Capítulo I

El león de Nemea

1

—¿Alguna cosa interesante, señorita Lemon? —preguntó Poirot cuando entró en su despacho a la mañana siguiente.

Tenía plena confianza en la señorita Lemon. Era una mujer sin imaginación, pero poseía un instinto certero. Cualquier cosa que ella calificaba como digna de consideración, lo era por regla general. Había nacido para ser secretaría.

—No hay mucho, monsieur Poirot. Sólo una carta que me figuro le interesará. La puse encima de las demás.

—¿De qué se trata? —preguntó el detective.

—Es de un señor que le ruega investigue la desaparición de un perrito pequinés propiedad de su esposa.

Poirot se detuvo con un pie en el aire. Lanzó una mirada de profundo reproche a la señorita Lemon, pero ella no se dio cuenta. Había empezado a teclear en la máquina de escribir y lo hacía con la rapidez y precisión de una ametralladora.

Poirot estaba sorprendido; sorprendido y amargado. La señorita Lemon, la eficiente secretaria, le había decepcionado. ¡Un perrito pequinés! Después del sueño que tuvo la noche anterior, en el que se vio saliendo del Palacio de Buckingham, adonde fue llamado para recibir personalmente el agradecimiento real… Fue una lástima que su criado entrara en aquel momento en el dormitorio para servirle el chocolate matutino.

Estuvo a punto de proferir unas expresiones satíricas y mordaces. No las profirió porque la señorita Lemon no las hubiera oído, de todas formas, dada la rapidez y eficacia con que estaba escribiendo a máquina.

Poirot lanzó un gruñido de disgusto y cogió la carta colocada sobre el montoncito que su secretaria había formado en uno de los lados de la mesa.

Sí; era exactamente como había dicho la señorita Lemon. Unas señas de la capital y una petición concisa y ruda, en términos comerciales. Su objeto: el secuestro de un perrito pequinés. Uno de esos caprichos de ojos saltones que las damas ricas acostumbran mimar con exceso. Los labios de Hércules Poirot se fruncieron al leer aquello. No era ninguna cosa desacostumbrada. Nada fuera de lugar, o… sí, sí; en un pequeño detalle la señorita Lemon tenía razón. Había algo que no era corriente.

Poirot tomó asiento y leyó la carta con detenimiento. No era la clase de asunto que quería ni que se había prometido él mismo. No era un caso importante bajo ningún aspecto; no revestía significación alguna: No era… y aquí radicaba el punto crucial de su objeción… un apropiado «Trabajo» de Hércules.

Pero por desgracia, sentía curiosidad… Levantó la voz hasta el punto en que la señorita Lemon pudiera oírle por encima del ruido que producía con la máquina de escribir.

—Telefonee a sir Joseph Hoggin —ordenó—, y pregúntele a qué hora me recibirá en su despacho.

Como de costumbre, la señorita Lemon había tenido razón.

* * *

—Yo soy un hombre sencillo, señor Poirot —dijo sir Joseph Hoggin.

El detective hizo un gesto comprensivo con la mano derecha. Con ella quería expresar, si así se prefiere, su admiración por la valía de la carrera que había hecho sir Joseph, al tiempo que apreciaba la modestia del caballero al describirse de tal forma. También podía haber significado una elegante desestimación de dicho calificativo. Pero en cualquier caso, no permitía entrever el pensamiento que dominaba entonces en la mente de Hércules Poirot. Sir Joseph, sin duda alguna era (utilizando el término en su sentido más familiar) un hombre de lo más sencillo. Los ojos del detective se fijaron en los abultados carrillos, en los diminutos ojos porcinos, en la nariz grande y bulbosa y en la boca de labios finos y apretados que poseía su interlocutor. Todo el conjunto le recordaba a alguien; pero de momento, no pudo precisar. Un recuerdo le turbaba tenazmente. Hacía mucho tiempo… en Bélgica… algo relacionado con jabón…

Sir Joseph continuó:

—No me gustan las fiorituras ni quiero andarme por las ramas. Mucha gente, señor Poirot, ni se hubiera preocupado por este asunto. Lo hubiera anotado como un crédito incobrable y se hubiera olvidado de él. Pero Joseph Hoggin no es de ésos. Soy un hombre rico… y, por decirlo así, doscientas libras ni me van ni me vienen…

Poirot se apresuró a comentar:

—Le felicito.

—¿Eh?

Sir Joseph calló durante un momento. Sus ojuelos se estrecharon aún más.

—Pero ello no quiere decir que tenga la costumbre de ir tirando el dinero por ahí —expresó secamente—. Lo que quiero lo pago. Pero al precio que rija en el mercado… no más.

—¿Se da usted cuenta de que mis honorarios serán elevados? —preguntó Poirot.

—Sí, sí. Pero ello —sir Joseph lo miró con expresión astuta— no tiene la menor importancia.

Hércules Poirot se encogió de hombros.

—Yo no regateo —anunció—. Soy un experto en estas cosas y como tal tendrá que pagar por mis servicios.

—Ya sé que es usted una celebridad dentro de su profesión —observó sir Joseph con franqueza—. Hice unas cuantas averiguaciones y comprobé que es usted el mejor hombre de que puedo disponer. Quiero llegar al fondo de esta cuestión y no me importa lo que valga. Por eso he acudido a usted.

—Ha tenido mucha suerte —dijo Poirot.

—¿Eh? —volvió a preguntar sir Joseph.

—Muchísima suerte —prosiguió Poirot con firmeza—. Puedo decir, sin pecar de inmodestia, que me hallo en la cúspide de mi carrera. Quiero retirarme dentro de poco para vivir en el campo, viajar y ver mundo; y también, tal vez, para cultivar mi jardín y dedicar preferente atención a mejorar la calidad de los calabacines. Son unas hortalizas magníficas… pero carecen de sabor. Mas ésta no es la cuestión. Deseaba tan sólo explicarle que antes de retirarme he de llevar a cabo cierta tarea que me he impuesto. He decidido aceptar doce casos… ni más ni menos. Una especie de «Trabajos de Hércules», si me permite que se lo diga así. Su caso, sir Joseph, es el primero de los doce, y me atrae —suspiró— por su sorprendente falta de importancia.

—¿Importancia? —preguntó sir Joseph.

