Capítulo 13

El azote mogol

Los acontecimientos que voy a contar son tan horribles que durante años he evitado aludir a ellos. ¡No es tan fácil anunciar que la muerte ha caído sobre el Islam y los musulmanes! ¡Ay! Habría deseado que mi madre no me echara al mundo o, si no, haber muerto sin haber sido testigo de tantas desgracias. Si os dijeran un día que la Tierra no ha conocido jamás tal calamidad desde que Dios creó a Adán, no dudéis en creerlo, pues ésa es la estricta verdad. Entre los dramas más célebres de la historia, se cita generalmente la matanza de los hijos de Israel por Nabucodonosor y la destrucción de Jerusalén. Pero esto no es nada en comparación con lo que acaba de acontecer. No, hasta el fin de los tiempos nunca se verá una catástrofe de tal envergadura.

Nunca, en toda su voluminosa Historia perfecta, adopta Ibn al-Atir un tono tan patético. Su tristeza, su temor y su incredulidad se desencadenan página tras página, retrasando, como por superstición, el instante en que no queda más remedio que pronunciar el nombre de la plaga: Gengis Khan.

El auge del conquistador mogol ha comenzado poco después de la muerte de Saladino, pero hasta un cuarto de siglo después no han notado los árabes aproximarse la amenaza. Gengis Khan se ha dedicado primero a reunir bajo su autoridad a las diversas tribus turcas y mogolas de Asia central antes de lanzarse a la conquista del mundo. En tres direcciones: hacia el este, donde ha reducido a vasallaje y ha anexionado el imperio chino; hacia el noroeste, donde ha devastado Rusia y, luego, Europa oriental; hacia el oeste, donde ha invadido Persia. «Hay que arrasar todas las ciudades —decía Gengis Khan— para que el mundo entero vuelva a ser una inmensa estepa donde madres mogolas amamanten a hijos libres y felices». De hecho, ciudades prestigiosas tales como Bujara, Samarcanda o Herat serán destruidas y sus habitantes quedarán diezmados.

De hecho, la primera incursión mogola en tierras del Islam coincidió con la invasión franca de Egipto de 1218 a 1221. El mundo árabe se sentía en aquel momento atrapado entre dos fuegos, lo que sin duda explica, en parte, la actitud conciliadora de al-Kamel en lo tocante a Jerusalén. Pero Gengis Khan había renunciado a aventurarse hasta el oeste de Persia. Tras su muerte, en 1227, a la edad de sesenta y siete años, la presión de los jinetes de las estepas sobre el mundo árabe había aflojado durante unos años.

En Siria, la plaga se manifiesta en un primer momento de forma indirecta. Entre las numerosas dinastías que los mogoles han aplastado a su paso está la de los turcos jawarizmanos, que, durante los años anteriores, y desde Irak hasta la India, han suplantado a los selyúcidas. El desmantelamiento de este imperio musulmán, que había tenido su momento glorioso, ha obligado a los restos de su ejército a huir lejos de los terribles vencedores, y así, un buen día llegan más de diez mil jinetes jawarizmanos a Siria, saqueando las ciudades, exigiéndoles tributos y participando como mercenarios en las luchas internas de los ayyubíes. En junio de 1244, estimándose lo bastante fuertes para instaurar su propio Estado, los jawarizmanos se lanzan al asalto de Damasco. Saquean las aldeas vecinas y destrozan los huertos del Ghuta, pero, incapaces, ante la resistencia de la ciudad, de llevar a cabo con éxito un sitio prolongado, cambian de objetivo y se dirigen súbitamente hacia Jerusalén, que ocupan sin esfuerzo el 11 de julio. La mayoría de la población franca salva la vida, pero saquean e incendian la ciudad. En un nuevo ataque contra Damasco, sin embargo, quedan diezmados, meses después, por una coalición de los príncipes ayyubíes, con gran alivio de todas las ciudades de Siria.

