocurría.
La señora Rice contestó secamente:
—Claro que fue un accidente. Yo también lo sé. Pero… ¿habrá alguien más que lo crea? Francamente… estoy asustada, Harold. No estamos en Inglaterra.
—Yo puedo confirmar la declaración de Elsie —dijo el joven.
—Sí; y ella confirmará la de usted. Eso… eso es justamente.
La mente de Harold, de por sí aguda y precavida, vio con rapidez lo que la mujer quería decir. Recordó todo lo sucedido y se dio cuenta de la fragilidad de su posición en el asunto.
Elsie y él habían pasado juntos gran parte del tiempo desde que se conocieron. Y luego existía el hecho de que habían sido vistos en el pinar por una de las polacas, en circunstancias bastante comprometedoras.
Al parecer, las polacas no hablaban inglés, pero quizá lo entendían un poco. Aquella mujer podía reconocer el significado de algunas palabras, como «celos» y «marido», dichas en el transcurso de la conversación que tal vez estuvo escuchando. De todas formas, parecía claro que para soliviantarlo de tal modo, la polaca había contado algo a Clayton. Y ahora… estaba muerto. Cuando murió. Harold se encontraba en la habitación de Elsie. Y no había nada que desmintiera que él, deliberadamente, atacó a Clayton con el pisapapeles. Nada que probara que el celoso marido no los había encontrado juntos. Sólo la palabra de Elsie y la de él. ¿Los creerían?
Un miedo cerval lo sobrecogió.
No le cabía en la imaginación que tanto él como Elsie estuvieran en peligro de ser condenados a muerte por un asesinato que no habían cometido. En cualquier caso, sólo podrían acusarlos de homicidio. Pero ¿distinguirían el asesinato del homicidio en estos países extranjeros? Aunque los absolvieran tendrían que hacer antes una encuesta y el asunto se publicaría en la prensa. «Se acusa a dos ingleses…», «marido celoso…», «joven y prometedor político». Sí; aquello representaría el final de su carrera. No podría soportar un escándalo semejante.
—¿No sería posible deshacernos del cadáver? —preguntó impulsivamente—. ¿Llevarlo a cualquier otro sitio?
La mirada asombrada y desdeñosa de la señora Rice le hizo enrojecer. La mujer habló con tono incisivo.
—Pero, Harold, esto no es una novela de detectives. Intentar una cosa así sería una locura.
—Sí; eso parece —gruñó él—. ¿Qué podríamos hacer? Dios mío, ¿qué podríamos hacer?
La señora Rice sacudió la cabeza con desesperación. Tenía el ceño fruncido y su cerebro trabajaba a toda presión. Harold volvió a preguntar:
—¿No podemos hacer nada? ¿Nada que evitara este pavoroso desastre?
Ya lo había dicho… ¡desastre! Terrible… imprevisto… vituperable.
Ambos se miraron fijamente y la mujer dijo con voz ronca:
—Elsie, mi pequeña Elsie. Haré cualquier cosa… Se moriría si tuviera que afrontar una cosa así —y añadió—: Y usted también… su carrera… todo.
Harold murmuró:
—No se preocupe por mí.
Pero, en realidad, estaba muy lejos de decir lo que sentía.
La mujer prosiguió con tono amargo:
—¡Esto no es justo… ni razonable! Sería diferente si entre ella y usted existiera algo. Pero yo sé muy bien que no hay nada.
Como si se cogiera a un clavo ardiente, Harold sugirió:
—Diga eso a todos, por lo menos… Me parece muy bien.
—Sí; sólo falta que nos crean. Ya sabe cómo es la gente de aquí.
Así era, pensó lúgubremente Harold. Para una mente continental no había duda de que debía existir una relación culpable entre Elsie y él. Y las negativas de la señora Rice serían consideradas como un intento desesperado de salvar a su hija.
El joven comentó con tristeza:
—Es verdad; no estamos en Inglaterra. Mala suerte.
—¡Ah! —la señora Rice levantó la cabeza—. Es cierto… no estamos en Inglaterra. Tal vez pudiera hacerse algo…
—¿Sí? —preguntó ávidamente Harold.
