Los establos de Augías
1
—La situación es en extremo delicada, señor Hércules Poirot.
Una ligera sonrisa distendió los labios del detective, que estuvo a punto de contestar:
—Siempre lo es.
Pero en lugar de ello, ajustó la expresión de su cara a lo que pudiera llamarse la extrema discreción de un médico de cabecera.
Sir George Conway prosiguió su perorata. Las frases salían de su boca con facilidad… La sin igual delicadeza de la posición en que se encontraba el Gobierno… El interés Público… la solidaridad del Partido… La necesidad de presentar un frente unido… El poder de la prensa… la prosperidad del país…
Todo aquello sonaba muy bien y no tenía significado alguno. Hércules Poirot sintió ese dolor de mandíbula que se experimentaba cuando uno tiene ganas de bostezar, pero lo prohíbe la buena educación. Había sentido la misma necesidad al leer los debates parlamentarios en la prensa, pero en aquella ocasión no se vio obligado a reprimir sus bostezos.
Se armó de paciencia para resistir aquello. Sentía, al propio tiempo, cierta simpatía por sir George Conway. El hombre quería, sin duda, decirle algo… y se veía también que había perdido la costumbre de explicar las cosas sencillamente. Las palabras se habían convertido para él en un medio que le servía para oscurecer los hechos… no para aclararlos. Era un entusiasta de la frase conveniente; es decir, de la frase que suena bien al oído y carece por completo de significado.
Las palabras siguieron fluyendo, mientras la cara del pobre sir George enrojecía por momentos. Lanzó una mirada desesperada al hombre que se sentaba a la cabecera de la mesa y el otro acudió en su ayuda.
—Está bien, George; yo se lo explicaré —dijo Edward Ferrier.
Hércules Poirot apartó su mirada del ministro de la Gobernación y la fijó en el jefe del Gobierno. Sentía un intenso interés por Edward Ferrier; un interés promovido por una frase casual que oyó a un anciano de ochenta y dos años. El profesor Fergus MacLeod, después de resolver un problema de química surgido al probar la culpabilidad de un asesino, había hablado un poco de política. Cuando se retiró el famoso y generalmente estimado John Hammet, ahora lord Cornworthy, su hijo político Edward Ferrier fue llamado a formar Gobierno. Comparando su edad con la de los principales políticos, era un hombre joven, pues todavía no había llegado a los cincuenta años. El profesor MacLeod había dicho: «Ferrier fue uno de mis discípulos. Es un hombre cabal».
Eso fue todo; pero para Hércules Poirot representaba mucho. Si MacLeod calificaba de cabal a un hombre, era una prueba de su carácter que no admitía comparación con cualquier entusiasmo popular o periodístico.
A decir verdad, ello coincidía con la opinión general. Edward Ferrier estaba considerado como un hombre cabal y entero; sin más aditamento. Ni brillante ni eminente; no como un orador de particular elocuencia; ni como hombre de vastos estudios. Era un ciudadano recto; educado en la más pura tradición. El que se casó con la hija de John Hammet, de quien, por decirlo así, fue la mano derecha. Podía confiársele el gobierno de la nación, pues seguiría la misma política de su antecesor.
Porque John Hammet gozó de profunda estimación por parte del pueblo y la prensa inglesa. En él estaban representadas cada una de las cualidades favoritas de los británicos. La gente estaba segura de su honradez. Se contaban anécdotas sobre su sencilla vida hogareña y su afición a la jardinería. Si Baldwin hizo famosa su pipa y Chamberlain su paraguas, John Hammet popularizó su impermeable. Siempre lo llevaba puesto; era una prenda usada y deslucida por el tiempo. Como un símbolo del clima inglés; de la prudente previsión de la raza; de su apego a sus viejas propiedades. Además, John Hammet sabía cómo hablar en público, a la manera inglesa. Sus discursos, pronunciados en tono reposado y serio, contenían esos tópicos simples y sencillos tan profundamente arraigados en el corazón de los ingleses. Los extranjeros criticaban algunas veces esos discursos, diciendo que eran hipócritas a la vez que intolerablemente liberales. John Hammet no tenía ningún inconveniente en ser liberal, de una forma deportiva, como educado en una escuela pública.
