Capítulo IV

El jabalí de Erimantea

1

Puesto que las incidencias del tercer «trabajo» de Hércules lo habían llevado a Suiza, Poirot pensó que, una vez allí, podía aprovechar la ocasión y visitar ciertos lugares que hasta entonces le eran desconocidos.

Pasó un agradable par de días en Chamonix; se detuvo otros tantos en Montreux y luego se dirigió hacia Aldermatt, un lugar que le habían alabado en gran manera varios amigos suyos.

Aldermatt, sin embargo, le produjo una impresión deprimente. Estaba al final de un valle, rodeado de altísimas montañas coronadas de nieve. Le parecía, contra toda lógica, que allí se respiraba con dificultad.

—Aquí no es posible quedarse —se dijo Poirot.

—Pero en aquel momento vio un funicular y pensó—: Decididamente, es necesario que suba más arriba.

El funicular, según pudo comprobar, ascendía primero hasta Les Avines, luego hasta Caurouchet y, finalmente, hasta Rochers Nieges, a diez mil pies sobre el nivel del mar.

Poirot no se proponía subir a tal altura. Les Avines, según pensó, serían suficientes para él.

Pero no contaba con un elemento, como es el azar, que tan importante papel juega en la vida. Había arrancado ya el funicular, cuando el revisor se acercó a Poirot y le pidió el billete. Después de haberlo examinado y taladrado con unas pinzas de aspecto amenazador, se lo devolvió haciendo al propio tiempo una reverencia. Poirot notó entonces que, junto al billete, tenía ahora en la mano un pequeño papel doblado.

Las cejas del detective se levantaron ligeramente. Poco después, con toda parsimonia, desplegó el papelito, que resultó ser una nota escrita con lápiz y a toda prisa.

«Es imposible —decía— confundir esos bigotes. Reciba mi afectuoso saludo, apreciado colega. Tal vez querrá usted ayudarme. Es posible que haya leído algo sobre el caso Salley. Se cree que el asesino, Marrascaud, ha concertado una cita con varios miembros de su banda en Rochers Nieges… ¡no podían escoger sitio mejor, por lo visto! Desde luego, todo puede ser una alarma infundada, pero los informes que nos han dado son dignos de confianza. Siempre hay alguien que se va de la lengua, ¿no es cierto? Por lo tanto, abra bien los ojos, amigo mío. Póngase en contacto con el inspector Drouet, que no pretende llegar a la altura alcanzada por Hércules Poirot. Es muy importante que se detenga a Marrascaud… y que se le arreste vivo. No es un hombre, es un jabalí salvaje. Uno de los asesinos más peligrosos que existen. No me atreví a hablar con usted en Aldermatt, pues podríamos ser vistos. Tendrá las manos más libres si todos creen que es usted un simple turista. ¡Buena caza! Su viejo amigo… Lementeuil».

Hércules Poirot se acarició el bigote con aspecto pensativo. No había duda; era imposible confundir los bigotes de Hércules Poirot. ¿Y qué querían de él? Había leído en los periódicos todo lo referente al caso Salley; el asesinato a sangre fría de un conocido «bookmaker» de los hipódromos de París. Se sabía quién era el asesino. Marrascaud, el jefe de una banda que operaba en las carreras de caballos. Se sospechaba que había cometido otros asesinatos, pero esta vez su culpabilidad se probó cumplidamente. Desapareció de París y, según se creía, salió de Francia. La policía de todos los países europeos estaba sobre aviso.

De manera que Marrascaud había concertado una cita en Rochers Nieges…

Poirot sacudió lentamente la cabeza, perplejo. Porque Rochers Nieges estaba por encima de la línea de las nieves eternas. Había allí un hotel; pero el funicular era su único medio de comunicación con el resto del mundo, pues estaba emplazado en un estrecho resalte de la montaña, suspendido sobre el valle. El hotel se abría en junio aunque raramente se veía a nadie por allí hasta julio o agosto. Era un sitio muy poco provisto de entradas y salidas. Si un hombre llegaba acosado a Rochers Nieges, podía considerarse cogido en una trampa. Un lugar inverosímil para ser elegido como punto de reunión de una banda de criminales.

Y, sin embargo, si Lementeuil decía que los informes eran dignos de confianza, posiblemente tendría razón. Hércules Poirot sentía gran aprecio hacia el comisario de policía suizo. Sabía que era un hombre eficiente y entendido en su oficio.

Alguna razón desconocida llevaba Marrascaud para acudir a una cita en un sitio tan apartado de la civilización.

Poirot suspiró. Cazar a un asesino despiadado no era la idea que tenía formada acerca de cómo debían ser unas vacaciones. El trabajo, meramente especulativo, llevado a cabo en un cómodo sillón, se adaptaba mejor a sus métodos. Pero atrapar a un jabalí salvaje en la ladera de una montaña no era cosa que le sedujera en extremo.

Un jabalí salvaje; éste era el término empleado por Lementeuil. Aquélla sí que era una coincidencia extraña…

—El cuarto «trabajo» de Hércules —se dijo—. El jabalí de Erimantea.

Tranquilo, sin ostentación, pasó revista a sus compañeros de viaje.

En el asiento opuesto se sentaba un turista americano. El corte de sus ropas y de su abrigo, el saco que llevaba, unido a su actitud de amistosa confianza; su ingenua admiración por el paisaje que contemplaba y la guía que consultaba de vez en cuando, lo proclamaban como un americano pueblerino que visitaba a Europa por primera vez. Dentro de unos instantes, pensó Poirot, empezará a charlar. Su anhelante expresión perruna era suficientemente inconfundible.