Esta vez los caballeros francos no volverán a recuperar Jerusalén. Federico, cuya habilidad diplomática había permitido a los occidentales izar la bandera de los cruzados sobre las murallas de la ciudad durante quince años, se desinteresa de la suerte de ésta. Ha renunciado a sus ambiciones orientales y prefiere ahora sus amistosísimas relaciones con los dirigentes de El Cairo. Cuando, en 1247, el rey de Francia, Luis IX, piensa en organizar una expedición contra Egipto, el emperador intenta disuadirlo de ello. Más aún, tiene informado con regularidad a Ayyub, hijo de al-Kamel, de los preparativos de la expedición francesa.

Luis llega a Oriente en septiembre de 1248, pero no se dirige inmediatamente hacia las costas egipcias, pensando que sería demasiado aventurado comenzar una campaña antes de la primavera. Se instala, pues, en Chipre esforzándose durante estos meses de tregua en realizar el sueño que va a obsesionar a los frany hasta finales del siglo XIII e incluso más adelante: llegar a una alianza con los mogoles para atrapar al mundo árabe en una tenaza. A partir de ese momento circulan con regularidad embajadores entre los invasores del Este y los del Oeste. A finales de 1248, Luis recibe en Chipre a una delegación que hace espejear ante sus ojos una posible conversión de los mogoles al cristianismo. Emocionado por tales perspectivas, se apresura a enviar como respuesta valiosos y piadosos regalos. Pero los sucesores de Gengis Khan no comprenden el sentido de su gesto. Tratando al rey de Francia como a un simple vasallo, le piden que les haga todos los años regalos de valor semejante. Este equívoco va a evitarle al mundo árabe, al menos de momento, un ataque concertado de sus dos enemigos.

Por tanto, los occidentales se lanzan en solitario al asalto de Egipto el 5 de junio de 1249 no sin que ambos monarcas hayan intercambiado, según las tradiciones de la época, estruendosas declaraciones de guerra. Ya te he hecho llegar —escribe Luis— numerosos avisos que no has tenido en cuenta. Ahora ya estoy decidido: voy a atacar tu territorio y no cambiaría de opinión ni aunque le jurases fidelidad a la Cruz. Los ejércitos que me obedecen cubren montes y llanuras, son copiosos como los guijarros del suelo y se encaminan hacia ti con las espadas del destino. Para ilustrar sus amenazas, el rey de Francia le recuerda a su enemigo algunos triunfos que los cristianos habían tenido el año anterior sobre los musulmanes de España: Hemos echado a los vuestros y los hemos perseguido como a rebaños de bovinos, hemos matado a los hombres, dejado viudas a las mujeres, capturado a las doncellas y a los jóvenes. ¿No os sirve esto de lección? La respuesta de Ayyub es del mismo tenor: Insensato, ¿has olvidado las tierras que ocupabais y que hemos conquistado en el pasado e incluso hace poco? ¿Has olvidado los daños que os hemos ocasionado? Aparentemente consciente de su inferioridad numérica, el sultán encuentra en el Corán la cita que lo tranquiliza: ¿Cuántas veces ha vencido una pequeña tropa a una grande con el permiso de Dios? Pues Dios está con los valientes. Y ello lo incita a avisar a Luis: No podrás evitar la derrota. Dentro de algún tiempo lamentarás amargamente la aventura en que te has empeñado.