Por otra parte, era hombre de buena presencia; alto y erguido, de tez blanca y brillantes ojos azules. Su madre nació en Dinamarca y él fue durante muchos años primer lord del Almirantazgo, lo cual dio lugar a que lo apodaran «El Vikingo». Cuando su poca salud le forzó por fin a dejar las riendas del Gobierno, se experimentó un desasosiego general. ¿Quién le sucedería? ¿El refulgente lord Charles Delafield? (Demasiado brillante; Inglaterra no necesitaba brillantez). ¿Evan Whittler? (Inteligente, pero quizás un poco falto de escrúpulos). ¿John Potter? (La clase de hombre capaz de convertirse en un autócrata, y los ingleses no necesitaban tal cosa en su país). Por lo tanto, todos dieron un suspiro de alivio cuando el reposado Edward Ferrier asumió el cargo. Ferrier era el hombre apropiado. Había sido preparado por el «viejo» con cuya hija se casó. Según la popular expresión inglesa, Ferrier «se sostendría».
Hércules Poirot fijó su mirada en aquel hombre sereno, de cara enigmática y voz agradable. Era delgado, moreno y tenía aspecto de estar fatigado.
Edward Ferrier estaba diciendo:
—Tal vez, señor Poirot, conocerá usted un semanario titulado el X-ray News.
—Le di una ojeada de vez en cuando —admitió Poirot, enrojeciendo ligeramente.
—Entonces, ya sabe usted, poco más o menos, en qué consiste —dijo el primer ministro—. Es una especie de libelo, con párrafos detonantes que apuntan sensacionalmente a hechos que se suponen secretos. Algunos de ellos son verdaderos; otros, inofensivos… Mas todos servidos de una forma picante. En ciertas ocasiones…
Hizo una pausa y luego prosiguió con voz un poco alterada:
—En ciertas ocasiones hay algo más.
Hércules Poirot no replico.
—Desde hace dos semanas —continuó Ferrier— se vienen haciendo insinuaciones sobre el inminente descubrimiento de un escándalo mayúsculo en las más altas esferas políticas. «Asombrosas revelaciones de corruptelas».
El detective se encogió de hombros y observó:
—Un truco vulgar. Cuando esas revelaciones salen a la luz, decepcionan generalmente a los que gustan del sensacionalismo.
Ferrier contestó con sequedad:
—Esta vez no quedarán decepcionados.
—Entonces, ¿sabe usted de qué se trata? —preguntó el detective.
—Poco más o menos.
Edward Ferrier calló durante unos instantes y después empezó a hablar. Cuidadosa y metódicamente, fue exponiendo lo ocurrido.
No era una historia muy edificante. Acusaciones de desvergonzados embrollos; escamoteo de valores públicos, empleo fraudulento de los fondos del Partido. Todos esos cargos se hacían contra el último jefe del Gobierno, John Hammet. Demostraban que fue un bribón redomado, que con un colosal abuso de confianza y utilizando su posición había amasado una gran fortuna personal.
La voz reposada de Ferrier calló al fin. El ministro de la Gobernación gruñó:
—¡Es monstruoso! —farfulló—. ¡Monstruoso! Ese Perry, el que edita el periodicucho, debía ser fusilado.
Poirot preguntó:
—¿Y esas revelaciones, o lo que sean, van a publicarse en el X-ray News?
—Sí.
—¿Qué medidas piensa usted adoptar contra ello?
Ferrier contestó lentamente:
—Constituyen un ataque personal a John Hammet. Por lo tanto, tendrá perfecto derecho a demandar al periódico por difamación.
—¿Estará dispuesto a ello?
—No.
—¿Por qué?
—Posiblemente nada agradaría más al X-ray News —le contestó el primer ministro—. La propaganda que esto le daría sería enorme. Su defensa se basaría en que todo consiste en un comentario imparcial y que las declaraciones hechas son verdad. El asunto sería expuesto exhaustivamente a la curiosidad pública.
—Pero así y todo, si el caso se falla contra el periódico, los gastos serán elevados en extremo.
—El fallo puede serles favorable —replicó Ferrier.
—¿Por qué?
—En realidad, yo creo que… —insinuó sir George.
Pero Edward Ferrier estaba ya hablando.
—Porque lo que quieren publicar es… pura y simplemente la verdad.
Sir George lanzó un gruñido, como quejándose de una franqueza totalmente antiparlamentaria.
—Pero, Edward —exclamó—, seguramente no admitiremos…
La sombra de una sonrisa pasó por la cara fatigada del primer ministro.
—Por desgracia, George —dijo—, hay veces en que debe decirse la verdad desnuda. Ésta es una de ellas.
—Ya comprenderá, señor Poirot —exclamó sir George—, que esto es estrictamente confidencial. Ni una palabra…
Ferrier lo interrumpió.
