La hidra de Lerna
1
Hércules Poirot pareció animar con la mirada al hombre sentado frente a él. El doctor Oldfield tendría unos cuarenta años. Su cabello rubio le griseaba en las sienes y los ojos azules tenían una expresión preocupada. Estaba algo turbado y sus maneras denotaban incertidumbre. Además, parecía como si le fuera dificultoso llegar a tratar el asunto primordial de su visita.
Tartamudeando ligeramente dijo:
—He venido a verle, señor Poirot, para hacerle una petición bastante extraña. Y ahora que estoy aquí, casi me inclino a no seguir adelante. Pues ahora me doy perfecta cuenta de que es un asunto sobre el cual posiblemente nadie pueda hacer nada.
—Respecto a ese punto, permítame que sea yo el que opine —observó Poirot.
Oldfield refunfuñó:
—No sé por qué pensé que tal vez…
Calló y Hércules Poirot acabó la frase:
—¿Que tal vez se le pudiera ayudar? Muy bien, quizá pueda ser así. Cuénteme su problema.
Oldfield se irguió y Poirot se dio cuenta de nuevo de cuan preocupado parecía aquel hombre. Con un tono desesperanzado en su voz, Oldfield dijo:
—No sacaría ningún provecho acudiendo a la policía… No podría hacer nada. Y sin embargo… cada día que pasa empeora la situación. Yo… no sé qué hacer…
—¿Qué es lo que empeora?
—Los rumores… Es muy sencillo, señor Poirot. Hace poco más de un año murió mi mujer. Estuvo enferma durante algunos años. Y ahora dicen… todos dicen que yo la maté… ¡que la envenené!
—¡Ajá! —exclamó el detective—. ¿Y la envenenó usted en realidad?
—¡Señor Poirot! —exclamó el doctor Oldfield levantándose.
—Cálmese. Tome asiento otra vez. Tenemos pues, que usted no envenenó a su señora. Usted practica la medicina en un distrito rural, según supongo…
—Sí. En Market Loughborough, en Berkshire. Siempre estuve seguro de que era un pueblo donde la gente se dedicaba en gran escala a la murmuración, mas nunca llegué a suponer que llegaran a tal extremo —adelantó un poco la silla en que estaba sentado—. No puede usted imaginar lo que he tenido que pasar, señor Poirot. Al principio no me di cuenta de lo que sucedía. Notaba que la gente se mostraba menos cordial, que existía cierta tendencia a evitar todo encuentro conmigo…, pero todo lo achacaba a mi reciente desgracia familiar. Luego, la cosa se hizo más patente. Hasta en la calle, la gente cambiaba de acera para no hablar conmigo. Cada día acuden menos pacientes a mi consultorio. Adonde quiera que vaya tengo la sensación de que se habla en voz baja; de que ojos hostiles me vigilan, mientras las lenguas maliciosas van vertiendo su veneno mortal. He recibido una o dos cartas… repugnantes.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
—Y… y yo no sé qué podría hacer para evitarlo. No sé cómo he de luchar contra esto… contra este tejido de mentiras y sospechas. ¿Cómo se puede refutar una cosa que nunca se dice cara a cara? Soy impotente… no puedo encontrarle una salida a esto… y lenta y despiadadamente me están buscando la ruina.
Poirot afirmó con aspecto pensativo.
—Sí. El rumor es exactamente igual que la hidra de Lerna, que tenía nueve cabezas y no podía ser destruida, porque tan pronto se le cortaba una de ellas, nacían dos para reemplazarla.
—Eso es —convino el doctor Oldfield—. No puede hacerse nada… ¡nada! Vine a verle, contando con usted como último recurso…, pero no creo que pueda hacer algo por mí.
Hércules Poirot permaneció callado durante unos instantes y luego observó:
—No diría yo tanto. Su problema me interesa, doctor Oldfield. Me gustaría destruir el monstruo policéfalo. Pero antes de ello, cuénteme algo más sobre las circunstancias que dieron lugar a tan maliciosa murmuración. Según me ha dicho, su señora murió hace poco más de un año. ¿Cuál fue la causa de su muerte?
—Una úlcera gástrica.
—¿Se le hizo la autopsia?
—No. Venía padeciendo de trastornos gástricos desde hacía bastante tiempo.
Poirot asintió.
—Y los síntomas de una inflamación gástrica, y los del envenenamiento por arsénico son muy parecidos… Un hecho que todo el mundo sabe hoy en día. Durante los diez últimos años se han producido, por lo menos, cuatro sensacionales casos de asesinato, y en cada uno de ellos, la víctima ha sido enterrada sin que se sospechara nada, achacándose la muerte, en el certificado de defunción, a desórdenes gástricos. ¿Su señora era más joven que usted?
—No. Tenía cinco años más que yo.
—¿Hacía mucho tiempo que estaban ustedes casados?
—Quince años.
—¿Dejó algunos bienes al morir?
—Sí. Estaba en muy buena posición económica. Dejó aproximadamente unas treinta mil libras.
—Una suma muy bonita. ¿Se la legó a usted?
—Sí.
—¿Estaba usted en buenas relaciones con su esposa?
—Claro que sí.
—¿Nada de peleas ni escenas?
—Bueno… —Charles Oldfield titubeó—. Mi esposa era lo que se pudiera llamar una mujer de trato difícil. Estaba enferma y se preocupaba mucho por su salud. Por lo tanto, tendía siempre a enojarse y a no encontrar nada a su gusto. Había días en que nada de lo que yo hiciera la complacía.
Poirot asintió de nuevo y comentó:
—Sí; ya conozco a esa clase de mujeres. Se quejaría, posiblemente, de que no la cuidaba; de que se la despreciaba… de que su marido estaba cansado de ella y de que se alegraría cuando muriera.
La cara de Oldfield reflejó la verdad encerrada en las conjeturas del detective.
—Lo ha comprendido usted exactamente —dijo, sonriendo.
Poirot prosiguió:
—¿La cuidó alguna enfermera? ¿O una señora de compañía? ¿O, tal vez, una criada de confianza?