Sin embargo, nada más comenzar la ofensiva, los frany consiguen un triunfo decisivo. Damieta, que había resistido valerosamente a la última expedición franca treinta años antes, se rinde esta vez sin combate. Su caída, que siembra el desconcierto en el mundo árabe, revela de forma brutal el extremo debilitamiento de los herederos del gran Saladino. El sultán Ayyub, inmovilizado por la tuberculosis, incapaz de tomar el mando de sus tropas, prefiere, antes que perder Egipto, volver a la política de su padre al-Kamel y le propone a Luis cambiar Damieta por Jerusalén. Pero el rey de Francia se niega a tratar con un «infiel» vencido y moribundo. Ayyub decide entonces resistir y hacer que lo lleven en litera a la ciudad de Mansurah, «la victoriosa», que edificó al-Kamel en el mismo lugar de la derrota de la anterior invasión franca. Desgraciadamente, la salud del sultán se deteriora por momentos. Presa de interminables accesos de tos, cae en coma el 20 de noviembre en el momento en que los frany, animados por la retirada de las aguas del Nilo, salen de Damieta para dirigirse a Mansurah. Tres días después muere sumiendo en gran confusión a los que lo rodean.

¿Cómo anunciar al ejército y al pueblo que ha muerto el sultán cuando el enemigo está a las puertas de la ciudad y el hijo de Ayyub, Turan Shah, se halla al norte de Irak, en paradero desconocido, a varias semanas de camino? Es entonces cuando interviene un personaje providencial: Shayarat-ad-dorr, «el árbol de las joyas», una esclava de origen armenio, hermosa y astuta, que lleva años siendo la esposa favorita de Ayyub. Reúne a los allegados del sultán y les ordena que guarden silencio hasta que regrese el heredero; le pide incluso al anciano emir Fajr al-Din, el amigo de Federico, que escriba una carta en nombre del sultán para llamar a los musulmanes al yihad. Según uno de los colaboradores de Fajr al-Din, el cronista sirio Ibn Wasel, el rey de Francia se enteró en seguida de la muerte de Ayyub y ello lo animó a aumentar su presión militar. Pero, en el campo egipcio, se guarda el secreto lo suficiente como para evitar que se desmoralicen las tropas.

Durante los meses de invierno, se libra una encarnizada batalla en torno a Mansurah, pero el 10 de febrero de 1250, merced a una traición, el ejército franco penetra por sorpresa en la ciudad. Ibn Wasel, que estaba a la sazón en El Cairo, cuenta:

El emir Fajr al-Din estaba en el baño cuando vinieron a anunciarle la noticia. Pasmado, montó inmediatamente a caballo, sin armadura, sin cota de mallas, para ir a ver qué pasaba. Lo atacó una tropa de enemigos que lo mató. El rey de los frany entró en la ciudad, llegó incluso al palacio del sultán; sus soldados se dispersaron por las calles mientras que los militares musulmanes y los habitantes de la ciudad intentaban salvarse huyendo desordenadamente. El Islam parecía herido de muerte y los frany iban a recoger el fruto de la victoria cuando llegaron los mamelucos turcos. Como el enemigo estaba disperso por las calles, estos jinetes se lanzaron valientemente al asalto. Sorprendían por doquier a los frany y los mataban con la espada o con la maza. Al comienzo del día, las palomas habían llevado a El Cairo un mensaje que anunciaba el ataque de los frany sin decir ni una palabra del desenlace de la batalla y, por tanto, estábamos angustiados. Todo el mundo permaneció triste en los barrios de la ciudad hasta el día siguiente, cuando nuevos mensajes nos informaron de la victoria de los leones turcos. Hubo gran regocijo en las calles de El Cairo.

Durante las semanas siguientes, el cronista va a observar, desde la capital egipcia, dos series de acontecimientos paralelos que cambiarán la faz del Oriente árabe: por una parte, la lucha victoriosa contra la última gran invasión franca; por otra, una revolución única en la historia, puesto que va a llevar al poder durante cerca de tres siglos a una casta de oficiales esclavos.