—El señor Poirot lo comprende perfectamente —dijo—. Lo que tal vez no haya entendido es esto: el futuro del Partido está en juego. Nuestro Partido se mantiene por lo que representa para el pueblo de Inglaterra; porque defiende la decencia y la honradez. Nadie nos consideró nunca como políticos insignes. Nos habremos confundido y equivocado. Pero siempre seguimos la tradición de hacerlo todo como mejor hemos sabido. Y además, hemos sido partidarios de la honradez estricta. El desastre que se nos viene encima consiste en que el hombre que era nuestro caudillo, el honrado hombre del pueblo par excellence… ha resultado ser uno de los peores bribones de esta generación.
Sir George profirió otro gruñido.
—¿No se había enterado usted de lo que pasó? —preguntó Poirot.
La sonrisa cruzó de nuevo aquella cansada cara.
—Tal vez no me crea, señor Poirot —dijo Ferrier—. Pero al igual que los demás, estaba completamente engañado. Nunca comprendí la curiosa actitud de reserva que mi esposa guardaba respecto a su padre. Pero ahora ya lo entiendo. Ella conocía su manera de ser.
»Cuando la verdad comenzó a revelarse —continuó después de una pausa—, me horroricé; no lo pude creer. Instamos la renuncia de mi suegro al cargo que ostentaba, basándonos en su poca salud y nos pusimos a… limpiar la porquería.
Sir George refunfuñó:
—Los establos de Augías.
Poirot dio un respingo.
—Me temo —dijo Ferrier— que sea una tarea demasiado hercúlea para nosotros. Una vez que los hechos sean del dominio público, se producirá una ola de reacción por todo el país. Caerá el Gobierno; se convocarán nuevas elecciones y Everhard y su partido volverán al poder. Ya conoce usted el problema político de Everhard.
Sir George balbuceó:
—Un incendiario… eso es.
—Everhard es hábil —comentó lentamente Ferrier—. Pero es temerario, belicoso y carece por completo de tacto. Sus seguidores son ineptos y vacilantes… prácticamente sería una dictadura.
Hércules Poirot asintió.
—Tan sólo con que pudiéramos mantener secreto el asunto… —insinuó sir George.
El primer ministro sacudió despacio la cabeza. Fue un gesto de desaliento.
—¿Acaso duda de que pueda guardarse secreto? —preguntó Poirot.
—Lo he llamado, señor Poirot, contando con usted como último recurso —dijo Ferrier—. En mi opinión, este asunto es demasiado grave, y lo conoce demasiada gente para que se pueda ocultar con éxito. Los dos únicos medios de que disponemos, simple y llanamente, son la fuerza o el soborno, y no espero que prospere ninguno de ellos. El ministro de la Gobernación ha comparado nuestro problema con los establos de Augías. Se necesita, señor Poirot, la violencia de un río desbordado, el impulso desatado de las fuerzas de la Naturaleza… nada menos que un milagro.
—Se necesita, en resumen, un Hércules —dijo Poirot moviendo afirmativamente la cabeza con expresión complacida—. Recuerde que me llamo Hércules… —añadió.
—¿Puede hacer usted el milagro, señor Poirot? —preguntó Ferrier.
—Para eso me llamó, ¿no es cierto? Pensó que tal vez yo pudiera hacerlo, ¿verdad?
—Así es… Me di cuenta de que si queríamos conseguir la salvación, sólo podía venir esto a través de una inteligencia fantástica y fuera de las reglas habituales.
Y prosiguió al cabo de un momento:
—Aunque es posible que considere usted la situación desde un punto de vista ético, ¿no es eso? John Hammet fue un sinvergüenza; pero la leyenda que le rodea debe ser explotada. ¿Puede construirse una casa honrada sobre cimientos deshonestos? No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que lo intentaré —sonrió con súbita acritud—. Como ve, los políticos quieren permanecer en sus cargos por los móviles más sublimes.
Hércules Poirot se levantó.
—Señor —dijo—. Mi experiencia en el campo policíaco tal vez no me permita tener muy buena opinión de los hombres que se dedican a la política. Si John Hammet ocupara todavía su campo, no levantaría un solo dedo para salvarlo… no; ni el dedo meñique. Pero sé algo acerca de usted. Un hombre que es realmente grande, uno de nuestros más eminentes científicos y de los mejores cerebros de nuestros días, me dijo que era usted… un hombre cabal. Haré lo que pueda.
Hizo una reverencia y salió de la habitación. Sir George exclamó:
—Bueno, en mi vida vi desfachatez semejante…
Pero Edward Ferrier, sonriendo todavía, dijo:
—Fue un cumplido.