—Una enfermera fija. Una mujer muy sensata y competente. No creo que sea ella quien haya empezado las habladurías.
—Le bon Dieu ha dado lengua hasta a las personas más sensatas y competentes… y no siempre la emplean con cordura. ¡No tengo ninguna duda de que la enfermera habló, de que hablaron los criados, y de que habló todo el mundo! Ahí tiene usted todos los materiales que se requieren para iniciar un sabroso escándalo pueblerino. Y ahora le voy a preguntar otra cosa. ¿Quién es ella?
—No lo comprendo —el doctor Oldfield enrojeció a impulsos de su irritación.
Poirot comentó suavemente:
—Yo creo que me ha entendido muy bien. Le estoy preguntando por la dama con quien su nombre se ha visto mezclado.
El doctor Oldfield se levantó. La expresión de su cara era fría y dura.
—No existe ninguna dama en el caso —dijo—. Siento mucho, monsieur Poirot, haberle hecho perder tanto tiempo.
Se dirigió hacia la puerta.
—Yo también lo siento —observó Poirot—. Su caso me interesa. Me hubiera gustado ayudarle, pero no puedo hacer nada, a menos que me cuente usted toda la verdad.
—Ya se la he dicho…
—No…
El médico se detuvo y dio la vuelta.
—¿Por qué insiste en que hay una mujer relacionada con el asunto?
—Mon cher docteur, ¿cree acaso que no conozco la mentalidad femenina? Las murmuraciones de los pueblos se basan siempre en las relaciones entre un hombre y una mujer. Si un hombre envenena a su esposa con el fin de poder hacer un viaje al Polo Norte, o para disfrutar de la paz que depara la vida de soltero… no hay cuidado de que sus convecinos se tomen el menor interés por él. Pero cuando están convencidos de que el asesinato se cometió con el fin de que el hombre pudiera casarse con otra mujer, las habladurías crecen y circulan. Eso es psicología elemental.
Oldfield replicó con irritación:
—¡Yo no soy responsable de lo que piensen un hatajo de malditos murmuradores!
—Desde luego que no.
Poirot prosiguió:
—Por consiguiente, debe usted volver a tomar asiento y contestar a la pregunta que le hice antes.
Lentamente, casi con repugnancia, el médico volvió a ocupar su asiento.
Ruborizado en extremo, dijo:
—Me figuro que tal vez hayan hablado acerca de la señorita Moncrieffe. Jean Moncrieffe es mi ayudante; una muchacha muy agradable.
—¿Ha trabajado durante mucho tiempo con usted?
—Tres años.
—¿Le resultaba simpática a su esposa?
—Ejem…, pues no; no del todo.
—¿Estaba celosa de ella?
—¡Hubiera sido absurdo!
Poirot sonrió.
—Los celos de las mujeres casadas son proverbiales. Pero le diré algo más. Basándome en mi experiencia puedo asegurar que los celos, por inmotivados y extravagantes que parezcan, siempre están fundados en hechos reales. Existe un aforismo comercial que dice que el cliente siempre tiene razón, ¿verdad? Pues bien, lo mismo ocurre con el marido o la esposa que sienten celos. Por pequeñas e inconcretas que sean las pruebas, fundamentalmente siempre tienen razón.
El doctor Oldfield replicó con enérgico y seguro acento:
—¡Simplezas! En ninguna ocasión le dije a Jean Moncrieffe cosa alguna que no pudiera oír mi esposa.
—Tal vez. Pero eso no altera la veracidad de cuanto le acabo de decir —Hércules Poirot se inclinó hacia delante y con voz apremiante añadió—: Doctor Oldfield, voy a hacer cuanto pueda en este caso. Pero necesito que me sea usted absolutamente franco, sin preocuparse de las apariencias convencionales o sus propios sentimientos. ¿No es verdad que dejó de gustarle su mujer desde cierto tiempo antes de que muriera?
El médico no replicó en seguida.
—Eh… este asunto acabará conmigo —dijo al fin—. Pero debo tener esperanza. De cualquier forma, presiento que será usted capaz de hacer algo por mí. Seré sincero con usted, monsieur Poirot. Mi mujer no me gustó nunca. Según creo, fui para ella un buen marido, pero jamás estuve enamorado.
—¿Y por lo que respecta a esa muchacha?
Un tenue sudor cubrió la frente del médico.
—Le… le hubiera pedido que se casara conmigo hace tiempo, a no ser por todo el escándalo y las habladurías que se han producido —confesó.
Poirot se recostó en su asiento.
—¡Por fin hemos llegado a los hechos verdaderos! —comentó—. Eh bien, doctor Oldfield: me encargaré de su caso. Pero recuerde que lo que sacaré a la luz será la verdad pura y simple.
Oldfield contestó con amargura:
—¡No será la verdad lo que me perjudique!
Titubeó un instante y luego añadió:
—Sepa usted que estuve considerando la posibilidad de presentar una demanda por difamación. Si pudiera atribuir una acusación concreta a alguien, tal vez mi nombre fuera vindicado. Algunas veces he pensado en ello… mas en otras creo que tal proceder sólo serviría para empeorar las cosas; dar mayor publicidad al asunto y hacer que la gente dijera: «No se ha podido probar nada, pero cuando el río suena…».
Miró a Poirot.
—Dígame, con franqueza, ¿hay algún modo de poder salir de esta pesadilla?
—Siempre existe una manera adecuada —contestó el detective.
2
—Nos vamos al campo, George —dijo Hércules Poirot a su criado.
—¿De veras, señor? —replicó el imperturbable George.
—Y el objeto de nuestro viaje es destruir un monstruo de nueve cabezas.
—¿De veras, señor? ¿Algo parecido al monstruo de Loch Ness?
—No tan palpable como eso. No me refiero a un animal de carne y hueso, George.
—No le comprendí, señor.
—Sería mucho más fácil si el monstruo fuera un ser real. No hay nada tan intangible y tan elusivo como el origen de una calumnia.
—Desde luego, señor. A veces es difícil precisar cómo empiezan esas cosas.