Al otro lado del coche, un hombre alto, de aspecto distinguido, cabellos blancos y nariz aguileña, estaba leyendo un libro alemán. Tenía los dedos fuertes y ágiles de un médico o un cirujano.

Más alejados, se sentaban tres hombres que parecían cortados por el mismo patrón. Hombres de piernas arqueadas que daban clara idea de su afición por los caballos. Estaban jugando a las cartas. Posiblemente al cabo de un rato sugirieran que un extraño tomara parte en el juego. Y de ser así, el nuevo jugador ganaría varias manos al principio, pero después se le volvería la suerte de espaldas.

No había nada de extraordinario en aquellos tres hombres. La única cosa rara en ellos era el sitio en que se encontraban.

Podía habérseles visto en un tren, camino de cualquier parte donde se celebran carreras de caballos… o en barco de carga y pasaje. Pero en un funicular casi vacío… ¡no!

El último ocupante del coche era una mujer. Alta y vestida de negro. Tenía hermosas facciones; una cara que podía expresar las emociones más variadas, pero que entonces parecía congelada por una extraña falta de expresión. No miraba a nadie. Dedicaba toda su atención al valle que se vela allá abajo.

Tal como Poirot había supuesto, al cabo de un rato empezó a charlar el americano. Dijo que se llamaba Schwartz y visitaba Europa por primera vez. El paisaje era magnífico. Le había gustado mucho el castillo de Chillón. No le agradaba París como ciudad… todo muy caro. Había visitado el «Folies Bergére», el Louvre y Notre Dame… y se había percatado de que en ninguno de los restaurantes y cafés en que había estado se tocaba buen hot jazz. Opinaba que los Campos Elíseos eran muy buenos; le gustaron mucho las fuentes, especialmente cuando estaban iluminadas.

No se apeó nadie en Les Avines ni en Caurouchet. Se veía que todos los ocupantes del funicular subían hasta Rochers Nieges.

El señor Schwartz expuso sus propias razones para ello. Siempre deseó subir muy alto y encontrarse rodeado de montañas cubiertas de nieve. Diez mil pies no estaba mal… había oído que no se podía cocer bien un huevo a tales alturas.

Con toda la candorosa amistad que encerraba en su corazón, el señor Schwartz intentó mezclar en la conversación al caballero de los cabellos grises que se sentaba al otro lado del coche, pero aquél se limitó a mirarlo fríamente por encima de sus gafas y volvió a la lectura del libro.

El señor Schwartz ofreció entonces cambiar de sitio con la mujer vestida de negro. Desde allí podía ver mejor el panorama, explicó.

Al parecer, ella no entendía el inglés. Pero de todos modos, movió negativamente la cabeza y se arrebujó todavía más en el cuello de su abrigo.

El americano se dirigió a Poirot:

—Es raro ver a una mujer viajando sola, sin que nadie cuide de ella. Una mujer necesita gran número de cuidados cuando viaja.

Poirot recordó a ciertas damas americanas que conoció durante sus viajes por Europa y convino con ello.

El señor Schwartz lanzó un suspiro. Encontraba al mundo poco dado a la amistad. Después de todo, parecían decir expresivamente sus ojos castaños, no hay ningún mal en que haya un poco de compañerismo por ahí.

2

El ser recibido por un gerente de hotel, vestido correctamente de frac y calzado con zapatos de charol, parecía algo cómico en aquel lugar apartado del mundo o, mejor dicho, tan sobre él.

El gerente era un hombre corpulento y distinguido, de maneras presuntuosas. Se deshizo en disculpas.

No había empezado todavía la temporada… la instalación de agua caliente se estropeó… Las cosas eran difíciles de llevar en buen orden dado lo apartado del lugar… Pero naturalmente, haría lo posible para que los señores estuviesen bien atendidos… La servidumbre no estaba completa todavía… Estaba aturdido por el inesperado número de visitantes que habían llegado.

Todo aquello fue dicho con profesional urbanidad y, sin embargo, a Poirot le pareció que detrás de aquella cortés façade se veía un reflejo de aguda ansiedad. Aquel hombre, a pesar de sus obsequiosidades, no estaba tranquilo. Algo le turbaba.

La comida fue servida en una gran habitación que daba vista a un profundo valle. El único camarero, llamado Gustave, parecía ducho y diestro en su oficio. Iba de aquí para allá, aconsejando los platos y facilitando la lista de vinos. Los tres hombres que parecían mozos de cuadra se sentaron juntos a la misma mesa. Reían y hablaban en francés, levantando la voz.

—¡Vaya con el viejo Joseph…! ¿Y qué me dices de Denise, amigo mío…? ¿Te acuerdas del sacre penco que nos hizo aquella jugarreta en Auteuil?

Todo parecía sincero; muy en consonancia con el carácter de ellos; pero absolutamente fuera de lugar en aquellas alturas.

La mujer vestida de negro ocupó una mesa en un rincón. No miró a nadie.

Después de comer, cuando Poirot estaba sentado en el salón, el gerente se dirigió hacia él y habló con más confianza.