2
Cuando bajaba la escalera, Hércules Poirot se vio detenido por una mujer alta, de cabellos rubios.
—Haga el favor de pasar a este saloncito, señor Poirot.
El detective se inclinó ligeramente y la siguió:
Ella cerró la puerta, le indicó una silla y le ofreció un cigarrillo. Luego tomó asiento frente a Poirot.
—Acaba usted de ver a mi marido —dijo sosegadamente—, y le ha contado… lo de mi padre.
Poirot la miró con atención. Era una mujer de alta estatura, todavía hermosa, en cuya cara se reflejaba un carácter resuelto y una inteligencia muy despierta. La señora Ferrier era una figura popular. Como esposa del primer ministro era natural que recayera sobre ella gran parte de la popularidad de su marido. Pero como hija de John Hammet, su popularidad era todavía mayor. Dagmar Ferrier representaba el ideal popular del sexo femenino inglés.
Era una esposa adicta, una madre amante, que compartía la afición de su marido por la vida campestre. Se interesaba solamente en aquellos aspectos de la vida pública que, por lo general, se estiman como esferas apropiadas para la actividad femenina. Vestía bien, pero nunca con ostentación. La mayor parte de su tiempo estaba dedicada a practicar la caridad en gran escala. Había inaugurado organizaciones especiales para socorrer a las esposas de los obreros sin trabajo. La nación entera se interesaba por ella y era uno de los principales medios positivos con que contaba el Partido.
—Debe estar usted terriblemente alarmada, señora —le dijo Hércules Poirot.
—Lo estoy… y no sabe usted cuánto. Durante años estuve temiendo… que ocurriera algo.
—¿No tiene usted idea de lo que sucede actualmente?
Ella sacudió la cabeza.
—No… ni la más mínima idea. Sólo sé que mi padre no ha sido… lo que todos suponían. Desde que era una niña, ya me di cuenta de que era… un farsante.
Su voz era profunda y de tono amargo.
—Edward se casó conmigo… y ahora lo perderá todo —dijo.
Poirot preguntó tranquilamente:
—¿Tiene usted enemigos, señora?
Ella lo miró sorprendida.
—¿Enemigos? No lo creo.
El detective comentó con aspecto pensativo:
—Yo creo que los tiene…
Y luego prosiguió:
—¿Tendrá usted valor, señora? Se prepara una gran campaña contra su marido y contra usted misma. Debe estar dispuesta a defenderse.
—Pero lo mío no importa. ¡Es solamente por Edward! —exclamó ella.
—El uno incluye al otro, señora. Recuerde que es usted la mujer del César.
Vio cómo la mujer palidecía y se inclinaba hacia delante para preguntar:
—¿Qué es lo que pretende decirme?
3
Percy Perry, el editor del X-ray News, estaba sentado ante su mesa de trabajo.
Era bajito y tenía cara de comadreja.
Con voz suave y untuosa estaba diciendo en aquel momento:
—Les vamos a sacar todos los trapos sucios. ¡Estupendo, estupendo!
Su segundo, un joven flaco que usaba gafas, preguntó intranquilo:
—¿No está usted nervioso?
—¿Por si emplean métodos violentos? Ellos no son de ésos. No tienen suficiente carácter. Y si lo hicieran no les aprovecharía de nada. Es imposible, dada la forma con que lo hemos preparado todo, tanto aquí como en el Continente y en América.
El otro contestó:
—Deben encontrarse en un buen apuro. ¿No cree que intentarán algo?
—Mandarán a alguien para que parlamente…
Sonó un zumbador y Percy Perry cogió el auricular.
—¿Quién ha dicho? —preguntó—. Está bien; hágalo pasar.
Dejó el auricular e hizo una mueca.
—Han contratado a ese polizonte belga. Vendrá para llevar a cabo su parte en el programa. Querrá saber si estamos dispuestos a negociar.
Hércules Poirot entró en el despacho. Iba elegantemente vestido y llevaba una camelia blanca en el ojal.
—Encantado de conocerlo, señor Poirot —dijo Percy Perry—. ¿Va usted al Royal Enclosure de Ascot? ¿No? Perdone, me equivoqué.
—Me lisonja usted —contestó el detective—. Sólo pretendo tener un buen aspecto. Eso tiene mayor importancia —paseó la mirada por la cara del editor y su desaliñado traje— cuando uno tiene pocas ventajas naturales.
Perry preguntó con sequedad:
—¿Para qué quería verme?
Poirot se inclinó hacia delante, se dio un golpe en la rodilla y dijo con alegre sonrisa:
—Chantaje.