—No; dije por su falta de importancia. Mis servicios han sido requeridos para investigar asesinatos, muertes inexplicables, atracos y robos de joyas. Pero ésta es la primera vez que se me llama para que emplee mi talento para aclarar el secuestro de un perrito pequinés.

El financiero lanzó un gruñido y dijo:

—¡Me sorprende usted! Hubiera jurado que a causa de su profesión le habían importunado muchas mujeres con cosas de sus perros favoritos.

—En eso tiene razón. Pero es ésta la primera ocasión en que me llama el marido de una de esas mujeres para que me ocupe del caso.

Los ojillos de sir Joseph lo miraron con expresión calculadora.

—Empiezo a comprender las alabanzas que de usted me hicieron. Es usted un hombre muy sagaz, señor Poirot —dijo.

El detective murmuró:

—Cuénteme lo que ocurrió. ¿Cuándo desapareció el perro?

—Hace exactamente una semana.

—Supongo que su esposa estará muy disgustada.

Sir Joseph lo miró con sorpresa.

—No lo ha entendido usted —observó—. El perro nos fue devuelto.

—¿Devuelto? Entonces, ¿puede decirme qué es lo que pinto yo en esta cuestión?

La cara de sir Joseph enrojeció.

—¡Porque malditas las ganas que tengo de que me estafen! Voy a contarle todo lo que ha sucedido, señor Poirot, El perro desapareció hace una semana en los jardines de Kensington, adonde fue para dar su acostumbrado paseo con la señora de compañía de mi mujer. Al día siguiente, mi esposa recibió una petición de rescate por doscientas libras. ¡Nada menos que doscientas libras! Y todo por una condenada bestezuela chillona que siempre está enredada en los pies de uno.

—Y como es natural, no le pareció a usted bien pagar tal cantidad —observó Poirot.

—Desde luego que no… o, mejor dicho, no me lo hubiera parecido de haber sabido lo que pasaba. Milly, mi mujer, estaba perfectamente enterada de ello. No me dijo nada y mandó el dinero en billetes de una libra, según lo convenido, a la dirección que le dijeron.

—¿Y le devolvieron el perro?

—Sí. Aquella misma noche sonó el timbre en la puerta y al abrir encontramos al animalito sentado en el umbral. Pero no se veía un alma por los alrededores.

—Muy bien. Continúe.

—Entonces, como es natural, Milly confesó lo que había hecho y yo perdí un poco los estribos. No obstante, al poco rato me calmé, porque después de todo, la cosa estaba ya hecha y no hay que esperar que una mujer se porte con sentido común. Hasta me hubiera olvidado del asunto, de no haber encontrado a Samuelson en el club.

—¿De veras?

—¡Maldita sea! ¡Este caso debe ser un verdadero barullo! Exactamente lo mismo le había sucedido a él. Le habían sacado trescientas libras a su mujer. En fin; esto ya era demasiado y decidí hacer algo para evitar que continuaran los raptos. Entonces le escribí a usted.

—Posiblemente, sir Joseph, lo más apropiado y menos costoso hubiera sido avisar a la policía.

Sir Joseph se restregó la nariz.

—¿Es usted casado, señor Poirot? —preguntó.

—No he conocido esa felicidad, por desgracia.

—¡Hum! —refunfuñó el financiero—. Si tuviera la dicha de conocerla, sabría que las mujeres son unos seres muy curiosos. Mi mujer chilló históricamente cuando se mencionó a la policía; se le metió en la cabeza que algo le pasaría a su precioso Shan Tung si yo avisaba a la comisaría. No quiso ni oír hablar de ello… y le puedo asegurar que no le gustó mucho la idea de que le llamáramos a usted. Pero me empeñé en esto último y por fin accedió, aunque a regañadientes.

—Ya me doy cuenta de que la situación es muy delicada —comentó Poirot—. Tal vez sería conveniente que me entrevistara con su señora esposa para conseguir de ella algunos detalles más y, al mismo tiempo, tranquilizarla acerca de la futura seguridad de su perro.

Sir Joseph asintió y se levantó.

—Le llevaré en mi coche ahora mismo —dijo.

2

En un salón de grandes proporciones, profusa decoración y atmósfera caldeada, se hallaban sentadas dos mujeres.

Cuando entraron sir Joseph y Hércules Poirot, un perrito pequinés corrió hacia ellos ladrando con furia y dando peligrosas vueltas alrededor de los tobillos del detective.

Shan… Shan…, ven aquí. Ven con tu mamita, cariño… Cójalo, señorita Carnaby.

La otra mujer se apresuró a obedecer y Poirot observó:

—Un verdadero león.

Con la respiración anhelante, la señorita Carnaby cogió en brazos a Shan Tung.

—Sí; desde luego —convino—, es un excelente perro guardián. No teme a nada ni a nadie. Pero es un buen chico.

Después de haber hecho las necesarias presentaciones sir Joseph anunció:

—Bueno; señor Poirot. Le dejo solo para que prosiga el asunto.

Y haciendo una ligera inclinación de cabeza salió de la habitación.

Lady Hoggin era una mujer corpulenta, de aspecto petulante y cabellos teñidos de color rojizo. Su acompañante, la aturdida señorita Carnaby, era rolliza, de apariencia agradable, y su edad podía cifrarse entre los cuarenta y los cincuenta años. Trataba a lady Hoggin con gran deferencia y se veía que le tenía un miedo atroz.

—Y ahora, lady Hoggin —dijo Poirot—, cuénteme todas las circunstancias de este abominable crimen.

La mujer se sonrojó.

—No sabe cuánto me alegro de oírle decir eso, señor Poirot. Porque fue un crimen. Los pequineses son terriblemente sensitivos… tan sensitivos como los niños. El pobrecito Shan Tung pudo morir de miedo o de cualquier otra cosa peor.

La señorita Carnaby se apresuró a subrayar tal afirmación.

—Sí; fue una cosa inicua… inicua.

—Por favor, cuénteme lo que sucedió.

—Pues verá. Shan Tung salió a dar un paseo por el parque con la señorita Carnaby.

—¡Ay pobre de mí! Sí; yo tuve la culpa —prorrumpió la aludida—. ¿Cómo pude ser tan estúpida… tan descuidada?

Lady Hoggin comentó con acidez:

—No quiero hacerle ningún reproche, señorita Carnaby, pero creo que debió tener más cuidado.

—¿Qué ocurrió?