El señor no debía juzgar con mucho rigor al hotel. No habla comenzado todavía la temporada. No venía nadie hasta finales de julio. ¿Tal vez se había fijado el señor en la señora? Venía todos los años por aquellas fechas. Su esposo se mató en una escalada, hacía tres años. Fue una tragedia, pues se querían mucho. Ella venía siempre antes de que empezara la temporada… porque así todo estaba más tranquilo. Era como una peregrinación sagrada. El caballero de más edad era un médico famoso, el doctor Karl Lutz de Viena. Había venido, según dijo, a descansar.

—Sí… es un sitio muy tranquilo —admitió Poirot—. ¿Y los señores? —indicó a los tres hombres—. ¿Cree usted que también desean descansar?

El gerente se encogió de hombros. Otra vez apareció en sus ojos la expresión conturbada.

—Los turistas quieren siempre sensaciones nuevas —dijo vagamente—. La altura… sólo eso ya es de por sí una novedad.

A pesar de todo, no era aquélla una sensación agradable, pensó Poirot. Se había dado cuenta de que el corazón le latía más rápidamente. Los versos de una canción infantil le pasaron tontamente por la imaginación. «Arriba, encima del mundo, como una bandeja en el cielo».

Schwartz entró en el salón. Su rostro se iluminó cuando vio a Poirot y se dirigió rectamente hacia él.

—Acabo de ver a ese doctor —dijo—. Habla un inglés con un acento bastante raro. Es judío… los nazis lo expulsaron de Austria. Lo que yo digo, ¡esa gente no está bien de la cabeza! El doctor Lutz es un gran hombre. Creo que es especialista de los nervios, psicoanalista… y cosas por el estilo.

Dirigió la mirada a la mujer vestida de negro, que en aquel momento se encontraba junto a la ventana, contemplando el grandioso espectáculo de las montañas. El americano bajó la voz.

—El camarero me ha dicho que se llama señora Grandier. Su marido se mató durante una escalada. Por eso viene ella. Me parece que debíamos hacer algo, ¿no le parece…? Tratar de que salga de su prolongada abstracción.

—Yo en su lugar no lo intentaría —advirtió Poirot.

Pero los sentimientos amistosos del señor Schwartz no conocían el descanso.

Poirot presenció cómo el americano se acercaba a ella y le hablaba; y vio también la forma tajante con que la mujer rechazó sus proposiciones. Los dos permanecieron durante unos minutos perfilados contra la luz. Ella era más alta que Schwartz. Tenía la cabeza erguida, con expresión fría y prohibitiva.

Poirot no oyó lo que hablaron, pero Schwartz volvió con aspecto alicaído.

—No hay nada que hacer —dijo, y añadió con ardor—: Siendo seres humanos que debemos estar juntos por fuerza no veo que exista ninguna razón para que no nos mostremos sociales unos con otros. ¿No le parece, señor…? Ya ve; todavía no sé su nombre.

—Me llamo Poirot —contestó el detective—. Soy de Lyon; comerciante en sedería.

—Tengo mucho gusto en darle mi tarjeta, y si alguna vez viene a Fountain Springs, tenga la seguridad de que será bien recibido.

Poirot aceptó la tarjeta y con una mano se golpeó el bolsillo, mientras decía:

—¡Qué contrariedad! No llevo ninguna de las mías en este momento.

Aquella noche, cuando el detective se retiró a su habitación, leyó detenidamente la nota de Lementeuil antes de volverla a colocar en su cartera, doblada con sumo cuidado.

Al meterse en la cama, dijo para sí mismo:

—Es curioso… tal vez.

3

A la mañana siguiente, Gustave le sirvió a Poirot el desayuno, compuesto de café y bollos. Pidió disculpas por el café.

—Señor, comprenderá que en estas altitudes es imposible conseguir que el café esté realmente caliente. Hierve demasiado pronto.

Poirot comentó:

—Hay que soportar con entereza los caprichos de la Naturaleza.

—El señor es un filósofo —contestó Gustave.

Fue hacia la puerta, pero en lugar de salir de la habitación dio un rápido vistazo al pasillo, cerró la puerta de nuevo y volvió al lado de la cama.

—¿El señor Hércules Poirot? —dijo—. Yo soy Drouet, inspector de policía.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Ya me lo había figurado.

Drouet bajó la voz.

—Ha ocurrido algo grave, señor Poirot. Ha habido un accidente en el funicular.

—¿Un accidente? —Poirot se sentó en la cama—. ¿Qué clase de accidente?

—No ha habido desgracias. Sucedió esta noche pasada. Tal vez haya sido ocasionado por causas naturales… Una pequeña tormenta que arrastró rocas y tierra. Pero es posible que la mano del hombre tenga algo que ver en ello. No hay manera de saberlo. De cualquier modo, el resultado es que pasarán muchos días antes de que se arreglen los desperfectos y que, entretanto, estamos aislados aquí arriba. La estación no está todavía muy adelantada y como la nieve ni siquiera ha empezado a fundirse, es imposible establecer ninguna comunicación con el valle.

Poirot siguió sentado en la cama.

—Eso es muy interesante —comentó suavemente.

El inspector asintió.

—Sí —dijo—. Demuestra que la información facilitada al comisario era cierta. Marrascaud tiene una cita aquí y ha tomado sus medidas para que nadie le interrumpa durante su estancia.

Hércules Poirot, exclamó con acento impaciente:

—¡Pero eso es increíble!

—Estoy de acuerdo con usted —el inspector Drouet extendió las manos—. Esto no tiene sentido común… pero es así. Ya sabe usted que ese Marrascaud es un tipo extravagante. Por mi parte —hizo un gesto afirmativo con la cabeza— estoy seguro de que está loco.