—¿Qué diablos quiere decir? ¿Chantaje?
—He oído… me lo ha contado un pajarito… que en ocasiones ha estado usted a punto de publicar ciertas manifestaciones verdaderamente perjudiciales en su spirituel periódico… aunque luego se ha producido un pequeño incremento en el saldo de su cuenta corriente y… al final no llegaron a publicarse tales manifestaciones.
Poirot se recostó en su asiento y movió la cabeza, como satisfecho por lo que acababa de decir.
—¿Se da usted cuenta de que lo que ha insinuado representa una calumnia?
Poirot sonrió con aire de seguridad.
—Estoy seguro de que usted no se ofenderá por ello.
—¡Claro que me ofendo! Y respecto al chantaje, no existe ninguna prueba de que lo haya practicado con nadie.
—No, no. Estoy seguro de ello. No me ha comprendido. No lo estoy amenazando. Quería tan sólo llegar a una simple pregunta. ¿Cuánto?
—¡No sé de qué me está usted hablando! —replicó Percy Perry.
—Un asunto de importancia nacional, señor Perry.
Cambiaron una expresiva mirada.
—Soy un reformador, señor Poirot —dijo el editor—. Quiero aclarar la política de este país. Me opongo a toda corrupción. ¿Conoce usted el estado actual de la política? Exactamente igual que los establos de Augías.
—¡Caramba! —exclamó Hércules Poirot—. También usa usted la misma frase.
—Y lo que hace falta —prosiguió Perry— para limpiar esos establos es la corriente impetuosa y purificadera de la opinión pública.
El detective se levantó.
—Aplaudo sus sentimientos —dijo.
Y añadió:
—Es una lástima que no necesite usted dinero.
Percy Perry contestó con rapidez:
—Oiga, espere un momento. Yo no dije eso exactamente.
Pero Poirot había salido ya.
En vista de los hechos que sucedieron después, su pretexto para obrar así, según dijo, fue que no le gustaban los chantajistas.
4
Everitt Dashwood, el joven y alegre miembro de la redacción del periódico The Branch, golpeó afectuosamente la espalda de Hércules Poirot.
—Hay varias clases de basura, amigo mío —dijo—. La mía es basura limpia.
—No le estaba insinuando que fuera igual a la de Percy Perry.
—Ése es un condenado chupóptero. Una mancha en nuestra profesión. Si pudiéramos ya lo habríamos hundido.
—Pues sucede —explicó Poirot— que en este momento me encargo de un pequeño asunto consistente en aclarar un escándalo político.
—Quiere limpiar los establos de Augías, ¿eh? —le dijo Dashwood—. Demasiado pesado para usted. La única forma de hacerlo sería desviando el Támesis para que se llevara por delante el Parlamento.
—Es usted un cínico —repitió Poirot moviendo la cabeza.
—Conozco el mundo; ni más ni menos.
—Creo que es usted el hombre que necesito —dijo el detective—. Es atrevido, tiene espíritu deportivo y le gustan las cosas que se salgan de lo corriente.
—¿Y suponiendo que así sea…?
—Quiero poner en práctica un plan que tengo en la imaginación. Si es cierto lo que me figuro, existe una conjura que debemos desbaratar. Y todo ello, amigo mío, constituirá otra noticia que su periódico publicará antes que ningún otro.
—De acuerdo —dijo alegremente Dashwood.
—Estará relacionado con un grosero complot que fraguan contra una mujer.
—Mejor que mejor. Estas cosas de mujeres siempre interesan a la gente.
—Entonces, siéntese y escuche.
5
La gente hablaba. En el bar de «El Ganso y las Plumas» de Little Winpliton.
—Bueno; pues yo no lo creo. John Hammet fue siempre un hombre honrado; no faltaba más. Ya quisieran parecérsele muchos de esos politicastros que andan por ahí.
—Eso es lo que siempre se dice de los estafadores antes de ser descubiertos.
—Cuentan que hizo miles de libras con el asunto del petróleo de Palestina. Un negocio de los más sucios.
—Todos ellos están cortados con el mismo patrón. No son ni más ni menos que unos asquerosos bribones.
—Everhard nunca haría eso. Pertenece a los de la vieja escuela.
—Está bien; pero no creo que John Hammet sea lo que dicen. Si fueras a creer todo lo que ponen los periódicos…
—La mujer de Ferrier es hija suya. ¿Has oído lo que cuentan de ella?
Todos se inclinaron sobre un sobado ejemplar del X-ray News.