La mujer inquirió de pronto:
—¿Cuánto dinero tiene aquí?
—No mucho. Pero puedo telegrafiar para que me manden más, desde luego.
—Vamos a necesitar una gran suma. Pero creo que vale la pena intentarlo.
—¿Qué se propone? —dijo Harold, sintiendo que su ánimo cobraba nuevas fuerzas.
La señora Rice habló con decisión:
—No tenemos ninguna posibilidad de ocultar esta muerte valiéndonos de nuestros propios medios; mas creo que existe, por lo menos una, de que podamos hacerlo «oficialmente».
—¿Lo cree usted así? —Harold abrigaba una leve esperanza, aunque en el fondo no creía en todo aquello.
—Sí; por una parte, el gerente del hotel estará a nuestro lado. Le interesará que no trascienda el asunto. Opino que en estos apartados países balcánicos se puede sobornar a todo el mundo…
Harold replicó pensativamente:
—Pues tal vez tenga usted razón.
La señora Rice prosiguió:
—Por fortuna, no creo que ningún huésped del hotel oyera lo que sucedió.
—¿Quién ocupa la habitación contigua a la de Elsie, frente a la de usted?
—Las dos señoras polacas. No oyeron nada, pues de otra forma hubieran salido al pasillo. Philip llegó a una hora avanzada y nadie le vio, excepto el portero nocturno. Creo Harold, que nos será posible hacer pasar inadvertido el asunto y conseguir un certificado de que Philip murió por causas naturales. Todo es cuestión de elevar la cifra suficientemente… y de encontrar el hombre apropiado, que seguramente será el jefe de policía.
Harold sonrió.
—Eso parece una ópera cómica, ¿verdad? Bueno, después de todo, no tenemos más remedio que intentarlo.
6
La señora Rice era la energía personificada. Primero llamó al gerente. Harold permaneció en su habitación, apartado de todo aquello. Había convenido con la señora Rice que sería mejor presentar el asunto como una riña entre marido y mujer. La juventud y belleza de Elsie se granjearían más simpatías.
A la mañana siguiente llegaron al hotel varios agentes de policía que fueron conducidos a la habitación de la señora Rice. No salieron de allí hasta el mediodía. Harold telegrafió pidiendo dinero, si bien no tomó parte en los procedimientos que se seguían, ya que de todos modos no hubiera podido hacerlo, pues ninguno de aquellos personajes oficiales hablaba inglés.
A las doce, la señora Rice entró en la habitación del joven. Estaba pálida y parecía cansada, pero el alivio que se reflejaba en su cara hacía inútil toda explicación.
—Ha surtido efecto —dijo simplemente.
—¡Gracias a Dios! ¡Es usted maravillosa! ¡Parece increíble!
La mujer contestó:
—Por la facilidad con que se desarrolló, le hubiera parecido que nada de lo sucedido era anormal. Prácticamente, todos tendieron la mano a la primera insinuación. En realidad… es algo desagradable.
Harold dijo con sequedad
—No es éste el momento de discutir sobre la corrupción de los funcionarios públicos. ¿Cuánto ha sido?
—La tarifa es bastante elevada.
Leyó las cantidades que traían anotadas en un papel:
El jefe de policía.
El comisario.
El agente.
El médico.
El gerente.
El portero nocturno.
Harold se limitó a comentar:
—El portero nocturno no ha sacado mucho, ¿verdad? Supongo que sólo será cuestión de taparle la boca.
La señora Rice explicó:
—El gerente estipuló que la muerte no ocurrió en el hotel. La relación oficial de los hechos será que Philip sufrió un ataque al corazón cuando venía en el tren. Salió al pasillo para respirar un poco de aire… y ya sabe usted cuántas veces no se cierran bien las portezuelas del tren. Se apoyó en una y cayó a la vía. ¡Hay que ver de lo que es capaz la policía cuando quiere!
—Bueno —dijo Harold—. Gracias a Dios, nuestra policía no es de esa clase.
Y con una disposición de ánimo muy británico bajó al comedor.
7
Después de comer, Harold se reunía habitualmente con la señora Rice y su hija para tomar café. Decidió no introducir ningún cambio en esta costumbre.