—Un loco homicida —murmuró Poirot.

—Convengo en que no es nada divertido —replicó secamente Drouet.

—Pero si ha concertado una cita aquí, en este apartado lugar cubierto de nieve, y las comunicaciones están cortadas ahora, se deduce que Marrascaud ya llegó.

—Eso es —respondió Poirot.

Ambos hombres guardaron silencio durante unos instantes y, al fin, Poirot preguntó:

—¿Podría ser Marrascaud el doctor Lutz?

Drouet sacudió la cabeza.

—No lo creo. Existe en realidad un doctor Lutz. He visto su fotografía en los periódicos, pues es un hombre famoso y muy conocido. El caballero que vino con usted tiene un gran parecido con dichas fotografías.

—Pero si Marrascaud sabe disfrazarse, puede desempeñar ese papel con éxito.

—¿Cree que llega a tal grado su habilidad? Nunca oí decir que fuera un experto del disfraz. No tiene la astucia ni el disimulo de la serpiente. Es un jabalí salvaje; feroz, terrible, que ataca con furia ciega.

—De todas formas… —dijo Poirot.

—Sí; ya sé. Es un fugitivo de la justicia y, por lo tanto, se ve obligado a fingir. Así es que puede o, mejor dicho, debe haberse disfrazado más o menos.

—¿Tiene usted su descripción?

El otro se encogió de hombros.

—De una forma superficial. La fotografía «Bertillon» y las medidas debían mandármelas hoy. Sólo sé que es un hombre de treinta y pico años, altura un poco más que mediana y de tez morena. No tiene ninguna señal distintiva especial.

Poirot se encogió a su vez de hombros.

—Eso puede aplicarse a cualquiera. ¿Y qué me dice del americano Schwartz?

—Eso le iba a preguntar. Usted ha hablado con él, y según tengo entendido, ha pasado gran parte de su vida entre ingleses y americanos. A primera vista parece ser un turista. Su pasaporte está en regla. Tal vez sea algo extraño el que haya decidido venir a un sitio como éste… pero cuando los americanos viajan no se sabe nunca por dónde saldrán. ¿Qué opina usted?

Hércules Poirot sacudió la cabeza con aire perplejo.

—Superficialmente —explicó— parece ser un hombre inofensivo, aunque un tanto dado a trabar amistades. Quizá sea un latoso, mas no creo que sea peligroso. Pero tenemos tres visitantes más.

El inspector asintió y su rostro mostró una repentina preocupación.

—Sí; y del tipo que buscamos. Juraría, señor Poirot, que esos tres hombres forman parte de la banda de Marrascaud. ¡Que me aspen si no son ratas de hipódromo! Y uno de ellos puede ser el mismo Marrascaud. ¡Quién lo sabe!

Poirot reflexionó. En su mente pasó revista a la cara de los tres hombres.

La de uno de ellos era ancha, de cejas encrespadas y rollizos carrillos… una cara porcina y bestial. El otro individuo, flaco, de cara puntiaguda y estrecha, con ojos de expresión fría. El tercero era un tipo de cara redonda con cierto aire presuntuoso.

Uno de los tres podía ser Marrascaud, pero si era así, volvía a surgir la pregunta: ¿Por qué motivo Marrascaud y los componentes de su banda habían hecho aquel viaje juntos, con objeto de subir a una montaña y caer en una ratonera? La cita hubiera sido fácil de convenir en un sitio menos extravagante que aquél. En un café; en una estación de ferrocarril: en un cine lleno de gente; en un parque público; en cualquier sitio donde hubiera muchas salidas… pero no allí, entre las nubes y las nieves eternas.

Poirot trató de imbuir al inspector Drouet algunos de estos conceptos y el policía convino sin ninguna dificultad en ellos.

—Sí; es verosímil. No tiene sentido.

—¿Por qué hicieron el viaje juntos si se trataba de una cita? No; esto no tiene sentido.

Con cara preocupada, Drouet opinó:

—En ese caso, debemos hacer una segunda suposición. Esos tres hombres son miembros de la banda de Marrascaud y han venido hasta aquí para entrevistarse con su jefe. ¿Quién, entonces, es Marrascaud?

—¿Qué me dice del servicio del hotel? —preguntó Hércules Poirot.

Drouet se encogió de hombros.

—Puede decirse que no existe. Hay una vieja que cocina y su marido. Creo que hace cincuenta años que viven aquí. Y el camarero cuyo puesto ocupo yo ahora; nada más.

—Es de suponer que el gerente sabrá quién es usted, ¿no es eso?

—Naturalmente. Se necesitaba su cooperación para el cambio.

—¿No le ha llamado la atención su aire preocupado?

La observación pareció afectar a Drouet.

—Sí; es verdad —dijo pensativamente.

—Tal vez sea tan sólo la ansiedad de verse envuelto en una acción policíaca.

—¿Cree usted que habrá algo más que eso? ¿Supone que pueda saber alguna cosa?

—No ha sido más que una idea. Eso es todo.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Posiblemente sea así —comentó Drouet con acento sombrío.

—¿Opina usted que podríamos hacerle decir lo que pasa?

Poirot sacudió la cabeza dubitativamente.

—Lo mejor, según creo, es que no se entere de nuestras sospechas. No lo pierda de vista ni un momento.

Drouet asintió y se dirigió hacia la puerta.