La señorita Carnaby empezó a hablar volublemente y con cierto aturdimiento:

—¡Fue una cosa extraordinaria! Estuvimos dando un paseo. Shan Tung iba atado con la correa, pues ya había dado su carrerita por el césped. Estaba ya a punto de dar la vuelta para regresar a casa cuando me llamó la atención un bebé que tomaba el sol en un cochecito… una preciosidad de criatura… Me sonrió… tenía unas mejillas sonrosaditas y unos rizos adorables. No pude resistir la tentación de hablar con su niñera y preguntarle qué edad tenía el bebé… «Diecisiete meses», me dijo. Y estoy segura de que llevaba tan sólo un minuto o dos hablando con ella, cuando de pronto miré a mi alrededor y no vi a Shan. Habían cortado la correa…

—De haber prestado más atención, nadie hubiera podido cortar la correa a hurtadillas —dijo lady Hoggin.

La señorita Carnaby pareció a punto de echarse a llorar.

—¿Y qué ocurrió luego? —preguntó Poirot.

—Miré por todos lados, como es natural. Pregunté al guardia si había visto a un hombre con un perrito pequinés en brazos, pero me dijo que no se había fijado… No supe qué hacer… Seguí buscando, pero al fin no tuve más remedio que volver a casa…

La señorita Carnaby calló y Poirot no tuvo ninguna dificultad en imaginar la escena que seguiría.

—¿Y luego se recibió la carta? —preguntó.

Lady Hoggin prosiguió la relación.

—En el primer correo de la mañana siguiente. Decía que si yo quería vivo a Shan Tung debía enviar doscientas libras, en billetes de una libra, por paquete sin certificar, a nombre del capitán Curtis, 3, Bloomsbury Road Square. Añadía que si marcaba el dinero o avisaba a la policía le… le cortarían las orejas y el rabo a Shan Tung.

La señorita Carnaby empezó a lloriquear.

—¡Qué horrible! —murmuró—. ¿Cómo puede haber gente tan mala?

Lady Hoggin continuó:

—Decía también que si mandaba el dinero en seguida me devolverían aquella misma noche a Shan Tung sano y salvo; pero que si luego avisaba a la policía, Shan Tung pagaría las consecuencias.

La señorita Carnaby murmuró otra vez entre sollozos:

—¡Oh, Dios mío! Me temo que ahora… aunque, desde luego, el señor Poirot no pertenece a la policía…

Lady Hoggin observó con ansiedad:

—Ya comprenderá, señor Poirot, que debe usted proceder con mucho cuidado.

El detective se apresuró a calmar su ansiedad.

—Yo no pertenezco a la policía, como ha dicho la señorita Carnaby. Llevaré a cabo las indagaciones de una forma muy discreta. Puede tener usted la seguridad, lady Hoggin, de que Shan Tung estará completamente seguro. Se lo garantizo.

Ambas mujeres parecieron aliviadas de un gran peso al oír esto último y Poirot prosiguió:

—¿Conserva la carta?

—No. Me dijeron que la enviara junto con el dinero.

—¿Y lo hizo así?

—Sí.

—¡Hum…! Es una lástima.

La señorita Carnaby observó con viveza:

—Pero yo guardo la correa del perro. ¿Puedo ir por ella?

La mujer salió de la habitación y Hércules Poirot aprovechó su ausencia para formular unas cuantas preguntas acerca de ella.

—¿Amy Carnaby? ¡Oh, es de completa confianza! Una buena persona, aunque algo simple. He tenido varias señoritas de compañía y todas ellas han sido completamente tontas. Pero Amy está muy encariñada con Shan Tung y se disgustó terriblemente cuando se lo quitaron… ¡y qué otra cosa podía hacer, si se preocupó por un bebé y descuidó a mi corazoncito! No; estoy completamente segura de que ella no tiene nada que ver con esto.

—Así parece —convino Poirot—. Pero como el perro desapareció estando con ella, debemos asegurarnos de su honradez. ¿Hace mucho tiempo que está al servicio de usted?

—Cerca de un año. Tengo excelentes referencias de ella. Estuvo con lady Hartingfield hasta que ésta murió… durante diez años, según creo. Después cuidó por algún tiempo de una hermana inválida que tiene. En realidad, es una persona excelente… pero como le dije, completamente tonta.

En aquel momento volvió Amy Carnaby, un poco más sofocada, llevando en la mano la correa del perro. La entregó solemnemente a Poirot mientras le dirigía una mirada llena de esperanza.

El detective examinó cuidadosamente la correa.

Mais oui —dijo—. No hay duda de que la cortaron.

Las dos mujeres seguían sus movimientos con expectación.

—Me la guardaré —anunció por fin Poirot.

Y se la guardó en un bolsillo con gran ceremonia. Ambas mujeres dieron un suspiro de alivio. El detective había hecho lo que esperaban de él.

3

Hércules Poirot tenía la costumbre de no dejar nada sin comprobar…

Aunque, por lo visto, no parecía posible que la señorita Carnaby fuera otra cosa más que la mujer atontada y algo estúpida que aparentaba ser, Poirot se las arregló para entrevistarse con una encopetada señora, sobrina de la difunta lady Hartingfield.

—¿Amy Carnaby, dice usted? —preguntó la señorita Hartingfield—. Desde luego, la recuerdo perfectamente. Era una buena persona y hacía muy buenas migas con tía Julia. Muy aficionada a los perros y una excelente lectora. Tenía también mucho tacto y nunca contrariaba a un enfermo. ¿Qué le ha ocurrido? Espero que no se encontrará en ningún apuro. Hace cosa de un año facilité informes de ella a una señora cuyo nombre empezaba por H…

Poirot explicó apresuradamente que la señorita Carnaby seguía todavía en su empleo. Sólo se trataba, dijo, de un pequeño incidente ocasionado por un perro que se extravió.

—A la señorita Carnaby le gustan muchos los perros. Mi tía tenía un pequinés. Se lo dejó a ella cuando murió y Amy estaba loca por él. Creo que se llevó un disgusto terrible cuando el perrito se le murió. Sí; es una buena persona, aunque no precisamente una intelectual.

Hércules Poirot convino en que la señorita Carnaby tal vez no pudiera ser descrita de tal forma.

Su siguiente gestión fue localizar al guarda del parque que habló con la señorita Carnaby la tarde de autos. No le costó mucho lograrlo. El hombre recordaba el incidente.