«¿La mujer del César? Hemos oído que cierta dama relacionada con las más altas esferas políticas fue vista el otro día en un ambiente verdaderamente extraño. Y acompañada por su gigolo. ¡Oh, Dagmar, Dagmar! ¿Cómo puedes ser tan picarona?».
Una voz rústica comentó:
—La señora Ferrier no hace esas cosas. ¿Gigolo? Uno de esos desvergonzados dagos[2].
Otra voz replicó:
—No te fíes nunca de las mujeres. Si quieres que te diga la verdad creo que no hay ni una buena.
6
La gente hablaba.
—Mira, querida: yo creo que es absolutamente cierto. A Noemi se lo dijo Paul, y éste oyó cómo lo contaba Andy. Es una depravada.
—Pero si siempre fue tan normal y nunca salió de casa a no ser que tuviera que inaugurar alguna tómbola benéfica…
—Simple camuflaje, querida. Es ninfomaníaca… Bueno; ya sabes, eso es lo que dice el X-ray News. ¡Claro que no lo pone con todas las palabras! Pero lo puedes leer entre líneas. No sé cómo se enteraron de esas cosas.
—¿Y qué me dices del escándalo público que dejan entrever? Aseguran que su padre malversó los fondos del Partido.
7
La gente hablaba.
—No me gusta pensar en ello, se lo aseguro, señora Rogers. Pues ya ve usted, siempre pensé que la señora Ferrier era una mujer que sabía lo que se hacía.
—¿Cree usted que todas esas atrocidades son verdad?
—Como le dije antes, no me gusta pensar eso de ella. ¿Quién lo iba a imaginar? Si hace tan sólo unos meses, en junio, inauguró una tómbola en Pelchester. Y estuve tan cerca de ella como lo estoy ahora de ese sofá. Tenía una Sonrisa tan agradable…
—Sí; pero yo digo que cuando el río suena…
—Desde luego, eso es verdad. ¡Dios mío!, parece como si no pudiera fiarse una de nadie.
8
Edward Ferrier, con la cara pálida y tensa, se dirigió a Poirot.
—¡Esos ataques a mi mujer… son obscenos… absolutamente obscenos! Voy a entablar una demanda contra ese vil periodicucho.
—Yo no le aconsejaría eso —observó Poirot.
—Pero convendrá conmigo en que esas condenadas mentiras deben acabar.
—¿Está usted seguro de que son mentiras?
—¡Maldita sea! ¡Sí!
Con la cabeza ligeramente ladeada, Poirot preguntó:
—¿Y qué dice su esposa?
Por un momento Ferrier pareció desconcertarse.
—Ella opina que lo mejor es no darse por enterados… Pero yo no puedo hacerlo. Todo el mundo habla…
—Sí; todo el mundo habla —replicó el detective.
9
Y entonces apareció la lacónica noticia en todos los periódicos.
«La señora Ferrier sufre una ligera depresión nerviosa y ha salido para Escocia con el fin de descansar».
Conjeturas, rumores… informes fidedignos de que la señora Ferrier no estaba en Escocia; de que nunca estuvo allí.
Historias escandalosas acerca del verdadero paradero de la señora Ferrier.
Y la gente habló de nuevo.
—Te digo que Andy la vio. ¡En ese lugar tan indecente! Estaba borracha o había tomado drogas. La acompañaba Ramón… ese antipático gigolo argentino. ¡Ya ves!
Y más habladurías.
La señora Ferrier se había ido al extranjero con un bailarín argentino. La habían visto en París, atiborrada de drogas. Las tomaba desde hacía muchos años y bebía como un pez.
Lentamente, la recta mente inglesa, al principio incrédula, fue tomando una actitud condenatoria contra la señora Ferrier. Al fin y al cabo, parecía como si hubiera algo de cierto en todo lo que se decía. Aquélla no era la clase de mujer apropiada para ser la esposa del primer ministro. «¡Una Jezabel; ni más ni menos que una Jezabel!».
Y luego llegaron las fotografías.
La señora Ferrier, en París… en un club nocturno, recostada y con un brazo posado familiarmente sobre el hombro de un joven moreno, de tez oscura y aspecto depravado.
Y en otras circunstancias, medio desnuda en una playa, con la cabeza reclinada en el hombro de aquel lagarto de salón.
Debajo de la «foto»:
«La señora Ferrier se divierte…».
Dos días después se presentó una demanda de difamación contra el X-ray News.