—¿No tiene otra sugerencia que hacer, señor Poirot? Ya conozco su reputación. En este país hemos oído hablar mucho de usted.

—De momento no puedo sugerirle nada más —contestó el detective.

—Lo que no llego a comprender es la «razón» de todo esto…, la razón para una cita en este sitio. Ni en ningún otro.

—Dinero —observó Drouet.

—Entonces, ¿además de asesinar al pobre Salley le robaron?

—Sí; llevaba una gran cantidad de dinero encima y no se ha podido encontrar.

—¿Y cree usted que la cita se concertó con el propósito de dividir el botín?

—Ésa es la idea que más salta a la vista.

Poirot volvió a mover la cabeza con gesto insatisfecho.

—Pero ¿por qué aquí? —prosiguió lentamente—. El peor lugar imaginable para una reunión de criminales. Aunque es un buen sitio para citar a una dama…

Drouet volvió sobre sus pasos y preguntó con tono excitado:

—¿Cree usted…?

—Creo —replicó Poirot— que la señora Grandier es una mujer muy interesante. Cualquiera subiría con mucho gusto a diez mil pies de altura en su obsequio… es decir, si ella sugiriera tal cosa.

—¿Sabe usted que es interesante ese punto de vista? Nunca pensé que ella tuviera algo que ver en este caso. Al fin y al cabo hace muchos años que viene por estas fechas.

—Sí… y, por lo tanto, su presencia no suscita sospecha alguna —comentó Poirot—. Debe existir alguna razón de que Rochers Nieges fuese elegido para la cita, ¿no le parece?

Drouet contestó agitadamente:

—Ha tenido usted una buena idea, señor Poirot. Investigaré ese aspecto de la cuestión.

4

El día pasó sin ningún incidente. Por fortuna, el hotel estaba bien avituallado. El gerente anunció que no debían pasar cuidado por tal cosa. Las provisiones no faltarían.

Hércules Poirot intentó trabar conversación con el doctor Karl Lutz, pero no tuvo ningún éxito. El doctor insinuó claramente que la psicología era su preocupación profesional y que no estaba dispuesto a discutir tal materia con un aficionado. Tomó asiento en un rincón y siguió la lectura de un grueso tomo alemán que trataba sobre el subconsciente. De vez en cuando tomaba alguna nota.

Poirot salió de la casa y se dirigió, casualmente al parecer, hacia donde estaba situada la cocina. Una vez allí probó de hacer charlar al viejo Jacques, pero éste se mostró esquivo y desconfiado. Su mujer, la cocinera, fue más asequible. Por suerte, explicó a Poirot, tenían gran cantidad de conservas… aunque ella no era partidaria de tal clase de alimentación. Además de ser terriblemente caras… ¿qué sustancia podía encontrarse en ellas? Dios al hacer el mundo no se propuso que la gente viviera de latas de conservas.

La conversación fue derivando hacia el tema referente al servicio del hotel. A primeros de julio llegaban las criadas y los camareros de refuerzo. Pero durante las próximas tres semanas no habría nadie o casi nadie. La gente que subía, en su mayor parte, comía allí y luego volvía al pueblo. Ella, Jacques y el camarero, se bastaban para cuidar de todo.

—Antes de que viniera Gustave hubo aquí otro camarero, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Sí; desde luego. Era un camarero muy malo. No tenía habilidad ni experiencia. No servía para nada.

—¿Estuvo mucho tiempo antes de que lo reemplazara Gustave?

—Sólo unos pocos días… menos de una semana. Lo despidieron, como es natural. No nos sorprendimos, era una cosa que se veía venir.

—¿No protestó por ello?

—No, se fue bastante a la chita callando. Al fin y a la postre, ¿qué es lo que podía esperar? Éste es un hotel de primera categoría y el servicio debe ser bueno.

Poirot asintió.

—¿Y adonde fue cuando se marchó de aquí? —preguntó.

—¿Se refiere usted a Roberto? —encogió los hombros—. Sin duda al cafetucho de donde vino.

—¿Bajó en el funicular?

La mujer lo miró con curiosidad.

—Naturalmente, señor. ¿Por qué otro camino pudo irse?

—¿Lo vio alguien cuando se marchaba?

Los dos cónyuges miraron fijamente al detective.

—¿Cree usted que debíamos ir a ver cómo se marchaba aquel inútil…? ¿A tributarle una gran despedida? Una tiene ya bastante con sus ocupaciones —replicó la mujer.

—Eso es —dijo Poirot.

Se alejó lentamente de allí, mirando al propio tiempo el edificio que se levantaba ante él. Un hotel de vastas proporciones. Entonces sólo se utilizaba una de sus alas. En las otras había muchas habitaciones, cerradas, donde no era probable que encontrara a nadie.

Al dar la vuelta a una esquina casi se dio de bruces con uno de los tres jugadores de cartas. Era el de la cara redonda y ojos pálidos. Miró a Poirot con aquellos ojos que carecían de toda expresión. Solamente los labios se contrajeron un poco, mostrando los dientes como un caballo resabiado.

El detective pasó por su lado y continuó el paseo. Ante sí vio una figura… la elevada y airosa figura de la señora Grandier.

Poirot apresuró el paso y se sintió al lado de la aparecida.

—Este accidente del funicular ha sido una contrariedad —comentó—. Espero, señora, que no le habrá causado ningún perjuicio.

—Me tiene sin cuidado tal cosa —replicó ella.