—Una mujer de mediana edad, algo corpulenta… parecía estar fuera de sí… había perdido a su perrito pequinés. La conozco de vista, pues trae el perrito casi todas las tardes. La vi cuando llegó y lo llevaba consigo. Estaba muy apurada cuando se le perdió. Vino corriendo a buscarme y me preguntó si había visto a alguien llevando un perrito pequinés. ¿Qué le parece? El parque está lleno de perros; de todas clases… terriers, pequineses, alemanes, perro salchicha… hasta borzois… para todos los gustos. ¿Cómo quiere que me fije en un pequinés más que en otro?

Hércules Poirot hizo un pensativo gesto afirmativo con la cabeza.

Luego se dirigió al 3 Bloomsbury Road Square.

Los números 38, 39 y 40, correspondían conjuntamente al «Balaclava Private Hotel». Poirot subió los peldaños y abrió la puerta. En el interior fue recibido por un ambiente lóbrego y un olor a coles cocidas con cierta reminiscencia de arenques ahumados. A la izquierda se veía una mesa de caoba sobre la que descansaba una melancólica maceta de crisantemos. Colgado de la pared, encima de la mesa, un gran casillero recubierto de bayeta, con algunas cartas en sus departamentos. Poirot contempló pensativamente todo aquello durante unos momentos y luego abrió la puerta que había a su derecha. Correspondía a una especie de sala de estar, con mesillas y ciertos mal llamados sillones recubiertos de cretona de dibujo deprimente. Tres señoras ancianas y un viejo caballero de fiero aspecto levantaron la mirada y contemplaron al intruso con expresión de grave reproche. Hércules Poirot enrojeció y volvió a cerrar la puerta.

Recorrió un pasillo hasta llegar al pie de la escalera. A su derecha, otro pasillo que derivaba en ángulo recto del primero conducía a lo que parecía ser el comedor de los huéspedes.

Hacia la mitad de este pasillo había una puerta sobre la que un letrero rezaba: «Oficina».

Poirot llamó con los nudillos y como no recibiera respuesta, abrió y dio una ojeada al interior. Vio una gran mesa cubierta de papeles, pero en la habitación no había nadie. Salió; cerró la puerta de nuevo y entró en el comedor.

Una muchacha de aspecto melancólico, vestida con un delantal sucio, iba de aquí para allí, llevando un cestito con cuchillos y tenedores.

El detective preguntó con timidez:

—Perdone, ¿podría ver a la patrona?

La muchacha lo miró con ojos apagados.

—No lo sé —respondió.

—No hay nadie en la «oficina» —explicó Poirot.

—Pues no le puedo decir dónde estará.

—Tal vez —prosiguió pacientemente el detective— podrá usted encontrarla.

La muchacha lanzó un suspiro. Ya era bastante fatigosa su rutina diaria para que ahora viniera a colocarle esta nueva carga sobre sus deberes.

—Bueno; veré lo que puedo hacer —anunció con triste acento.

Poirot le dio las gracias y salió de nuevo al vestíbulo, sin atreverse a exponer su persona a las malévolas miradas de los que ocupaban la sala de estar. Contemplaba el casillero recubierto de bayeta, cuando el crujido de unas faldas y un fuerte olor a violetas de Devonshire le anunciaron la llegada de la patrona.

La señora Harte era la amabilidad en persona.

—No sabe cuánto siento que no me haya encontrado en la oficina —exclamó—. ¿Desea alquilar alguna habitación?

—No era precisamente lo que quería —murmuró Poirot—. Deseaba saber si residió aquí últimamente un amigo mío. Un tal capitán Curtis.

—Curtis… —repitió la señora Harte—. ¿Capitán Curtis? ¿Dónde he oído yo ese nombre?

Poirot no le ayudó a recordar. La mujer sacudió la cabeza con obstinación.

—Entonces, ¿debo entender que no se ha hospedado aquí el capitán Curtis? —preguntó Poirot.

—Últimamente, no; seguro. Y, sin embargo, el nombre me resulta familiar. ¿Puede describirme a su amigo?

—Eso resultaría un poco difícil —se excusó Poirot—. Supongo que algunas veces recibirán cartas para gente que no vive aquí, ¿verdad?

—Sí, suele ocurrir; desde luego.

—¿Y qué hacen con esas cartas?

—Pues las guardamos durante cierto tiempo. Como comprenderá, puede suceder que la persona en cuestión llegue al poco tiempo de recibirse la carta. Pero si pasado mucho tiempo nadie reclama las cartas o paquetes postales, los devolvemos a la estafeta de Correos.

Poirot hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza.

—Comprendo —dijo—. Lo cierto es que escribí una carta a mi amigo y la dirigí a este hotel.

La cara de la señora Harte se iluminó.

—Ya está todo explicado. Debí ver ese nombre en un sobre. Pero como, en realidad, se hospedan aquí tantos militares retirados, o se quedan por unos pocos días… Déjeme ver.

Registró el casillero.

—No está ahí —dijo Hércules Poirot.

—Supongo que se la habrán devuelto al cartero. Lo siento mucho. Espero que no sería nada importante.

—No, no, no tenía ninguna importancia.

Cuando Poirot se dirigió hacia la puerta, la señora Harte, envuelta en el penetrante olor a violeta lo siguió.

—Si viniera su amigo…

—No es probable. Debí equivocarme…

—Cobramos unos precios muy moderados —dijo la señora Harte—. El café después de la comida está incluido en el precio de la pensión. Me gustaría que viera una de las habitaciones…

Aunque con alguna dificultad, Poirot pudo escapar al fin.

4

El salón de la señora Samuelson era más grande, mucho más profusamente adornado y disfrutaba de una cantidad más sofocante de calefacción central que el de lady Hoggin. Poirot avanzó un poco aturdido entre doradas consolas y grandes grupos escultóricos.

La señora Samuelson era más alta que lady Hoggin y se teñía el cabello con peróxido. El pequinés se llamaba Nanki Poo. Sus ojos saltones miraron a Poirot con arrogancia. La señora Kebler, acompañante de la señora Samuelson, era delgada y macilenta, al contrario que la rolliza señorita Carnaby, pero hablaba tan volublemente como ésta. También había sido inculpada de la desaparición del perro.

