Capítulo 14

Quiera Dios que nunca vuelvan a pisar este suelo

Mucho menos espectacular que Hattina, y menos creativa en el aspecto militar, Ain Yalut se presenta, sin embargo, como una de las batallas más decisivas de la Historia. Va a permitir a los musulmanes no sólo librarse del aniquilamiento sino también volver a conquistar todas las tierras que los mogoles les habían arrebatado. Pronto van a convertirse al Islam los propios descendientes de Hulagu, que están instalados en Persia, para así asentar mejor su autoridad.

A corto plazo, la reacción mameluca va a provocar una serie de arreglos de cuentas con todos los que han apoyado al invasor. El susto había sido demasiado grande. A partir de ahora, ya no se pensará siquiera en conceder tregua alguna al enemigo, sea frany o tártaro.

Tras haber recuperado Alepo a principios de octubre de 1260 y haber rechazado sin dificultad una contraofensiva de Hulagu, los mamelucos piensan en organizar incursiones de castigo contra Bohemundo de Antioquía y Hetum de Armenia, principales aliados de los mogoles. Pero estalla una lucha por el poder dentro del ejército egipcio: a Baybars le agradaría establecerse en Alepo como gobernador semiindependiente; Qutuz, que teme las ambiciones de su lugarteniente, se niega a ello, no quiere que en Siria haya un poder que le haga la competencia. Para acabar de raíz con ese conflicto, el sultán reúne a su ejército y vuelve a Egipto. Cuando está a tres días de marcha de El Cairo, les concede a sus soldados un día de descanso, el 23 de octubre, y decide entregarse personalmente a su deporte favorito, cazar liebres, en compañía de los principales jefes del ejército. Por cierto, que tiene buen cuidado de que lo acompañe Baybars por temor a que este último aproveche su ausencia para fomentar una rebelión. La pequeña tropa se aleja del campamento al despuntar el día. Al cabo de dos horas se para para descansar un poco. Un emir se acerca a Qutuz y le toma la mano como si fuera a besársela. En el mismo momento, Baybars desenvaina la espada y se la clava al sultán por la espalda; éste se desploma. Sin perder un instante, ambos conjurados saltan sobre sus caballos y vuelven al campamento a galope tendido. Se presentan ante el emir Aqtai, un anciano oficial al que todo el ejército respeta de forma unánime, y le anuncian: «Hemos matado a Qutuz». Aqtai, que no parece excesivamente sorprendido, pregunta: «¿Cuál de los dos lo ha matado con sus propias manos?» Baybars no vacila: «¡He sido yo!» El anciano mameluco se le acerca, lo invita a instalarse en la tienda del sultán y se inclina ante él para rendirle homenaje. Pronto todo el ejército aclama al nuevo sultán.

Es evidente que no honra a los mamelucos tal ingratitud hacia el vencedor de Ain Yalut menos de dos meses después de su brillante hazaña. Hay que precisar, sin embargo, en descargo de los oficiales esclavos, que la mayor parte de ellos llevaban muchos años considerando a Baybars como a su verdadero jefe. ¿No ha sido él quién, en 1250, se ha atrevido a herir antes que nadie al ayyubí Turan Shah, expresando así la voluntad de los mamelucos de hacerse personalmente con el poder? ¿No ha tenido un papel decisivo en la victoria contra los mogoles? Tanto por su perspicacia política y por su habilidad militar como por su extraordinario valor físico, se ha impuesto como el primero de los suyos.

El sultán mameluco ha nacido en 1223 y ha comenzado su vida como esclavo en Siria. Su primer dueño, el emir ayyubí de Hama, lo había vendido por superstición ya que su mirada lo intranquilizaba. El joven Baybars era un gigante muy moreno, de voz ronca, con los ojos azul claro y, en el ojo derecho, una gran mancha blanca. Un oficial mameluco compró al futuro sultán y lo incorporó a la guardia de Ayyub donde, gracias a sus cualidades personales y, ante todo, a su total ausencia de escrúpulos, se abrió paso rápidamente hacia la cumbre de la jerarquía.