—Exactamente.
Hércules Poirot no se hospedó en casa del doctor Oldfield. Lo hizo en la posada del pueblo. A la mañana siguiente de su llegada, tuvo su primera entrevista con Jean Moncrieffe.
Era una muchacha alta de cabello cobrizo y de firmes ojos azules. Daba la sensación de estar siempre vigilante y en guardia contra los demás.
—De modo que el doctor Oldfield acudió a usted… Ya sabía que pensaba hacerlo.
Su tono carecía de entusiasmo.
—¿No le parece bien, acaso? —le preguntó Hércules Poirot.
Los ojos de ella se fijaron en los del detective.
—¿Qué puede usted hacer en este caso? —inquirió.
—Debe existir una manera de abordar la situación —replicó Poirot sosegadamente.
—¿De qué forma? —la muchacha profirió estas palabras con desdén.
—Quizá querrá ir a visitar a todas las viejas murmuradoras y decirles: «Por favor, cesen de hablar así. No es conveniente para el pobre Oldfield». Y ellas le contestarían: «Le aseguro que nunca creí esa patraña». Ahí está precisamente lo malo de esta cuestión. No espere que le digan: «¿No se le ocurrió nunca que la muerte de la señora Oldfield no fue lo que pareció?». No; lo que dirán será: «Desde luego, yo no creo esa historia acerca del doctor Oldfield y su mujer. Estoy segura de que él no hubiera hecho tal cosa, aunque la verdad es que, tal vez, no cuidó de ella como debiera y, además, no me parece muy prudente tener como ayudante a una muchacha tan joven… y no es que quiera decir que exista algo equívoco entre los dos. ¡Oh, no!, estoy completamente segura de que no hay nada de eso…».
La joven se detuvo. Tenía la cara sonrojada y respiraba con precipitación.
—Al parecer, sabe usted muy bien lo que se dice por ahí —comentó Poirot. ¿Y qué solución le daría usted a eso?
Ella cerró la boca firmemente.
—Lo mejor que podría hacer el doctor sería traspasar su clientela y empezar de nuevo en cualquier sitio.
—¿No cree que la calumnia le seguiría adonde fuera?
Ella se encogió de hombros.
—Debe arriesgarse.
Poirot calló durante un momento.
—¿Va usted a casarse con el doctor Oldfield, señorita Moncrieffe? —preguntó por fin.
La joven no pareció sorprenderse por la pregunta.
—No me lo ha pedido —replicó.
—¿Por qué no?
Los ojos de ella volvieron a fijarse en los del detective, pero ahora, durante un segundo, parecieron vacilar. Luego contestó:
—Porque no le he dado ninguna esperanza.
—¡Qué suerte encontrar a alguien que sea completamente franco! —exclamó Poirot.
—¡Seré tan franca como usted guste! Cuando me di cuenta de que la gente decía que Charles se desembarazó de su esposa con el propósito de casarse conmigo, me pareció que si nos casábamos daríamos razón a todos. Esperé entonces que al no verse ningún propósito de casamiento entre nosotros los rumores se extinguirían por sí solos.
—Pero no ha sido así.
—No; no lo fue.
—¿No le parece algo raro? —preguntó Hércules Poirot.
Jean contestó con acritud:
—La gente no tiene aquí muchas cosas para divertirse.
—¿Quiere usted casarse con Charles Oldfield? —volvió a preguntar Hércules Poirot.
La muchacha respondió fríamente:
—Sí. Lo quise desde el momento en que lo conocí.
—Entonces, la muerte de la esposa fue muy conveniente para usted, ¿verdad?
—La señora Oldfield fue una mujer muy desagradable. Francamente, me alegré cuando murió…
—Sí —convino Poirot—. ¡Es usted franca en extremo!
Ella sonrió con desdén.
—Tengo que hacerle una sugerencia —continuó el detective.
—¿Sí?
—Aquí hace falta que se tomen medidas drásticas. Le sugiero que alguien… posiblemente usted misma… escriba al Ministerio de la Gobernación.
—¿Qué es lo que se propone?
—Creo que la mejor forma de terminar con los rumores, de una vez para siempre, es conseguir que se exhume el cadáver y se haga la autopsia.
Ella retrocedió un paso. Abrió los labios y luego los volvió a cerrar. Poirot, entretanto, no la perdía de vista.
—¿Bien, mademoiselle? —preguntó por fin.
—No estoy de acuerdo con usted.
—¿Por qué no? Con toda seguridad, si el veredicto es de que la muerte sobrevino por causas naturales, callarán las malas lenguas.
—Si llega a pronunciarse tal veredicto, es posible.
—¿Sabe usted lo que está sugiriendo, mademoiselle?
La joven contestó impaciente:
—Sé perfectamente lo que digo. Está usted pensando en un envenenamiento por arsénico… y que puede probar que no fue envenenada de tal forma. Pero hay otras sustancias letales; los alcaloides vegetales. Al cabo de un año no es probable que se encuentren rastros de ellos, ni aun en el caso de que hubieran sido usados. Ya sé cómo son esos análisis oficiales. Pueden pronunciar un diagnóstico impreciso, diciendo que no hay nada que demuestre lo que causó la muerte… y las malas lenguas volverán a murmurar con más malicia que antes.
Hércules Poirot no respondió de momento.
—En su opinión, ¿quién es el más inveterado charlatán del pueblo? —preguntó luego.
La joven recapacitó y dijo:
—Creo que la señorita Leatheran es la peor víbora de todas.
—¡Ah! ¿Le sería fácil presentármela… de una manera casual, a ser posible?
—No creo que sea difícil. A estas horas de la mañana todas las viejas andan por el pueblo haciendo sus compras. Nos bastará dar un paseo por la calle Mayor.
Tal como dijo Jean, no hubo ninguna dificultad en los trámites de la presentación. Jean se detuvo ante la estafeta de Correos y se dirigió a una mujer alta y delgada, de mediana edad, en cuya cara destacaba una nariz afilada y unos ojos agudos e inquisitivos.
—Buenos días, señorita Leatheran.