Era la primera vez que veía a Elsie después de lo ocurrido la noche anterior. Estaba muy pálida y se notaba que todavía se encontraba bajo los efectos de la fuerte impresión, haciendo comentarios vulgares sobre el tiempo y el paisaje.
La conversación recayó sobre un nuevo huésped que acababa de llegar, cuya nacionalidad trataron de conjeturar. Harold opinaba que un bigote como aquél sólo podía ser francés. Elsie decía que era alemán, y la señora Rice creía que era español.
No había nadie más que ellos en la terraza, a excepción de las dos polacas, que estaban sentadas en uno de los extremos, haciendo ganchillo.
Como siempre que las veía, Harold sintió que un extraño estremecimiento de aprensión pasaba por él. Aquellas caras inexpresivas; aquellas narices aguileñas; aquellas manos que parecían garras…
Un «botones» se acercó y dijo que buscaban a la señora Rice. La mujer se levantó y lo siguió. Los dos jóvenes vieron cómo al llegar a la puerta del hotel saludaba a un policía de uniforme.
Elsie contuvo la respiración.
—¿Cree usted… que algo habrá salido mal?
Harold se apresuró a tranquilizarla.
—No; no creo que haya pasado nada.
Pero en su interior sintió un súbito acceso de miedo.
—¡Su madre está llevando el asunto maravillosamente!
—Ya lo sé. Mamá es una gran luchadora. Nunca admite la derrota —Elsie se estremeció—. Pero esto ha sido horrible, ¿verdad?
—Vamos; no tratemos más de ello. Ya pasó todo.
Elsie dijo en voz baja:
—Yo no puedo olvidar… que lo maté.
Harold replicó apresuradamente:
—No debe pensar en eso. Fue un accidente y usted lo sabe.
La cara de la joven adoptó una expresión ligeramente más serena. Harold añadió:
—Y de todas formas, ya pasó todo. El pasado es el pasado. Trate de no pensar más en ello.
La señora Rice volvió en aquel instante. Por el aspecto de su cara, los dos jóvenes vieron que todo iba bien.
—Me ha dado un susto atroz —dijo la mujer con tono jovial—. Pero sólo se trataba de una formalidad que debía cumplirse con los documentos. Todo va perfectamente, hijos míos. No hay nada que temer. Creo que debíamos pedir unas copas de licor para celebrarlo.
Pidieron las copas y cuando se las sirvieron, cada uno levantó la suya.
—Por el futuro —brindó la señora Rice.
Harold dirigió una sonrisa a Elsie y propuso:
—¡Por su felicidad!
Ella sonrió a su vez y replicó:
—¡Y por usted… porque tenga muchos éxitos! Estoy segura de que llegará a ser un hombre eminente.
Se sentían alegres, casi aturdidos; era la reacción natural después del miedo pasado. ¡Las sombras habían desaparecido! Todo iba bien.
Las dos mujeres que estaban al otro lado de la terraza se levantaron. Enrollaron cuidadosamente su labor y luego se encaminaron hacia donde se sentaban los otros tres.
Hicieron unas ligeras reverencias y tomaron asiento al lado de la señora Rice. Una de ellas empezó a hablar y la otra fijó sus ojos en los dos jóvenes. En sus labios campeaba una ligera sonrisa que, según pensó Harold, no tenía nada de agradable.
El muchacho miró a la señora Rice, quien estaba escuchando a la otra hermana, y aunque él no entendía una palabra de lo que estaban diciendo, la cara de la oyente era lo bastante expresiva como para no dejar lugar a dudas. Toda la angustia y desesperación de antes se reflejaban en ella de nuevo. La mujer escuchaba y de vez en cuando contestaba con una breve palabra.
Al cabo de un rato, las dos hermanas se levantaron y después de inclinarse levemente, entraron en el hotel.
Harold preguntó con voz ronca:
—¿Qué ocurre?