—Créame, señor Poirot; fue la cosa más asombrosa del mundo. Todo ocurrió en un segundo, al salir de Harrods. Una nurse me preguntó qué hora era…

—¿Una nurse? ¿Una enfermera?

—No, no… una niñera[1]. Llevaba un bebé precioso. Un chiquitín con unas mejillas sonrosadas… Dicen que los niños de Londres no tienen aspecto saludable, pero estoy segura de que…

—Ellen —atajó la señora Samuelson.

La señorita Kebler se sonrojó, tartamudeó unas palabras y calló. Su señora comentó agriamente:

—Y mientras la señora Kebler se inclinaba sobre el cochecito de un niño que nada tenía que ver con ella, aquel atrevido pícaro cortó la correa de Nanki Poo y se lo llevó.

La señorita Kebler murmuró, llorosa:

—Todo ocurrió en un segundo. Miré a mi alrededor y no vi a Nanki… tan sólo tenía en mi mano la correa cortada. ¿Tal vez le gustaría verla, señor Poirot?

—De ninguna manera —se apresuró a contestar el detective, pues no quería hacer colección de correas cortadas—, parece que poco después recibió usted una carta.

La historia era exactamente la misma. La carta y las amenazas de violencia respecto a las orejas y el rabo de Nanki Poo. Sólo dos cosas eran diferentes: la suma de dinero solicitada, que ascendía a trescientas libras, y la dirección a que debía remitirse. Esta vez era el comandante Blackleigh, en el Harrington Hotel, 76, Clonnel Garden, Kensington.

La señora Samuelson prosiguió:

—Cuando me devolvieron sano y salvo a Nanki Poo, fui yo misma a esa dirección. Después de todo, se trataba de trescientas libras.

—Naturalmente.

—La primera cosa que vi fue el sobre en que había enviado el dinero, metido en una especie de casillero que había en el vestíbulo. Mientras esperaba a que acudiera la propietaria me guardé el sobre en el bolsillo. Pero por desgracia…

—Por desgracia —terminó Poirot—, cuando lo abrió vio que sólo contenía unos recortes de papel.

—¿Cómo lo sabe? —La señora Samuelson se volvió espantada hacia él.

Poirot se encogió de hombros.

—Como es natural, chére madame, el ladrón se cuidó de recoger el dinero antes de devolver el perro. Reemplazó los billetes por trozos de papel y repuso el sobre en el casillero para que no advirtieran su falta.

—Allí no se había hospedado nunca nadie que se llamara comandante Blackleigh.

El detective sonrió.

—Desde luego, mi marido se incomodó muchísimo al saberlo. A decir verdad, estaba fuera de sí… completamente fuera de sí.

—¿No se puso usted… ejem… completamente de acuerdo con él, antes de mandar el dinero?

—Claro que no —contestó con decisión la señora Samuelson.

Poirot la miró con expresión inquisitiva y ella explicó:

—No me atreví. Los hombres son muy especiales cuando se trata de dinero. Jacob hubiera insistido en acudir a la policía y yo no podía arriesgarme a ello. Tal vez le hubiera ocurrido algo a mi pequeñito Nanki Poo. Como es lógico, cuando todo hubo pasado tuve que decírselo a mi marido, porque debía explicar las causas de que hubiera puesto en descubierto mi cuenta corriente.

—Eso es…, eso es… —comentó Poirot.

—Nunca lo vi tan furioso. Los hombres —dijo la señora Samuelson, mientras se ajustaba un elegante brazalete de diamantes y daba vuelta a las sortijas que llevaba en los dedos— no piensan en otra cosa más que en el dinero.

5

Hércules Poirot subió en el ascensor hasta las oficinas de sir Joseph Hoggin. Entregó su tarjeta y le anunciaron que sir Joseph estaba ocupado en aquel momento, pero que le recibiría tan pronto le fuera posible. Al cabo de un rato, una arrogante rubia salió del despacho de sir Joseph, llevando en la mano gran cantidad de papeles. Al pasar dirigió una mirada desdeñosa al estrambótico hombrecillo que esperaba.

Sir Joseph estaba sentado tras una inmensa mesa de caoba. En la barbilla tenía una mancha de carmín.

—Bien, señor Poirot. Siéntese. ¿Tiene algo nuevo que contarme?

El detective contestó:

—El asunto en sí es de una simplicidad encantadora. En cada uno de los casos, el dinero se envió a una de esas pensiones u hoteles privados en los que no hay portero ni encargado de recepción y donde gran cantidad de huéspedes entran y salen continuamente, incluyendo entre ellos un buen porcentaje de militares retirados. Resulta, pues, facilísimo para cualquiera, entrar en el vestíbulo, o retirar una carta del casillero. Luego, o bien puede llevársela, o puede sacar el dinero y reemplazarlo por recortes de periódicos. Por lo tanto, en todas las ocasiones, nos encontramos con que la pista termina en un callejón sin salida.

—¿Quiere usted decir que no tiene idea de quién lo hizo?

—Tengo algunos proyectos; mas harán falta unos pocos días para llevarlos a la práctica.

Sir Joseph lo miró con curiosidad.

—Buen trabajo. Entonces, cuando tenga que informarme de alguna cosa…

—Iré a su casa.

—Si llega usted al fondo de este asunto, habrá llevado a cabo un excelente trabajo —opinó sir Joseph.

—No tiene por qué preocuparse; no fracasaré. Hércules Poirot nunca falla.

Sir Joseph Hoggin miró fijamente al hombrecillo.

—Tiene usted mucha confianza en sí mismo, ¿verdad? —preguntó.

—Enteramente, y con razón.

—Bien —sir Joseph se recostó en su sillón—: Ya sabe que antes de la caída siempre está orgulloso uno de lo bien que sabe andar.

6

Hércules Poirot, sentado frente a la estufa eléctrica, que le producía una plácida satisfacción por su diseño geométrico, daba instrucciones a su criado y factótum.

—¿Has entendido, George?

—Perfectamente, señor.

—Lo más probable será un piso o departamento pequeño. Debe encontrarse dentro de un aérea limitada. Al sur del parque, al este de la iglesia de Kesington, al oeste de los cuarteles de Knightsbridge y al norte de Fullham Road.

—Comprendido, señor.