—Buenos días, Jean. Qué día tan estupendo, ¿verdad?
Los astutos ojos de la mujer exploraron detenidamente al acompañante de la joven.
—Permítame que le presente a monsieur Poirot, que estará en el pueblo durante unos pocos días.
3
Mientras mordisqueaba delicadamente una pasta y sostenía sobre las rodillas una taza de té, Hércules dejó que la conversación se hiciera más confidencial entre él y la señorita Leatheran. La mujer había tenido la amabilidad de invitarlo a tomar el té y, por consiguiente, se hizo el firme propósito de averiguar exactamente qué se proponía hacer en el pueblo aquel pequeño y raro extranjero.
Durante algún tiempo el detective fue refrenando con habilidad los intentos de la vieja solterona para hacerle hablar… con lo que consiguió excitar aún más la curiosidad de ella. Luego, cuando juzgó que había llegado el momento, se inclinó hacia delante.
—¡Ah, señorita Leatheran! —exclamó—. He de reconocer que es usted demasiado lista para mí. Adivinó usted mi secreto. He venido a este pueblo a requerimiento del Ministerio de la Gobernación. Pero, por favor —bajó la voz—, no haga uso de esta información.
—Desde luego, desde luego —la señorita Leatheran se sintió halagada y emocionada hasta lo más íntimo de su ser—. El Ministerio de la Gobernación…, ¿no querrá usted referirse… a la pobre señora Oldfield?
Poirot, lentamente, hizo varios signos afirmativos con la cabeza.
—¡Bien, bien! —la mujer exhaló con estas palabras toda una gama de emociones agradables.
—Como comprenderá, es un asunto muy delicado —dijo Poirot—. Tengo orden de informar sobre si hay suficientes motivos o no para una exhumación.
—¡Van a desenterrar a la pobrecita! —exclamó la señora Leatheran—. ¡Qué horror!
Si hubiera dicho: «¡Qué estupendo!», en lugar de: «¡Qué horror!», las palabras hubieran cuadrado mejor al tono de su voz.
—¿Cuál es su opinión sobre el caso, señorita Leatheran?
—Pues verá, monsieur Poirot; se han dicho muchas cosas. Pero yo nunca hice caso de ellas. Ya sabe cuántas habladurías infundadas circulan por ahí. No hay duda de que el doctor Oldfield se ha portado de una forma rara desde que ocurrió la muerte de su mujer, pero yo siempre dije que no había por qué asociarlo a una conciencia culpable. Pudo ser, simplemente, el efecto de la pena que sentía. Desde luego, él y su mujer no se tenían mucho afecto. Y esto sí que lo sé… de buena tinta. La enfermera Harrison, que cuidó de la señora Oldfield durante tres o cuatro años, hasta que murió, está conforme con tal afirmación. Y, además, siempre me ha parecido, ¿sabe usted?, que la enfermera sospecha algo… No creo que ella haya dicho nada por ahí, pero por la forma en que habla se puede deducir, ¿no le parece?
Poirot comentó con tristeza:
—¡Existen tan pocos indicios sobre los que pueda uno trabajar…!
—Sí; ya lo sé, monsieur Poirot; pero si exhuman el cadáver lo sabrán todo.
—Desde luego —convino el detective—. Entonces lo sabremos todo.
—Ya han ocurrido casos como éste, desde luego —dijo la señorita Leatheran, temblándole las aletas de la nariz con excitación—. El de Armstrong, por ejemplo, y el de aquel otro hombre no me acuerdo de su nombre… y el de Crippen, desde luego. Siempre me pregunto si Ethel le Neuve fue su cómplice. Desde luego Jean Moncrieffe es una muchacha muy agradable, se lo aseguro… no me atrevería a decir que influyera sobre él…, pero los hombres hacen muchas tonterías por una chica, ¿no le parece? Y, desde luego, estuvieron siempre demasiado juntos.
Poirot no replicó. La miró con expresión inocente e inquisitiva, calculada para producir un nuevo lujo de información. En su fuero interno se estaba divirtiendo al contar las veces que repetía las palabras «desde luego».
—Y, desde luego —siguió ella—, con la autopsia y todo lo demás, saldrán a relucir muchas cosas, ¿verdad? Me refiero a los sirvientes. Los criados están enterados siempre de muchas interioridades, ¿no le parece? Y, desde luego, es completamente imposible impedirles que se entreguen a la murmuración, ¿verdad? Beatrice, la criada de los Oldfield, fue despedida casi inmediatamente después del entierro… Siempre me pareció una cosa rara… en especial, si se piensa en las dificultades con que se tropieza hoy para encontrar servidumbre. Da la impresión de que el doctor Oldfield tuviera miedo de que ella supiera demasiado.
—Me estoy convenciendo de que existen suficientes motivos para iniciar una investigación —dijo solemne Poirot.
La señorita Leatheran se estremeció con aparente repugnancia.
—No es muy agradable la idea —dijo—. Pensar que nuestro apacible pueblecito aparecerá en los periódicos… y en toda la publicidad que se dará al caso…
—¿Eso le preocupa?
—Un poco. Estoy algo chapada a la antigua.
—Y, como dice usted, posiblemente todo se reducirá a unas cuantas habladurías.
—Bueno… yo no diría tanto. Pues sepa usted que hay mucha verdad en el refrán de que cuando el río suena, agua lleva.
—Yo estaba pensando exactamente lo mismo —admitió Poirot.
El detective se levantó.
—¿Puedo fiarme de su discreción, mademoiselle?
—¡Oh, desde luego! No diré ni una palabra a nadie.
Poirot sonrió y se despidió.
En el vestíbulo, al recoger el sombrero de manos de una doncella, dijo:
—He venido a investigar las circunstancias que concurrieron en la muerte de la señora Oldfield, pero te agradeceré que guardes la más estricta reserva sobre ello.
Gladys, que así se llamaba la chica, casi se desplomó sobre el paragüero. Respirando con excitación, preguntó:
—Oh, señor, ¿entonces fue el doctor quien lo hizo?
—Así lo has creído desde hace tiempo, ¿no es cierto?