10
Sir Mortimer Inglewood, abogado de la Corona, inició el caso por la parte demandante. El aspecto del abogado era grave y parecía poseído de virtuosa indignación. La conjura sólo igualable al famoso caso del Collar de la Reina, familiar a los lectores de Alejandro Dumas. El complot imaginado para difamar a la reina María Antonieta ante los ojos del populacho. Y esa conjura había sido tramada de nuevo para desacreditar a una noble y virtuosa señora que ocupaba en el país la posición de la mujer del César. Sir Mortimer habló con amargo menosprecio de fascistas y comunistas, pues ambos trataban de minar las democracias con toda clase de maquinaciones. Luego llamó a sus testigos.
El primero fue el obispo de Northumbria.
El doctor Henderson era una de las más conocidas figuras de la Iglesia anglicana; un hombre de gran piedad e integridad de carácter. Tenía amplio criterio; era tolerante y pasaba por ser un gran predicador. Todos los que lo conocían sentían por él profundo respeto y cariño.
Subió al estrado y juró que durante las fechas mencionadas, la señora de Edward Ferrier había estado en palacio, invitada por su esposa y por él. Agotada por su intensa actividad haciendo buenas obras, le había sido recomendado un reposo absoluto. Su visita se mantuvo en secreto para evitar cualquier molestia por parte de la prensa.
Un médico eminente siguió al obispo y atestiguó que había ordenado a la señora Ferrier un completo descanso, con ausencia de toda preocupación.
Un practicante testimonió luego que había atendido a la señora Ferrier en la residencia del obispo.
El siguiente testigo que compareció fue Thelma Andersen.
Un estremecimiento recorrió la sala cuando la testigo subió al estrado. Todos notaron en seguida el extraordinario parecido físico de aquella mujer con la señora Ferrier.
—¿Se llama usted Thelma Andersen?
—Sí.
—¿Es usted súbdita danesa?
—Sí. Vivo en Copenhague.
—¿Trabaja usted en un café de dicha capital?
—Sí, señor.
—Haga el favor de explicarme lo que ocurrió el día dieciocho de marzo último.
—Un caballero se acercó a la mesa donde yo estaba. Era inglés y me dijo que trabajaba para un periódico de su país titulado el X-ray News.
—¿Está usted segura de que mencionó ese nombre?
—Sí; estoy segura… porque al principio creí que se trataba de una revista médica. Pero no; parece que no es así. Luego me dijo que había una actriz inglesa que necesitaba encontrar una «doble» y que yo era justamente el tipo adecuado. No voy mucho al cine y no reconocí el nombre que me dijo. Pero me aseguró que era muy famosa; que no se encontraba bien y que por lo tanto precisaba que alguien se presentara por ella en algunos sitios públicos. Al final me prometió que mis servicios serían pagados generosamente.
—¿Cuánto dinero le ofreció aquel caballero?
—Quinientas libras en moneda inglesa. Al pronto no lo creí… Pensé que se trataría de algún ardid; pero me pagó al momento la mitad de la suma ofrecida. Como es lógico, me apresuré a comunicar al dueño del café que dejaba el empleo.
La relación prosiguió. La llevaron a París, donde la facilitaron buenas ropas y fue provista de una «escolta». Un caballero argentino muy solícito… muy respetuoso y atento.
Al parecer, la mujer se había divertido. Vino en avión a Londres y frecuentó varios clubs nocturnos acompañada por el caballero de tez morena. En París la fotografiaron junto a él. Admitió que algunos de los sitios en que estuvieron no eran muy refinados… ¡De veras, no eran nada respetables!… Y algunas de las «fotos» que se tomaron tampoco eran de buen gusto. Pero, según le dijeron, aquellas cosas eran necesarias para la publicidad… y el señor Ramón había sido siempre muy respetuoso.
Contestando a varias preguntas, declaró que nunca se mencionó el nombre de la señora Ferrier y que no supo jamás que aquella señora era a la que había estado suplantando. Creía que en todo ello no había nada malo. Identificó algunas fotografías que le fueron mostradas y dijo que habían sido hechas durante su estancia en París y la Riviera.
Se veía que Thelma Andersen hablaba de buena fe. Era una mujer agradable, aunque ligeramente tonta. Cuando comprendió lo que había hecho, su disgusto quedó bien patente para todos.
La defensa no convenció a nadie. Fue una frenética negación de haber tenido algún trato con la Andersen. Las «fotos» en cuestión habían sido enviadas a la Redacción de Londres, donde supusieron que eran auténticas. El discurso en que Mortimer presentó sus conclusiones definitivas levantó el entusiasmo. Describió el asunto, calificándolo de cobarde conjura política planeada para desacreditar al primer ministro y a su esposa. Todas las simpatías debían verterse sobre la infortunada señora Ferrier.