Tenía una voz profunda, de contralto. No miró a Poirot. Dio la vuelta y entró en el hotel por una puertecilla lateral.

5

Hércules Poirot se acostó temprano. Pero pasada la medianoche algo le despertó.

Alguien estaba manipulando en la cerradura de la puerta.

Se sentó en la cama y encendió la luz. Y en aquel momento cedió la cerradura y la puerta se abrió de par en par. Tres hombres aparecieron en el umbral; los tres jugadores de cartas. Estaban algo embriagados, según pensó Poirot. Sus caras tenían una expresión atontada, aunque malévola. Vio el brillo de una navaja de afeitar.

El más corpulento de los tres avanzó y con un gruñido dijo:

—¡Aquí tenemos a este puerco detective!

Prorrumpió en un torrente de obscenidades. Los tres avanzaron resueltamente hacia la indefensa figura sentada en la cama.

—Vamos a trincharlo, muchachos. Le acuchillaremos la cara al señor detective. No será el primero esta noche.

Y entonces, impresionante, con vigoroso acento trasatlántico, una voz ordenó:

—¡Arriba esas zarpas!

Los tres dieron la vuelta. Schwartz, vestido con un pijama rayado, de vivos colores, estaba en el umbral. En la mano llevaba una automática.

—Manos arriba, pollos. Cuidado, que no suelo fallar ningún tiro.

Apretó el gatillo y una bala pasó silbando junto a la oreja del gordo, yendo a enterrarse en el marco de la ventana.

Tres pares de manos se levantaron apresuradamente.

—¿Permite que le moleste, señor Poirot? —preguntó Schwartz.

Poirot saltó rápidamente de la cama. Recogió las relucientes armas y pasó las manos sobre el cuerpo de los tres hombres para asegurarse de que no llevaban encima ninguna más.

—¡De frente, marchen! —dijo Schwartz—. Hay un buen armario al final del pasillo. No tiene ventana alguna y es justamente lo que necesitamos.

Condujo su rebaño hasta el armario y lo cerró con llave una vez que hizo entrar a los tres individuos. Cuando volvió se dirigió a Poirot con voz atiplada por la emoción que experimentaba en aquel momento.

—¿Llevaba razón o no…? Sepa usted, señor Poirot, que algunos compadres de Fountain Springs se rieron de mí cuando dije que me iba a llevar una pistola. «¿Adonde crees que vas?», me preguntaron, «¿a la selva?». Bueno; ahora el que ríe soy yo. ¿Vio usted nunca pandilla semejante de rufianes?

—Mi apreciado señor Schwartz —dijo Poirot—, apareció usted en el instante preciso. La cosa pudo haber terminado en drama. He contraído una gran deuda con usted.

—No ha sido nada. ¿Y qué hacemos ahora? Debíamos poner a estos chicos en manos de la policía. Pero eso es precisamente lo que no podemos hacer. Es un problema intrincado. Tal vez lo mejor será consultar ahora con el gerente.

—¿Al gerente? Creo que primero debemos hablar con el camarero; con Gustave, alias inspector Drouet. Sí; el camarero Gustave es en realidad un detective.

Schwartz miró fijamente a Poirot.

—¡Entonces por eso se lo hicieron!

—¿Qué es lo que hicieron y a quién?

—Ese hatajo de bribones lo tenían a usted en el segundo lugar de su lista. Acuchillaron a Gustave.

—¿Qué?

—Venga conmigo. El doctor Lutz lo está curando ahora mismo.

La habitación de Drouet era pequeña y estaba situada en el último piso. Vestido con una bata, el doctor Lutz estaba vendando la cara del herido.

Volvió la cabeza cuando entraron los dos.

—¡Ah! Es usted, señor Schwartz. Un trabajo desagradable. ¡Qué carniceros! ¡Qué monstruos más inhumanos!

Drouet no se movía, pero gemía aunque ligeramente.

—¿Está grave? —pregunto el americano.

—No morirá, si a eso es a lo que se refiere. Pero no debe hablar… no se le debe excitar. Le vendé las heridas y no hay peligro de septicemia.

Los tres hombres salieron juntos de la habitación. Schwartz preguntó al detective:

—¿Dijo usted que Gustave pertenece a la policía?

Hércules Poirot asintió.

—¿Y qué hacía aquí, en Rochers Nieges?

—Se le había confiado la misión de atrapar a un peligroso criminal.

Poirot explicó la situación en pocas palabras.

—¿Marrascaud? —preguntó el doctor Lutz—. Leí el asunto en un periódico. Me gustaría mucho encontrarme con ese hombre. Debe padecer una profunda anormalidad. Me interesaría enterarme de cómo fue su infancia.

—Pues yo —dijo Poirot—, me contentaría con saber exactamente dónde está en estos momentos.

—¿Es alguno de los que encerró en el armario? —preguntó el americano.

Poirot contestó con acento dubitativo.

—Es posible… pero no estoy seguro… Tengo una idea…

Calló y miró fijamente la alfombra. Era de color avellana claro y en ella se veían las huellas de un tono rojizo profundo.

—Huellas de pasos —dijo el detective—. Huellas de sangre que, según creo, conducen hacia la parte inhabitada del hotel. Vamos, debemos darnos prisa.

Los demás lo siguieron. Pasaron por unas puertas oscilantes y cruzaron un pasillo oscuro y polvoriento. Dieron vuelta a un recodo, siguiendo todavía las huellas, hasta que llegaron ante una puerta entreabierta.