A finales de octubre de 1260, Baybars entra como vencedor en El Cairo, donde reconocen su autoridad sin dificultad. En las ciudades sirias, en cambio, otros oficiales mamelucos aprovechan la muerte de Qutuz para proclamar su independencia. Pero el sultán, en una campaña relámpago, se apodera de Damasco y de Alepo y vuelve a unificar, bajo su autoridad, las antiguas posesiones ayyubíes. Pronto este oficial sanguinario e inculto prueba que es un gran hombre de Estado, artífice de un auténtico renacimiento del mundo árabe. Bajo su reinado, Egipto y, en menor medida, Siria van a volver a convertirse en centros de irradiación cultural y artística. Baybars, que consagrará su vida a destruir cualquier fortaleza franca capaz de hacerle frente, se muestra, por otra parte, como un gran edificador que va a embellecer El Cairo y a construir por todos sus dominios puentes y carreteras. Restablecerá también un servicio postal de palomas mensajeras o de correos a caballo, aún más eficaz que los de Nur al-Din o de Saladino. Gobernará de forma severa y a veces brutal pero también ilustrada y sin arbitrariedad alguna. Adopta frente a los frany, desde su llegada al poder, una actitud firme tendente a destruir la influencia de éstos. Pero distingue entre los de Acre, a los que quiere sencillamente debilitar, y los de Antioquía, culpables de haber hecho causa común con los invasores mogoles.

Ya a finales de 1261, piensa en organizar una expedición punitiva contra las tierras del príncipe Bohemundo y del rey armenio Hetum, pero tropieza con los tártaros. Hulagu ya no está en condiciones de invadir Siria, pero aún dispone en Persia de fuerzas suficientes como para impedir las represalias contra sus aliados. Baybars decide, prudentemente, esperar una ocasión mejor.

Ésta se presenta en 1265, cuando muere Hulagu. Baybars aprovecha entonces las divisiones que se manifiestan entre los mogoles para invadir primero Galilea y reducir varias plazas fuertes, con la complicidad de parte de la población cristiana local. Luego se dirige bruscamente hacia el norte, penetra en el territorio de Hetum, destruye una a una todas las ciudades y, sobre todo, la capital, Sis, a gran parte de cuya población mata y de donde se lleva a más de cuarenta mil cautivos; el reino armenio no se volverá a recuperar. A principios de 1268, Baybars inicia otra campaña, empieza por atacar los alrededores de Acre, se apodera del castillo de Beaufort y luego, conduciendo su ejército hacia el norte, se presenta el 1 de mayo ante las murallas de Trípoli. Allí se encuentra al señor de la ciudad que es precisamente Bohemundo, también príncipe de Antioquía. Éste, que está al tanto del resentimiento del sultán hacia él, se prepara para un largo asedio, pero Baybars tiene otros proyectos: unos días después sigue su camino hacia el norte para llegar ante Antioquía el 14 de mayo. La mayor de las ciudades francas, que había resistido durante ciento setenta años a todos los soberanos musulmanes, no va a resistir más de cuatro días. Ya el 18 de mayo a última hora de la tarde abren una brecha en la muralla, no lejos de la ciudadela; las tropas de Baybars se diseminan por las calles. Esta conquista no se parece en nada a las de Saladino, toda la población muere o queda reducida a la esclavitud y arrasan por completo la propia ciudad. De la prestigiosa metrópoli sólo quedará un desolado poblachón sembrado de ruinas, que el tiempo enterrará bajo la vegetación.

Bohemundo no se entera de la caída de su ciudad hasta que le llega una carta memorable, que le envía Baybars y que, en realidad, ha redactado el cronista oficial del sultán, el egipcio Ibn Abd-el-Zaher:

Al noble y valeroso caballero Bohemundo, príncipe reducido a simple conde por la toma de Antioquía.

El sarcasmo no se limita a lo anterior:

Cuando nos separamos de ti en Trípoli, nos dirigimos en el acto a Antioquía, donde llegamos el primer día del venerado mes de ramadán. En cuando hubimos llegado, tus tropas salieron para presentarnos combate, pero las vencimos pues, aunque se prestaban ayuda mutua, les faltaba la ayuda de Dios. ¡Lástima que no hayas visto a tus caballeros caídos a los pies de los caballos, tus palacios sometidos al saqueo, tus mujeres vendidas en los barrios de la ciudad y compradas sólo por un dinar que, además, salía de tu propio dinero!