Poirot observó:

—Es un caso curioso. Demuestra que hemos topado con un verdadero talento para la organización. Y tenemos, además, la sorprendente invisibilidad del actor principal… el propia león de Nemea, si puedo llamarlo así. Un caso muy interesante. Desearía que mi cliente me fuera más atractivo, pero, por desgracia, se parece a un fabricante de jabón, de Lieja, que envenenó a su esposa para poder casarse con una secretaria rubia que tenía. Fue uno de mis primeros éxitos.

George sacudió la cabeza y dijo gravemente:

—Esa rubias, señor, son responsables de una gran cantidad de disgustos.

7

Tres días después, el inapreciable George anunció:

—Ésta son las señas, señor.

Hércules Poirot cogió el trozo de papel.

—Excelente, George. ¿Y qué día de la semana?

—Los jueves, señor.

—Los jueves. Hoy, por fortuna, es jueves. Por lo tanto, no necesitamos esperar.

Veinte minutos después, el detective subía las escaleras de un humilde bloque de viviendas situada en una calleja que derivaba de una vía más transitada. El número 10 de Rosholm Mansions estaba en el tercer piso, que era el último; y no había ascensor. Poirot subía trabajosamente la angosta escalera de caracol.

Se detuvo para recobrar el aliento en el último descansillo. Por debajo de la puerta del número 10 salió un ruido que vino a romper el silencio. El agudo ladrido de un perro.

Poirot hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió ligeramente. Oprimió el botón del timbre.

Los ladridos crecieron en intensidad. Se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban y se abrió la puerta…

La señorita Carnaby dio un paso atrás llevándose una mano al amplio pecho.

—¿Me permite que entre? —preguntó Hércules Poirot.

Y sin aguardar la respuesta pasó adelante.

A su derecha vio abierta la puerta de un saloncito y entró por ella. La señora Carnaby, como si anduviera en sueños, siguió al detective.

La habitación era pequeña y estaba atestada de chismes. Entre ellos se veía un ser humano; una mujer anciana tendida en un sofá, cerca de la estufa de gas. Cuando entró Poirot, un perrito pequinés saltó del sofá y avanzó lanzando unos cuantos ladridos recelosos.

—¡Ajá! —dijo Poirot—. ¡Éste es el primer actor! ¿Cómo estás, amiguito?

Se inclinó y extendió la mano. El perro la olfateó mientras sus inteligentes ojos no se apartaban de la cara del recién llegado.

La señora Carnaby murmuró desmayadamente:

—¿Lo sabe todo, entonces?

Hércules Poirot, asintió.

—Sí, lo sé —miró a la mujer del sofá—. Su hermana, ¿verdad?

La señorita Carnaby contestó mecánicamente:

—Sí, Emily… éste es el señor Poirot.

Emily Carnaby dio un respingo y exclamó:

—¡Oh!

—¡Augusto! —llamó su hermana.

El pequinés la miró, movió la cola y luego resumió su escrutinio de la mano de Poirot. De nuevo meneó la cola ligeramente.

Poirot cogió al perro con suavidad, tomó asiento y puso a Augusto sobre sus rodillas.

—Ya he capturado al león de Nemea. He llevado a cabo mi tarea.

Amy Carnaby preguntó con voz seca y dura:

—¿Lo sabe usted todo, en realidad?

Poirot asintió otra vez.

—Así lo creo. Usted organizó este negocio, contando con la ayuda de Augusto. Salió con el perrito de su señora a dar el acostumbrado paseo, lo trajo aquí y luego se dirigió al parque, pero llevándose a Augusto. El guarda la vio acompañada de un pequinés, como siempre, y la niñera, si alguna vez damos con ella, asegurará que cuando usted le habló llevaba consigo un perro de tal raza. Pero mientras conversaba con la niñera cortó usted la correa y Augusto, perfectamente adiestrado, escapó sin esperar un momento y vino directamente a casa. Pocos minutos después dio usted la alarma diciendo que le habían robado el perro.

Hubo una gran pausa. La señorita Carnaby se enderezó orgullosa y con cierta patética dignidad.

—Sí —dijo—. Ocurrió todo de esa forma. Y yo… no tengo nada más que decir.

La mujer que se hallaba tendida en el sofá empezó a llorar suavemente.

—¿Nada en absoluto, señorita? ¿Está segura? —preguntó Poirot.

—Nada —replicó la señorita Carnaby—. He sido una ladrona… y me han descubierto.

El detective murmuró:

—¿No tiene usted nada que decir… en su propia defensa?

Una mancha encarnada se extendió de pronto por las pálidas mejillas de la señorita Carnaby.

—No… no me pesa lo que hice. Estoy segura de que es usted un hombre bondadoso, señor Poirot, y que tal vez me comprenderá. Sepa usted que he tenido una gran preocupación.

—¿Preocupación?

—Sí. Supongo que será difícil de entender para un caballero. No soy una mujer inteligente, ni poseo preparación adecuada para desempeñar otro oficio que el que tengo actualmente. Además, me estoy haciendo vieja y el porvenir me aterra. No he sido capaz de ahorrar nada…, ¿y cómo podía hacerlo si tenía que cuidar de Emily? Y a medida que tenga más edad seré más incompetente y no habrá nadie que necesite mis servicios. Quieren gente joven y activa. Conozco a muchas que se encuentran en mi situación. Cuando nadie te necesita tienes que vivir en un cuarto miserable, sin fuego y con no mucho para comer; hasta que por fin ni siquiera puedes pagar el alquiler… Existen asilos, desde luego, pero no resulta fácil entrar en ellos si no se tienen amigos influyentes; y yo no los tengo. Hay muchísimas mujeres como yo; pobres seres inútiles, sin nada más en perspectiva que un miedo mortal a la vejez…

Su voz tembló.

—Así fue como —continuó hablando— algunas de nosotras nos unimos… y lo planeé todo. En realidad fue Augusto quien me lo sugirió. Ya sabe usted que para mucha gente un pequinés es exactamente como otro. Tal como creemos que son los chinos. Aunque, desde luego, es ridículo pensar una cosa así. Cualquiera que entienda algo de perros no confundirá a Augusto con Nanki Poo, con Shan Tung y con otro pequinés. Augusto es mucho más inteligente y más fino; pero, como le dije, para la mayoría de la gente, un pequinés no se diferencia de otro. Augusto me dio la idea… Contando también con el hecho de que la casi totalidad de las señoras adineradas tienen perros pequineses.

Poirot sonrió.