El veredicto, una conclusión que podía adelantarse, fue pronunciado en medio de escenas sin precedentes. Los perjuicios se cifraron en una suma fabulosa. Cuando la señora Ferrier, su marido y su padre salieron de la sala fueron recibidos por el clamor afectuoso de una gran muchedumbre.
11
Edward Ferrier asió efusivamente la mano de Poirot.
—Mil gracias, señor Poirot. Esto acaba de una vez con el X-ray News. Ese indecente papelucho está destruido por completo. Lo tenía merecido por planear un complot tan asqueroso. Contra Dagmar, además, que es la criatura más buena del mundo. Gracias a Dios, se las compuso usted para que el asunto apareciera ante todos tal como era… ¿Cómo se le ocurrió la idea de que pudieran estar utilizando un «doble»?
—No fue idea nueva —le recordó Poirot—. Fue empleada con éxito en el caso de Jeanne de la Motte, cuando suplantó la personalidad de María Antonieta.
—Ya comprendo. Tendré que volver a leer «El Collar de la Reina». Pero ¿cómo encontró usted precisamente a la mujer que estaban empleando para ello?
—La busqué en Dinamarca y bien pronto la localicé.
—¿Y por qué en Dinamarca?
—Porque la abuela de la señora Ferrier era danesa, y ella misma tiene un tipo marcadamente danés. Pero además había otras razones.
—El parecido es chocante en extremo. ¡Qué idea más diabólica! ¿Cómo llegaría esa rata de Percy a pensar en ello?
Poirot sonrió.
—No fue él —se dio un golpe en el pecho—. ¡Yo fui el que pensó en ello!
Edward lo miró fijamente.
—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir?
Poirot explicó:
—Debemos retroceder a una historia mucho más vieja que la de «El Collar de la Reina»… a la de la limpieza de los establos de Augías. Lo que Hércules utilizó fue un río… es decir, una de las grandes fuerzas de la Naturaleza. ¡Modernice eso! ¿Cuál es, también, una de esas grandes fuerzas? El amor y las cosas relacionadas con él, ¿verdad? Es el aspecto amoroso el que hace que se vendan las novelas y el que da interés a las noticias. Dé a la gente un escándalo relacionado con asuntos amorosos y le interesará más que cualquier trampa o fraude político.
»Eh bien —continuó el detective—, ésa fue mi tarea. Primero, poner mis manos en el cieno, como hizo Hércules para construir un dique que desviara el curso del río, un periodista amigo mío me ayudó. Estuvo buscando en Dinamarca, hasta que encontró a una persona adecuada para intentar la suplantación. Al presentarse a ella mencionó casualmente el X-ray News, confiando en que se acordaría del nombre. Y así fue.
»¿Y qué ocurrió luego? —prosiguió—. Cieno…, gran cantidad de cieno. La mujer del César fue salpicada por él. Una cosa más interesante para la gente de la calle que ningún escándalo político. Y como resultado… ¿el dénouement? ¡Qué va! ¡La reacción! ¡La virtud vindicada! ¡La absolución de la mujer inocente! Una gran marea de romanticismo y simpatía barriendo los establos de Augías. Si todos los periódicos del país publicaran ahora la noticia de los desfalcos cometidos por John Hammet, nadie lo creería. Sería considerada como otra conjura política para desacreditar del todo al Gobierno.
Edward Ferrier aspiró profundamente el aire. Por unos momentos, Poirot estuvo más cerca que nunca de ser víctima de una agresión personal.
—¡Mi esposa! Se atrevió usted a utilizarla como…
Por fortuna quizá, la señora Ferrier entró en aquel preciso instante.
—Bueno —dijo ella—. Todo acabó bien.
—Dagmar, ¿estabas enterada de… todo lo que pasaba?
—Desde luego, querido —contestó Dagmar Ferrier.
Y sonrió con gentil y maternal sonrisa de una esposa afectuosa.
—¡Y no me dijiste nada!
—Pero, Edward; de haberlo sabido no hubieras permitido que monsieur Poirot lo hiciera.
—¡Claro que no lo hubiera permitido!
Dagmar sonrió.
—Eso es lo que nosotros pensamos.
—¿Nosotros?
—Monsieur Poirot y yo.
Repartió su sonrisa entre su marido y el detective, y añadió:
—Descansé muy bien los días que estuve en casa de nuestro querido obispo y ahora me encuentro llena de energías. Quieren que vaya a Liverpool, el próximo mes, para bautizar un nuevo buque de guerra… Creo que será conveniente ir, en bien de la popularidad.