Tras una larga descripción, donde no se le ahorra ningún detalle al destinatario de la misiva, el sultán va al grano y concluye:

Esta carta te alegrará al anunciarte que Dios te ha concedido la gracia de conservarte sano y salvo y de prolongarte la vida, ya que no te encontrabas en Antioquía, pues si hubieras estado allí, ahora estarías muerto, herido o prisionero. Pero quizá Dios te ha salvado sólo para que te sometas y hagas acto de obediencia.

Como hombre razonable y, ante todo, sin otra alternativa, Bohemundo contesta proponiendo una tregua, Baybars la acepta, sabe que el conde, aterrorizado, ya no representa peligro alguno, como tampoco lo representa Hetum, cuyo reino prácticamente ha sido borrado del mapa. En cuanto a los frany de Palestina, también están encantados de conseguir un descanso. El sultán les envía a Acre a su cronista Ibn Abd-el-Zaher para firmar el acuerdo.

Su rey intentaba discutir para obtener las mejores condiciones, pero me mostré inflexible según las indicaciones del sultán. Irritado, el rey de los frany le dijo al intérprete: «¡Dile que mire tras de sí!» Me volví y vi a todo el ejército de los frany en formación de combate. El intérprete añadió: «El rey te dice que no te olvides de la existencia de esa muchedumbre de soldados». Al no contestar yo, el rey le insistió al intérprete. Pregunté entonces: «¿Puedo estar seguro de que conservaré la vida si digo lo que pienso?» «Sí». «Pues bien, decidle al rey que hay menos soldados en su ejército que cautivos francos en las prisiones de El Cairo». El rey estuvo a punto de ahogarse y luego puso fin a la entrevista, pero nos recibió poco después para pactar la tregua.

De hecho, los caballeros francos ya no preocupan a Baybars. Sabe que la inevitable reacción ante la toma de Antioquía no vendrá de ellos sino de sus señores, los reyes de Occidente.

Antes de concluir el año 1268 corren persistentes rumores que anuncian el próximo regreso a Oriente del rey de Francia a la cabeza de un poderoso ejército. El sultán interroga con frecuencia a los mercaderes o a los viajeros. Durante el verano de 1270, llega un mensaje a El Cairo que anuncia que Luis ha desembarcado con seis mil hombres en la playa de Cartago, cerca de Túnez. Sin vacilar, Baybars reúne a los principales emires mamelucos para anunciarles su intención de partir al frente de un poderoso ejército hacia la lejana provincia de África para ayudar a los musulmanes a rechazar esta nueva invasión franca. Sin embargo, unas semanas más tarde le llega al sultán un nuevo mensaje, firmado por al-Mustanzir, emir de Túnez, anunciando que han encontrado muerto al rey de Francia en su campamento y que el ejército se ha vuelto a marchar, no sin haber quedado, en gran parte, diezmado por la guerra o las enfermedades. Una vez descartado este peligro, ha llegado el momento de que Baybars lance una nueva ofensiva contra los frany de Oriente. En marzo de 1271 se apodera del temible «Hosn-al-Akrad», el Krak de los caballeros, que ni el mismo Saladino había podido conquistar nunca.

Durante los años siguientes, los frany y, ante todo, los mogoles dirigidos por Abaga, hijo y sucesor de Hulagu, van a organizar varias incursiones en Siria, pero siempre los rechazarán. Y cuando muere Baybars, envenenado, en julio de 1277, las posesiones francas en Oriente no son más que un rosario de ciudades costeras rodeadas por doquier por el imperio mameluco. Su poderosa red de fortalezas está totalmente desmantelada y la tregua de que disfrutaron en tiempos de los ayyubíes ha concluido definitivamente: su expulsión resulta inevitable.

Sin embargo, no corre prisa. La tregua que ha concedido Baybars, la renueva en 1283 Qalaun, el nuevo sultán mameluco. Éste no manifiesta hostilidad alguna hacia los frany. Declara que está dispuesto a garantizar su presencia y su seguridad en Oriente a condición de que renuncien, cada vez que se produzca una invasión, a desempeñar el papel de auxiliares de los enemigos del Islam. El texto del tratado que le propone al reino de Acre constituye un intento único de este hábil e inteligente administrador para «regularizar» la situación de los frany.