La señora Rice contestó con tono monótono y desesperado:
—Esas dos mujeres nos amenazan con un chantaje. Anoche lo oyeron todo. Y ahora que hemos tratado de ocultar lo sucedido, todavía se pone peor la cosa…
8
Harold Waring se hallaba junto al lago. Había paseado febrilmente durante una hora, procurando con aquel esfuerzo físico acallar el clamor de desesperación que sentía.
Llegó por fin al lugar donde vio por primera vez a las dos lúgubres mujeres que tenían bajo sus pies la vida de él y de Elsie.
En voz alta, exclamó:
—¡Malditas sean! ¡Malditas sean esas arpías!
Una ligera tosecilla le hizo dar la vuelta. Se encontró frente al extranjero del bigote exuberante, que en aquel momento salía de entre los pinos.
Harold no supo qué decir. Aquel hombrecillo seguramente oyó la exclamación.
Con tono que le pareció ridículo, dijo:
—Oh… ejem… buenas tardes.
El otro contestó en perfecto inglés:
—Temo que para usted no serán muy buenas.
—Pues… yo… —Harold se turbó otra vez.
—Creo que se encuentra usted en un atolladero, monsieur. ¿Puedo ayudarle en algo?
—No; gracias; muchas gracias. Sólo me estaba desahogando un poco.
El extranjero replicó suavemente:
—No obstante, creo que puedo ayudarle. ¿Estoy en lo cierto al suponer que sus preocupaciones están relacionadas con las dos señoras que en este instante se encuentran en la terraza?
Harold lo miró con fijeza.
—¿Sabe usted algo de ellas? Y a todo esto, ¿quién es usted?
Como si confesara pertenecer a una ascendencia principesca, el hombrecillo anunció:
—Yo soy Hércules Poirot. ¿Podríamos adentrarnos un poco en el bosque? Cuénteme entretanto lo que le ocurre. Como le dije, creo que puedo ayudarle.
Harold no estaba todavía seguro de qué fue lo que le hizo confiar repentinamente en un hombre a quien acababa de conocer hacía unos pocos minutos. Tal vez fue la excesiva tensión que le dominaba. Pero, sea como fuere, ocurrió. Relató a Poirot toda la historia.
El detective escuchó en silencio y en una o dos ocasiones asintió gravemente. Cuando Harold calló, Poirot comentó vagamente:
—Los pájaros de Estinfalia, de férreos picos, que se alimentaban de carne humana y habitaban junto al lago… Sí; todo coincide exactamente.
—Perdón, ¿qué decía? —preguntó Harold, intrigado.
Quizá, pensó, aquel estrambótico hombrecillo estaba loco de remate.
Hércules Poirot sonrió.
—Estaba reflexionando. Tengo mi propio sistema de ver las cosas. Y por lo que se refiere a este punto, me parece que se encuentra usted en una situación bastante desagradable.
Harold replicó con impaciencia:
—¡Eso no es menester que usted lo diga!
El detective prosiguió:
—El chantaje es un asunto muy serio. Esas arpías le forzarán a pagar… y pagar… y pagará otra vez. Y si acaso las desafiara… bueno, ¿qué pasaría?
El joven comentó con amargura:
—Todo se descubriría. Arruinarían mi carrera, y una pobre chica que nunca hizo mal a nadie, se vería envuelta en este asunto infernal. Sólo Dios sabe cuál sería el final de todo ello.
—Por lo tanto —dijo Poirot—, debemos hacer algo.
Harold preguntó con malos modos:
—¿Qué?
Hércules Poirot inclinó hacia atrás la cabeza y casi cerró los ojos cuando habló, las dudas acerca de su buen estado mental cruzaron de nuevo por el pensamiento de Harold.
—Es el momento de utilizar las castañuelas de bronce.
—¿Está usted loco? —dijo el joven.
—Mais non! Sólo hago lo posible para seguir el ejemplo de mi gran predecesor Hércules. Tenga paciencia durante unas pocas horas, amigo mío. Mañana me encontraré en situación de poder librarle de sus perseguidoras.
9
Cuando Harold bajó a la mañana siguiente, encontró a Hércules Poirot sentado solo en la terraza. A pesar de sus dudas, el joven se había dejado impresionar por las promesas del detective.