Poirot la acabó de abrir y entró en la habitación.

Lanzó una exclamación aguda y horrorizada.

El cuarto era un dormitorio. La cama estaba deshecha y encima de una mesa se veía una bandeja con comida.

En medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre. Era de estatura un poco más que mediana y había sido agredido con salvaje e increíble ferocidad. Sus brazos y pecho habían recibido una docena de heridas y le habían machacado la cara hasta casi dejarla hecha una pulpa.

Schwartz lanzó una exclamación medio ahogada y dio la vuelta con aspecto de no encontrarse bien.

Por su parte, el doctor Lutz profirió una interjección en alemán.

—¿Quién es ese individuo? —preguntó Schwartz desmayadamente.

—¿Lo conoce alguien?

—Me imagino —dijo Poirot— que fue conocido como Roberto, un camarero bastante inútil…

Lutz se había acercado, inclinándose sobre el cadáver. Con un dedo señaló.

Sobre el pecho del muerto se veía un papel. En él había unas cuantas palabras garrapateadas con tinta.

«Marrascaud no volverá a matar… Ni robará más a sus compañeros».

El americano exclamó:

—¡Marrascaud! Entonces éste es Marrascaud. ¿Pero qué le trajo a un lugar tan apartado? ¿Y por qué dice usted que se llamaba Roberto?

—Estaba aquí disfrazado de camarero —dijo Poirot—. Y por cierto, fue un camarero bastante malo. Tan malo, que nadie se sorprendió cuando lo despidieron. Pensaron que volvería a Aldermatt, pero nadie lo vio irse.

Lutz comentó con voz lenta y retumbante:

—Y si fue así… ¿Qué cree usted que ocurrió?

—Creo que en esta habitación tenemos el motivo de cierta expresión angustiada que todos hemos visto en la cara del gerente —replicó Poirot—. Marrascaud debió ofrecerle una buena cantidad de dinero para que le permitiera esconderse en la parte deshabitada del hotel…

Y añadió con aspecto pensativo:

—Pero el gerente no las tenía todas consigo.

—¿Y Marrascaud continuó viviendo en esta parte del hotel, sin que lo supiera más que el gerente?

—Así parece. Fue una cosa completamente posible.

—¿Por qué lo mataron? —preguntó el doctor Lutz—. ¿Y quién lo mató?

—Eso es fácil —exclamó Schwartz—. Debía repartir el dinero con los de su banda y no lo hizo. Los traicionó.

Vino aquí, a este lugar retirado, para descansar un poco. Tal vez se imaginó que era el sitio en que menos pensarían sus compañeros; pero se equivocó. De una u otra forma, los otros se enteraron y lo siguieron hasta aquí —con la punta del zapato tocó el cadáver—. Y así… le ajustaron las cuentas.

Hércules Poirot murmuró:

—Sí; no fue la clase de cita en que pensamos.

El doctor Lutz observó con voz irritada:

—Estas especulaciones pueden ser muy interesantes, pero yo estoy preocupado por nuestra posición social. Tenemos un hombre muerto y, además, he de ocuparme de un herido, para lo cual dispongo de muy pocas medicinas. ¡Estamos aislados del mundo! ¿Por cuánto tiempo?

—Puede añadir a los tres asesinos que tenemos encerrados en el armario —apuntó el americano—. Es lo que yo llamo una situación interesante.

—¿Qué haremos? —preguntó Lutz.

—En primer lugar, entrevistarnos con el gerente —dijo Poirot—. No es un criminal, sino un hombre ávido de dinero. Y además, un cobarde. Hará todo lo que le digamos. Mi buen amigo Jacques, o su mujer, nos facilitarán unas cuerdas. Nuestros tres malandrines deben ser puestos donde podamos guardarnos con seguridad hasta el momento en que vengan a ayudarnos. Creo que la automática del señor Schwartz apoyará cualquier decisión que tomemos.

—¿Y yo? —preguntó el doctor Lutz—. ¿Qué hago yo?

—Usted —contestó gravemente Poirot.

—Debe hacer cuanto pueda por su paciente. Nosotros vigilaremos sin descanso… y esperaremos. No podemos hacer nada más.

6

Pasaron tres días antes de que, en las primeras horas de la mañana, una pequeña partida de hombres apareció ante el hotel.

Fue Hércules Poirot quien abrió la puerta y los recibió con una versallesca reverencia.

—Bien venido, amigo mío.

El señor Lementeuil, el comisario de policía asió las dos manos de Poirot.

—¡Ah, amigo mío; qué alegría me da verlo de nuevo! ¡Qué cosa más estupenda y qué emociones habrá experimentado!… Y nosotros abajo; ansiosos, llenos de temor… sin saber nada; temiéndolo todo. Sin radio ni otro medio de comunicación. El heliógrafo fue un destello brillante de su ingenio.

—No, no —Poirot procuró aparentar modestia—. Al fin y al cabo, cuando fallan los inventos humanos, recurre uno a la Naturaleza. El sol siempre está en el cielo.

El pequeño grupo entró en el hotel.

—¿No nos esperaban? —preguntó Lementeuil con sonrisa que más bien era una mueca.

Poirot sonrió a su vez.

—Pues no —dijo—. Se cree que el funicular no funcionará por ahora.

Lementeuil, emocionado, dijo:

—Éste es un gran día. ¿Cree usted que no hay duda? ¿Es realmente Marrascaud?