Si un rey franco saliere de Occidente —dice el texto— para venir a atacar las tierras del sultán o de su hijo, el regente del reino y los grandes maestres de Acre tendrían la obligación de informar al sultán dos meses antes de su llegada. Si desembarcare en Oriente cuando hubieran transcurrido estos dos meses, el regente del reino y los grandes maestres de Acre quedarían libres de toda responsabilidad en este asunto.

Si llegare un enemigo de tierras de los mogoles o de otras cualesquiera, aquella de ambas partes que lo supiera antes tendría que avisar a la otra. Si tal enemigo —¡Dios no lo quiera!— marchase contra Siria y las tropas del sultán se retirasen ante él, los dirigentes de Acre podrían entablar conversaciones con este enemigo para salvar a sus súbditos y sus territorios.

La tregua, firmada en mayo de 1283 para diez años, diez meses, diez días y diez horas, abarca a todos los países francos del litoral, es decir, la ciudad de Acre con sus huertos, sus terrenos, sus molinos, sus viñas y las setenta y tres aldeas que de ella dependen; la ciudad de Haifa, sus viñas, sus huertos y las siete aldeas que van unidas a ella… En lo referente a Saida, el castillo y la ciudad, las viñas y el alfoz son de los frany así como las quince aldeas que de ella dependen, con la llanura que las rodea, sus ríos, sus arroyos, sus fuentes, sus huertos, sus molinos, sus canales y sus diques que sirven desde hace mucho para el riego de sus tierras. La enumeración es larga y minuciosa para evitar cualquier litigio. Se ve, sin embargo, que el conjunto del territorio franco es irrisorio: una franja costera larga y estrecha que no se parece en nada a la antigua y temible potencia regional que constituían antaño los frany. Cierto es que los lugares mencionados no representan el conjunto de las posesiones francas. Tiro, que se ha separado del reino de Acre, pacta un acuerdo diferente con Qalaun. Más al norte, ciudades como Trípoli o Lataquia quedan excluidas de la tregua.

Es también el caso de la fortaleza de Marqab que depende de la orden de los Hospitalarios, «al-osbitar». Esos monjes soldados se han puesto de parte de los mogoles e incluso han llegado a combatir a su lado en un nuevo intento de invasión en 1281, cosa que Qalaun está decidido a hacerles pagar. En la primavera de 1285 —nos dice Ibn Abd-el-Zaher—, el sultán preparó en Damasco máquinas de sitio. Hizo venir de Egipto grandes cantidades de flechas y armas de todo tipo que distribuyó entre los emires. También hizo preparar artefactos de hierro y tubos lanzallamas como no existen otros más que en los «majacen» —almacenes— y «dar-al-sinaa», el arsenal del sultán. Enrolaron también a expertos artificieros y rodearon Marqab de un cinturón de catapultas, tres de las cuales eran de tipo «franco» y cuatro de tipo «diablo». El 25 de mayo, las alas de la fortaleza están tan profundamente minadas que los defensores capitulan. Qalaun los autoriza a que se vayan sanos y salvos hacia Trípoli llevándose todos sus efectos personales.

Una vez más los aliados de los mogoles han sufrido un castigo sin que éstos hayan podido intervenir. Aunque hubieran tenido intención de reaccionar, las cinco semanas que duró el asedio habrían sido insuficientes para organizar una expedición desde Persia. Sin embargo, en este año de 1285, los tártaros están más decididos que nunca a reanudar su ofensiva contra los musulmanes. Su nuevo jefe, el ilkán Arghun, nieto de Hulagu, ha asumido como propio el más caro sueño de sus antecesores: realizar una alianza con los occidentales para coger al sultanato mameluco en una tenaza. Se establecen entonces contactos muy regulares entre Tabriz y Roma para organizar una expedición común o, cuando menos, concertada. En 1289, Qalaun presiente el inminente peligro, pero sus agentes no consiguen proporcionarle informaciones concretas. Sobre todo ignora que se les acaba de proponer por escrito al papa y a los principales reyes de Occidente un minucioso plan de ataque, elaborado por Arghun. Se conserva una de estas cartas dirigidas al soberano francés, Felipe IV el Hermoso. El jefe mogol propone en ella comenzar la invasión de Siria en la primera semana de enero de 1291; prevé que Damasco caerá a mediados de febrero y que, poco después, tomarán Jerusalén.