—Ha debido ser un sustancioso… negocio —dijo—. ¿Cuántas componen la banda? ¿O tal vez sería mejor preguntarle si han llevado a efecto con éxito estas operaciones frecuentemente?

La señorita Carnaby contestó:

Shan Tung hizo el número diecisiete.

El detective levantó las cejas.

—Le felicito. Su organización tuvo que ser excelente.

Emily Carnaby intervino.

—Amy fue siempre una gran organizadora. Nuestro padre, que fue vicario de Kellington, en Essex, no se cansaba de repetir que Amy era un verdadero genio planeando cosas. Ella se encargaba en todas las ocasiones de los preparativos para las fiestas y tómbolas de caridad.

Poirot hizo una pequeña reverencia y dijo:

—De acuerdo. Como delincuente, señorita, es usted de las mejores.

Amy Carnaby exclamó:

—¡Yo una delincuente! ¡Dios mío, eso es lo que soy…! Aunque nunca tuve la impresión de serlo.

—¿Qué sintió, entonces?

—Tiene usted mucha razón. Infringía la ley. Pero, compréndame… ¿cómo se lo explicaría? Casi todas esas mujeres que utilizan nuestros servicios son groseras y desagradables. Lady Hoggin, por ejemplo, nunca mide el alcance de las palabras que me dirige. El otro día dijo que el tónico que suele tomar tenía un gusto raro y prácticamente me acusó de haber estado manipulando con él. Y más cosas por el estilo —la señora Carnaby enrojeció—. Todo ello es realmente desagradable. Y lo que más enfurece es el no poder decir nada ni contestar como se merece. Supongo que me comprenderá.

—La comprendo a la perfección —contestó Poirot.

—Y ver cómo malgastan el dinero… es irritante. Sir Joseph nos relata a veces los coups que da en la City… cosas que en la mayor parte de las ocasiones me parecen francamente deshonestas, si bien he de reconocer que mi cabeza no comprende los misterios de las finanzas. Pues bien, señor Poirot, todo esto me trastornaba y creí que si le quitaba un poco de dinero a esta gente, la cual, al fin y al cabo, había tenido pocos escrúpulos en conseguirlo, no iba a perjudicarse por la pérdida… En resumen, creí que aquello no estaría mal.

—Un moderno Robin Hood —comentó Poirot—. Dígame, señorita Carnaby, ¿hubiera usted llevado a cabo alguna vez las amenazas que intercalaba en sus cartas?

—¿Amenazas?

—¿Hubiera llegado a mutilar a los animales en la forma que detallaba?

La señorita Carnaby lo miró con horror.

—Claro que no. ¡Nunca hubiera hecho una cosa así! Eso era tan sólo… un toque artístico.

—Muy artístico. Dio buen resultado.

—Ya sabía yo que lo daría. En mi fuero interno imaginaba lo que yo sentiría si fuera Augusto el amenazado y, por otra parte quería estar segura de que las interesadas no dirían nada a sus maridos hasta que hubiera pasado todo. El plan dio un magnífico resultado en todas las ocasiones. En el noventa por ciento de los casos, las señoras de compañía se encargaban de depositar la carta en Correos. Pero antes abríamos los sobres utilizando el vapor; sacábamos los billetes y los reemplazábamos con recortes de papel. En una o dos ocasiones, las propias señoras se encargaron de echar las cartas en el buzón. Entonces, como es natural, tuvimos que ir hasta el hotel a que iban dirigidas y cogerlas del casillero. Pero eso no presentaba muchas dificultades.

—¿Y la cuestión de la niñera? ¿Hubo tal niñera en todos los casos?

—Pues verá usted, señor Poirot. De todos es sabido que las viejas se vuelven locas por los bebés. Por lo tanto, era completamente natural que al quedar absortas por uno de ellos no se dieran cuenta de lo que sucedía a su alrededor.

Hércules Poirot suspiró.

—Su psicología es excelente —dijo—. La organización irreprochable y, además, es usted una magnífica actriz. Su actuación del otro día, cuando me entrevisté con lady Hoggin, no tuvo el menor fallo. No se menosprecie nunca a sí misma, señorita Carnaby. Puede ser usted lo que llamamos una mujer inexperta; pero no hay nada que falle en su cerebro, ni se puede dudar de su valor.

Amy Carnaby sonrió con desgana.

—Y no obstante, he sido descubierta, señor Poirot.

—Sólo por mí. ¡Eso era inevitable! Después de la entrevista que sostuve con la señora Samuelson, me di cuenta de que el secuestro de Shan Tung constituía uno de los eslabones de una cadena. Ya me había enterado de que había heredado usted un perro pequinés y que tenía una hermana inválida. Sólo tuve que rogar a mi insustituible criado que buscara un pisito, dentro de un radio determinado, ocupado por una señora inválida que tuviera un pequinés y una hermana que la visitara una vez a la semana en su día libre. Fue muy sencillo.

Amy Carnaby se irguió.

—Ha sido usted muy amable —dijo—. Ello me anima a pedirle un favor. Ya sé que no puedo eludir el castigo que merezco por lo que he hecho. Supongo que me enviarán a la cárcel. Pero si puede, señor Poirot, evite que se haga mucha publicidad sobre el caso. Sería penoso para Emily… y para los pocos que nos conocieron en otros tiempos. Me imagino que podré entrar en la prisión con nombre falso. ¿Cree usted que sería contraproducente solicitar una cosa así?

—Me parece que podré hacer algo mejor que eso —contestó Poirot—. Pero antes que nada, quiero dejar bien sentada una cosa. Este negocio debe terminar. No deben desaparecer más perros. ¡Se acabó!

—Sí, sí, desde luego.

—Y tiene que devolver el dinero que consiguió de lady Hoggin.

Amy Carnaby cruzó la habitación, abrió un cajón de una cómoda y volvió, llevando en la mano un puñado de billetes envueltos que dio a Poirot. El detective cogió el dinero y lo contó. Luego se levantó.

—Posiblemente, señorita Carnaby, conseguiré convencer a sir Joseph para que no presente ninguna demanda.

—¡Oh, señor Poirot!

Amy Carnaby juntó las manos; su hermana dio un grito de júbilo y Augusto, por no ser menos, ladró y movió la cola como gratitud hacia el detective.