—Bueno, señor; no he sido yo quien lo ha creído. Fue Beatrice. Estaba allí cuando murió la señora Oldfield.
—Y ella cree que hubo… —Poirot seleccionó cuidadosamente las melodramáticas palabras— «juego sucio».
Gladys afirmó agitadamente:
—Sí; eso cree. Y dice que la enfermera también está convencida de lo mismo. La enfermera Harrison. Quería mucho a la señora Oldfield y tuvo un disgusto terrible cuando se murió. Beatrice dice que la enfermera Harrison sabía algo, porque después de ocurrir el fallecimiento se puso decididamente frente al doctor, cosa que no hubiera hecho de no haber sucedido algo irregular, ¿no le parece?
—¿Dónde está ahora la enfermera Harrison?
—Cuida de la anciana señorita Bristow… en las afueras del pueblo. Encontrará la casa con facilidad. Tiene un porche delantero sostenido por columnas.
4
Poco después, Hércules Poirot estaba sentado frente a la persona que, sin duda alguna, sabía más cosas que nadie sobre las circunstancias que dieron origen a los rumores.
La enfermera Harrison era una mujer, guapa todavía, cuya edad rondaba los cuarenta años. Tenía las serenas facciones de una madonna, con ojos oscuros, grandes y de expresión afable. Escuchó atentamente al detective y luego dijo con lentitud:
—Sí; ya sabía que circulaban por ahí esos desagradables rumores. He hecho lo que he podido para impedirlo, pero ha sido inútil. A la gente le encantan estas emociones.
—Pero debe de haber ocurrido algo que haya dado lugar a esas habladurías, ¿verdad? —preguntó Poirot.
El detective notó que la expresión de zozobra reflejada en la cara de ella se acentuaba aún más. Pero la mujer se limitó a negar con la cabeza.
—Tal vez —sugirió Poirot— el doctor Oldfield y su esposa no se llevaran bien y eso dio lugar a los rumores.
La enfermera Harrison volvió a sacudir la cabeza con decisión.
—No. El doctor Oldfield fue siempre muy amable y paciente con su esposa.
—¿Estaba realmente muy enamorado de ella?
La mujer titubeó.
—No… no lo podría asegurar. La señora Oldfield era una mujer muy difícil de manejar; no estaba contenta de nada y hacía constantes peticiones de simpatía y atención que no siempre estaban justificadas.
—¿Quiere usted decir que la señora exageraba su condición?
La enfermera asintió.
—Sí… su propia salud era, mayormente, cosa de su propia imaginación.
—Y, sin embargo —observó Poirot con gravedad—, falleció…
—Sí; ya lo sé… ya lo sé…
El detective la contempló durante unos instantes. Veía su turbada confusión y su palpable incertidumbre.
—Creo… estoy seguro —dijo Poirot— de que usted sabe lo que, en principio, dio lugar a todas estas historias.
La enfermera Harrison se sonrojó.
—Bueno… —dijo—, tal vez lo pueda conjeturar. Creo que fue la criada, Beatrice, quien inició los rumores y me figuro qué fue lo que le puso tal idea en la cabeza.
—¿De veras?
La mujer habló con alguna incoherencia.
—Fue algo que tuve ocasión de escuchar… un fragmento de conversación entre el doctor Oldfield y la señorita Moncrieffe. Y estoy completamente segura de que Beatrice lo oyó también, aunque supongo que ella no lo admitiría nunca.
—¿Cuál fue esa conversación?
La enfermera calló durante uno instante, como si comprobara la fidelidad de su memoria. Luego dijo:
—Ocurrió tres semanas antes del ataque que causó la muerte de la señora Oldfield. Ellos se encontraban en el comedor y yo bajaba la escalera cuando oí que Jean Moncrieffe decía: «¿Cuánto va a durar esto? No estoy dispuesta a esperar más». Y el doctor le contestó: «Ya queda poco, querida, te lo juro». Ella repitió: «No puedo soportar esta espera. ¿Crees que todo irá bien?». «Desde luego. Nada puede salir mal. Dentro de un año, por estas fechas, estaremos casados», respondió él.
La mujer hizo una pausa.
—Ésta fue la primera noticia que tuve, monsieur Poirot, de que había algo entre el doctor y la señorita Moncrieffe. Yo sabía que él sentía gran admiración por ella y que ambos eran muy buenos amigos, pero nada más. Volví a subir la escalera… sufrí una fuerte impresión…, pero me había dado cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta y desde entonces pienso que Beatrice debió de estar escuchando. Como podrá usted ver, lo que hablaron podía tomarse en dos sentidos. Podía significar tan sólo que el doctor sabía que su esposa estaba muy enferma y no podría sobrevivir mucho más… y no tengo ninguna duda de que esto fue lo que quiso decir…, pero para alguien como Beatrice debió parecer la cosa diferente… como si el doctor y Jean Moncrieffe estuvieran… bueno… estuvieran planeando deliberadamente librarse de la señora Oldfield.
—¿Y no lo cree así usted misma?
—No… no; desde luego que no.
Poirot la miró escrutadoramente.
—Enfermera Harrison —dijo—, ¿sabe usted alguna cosa más? ¿Algo que todavía no me haya dicho?
Ella enrojeció y dijo con violencia:
—No, no; de veras que no. ¿Qué más podría saber?
—No lo sé. Pero creo que debe de haber… algo.
Ella sacudió la cabeza. La expresión turbada de antes volvió a reflejarse en su cara.
Hércules Poirot comentó:
—Es posible que el Ministerio de la Gobernación ordene la exhumación del cadáver de la señora Oldfield.
—¡Oh, no! —la enfermera parecía horrorizada—. ¡Qué cosa más terrible!
—¿Cree usted que lo sería?
—Creo que sería espantoso. Puede imaginarse lo que se diría. Sería terrible… verdaderamente terrible para el pobre doctor Oldfield.
—¿No opina usted que, en realidad, pudiera ser una cosa favorable para él?
—¿Qué quiere usted decir?