Sin acabar de adivinar lo que se está tramando, Qalaun está cada vez más preocupado. Teme que los invasores del este o del oeste hallen en las ciudades francas una cabeza de puente que facilite su penetración. Pero aunque está convencido de que la presencia de los frany constituye una permanente amenaza para la seguridad del mundo musulmán, se niega a mezclar a los habitantes de Acre con los de la mitad norte de Siria, que se han mostrado abiertamente favorables al invasor mogol. Sea como fuere, el sultán, que es hombre de palabra, no puede atacar Acre, protegida por el tratado de paz durante cinco años, así que decide atacar Trípoli. Su poderoso ejército se reúne en marzo de 1289 ante las murallas de la ciudad que el hijo de Saint-Gilles conquistara ciento ochenta años antes.

Entre las decenas de miles de combatientes del ejército musulmán se halla Abul-Fida, un joven emir de dieciséis años. Es descendiente de la dinastía ayyubí, pero se ha convertido en vasallo de los mamelucos y reinará unos años después en la pequeña ciudad de Hama donde dedicará la mayor parte del tiempo a leer y a escribir. Resulta interesante, ante todo, la obra de este historiador, que es también geógrafo y poeta, por el relato que nos ofrece de los últimos años de la presencia franca en Oriente, puesto que Abul-Fida se halla presente, con la mirada atenta y con la espada desenvainada, en todos los campos de batalla.

El mar —comenta— rodea la ciudad de Trípoli y, por tierra, sólo se la puede atacar por el lado este, a través de un paso estrecho. Tras haberla sitiado, el sultán puso frente a ella gran número de catapultas de todos los tamaños y le impuso un riguroso bloqueo.

Tras un mes largo de combates, la ciudad cae, el 27 de abril, en manos de Qalaun.

Las tropas musulmanas penetraron por la fuerza —añade Abul-Fida que en modo alguno intenta disimular la verdad—. La población se retiró hacia el puerto. Allí, algunos escaparon en barco, pero la mayoría de los hombres murieron; capturaron a las mujeres y a los niños y los musulmanes recogieron un inmenso botín.

Cuando los invasores hubieron acabado de matar y saquear, se derruyó la ciudad por orden del sultán y se arrasaron sus cimientos.

A poca distancia de Trípoli había, en medio del mar, un islote con una iglesia. Después de la toma de la ciudad, muchos frany se refugiaron allí con sus familias. Pero las tropas musulmanas se arrojaron al mar, llegaron a nado hasta aquel islote, mataron a todos los hombres que se habían refugiado en él y se llevaron a las mujeres y a los niños con el botín. Después de la carnicería, fui yo a la isla con una barca, pero no pude permanecer allí, tan fuerte era el hedor de los cadáveres.

El joven ayyubí, convencido de la grandeza y de la magnanimidad de sus antepasados, no puede por menos de escandalizarse de esas matanzas inútiles, pero sabe que los tiempos han cambiado.

Es curioso que la expulsión de los frany transcurra en un clima que recuerda al que había caracterizado su llegada, casi dos siglos antes. Las matanzas de Antioquía de 1268 parecen una repetición de las de 1098 y el ensañamiento con Trípoli lo van a presentar los historiadores árabes de los siglos siguientes como una tardía respuesta a la destrucción, en 1109, de la ciudad de los Banu Animar. Sin embargo, será en la batalla de Acre, la última gran batalla de las guerras francas, donde la revancha se convertirá realmente en el tema dominante de la propaganda mameluca.