—Claro que es Marrascaud. Venga conmigo.

Subieron por la escalera. Una puerta se abrió y apareció Schwartz, envuelto en su bata. Miró fijamente a los que llegaban.

—He oído voces —dijo—. ¿Qué ocurre?

Hércules Poirot explicó con ampulosos ademanes:

—¡Han llegado los refuerzos! Acompáñenos, señor. Éste es un gran momento.

Empezaron a subir el siguiente tramo de escaleras.

—¿Van en busca de Drouet? —preguntó Schwartz—. Y a propósito, ¿cómo está?

—El doctor Lutz dijo anoche que estaba mejor.

Llegaron ante la puerta de la habitación de Drouet. Poirot la abrió y anunció:

—Aquí tienen su jabalí salvaje, caballeros. Cójanlo vivo y cuiden de que no defraude a la guillotina.

El hombre tendido en la cama intentó levantarse. Pero los policías lo cogieron por los brazos antes de que pudiera moverse.

Schwartz exclamó asombrado:

—Pero si es Gustave el camarero… Es el inspector Drouet.

—Es Gustave… pero no Drouet. Drouet fue el primer camarero: el llamado Roberto que fue encerrado en la parte deshabitada del hotel y a quien Marrascaud mató la misma noche en que se produjo el ataque a mi habitación.

7

Después del desayuno, Poirot explicó la situación al americano que estaba hecho un lío.

—Sepa usted que hay ciertas cosas que uno conoce con toda exactitud, gracias a la experiencia que depara la propia profesión. Yo sé, por ejemplo, la diferencia que existe entre un detective y un asesino. Gustave no era camarero; eso lo sospeché en seguida… pero asimismo no era policía. He tenido que tratar con policías durante toda mi vida y lo sé. Para un ajeno a la profesión podía pasar por policía; pero no ante un hombre que se dedicara al oficio de detective, como yo.

»Por lo tanto —continuó— sospeché de él inmediatamente. Aquella noche no bebí el café que me sirvió Gustave. Lo vertí y estuve acertado con ello. Entrada ya la noche penetró un hombre en mi habitación con la confianza de quien sabe que su víctima está narcotizada. Rebuscó entre mis cosas y encontró la nota de Lementeuil en mi cartera… donde la dejé expresamente para que él la encontrara. A la mañana siguiente, Gustave me trajo el desayuno. Se dirigió a mí, utilizando mi verdadero nombre y desempeñó su papel con completa confianza. Pero sentía una gran inquietud, porque la policía estaba sobre su pista. Se dio cuenta de la posición en que se encontraba; del terrible desastre que se le avecinaba. Sus planes quedaban desbaratados por completo. Estaba cogido aquí arriba como una rata en la ratonera.

—Hizo una solemne tontería al venir —comentó con seguridad Schwartz—. ¿Por qué vino?

Poirot contestó gravemente:

—No tanta tontería como usted cree. Tenía necesidad, con suma urgencia, de encontrar un sitio retirado donde pudiera encontrarse con determinada persona y donde cierto hecho pudiera tener lugar.

—¿Qué persona?

—El doctor Lutz.

—¿El doctor Lutz? ¿También es un bribón?

—El doctor Lutz es realmente el doctor Lutz; pero no es un especialista de los nervios, ni un psicoanalista. Es un cirujano, amigo mío; un cirujano especializado en cirugía estética. Ésa era la causa por la cual debía encontrarse aquí con Marrascaud. Lo expulsaron de su país y se encuentra en la indigencia o poco menos. Y entonces le ofrecieron unos crecidos honorarios por encontrarse aquí con un hombre al que debía cambiar los rasgos faciales utilizando los conocimientos de su especialidad. Pudo haber sospechado que se trataba de un criminal, y si lo hizo cerró los ojos a tal hecho. Por lo tanto, no se atrevió a utilizar los servicios de una clínica en cualquier país extranjero. Aquí arriba, donde nadie viene en época tan temprana si no es para una visita rápida y donde el gerente es un hombre que necesita dinero y a quien se puede comprar, se encontraba el sitio ideal.

»Pero, como dije, las cosas no salieron bien —continuó Poirot—. Marrascaud fue traicionado. Los tres hombres, sus guardaespaldas que debían venir para protegerle, no habían llegado aún, pero Marrascaud actuó sin perder momento. Secuestró al policía que se hacía pasar por camarero y ocupó su puesto. La banda se ocupó luego de estropear el funicular. Todo era cuestión de ganar tiempo; la noche siguiente fue muerto Drouet y le prendieron un papel en el pecho. Esperaban que cuando se restablecieran las comunicaciones con el valle, el cuerpo de Drouet hubiera sido enterrado como el de Marrascaud. El doctor Lutz llevó a cabo su operación sin más demora. Pero tenían que hacer callar a un hombre… a Hércules Poirot. Y por lo tanto, envió a su banda para que me liquidaran. Gracias a usted, amigo mío…

Poirot hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Entonces, ¿es usted realmente Hércules Poirot? —preguntó el americano.

—Ni más ni menos.

—¿Y no le engañaron ni un instante con aquel cadáver? ¿Sabía usted entonces que no era el de Marrascaud?

—Naturalmente.

—¿Y por qué no lo dijo?

La cara de Poirot se tensó repentinamente.

—Porque quería estar seguro de entregar a la policía el verdadero Marrascaud.

Y murmuró para sí misino:

—Quería capturar vivo al jabalí salvaje de Erimantea…