—Si es inocente —dijo Poirot—, su inocencia quedaría probada.
El detective calló y esperó a que la insinuación enraizara en la mente de la enfermera Harrison. Vio cómo ella fruncía el ceño, perpleja, y luego se aclaraba su frente. Aspiró profundamente el aire y miró a Poirot.
—No había pensado en ello —dijo—. Al fin y al cabo, es la única cosa que se puede hacer.
Se oyeron unos golpes en el techo y la enfermera Harrison se levantó de un salto.
—Es mi paciente, la señorita Bristow. Ya se ha despertado de su siesta. Debo ir a ponerla cómoda antes de que le traigan el té y salga yo a dar mi paseo. Sí, monsieur Poirot; creo que tiene usted razón. Una autopsia aclarará de una vez para siempre este asunto. Pondrá las cosas en su sitio y se acabarán esos chismes contra el pobre doctor Oldfield.
Estrechó la mano de Poirot y salió precipitadamente de la habitación.
5
Hércules Poirot se dirigió a la estafeta de Correos y pidió una conferencia con Londres.
Una voz malhumorada sonó al otro extremo del hilo.
—¿Qué obligación tiene de ir sacando a la luz estos asuntos, mi querido Poirot? ¿Está seguro de que en este caso debemos intervenir nosotros? Ya sabe a qué se reducen muchas veces esas habladurías de pueblo… a nada en absoluto.
—Éste es un caso especial —respondió el detective.
—Bueno… si lo cree así… Tiene usted la desesperante costumbre de estar siempre en lo cierto. Pero si todo esto resulta luego una alarma infundada, no quedaremos muy satisfechos de usted, sépalo.
Poirot sonrió y murmuró:
—No. El que quedará satisfecho seré yo.
—¿Qué ha dicho? No le oigo.
—Nada. Nada de particular.
Colgó el teléfono.
Cuando salió de la cabina se apoyó en el mostrador de la oficina de Correos. Utilizando su tono de voz más atractivo, preguntó:
—¿Por casualidad podría decirme, madame, dónde reside actualmente la criada que estuvo con el doctor Oldfield? Creo que se llama Beatrice.
—¿Beatrice King? Desde entonces estuvo sirviendo en dos casas. Ahora está con la señora Marley, que vive al lado del Banco.
Poirot le dio las gracias y compró dos postales, un librito de sellos y un ejemplar de la cerámica local. Mientras efectuaba estas compras se las arregló para derivar la conversación hacia la muerte de la señora Oldfield. Se dio cuenta en seguida de la peculiar expresión furtiva que adoptó la cara de la encargada de la estafeta.
—Muy repentina, ¿verdad? —dijo la mujer—. Ha dado mucho que hablar, según creo lo habrá podido usted oír por ahí…
Por sus ojos pasó un destello de interés cuando preguntó:
—¿Tal vez será para eso por lo que quiere hablar con Beatrice King? Todos vimos algo raro en la forma tan imprevista con que fue despedida. Alguien creyó que la chica sabía algo… y tal vez sea así. Ella ha hecho algunas insinuaciones bastante claras.
Beatrice King era una muchacha bajita de aspecto mojigato y linfático. Su apariencia exterior era de estólida estupidez, pero sus ojos eran mucho más inteligentes de lo que sus maneras hubieran dejado sospechar. Parecía, sin embargo, que no sacaría nada de Beatrice. Se limitó a repetir:
—No sé absolutamente nada… No soy quién para decir lo que ocurrió allí… No sé qué es lo que quiere usted decir con eso de que oí una conversación entre el doctor y la señorita Moncrieffe. No soy de las que gustan escuchar detrás de las puertas y no tiene usted ningún derecho a decir que yo lo hice. No sé nada.
Poirot preguntó:
—¿Has oído hablar alguna vez del envenenamiento por arsénico?
Un estremecimiento rápido y un furtivo interés se reflejó en el rostro adusto de la muchacha.
—¿Eso es, entonces, lo que había en la botella de la medicina? —inquirió.
—¿Qué botella?
—Una de las botellas de medicina que preparó la señorita Moncrieffe para la señora. La enfermera estuvo muy preocupada… me di cuenta de ello. Probó la medicina, la olió, la vertió en el lavabo y volvió a llenar la botella con agua del grifo. Era una medicina parecida al agua. Y una vez que la señorita Moncrieffe le preparó una tetera a la señora, la enfermera se la llevó otra vez a la cocina y la vació, porque dijo que el té no estaba hecho con agua hirviendo. Claro que todo eso fueron cosas que acerté a ver. Entonces pensé que eran debidas a las costumbres minuciosas y exigentes que tienen algunas enfermeras; pero ahora no sé… tal vez era algo más que eso.
Poirot asintió y dijo:
—¿Te gustaba la señorita Moncrieffe, Beatrice?
—No le hacía nunca caso… Es un poco egoísta. Y siempre he sabido qué está loca por el doctor. No había más que ver la forma cómo lo miraba.
Poirot movió de nuevo la cabeza afirmativamente.
Volvió a la posada y dio determinadas instrucciones a George.
6
El doctor Alan García, analista del Departamento oficial, se frotó las manos e hizo un guiño a Hércules Poirot.
—Bueno —dijo—. Supongo que esto le satisfará, monsieur Poirot. Es usted el hombre que siempre tiene razón.
—Muy amable —replicó el detective.
—¿Qué es lo que le puso a usted sobre la pista? ¿Habladurías acaso?
—Como dicen ustedes… «Entra el rumor, lleno de lenguas pintadas sobre él».
Al día siguiente Poirot tomó una vez más el tren para Market Loughborough.
El pueblecito hervía de agitación, con el zumbido de una colmena. La excitación había empezado aunque suavemente, cuando se hicieron los preparativos para la exhumación.
Y ahora que los descubrimientos de la autopsia habían trascendido, la conmoción había llegado a su más alto grado de temperatura.
Hacía cerca de una hora que Poirot estaba en la posada y justamente acababa de tomar una sustanciosa comida compuesta por carne y un «pudding» de riñones, regado todo ello con buena cerveza, cuando le avisaron que una señora quería hablar con él.