Inmediatamente después de la victoria, los oficiales de Qalaun empezarán a acosarlo. Ya está claro, afirman, que ninguna ciudad franca puede resistir al ejército mameluco y que hay que atacar en el acto sin esperar a que Occidente, alarmado por la caída de Trípoli, organice una nueva expedición a Siria. ¿No sería necesario acabar de una vez para siempre con lo que queda del reino franco? Pero Qalaun se niega a ello: ha firmado una tregua y no piensa faltar a su palabra. ¿No podría entonces —insisten los que le rodean— pedir a los doctores de la ley que declaren nulo el tratado con Acre, procedimiento que con tanta frecuencia utilizaron los frany en el pasado? Al sultán le desagrada la idea, recuerda a sus emires que ha jurado, en el acuerdo firmado en 1283, no recurrir a consultas jurídicas para romper la tregua. No —confirma Qalaun—, se apoderará de todos los territorios francos que no están protegidos por el tratado pero nada más. Manda una embajada a Acre para volver a asegurar al último de los reyes francos, Enrique, «soberano de Chipre y de Jerusalén», que respetará sus compromisos. A mayor abundamiento, decide renovar la famosa tregua por otros diez años a partir de julio de 1289 y anima a los musulmanes a que utilicen Acre para sus intercambios comerciales con Occidente. Durante los meses siguientes, el puerto palestino vive, de hecho, una intensa actividad. Los comerciantes damascenos llegan a cientos y se instalan en las numerosas posadas próximas a los zocos, realizando fructuosas transacciones con los comerciantes venecianos o con los ricos Templarios que se han convertido en los principales banqueros de Siria. Por otra parte, miles de campesinos árabes, procedentes sobre todo de Galilea, acuden a la metrópoli franca para dar salida a sus cosechas. Tal prosperidad les resulta provechosa a todos los Estados de la región y, en particular, a los mamelucos. Dado que las corrientes de intercambio con el este llevan muchos años dificultadas por la presencia mogola, las pérdidas sólo pueden compensarse con un desarrollo del comercio mediterráneo.

Para los dirigentes francos más realistas el nuevo papel que desempeña su capital, el de una gran sucursal comercial que garantiza la unión entre dos mundos, representa una ocasión inesperada de supervivencia en una región donde ya no tienen ninguna oportunidad de desempeñar un papel hegemónico; sin embargo no todos piensan así: algunos aún esperan provocar en Occidente una movilización religiosa suficiente para organizar nuevas expediciones militares contra los musulmanes. Inmediatamente después de la caída de Trípoli, el rey Enrique ha enviado mensajeros a Roma para pedir refuerzos, de forma tal que en pleno verano de 1290 llega al puerto de Acre una imponente flota que inunda la ciudad de miles de combatientes francos fanatizados. Los habitantes observan con desconfianza a esos occidentales borrachos que van haciendo eses, con catadura de bandidos, y que no obedecen a ningún jefe.

Transcurridas pocas horas comienzan los incidentes. Asaltan por las calles a unos mercaderes damascenos, los desvalijan y los dejan por muertos. Las autoridades consiguen restablecer el orden a duras penas pero, a fines de agosto, la situación se deteriora. Tras un banquete acompañado de copiosas libaciones, los recién llegados se dispersan por las calles, acosan y luego degüellan sin piedad a todo aquel que lleva barba. Numerosos árabes, apacibles mercaderes o campesinos, tanto cristianos como musulmanes, perecen de este modo, los demás huyen para ir a contar lo que acaba de suceder.

Qalaun se enfurece. ¿Para llegar a esto ha renovado la tregua con los frany? Sus emires lo empujan a actuar en el acto, pero, como hombre de estado responsable, no quiere dejarse dominar por la ira. Envía a Acre una embajada para pedir explicaciones y, ante todo, para exigir que le entreguen a los asesinos para castigarlos. Los frany se encuentran divididos: una minoría recomienda que se acepten las condiciones del sultán para evitar una nueva guerra; los demás se niegan y llegan a contestar a los emisarios de Qalaun que los propios mercaderes musulmanes han sido los responsables de la matanza, pues uno de ellos intentó seducir a una mujer franca.

Qalaun ya no duda. Reúne a sus emires y les anuncia su decisión de terminar, de una vez para siempre, con una ocupación franca que ya ha durado demasiado. Los preparativos comienzan en el acto. Se convoca a los vasallos por todo el sultanato para tomar parte en esta última batalla de la guerra santa.

Antes de que el ejército salga de El Cairo, Qalaun jura sobre el Corán que no volverá a soltar las armas hasta que no expulse al último franco. El juramento es tanto más impresionante cuanto que el sultán es a la sazón un débil anciano; aunque no se sepa su edad con exactitud, es probable que tenga en ese momento más de setenta años. El 4 de noviembre de 1290, el impresionante ejército mameluco se pone en marcha, al día siguiente el sultán cae enfermo, manda a los emires que vayan junto a su lecho, les hace jurar obediencia a su hijo Jalil y pide a éste que se comprometa, como él, a llevar hasta el final la campaña contra los frany. Qalaun muere menos de una semana después, venerado por sus súbditos como un gran soberano.