Harold se dirigió a él y preguntó con ansiedad:
—¿Qué ha pasado?
Poirot lo miró con ojos brillantes.
—Todo ha salido a pedir de boca.
—¿Qué quiere decir?
—Que todo se aclaró satisfactoriamente.
—¿Pero qué ha ocurrido?
El detective volvió a emplear su tono vago.
—He utilizado las castañuelas de bronce. O mejor dicho, expresándome en términos modernos, he hecho que vibraran los hilos metálicos… En resumen, utilicé el telégrafo. Sus pájaros de Estinfalia, monsieur, han sido puestos donde no podrán perjudicar a nadie durante algún tiempo.
—¿Estaban reclamadas por la policía? ¿Las han detenido?
—Precisamente.
Harold exhaló un profundo suspiro.
—¡Estupendo! Nunca pensé en ello —se levantó—. Voy a buscar a la señora Rice y a su hija para decírselo.
—Ya lo saben.
—Bien —Harold volvió a sentarse—. Dígame cómo…
Por el sendero del lago subían dos mujeres de perfil aguileño y flotantes capas sobre los hombros.
—¡Creí haberle oído decir que se las habían llevado! —exclamó el joven.
—Oh, ¿esas señoras? Son inofensivas por completo; dos damas polacas de muy buena familia, tal como le dijo el conserje. Su aspecto, tal vez, no sea muy agradable; pero eso es todo.
—¡Pues no lo comprendo!
—No; no lo comprenderá. Eran las otras señoras a las que buscaba la policía. La ingeniosa señora Rice y la llorosa señora Clayton. Eran ellas las aves de presa. Las dos vivían del chantaje, mon chéri.
Harold tuvo la sensación de que el mundo daba vueltas alrededor de él. Con voz desmayada preguntó:
—¿Pero el hombre… el hombre que resultó muerto…?
—No murió nadie. ¡Y no hubo tal hombre!
—¡Pero si yo lo vi…!
—No. La señora Rice, con su alta estatura y su voz profunda, representa muy bien los papeles masculinos. Fue ella quien hizo de marido… claro es que sin la peluca gris.
Se inclinó hacia delante y dio un golpecito en la rodilla del joven.
—No se debe ir por la vida con tal cantidad de buena fe, amigo mío. La policía de un país no se soborna tan fácilmente ni, tal vez, habrá manera de conseguirlo; mucho menos cuando se trata de un asesinato. Esas mujeres se aprovecharon de la ignorancia que, por lo general, tienen todos los ingleses de los idiomas extranjeros. Como habla francés y alemán, la señora Rice es la que siempre se ocupa de entrevistarse con el gerente y de llevar el asunto. Llega la policía y entra en su habitación, desde luego. ¿Pero qué sucede en realidad? Usted no lo sabe. Tal vez les dirá que ha perdido un broche o algo parecido. Cualquier excusa para hacerlos venir, con el fin de que usted los vea. Y en cuanto al resto de ello, ¿qué he de decirle? Telegrafía usted para que manden dinero, gran cantidad de él; y luego lo entrega a la señora Rice, quien se encarga de todas las negociaciones, ¡y eso es todo! Pero estas aves de presa son insaciables. Vieron que usted sentía una irracional aversión hacia esas dos infortunadas señoras polacas. Las damas en cuestión llegaron y sostuvieron una conversación inocente por completo con la señora Rice; pero ésta no supo resistir la tentación de volver a repetir el juego. Sabía que usted no entendía ni una palabra de lo que hablaron. Por consiguiente, tuvo usted que pedir más dinero; dinero que la señora Rice se encargaría luego de distribuir entre otras personas según pretendía.
Harold aspiró profundamente aire.
—¿Y Elsie?
—Desempeñó muy bien su papel. Siempre lo hace. Es una actriz consumada. Hace ver que todo es muy raro… muy inocente. No atrae hacia ella más que un sentimiento noble.
Y añadió pensativamente:
—Eso tiene siempre éxito cuando se trata de un inglés.
Harold Waring volvió a suspirar.
—Tengo que aprender todos los idiomas europeos que existen. ¡No quiero que nadie me tome el pelo por segunda vez!