Era la enfermera Harrison. Tenía el rostro blanco y ojeroso.
Se dirigió en derechura hacia Poirot.
—¿Es verdad…? ¿Es verdad lo que dicen, monsieur Poirot?
—Sí. Se ha encontrado arsénico en cantidad más que suficiente para causar la muerte.
La enfermera Harrison exclamó:
—Nunca pensé… ni por un momento pensé… —y se echó a llorar.
Poirot comentó con dulzura:
—Ya sabe usted que siempre la verdad ha de resplandecer.
Ella sollozó.
—¿Lo ahorcarán?
—Tienen que probarse muchas cosas todavía… —contestó el detective—. Oportunidad… acceso al veneno… vehículo con que fue administrado…
—Pero suponiendo, monsieur Poirot, que él no tenga nada que ver con ello… nada en absoluto…
—En ese caso —Poirot se encogió de hombros—, será absuelto.
La enfermera Harrison dijo lentamente:
—Hay algo… algo que, según creo, debí decirle antes… Mas no pensé que, en realidad, pudiera haber resultado esto. Fue una cosa… rara.
—Ya sabía yo que había algo más —respondió Poirot—. Sería conveniente que me lo dijera ahora.
—No es mucho. Solamente que un día, cuando bajé al dispensario a buscar una cosa, Jean Moncrieffe estaba haciendo algo…
—¿De veras?
—Parece una tontería. Tan sólo fue que ella estaba rellenando su estuche de polvos para la cara… un estuche esmaltado, de color rosa…
—¿Sí?
—Pero no lo estaba rellenando de polvos… polvos para la cara quiero decir. Estaba vertiendo en él unos polvos que contenía una de las botellas del armario de los venenos. Cuando ella me vio se sobresaltó y cerró el estuche y lo guardó en el bolso, y puso rápidamente la botella en el armario para que no viera lo que era. Yo hubiera dicho que todo ello no tenía ningún significado…, pero ahora sé que la señora Oldfield fue envenenada… —calló de pronto.
—¿Me perdona un momento? —dijo Poirot.
Salió de la habitación y telefoneó al sargento Grey, detective de la policía de Berkshire.
Cuando volvió tomó asiento y tanto él como la enfermera Harrison guardaron silencio.
Con la imaginación veía Poirot la cara de una muchacha pelirroja y la que con su voz clara y fuerte decía: «No estoy de acuerdo con usted». Jean Moncrieffe no deseaba que se hiciera la autopsia. Dio una excusa bastante plausible, pero el hecho subsistía. Una muchacha competente, eficiente… resuelta. Enamorada de un hombre ligado a una esposa enferma y quejumbrosa, cuya vida podía durar años y años, ya que, según lo dicho por la enfermera Harrison, sus males eran principalmente imaginarios.
Hércules Poirot suspiró.
—¿En qué piensa usted? —preguntó la enfermera.
—Lo malo de estas cosas… —contestó Poirot.
—No creo de ninguna forma que él supiera algo del asunto.
—No. Estoy seguro de que él no sabía nada.
Se abrió la puerta y entró el sargento Grey. En la mano llevaba un objeto envuelto en un pañuelo de seda. Lo desenvolvió y lo depositó cuidadosamente. Era un estuche esmaltado, de brillante color de rosa.
—Ése es el que vi —exclamó la enfermera Harrison.
—Lo hemos encontrado en el fondo de un cajón de la cómoda que hay en la habitación de la señorita Moncrieffe, dentro de una cajita de pañuelos. Por lo que veo, no hay huellas digitales en él, pero he de tener especial cuidado.
Con el pañuelo sobre la mano, apretó el resorte y la cajita se abrió.
—Esto no es polvo para la cara —elijo Grey.
Tomó un poco con la punta del dedo y lo probó con la lengua.
—No sabe a nada en particular.
—El arsénico blanco no tiene gusto alguno —dijo Hércules Poirot.
—Lo analizaremos en seguida —anunció Grey. Miró a la enfermera Harrison—. ¿Puede usted jurar que ésta es la misma caja?
—Sí. Estoy segura. Ése es el estuche que vi en poder de la señorita Moncrieffe cuando bajé al dispensario, una semana antes de que muriera la señora Oldfield.
El sargento Grey suspiró. Miró a Poirot e hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Poirot tocó el timbre.
—Digan a mi criado que venga, por favor.
George, el perfecto sirviente, discreto y callado, entró y miró inquisitivamente a su señor. Hércules Poirot dijo:
—Ha identificado usted este estuche de polvos, señorita Harrison, como el que vio en poder de la señorita Moncrieffe, hace cosa de un año. Se sorprenderá de saber que esta cajita, en particular, fue vendida por los Almacenes Woolworth hace unas pocas semanas y que, además, es de un modelo y color que solamente se ha fabricado durante los tres últimos meses.
La enfermera dio un respingo y miró fijamente a Poirot con sus ojos grandes y oscuros.
—¿Ha visto este estuche antes de ahora, George? —preguntó el detective.
George dio un paso adelante.
—Sí, señor. Yo vi cómo esta persona, la enfermera Harrison, lo compraba en los Almacenes Woolworth el viernes, día dieciocho. Siguiendo las instrucciones que me dio usted fui detrás de esta señorita para vigilar sus movimientos. Tomó un autobús el día que he mencionado y fue a Darmington, donde compró esta cajita. Después volvió a su casa. Más tarde, el mismo día, se dirigió hacia donde se hospeda la señorita Moncrieffe. De acuerdo con las instrucciones que tenía ya estaba yo en dicha casa. Vi cómo ella entraba en el dormitorio de la señorita Moncrieffe y escondía el estuche en el fondo de uno de los cajones de la cómoda. Lo pude ver muy bien por una rendija de la puerta. Después esta señora salió de allí creyendo que nadie la había visto. Puede decirse que en este pueblo nadie cierra la puerta de la calle y entonces estaba anocheciendo.
Poirot se dirigió a la enfermera Harrison con voz dura y en tono mordaz.