La desaparición del sultán sólo retrasará unos meses la última ofensiva contra los frany; ya en marzo de 1291, Jalil sale de nuevo para Palestina al frente de su ejército. Numerosas fuerzas sirias se le unen a principios de mayo en la llanura que rodea Acre. Abul-Fida, que cuenta entonces dieciocho años, participa en la batalla con su padre; incluso se le ha encomendado una responsabilidad, pues tiene a su cargo una temible catapulta llamada «la Victoriosa», que ha habido que transportar desmontada desde Hosn-el-Akrad hasta las proximidades de la ciudad franca.

Los carros eran tan pesados que el transporte nos llevó más de un mes, siendo así que, en circunstancias normales habrían bastado ocho días. Cuando llegamos, habían muerto de agotamiento y de frío casi todos los bueyes que tiraban de los carros.

El combate empezó en seguida —prosigue nuestro cronista—. Nosotros, los de Hama, estábamos situados, como de costumbre, en el extremo derecho del ejército. Estábamos a la orilla del mar, desde donde nos atacaban embarcaciones francas coronadas por torrecillas cubiertas de madera y forradas de pieles de búfalo, desde donde el enemigo disparaba sobre nosotros con arcos y ballestas. Teníamos, pues, que combatir en dos frentes: contra la gente de Acre que teníamos delante y contra su flota. Habíamos sufrido grandes pérdidas cuando un navío franco que transportaba una catapulta comenzó a lanzar trozos de roca contra nuestras tiendas. Pero una noche se levantó un fuerte viento, el barco se puso a cabecear, sacudido por las olas, de forma tal que la catapulta se hizo pedazos. Otra noche, un grupo de frany efectuó una salida inesperada y avanzó hasta nuestro campamento; pero, en la oscuridad, algunos de ellos tropezaron con las cuerdas que sujetan las tiendas; un caballero cayó en el foso de las letrinas y se mató. Nuestras tropas se recuperaron, atacaron a los frany por todas partes y los obligaron a retroceder hacia la ciudad tras haber dejado varios muertos sobre el terreno. Al día siguiente, por la mañana, mi primo al-Malik al-Muzafar, señor de Hama, mandó atar las cabezas de los frany muertos al cuello de los caballos que habíamos capturado y se las presentó al sultán.

El viernes 17 de junio de 1291, el ejército musulmán, que dispone de una superioridad aplastante, penetra al fin por la fuerza en la ciudad sitiada. El rey Enrique y la mayor parte de los nobles se embarcan a toda prisa para refugiarse en Chipre. Capturan y matan a los demás y arrasan la ciudad por completo.

Se reconquistó la ciudad de Acre —especifica Abul-Fida— a mediodía del decimoséptimo día del segundo mes de yumada del año 690. Y se da el caso de que exactamente el mismo día, a la misma hora, en 587, los frany habían arrebatado Acre a Salah al-Din y habían capturado y matado a todos los musulmanes que allí se encontraban. ¿No es ésta una curiosa coincidencia?

Siguiendo el calendario cristiano, esta coincidencia no resulta menos asombrosa pues la victoria de los frany en Acre había acontecido en 1191, cien años antes, casi el mismo día de su derrota final.

Tras la conquista de Acre —prosigue Abul-Fida—, Dios llenó de espanto los corazones de los frany que aún permanecían en el litoral sirio. Salieron, pues, precipitadamente de Saida, Beirut, Tiro y todas las demás ciudades. Así, al sultán le correspondió el feliz destino que no había correspondido a ningún otro: conquistar sin dificultad todas estas plazas que mandó desmantelar en el acto.

De hecho, llevado por el impulso de su triunfo, Jalil decide destruir a lo largo de la costa cualquier fortaleza que pudiera servir algún día a los frany si éstos intentasen volver a Oriente.

Con estas conquistas —concluye Abul-Fida—, todas las tierras del litoral volvieron íntegras a los musulmanes, resultado inesperado. De esta forma, los frany que habían estado antaño a punto de conquistar Damasco, Egipto y otras muchas comarcas, fueron expulsados de toda Siria y de las zonas de la costa. ¡Quiera Dios que nunca vuelvan a pisar este suelo!