—Y en cuanto a ti, amigo mío —dijo Poirot, dirigiéndose al perro—, desearía me pudieras dar una de tus cualidades. Tu manto de invisibilidad. En todos esos casos nadie sospechó que había un segundo perro complicado. Augusto posee la piel del león que lo hace invisible.

—Desde luego, señor Poirot. De acuerdo con lo que dice la leyenda, los pequineses fueron leones en tiempos pasados. ¡Y todavía conservan el corazón del rey de los animales!

—Supongo que Augusto será el perro que le legó lady Hartingfield y que, según me dijeron, había muerto. ¿No la preocupó nunca el dejar que viniera solo a casa, a través del tránsito callejero?

—No, señor, Poirot. Augusto sabe muy bien lo que hacer. Lo adiestré cuidadosamente para ello. Hasta sabe cuáles son las calles de dirección única.

—En ese caso —opinó Hércules Poirot—, es superior a muchos seres humanos.

8

Sir Joseph recibió a Poirot en el despacho de su casa.

—Bien, señor Poirot —dijo—. ¿Consiguió llevar a cabo su bravata?

—Permítame que antes le formule una pregunta —replicó el detective mientras tomaba asiento—. Sé quién es el delincuente y estimo posible presentar pruebas suficientes para que le condenen. Pero en ese caso, dudo de que pueda usted recobrar nunca su dinero.

La cara de sir Joseph tomó un tinte violáceo.

—Pero yo no soy un policía —prosiguió Poirot—. Actúo en este caso meramente para defender los derechos de usted. Creo que podré recobrar intacto su dinero si no presenta demanda alguna.

—¿Eh? —dijo sir Joseph—. Eso necesita que se piense un poco.

—Usted es el que ha de decidir. Hablando en términos estrictos, supongo que debería denunciar el caso por bien del interés público. Mucha gente le aconsejaría lo mismo.

—Eso creo yo —contestó secamente el financiero—. Al fin y al cabo no sería su dinero el que se volatilizaría. Si hay alguna cosa que yo aborrezco, es que me estafen. Nadie lo hizo sin que pagara las consecuencias.

Sir Joseph dio un enérgico puñetazo sobre la mesa.

—Bien. ¿Qué decide entonces?

—¡Quiero la «pasta»! Nadie se ha jactado de haberse quedado con doscientas libras de mi propiedad.

Hércules Poirot se levantó, fue hacia la mesa y extendió un cheque por doscientas libras que luego entregó a su interlocutor.

—¡Maldita sea! ¿Quién diablos es el culpable? —preguntó sir Joseph.

—Si acepta el dinero no debe hacer preguntas —replicó Poirot.

El financiero dobló el cheque y lo guardó en su bolsillo.

—Es una lástima. Pero aquí de lo que se trata es del dinero. ¿Y cuánto le debo a usted, señor Poirot?

—Mis honorarios no van a ser muy elevados. Como ya le dije, este asunto carecía de toda importancia —hizo una pausa y luego prosiguió:

—Casi todos los casos de que me encargo ahora son asesinatos…

Sir Joseph se sobresaltó ligeramente.

—¿Y son interesantes? —preguntó.

—Algunas veces. Es curioso; me recuerda usted uno de mis primeros casos, en Bélgica, hace muchos años… El personaje protagonista se le parecía mucho a usted. Era un rico fabricante de jabón. Envenenó a su esposa para poder casarse con su secretaria. Sí; el parecido es extraordinario…

Un débil sonido salió de los labios de sir Joseph, que había tomado un extraño color azulado. El tono rojizo de sus mejillas desapareció. Miró a Poirot con ojos que parecían salirse de las órbitas. Dio la impresión de encogerse en el sillón donde se sentaba.

Después, con mano trémula, registró su bolsillo; sacó el cheque que extendiera Poirot y lo rompió en pedazos.

—El asunto queda zanjado, ¿entiende? Considere esto como sus honorarios.

—Pero, sir Joseph; mis honorarios no hubieran sido tan considerables.

—Está bien. Guárdeselos.

—Los invertiré en una obra de caridad.

—Haga con ellos lo que le dé la real gana.

Poirot se inclinó hacia delante y advirtió:

—Estimo muy conveniente indicarle, sir Joseph, que, dada su actual posición, deberá tener usted un cuidado extraordinario con lo que hace.

La voz del financiero era casi inaudible al contestar:

—No se preocupe. Tendré mucho cuidado.

Hércules Poirot salió de la casa y cuando llegó a la acera, comentó para sí mismo:

—Por lo tanto… estaba yo en lo cierto.

9

Lady Hoggin dijo a su marido:

—Es extraño; este tónico tiene un sabor completamente diferente. Ya no sabe tan amargo como antes. ¿Por qué será?

Su marido rezongó:

—Cosas de los farmacéuticos. Son unos descuidados. Cada vez hacen las cosas diferentes.

—Eso debe de ser —replicó ella dubitativamente.

—Claro que es eso. ¿Qué podía ser, si no?

—¿Averiguó algo es hombre acerca del rapto de Shan Tung?

—Sí. Ha conseguido recuperar el dinero.

—¿Quién fue?

—No me lo dijo. Hércules Poirot es un tipo muy reservado. Pero no tienes por qué preocuparte.

—Es un hombre curioso, ¿verdad?

Sir Joseph se estremeció y levantó la vista, como si sintiera la invisible presencia de Poirot detrás de su hombro derecho.

—¡Es listo el condenado! —dijo.

Y añadió para sí mismo:

«¡Greta puede irse al diablo! ¡No voy a jugarme el cuello por una rabia platino!».

10

—¡Oh!

Amy Carnaby miró, incrédula, el cheque de doscientas libras.

—¡Emily! ¡Emily! Oye esto —exclamó.

«Apreciada señorita Carnaby:

Permítame ofrecerle una pequeña aportación a su meritoria colecta, antes de que quede cerrada definitivamente.

Suyo afectuosamente,

Hércules Poirot».

—Amy —dijo su hermana—. Has tenido una suerte inaudita. Piensa dónde podrías estar a estas horas.

—En “Wormwood Scrubbs…, ¿o en Holloway? —murmuró Amy—. Pero ya pasó todo…, ¿no es verdad, Augusto? Se acabaron los paseos por el parque con tu amita, o sus amigas, y unas pequeñas tijeras.

Lanzó un suspiro.

—¡Mi pequeño Augusto! Qué lástima. Con lo listo que es… Aprende cualquier cosa.