—¿Puede usted explicar estos hechos, enfermera Harrison? Creo que no. No había arsénico en esa cajita cuando salió de los Almacenes Woolworth, pero sí lo contenía cuando salió de la casa de la señorita Bristow —y añadió suavemente—: No fue usted muy prudente al guardar una reserva de arsénico en su poder.
La mujer sepultó la cara entre las manos. Con voz baja y empañada, dijo:
—Es verdad… todo es verdad… yo la maté. Y todo para nada… nada… estaba loca…
7
—Debo pedirle que me perdone, monsieur Poirot —dijo Jean Moncrieffe—. Estaba muy enojada con usted… terriblemente enojada. Me parecía que estaba usted empeorando las cosas.
Poirot sonrió.
—Eso es lo que hice al empezar —dijo—. Era como en la vieja leyenda de la hidra de Lerna. Cada vez que se cortaba una cabeza nacían dos en su lugar. Al principio, los rumores crecían y se multiplicaban. Pero, al igual que mi tocayo Hércules, mi objetivo era llegar a la primera cabeza… a la original. ¿Quién empezó las habladurías? No me costó mucho tiempo el descubrir que tal persona fue la enfermera Harrison. Fui a verla… parecía ser una mujer agradable… inteligente y simpática. Pero a poco de hablar conmigo cometió una gran equivocación: repitió una conversación que oyó, sostenida entre usted y el doctor; mas esa conversación era falsa. Psicológicamente era inverosímil. Si usted y el doctor habían planeado matar a la señora Oldfield, eran ambos bastante inteligentes y equilibrados para no hablar de ello en una habitación con una puerta abierta y donde podían ser fácilmente oídos por cualquiera que bajara la escalera o estuviera en la cocina. Además, las palabras que le atribuía a usted no encajaban con su modo de ser. Eran las palabras de una mujer mucho más vieja y de un tipo completamente diferente. Eran palabras que podían haber sido imaginadas por la enfermera Harrison para ser utilizadas por ella misma en circunstancias parecidas.
»Por entonces —continuó Poirot— ya había considerado yo el asunto como una cuestión simple en extremo. Me había dado cuenta de que la enfermera Harrison era una mujer no muy vieja y todavía hermosa…, había tenido un contacto constante con el doctor Oldfield durante cerca de tres años. El doctor la apreciaba mucho y le estaba agradecido por su tacto y simpatía. Ella se hizo la ilusión de que si la señora Oldfield moría, el doctor le rogaría, con seguridad, que se casara con él. Pero, en lugar de ello, después de la muerte de la mujer se enteró que el doctor estaba enamorado de usted. Sin perder momento, guiada por la cólera y los celos, empezó a esparcir el rumor de que el doctor Oldfield había envenenado a su esposa. Así era cómo yo había visto la situación en principio —prosiguió el detective—. Era el caso de una mujer celosa y de un rumor falso; pero el conocido refrán de que cuando el río suena, agua lleva, me venía a la cabeza una y otra vez. Me pregunté si la enfermera Harrison había hecho algo más que esparcir un rumor. Algunas cosas que ella dijo sonaban un poco extrañamente. Me contó que la enfermedad de la señora Oldfield era, en su mayor parte, imaginaria… que en realidad no sufría muchos dolores. Pero el propio doctor no tenía ninguna duda acerca de la realidad de la dolencia que padecía su esposa. Su muerte no le había sorprendido. Consultó a otro médico antes de ocurrir el fallecimiento y su colega había convenido en la gravedad de su estado. A modo de ensayo, adelanté la propuesta de la exhumación… La enfermera Harrison se asustó terriblemente ante tal idea. Pero luego, casi de repente, los celos y el odio se apoderaron de ella. Aunque encontraran arsénico, ninguna sospecha recaía sobre su persona. El doctor y Jean Moncrieffe serían quienes pagarían las consecuencias. No quedaba más que una esperanza —agregó Poirot—. Hacer que la enfermera Harrison se pasara de lista. Si existiera una posibilidad de que Jean Moncrieffe pudiera escapar, me figuré que la Harrison no dejaría piedra por remover con tal de verla complicada en el crimen. Di instrucciones a mi fiel George; el más discreto de los hombres y a quien ella no conocía. Debía seguirla sin perderla de vista. Y de esta forma… todo acabó bien.
—Ha sido usted maravilloso —comentó Jean Moncrieffe.
El doctor Oldfield intervino.
—Sí; de veras —dijo—. Nunca podré darle bastantes gracias. ¡Qué tonto y ciego fui!
—¿Fue usted también tan ciega, mademoiselle? —preguntó Poirot.
La joven contestó lentamente:
—Estuve muy angustiada. El arsénico del armario de los venenos no coincidía con la cantidad que yo tenía anotada…
Oldfield exclamó:
—¡Jean…! ¿No creerías que…?
—No, no. Tú no. Lo que pensé fue que la señora Oldfield se había apoderado de él… y que lo estaba utilizando con el fin de producirse una dolencia y atraerse la simpatía de los demás; pero que por inadvertencia había tomado una dosis excesiva. Temí que si se practicaba la autopsia y encontraban arsénico nunca tomarían en consideración tal teoría y llegarían a la conclusión de que tú lo habías hecho. Por eso nunca dije nada sobre el arsénico que faltaba. Hasta falsifiqué el registro de los venenos. Pero la última persona de quien hubiera sospechado era de la enfermera Harrison.
—Yo también… —dijo Oldfield—. Una mujer tan femenina y tan dulce… como una «madonna».
Poirot comentó con tristeza:
—Sí; posiblemente hubiera sido una buena esposa y madre… Pero sus emociones eran demasiado fuertes para ella —exhaló un suspiro y murmuró para sí mismo—: Ésa ha sido la lástima.
Luego dirigió una sonrisa al hombre de aspecto feliz y a la muchacha de cara vehemente que se sentaban frente a él. Pensó para sus adentros:
«Esos dos han salido de la sombra para disfrutar del sol… y yo… he llevado a cabo el segundo “trabajo” de Hércules».