Tras su derrota en Mansurah, el rey de Francia se da cuenta de que su posición militar no se puede mantener. Incapaz de tomar la ciudad, acosado por doquier por los egipcios en un terreno fangoso atravesado por innumerables canales, Luis decide negociar. A principios de marzo, le dirige a Turan Shah, que acaba de llegar a Egipto, un mensaje conciliador en el que dice que está dispuesto a aceptar la propuesta que había hecho Ayyub de cambiar Damieta por Jerusalén. La respuesta del nuevo sultán no se hace esperar: ¡las generosas ofertas de Ayyub había que aceptarlas en tiempos de Ayyub! Ahora es demasiado tarde. De hecho, Luis puede esperar, como mucho, salvar su ejército y salir de Egipto sano y salvo, pues la presión se acentúa en torno a él. A mediados de marzo, varias decenas de galeras egipcias han conseguido infligir una severa derrota a la flota franca y han destruido o capturado cerca de un centenar de navíos de todos los tamaños, cortándoles a los invasores cualquier posibilidad de retirada hacia Damieta. El 7 de abril, al ejército invasor que intenta romper el bloqueo lo asaltan los batallones mamelucos a los que se han unido miles de voluntarios. Al cabo de una hora, los frany están acorralados. Para detener la matanza de sus hombres, el rey de Francia capitula y pide que le perdonen la vida. Lo conducen encadenado hacia Mansurah donde lo encierran en la casa de un funcionario ayyubí.

Curiosamente, esta destacada victoria del nuevo sultán ayyubí, lejos de reforzar su poder va a provocar su caída, ya que un conflicto enfrenta a Turan Shah con los principales oficiales mamelucos de su ejército. Estos últimos, que piensan, no sin razón, que Egipto les debe su salvación, exigen un papel determinante en la dirección del país, mientras que el soberano quiere aprovechar su recién adquirido prestigio para instalar a sus propios hombres en los puestos de responsabilidad. Tres semanas después de la victoria sobre los frany, un grupo de estos mamelucos, reunidos por iniciativa de un brillante oficial turco de cuarenta años, Baybars el ballestero, decide pasar a la acción. El 2 de mayo de 1250, al final de un banquete organizado por el monarca, estalla una rebelión. Turan Shah, herido en el hombro por Baybars, corre hacia el Nilo con la esperanza de huir en una barca, pero los asaltantes lo alcanzan. Les suplica que le perdonen la vida y promete irse para siempre de Egipto y renunciar al poder. Pero al último de los sultanes ayyubíes lo rematan sin compasión. Deberá incluso intervenir un enviado del califa para que los mamelucos accedan a dar sepultura a su antiguo señor.

A pesar del éxito del golpe de Estado, los oficiales esclavos vacilan en apoderase directamente del trono. Los más prudentes de entre ellos cavilan para dar con un compromiso que permita otorgar al poder naciente una apariencia de legitimidad ayyubí. La fórmula que elaboran constituirá un hito en la historia del mundo musulmán, como comenta Ibn Wasel, incrédulo testigo de ese singular acontecimiento.

Tras el asesinato de Turan Shah —cuenta—, los emires y los mamelucos se reunieron cerca del pabellón del sultán y decidieron llevar al poder a Shayarat-ad-dorr, una esposa del sultán ayyubí, que se convirtió en reina y sultana. Se hizo cargo de los negocios del Estado, estableció un sello real con su nombre bajo la fórmula de «Um Jalil», la madre de Jalil, un hijo que había tenido y que había muerto muy joven. Se pronunció en todas las mezquitas el sermón del viernes en nombre de Um Jalil, sultana de El Cairo y de todo Egipto. Fue éste un hecho sin precedentes en la historia del Islam.

Poco después de haber subido al trono, Shayarat-addorr se casa con uno de los jefes mamelucos, Aibek, y le concede el título de sultán.

El relevo de los ayyubíes por los mamelucos marca un claro endurecimiento de la actitud del mundo musulmán frente a los invasores. Los descendientes de Saladino se habían mostrado más que conciliadores con los frany. Y, ante todo, su poder en vías de debilitamiento no podía ya enfrentarse a los peligros que amenazaban al Islam tanto por el Este como por el Oeste. La revolución de los mamelucos va a revelarse en seguida como una empresa de recuperación militar, política y religiosa.

El golpe de Estado que se ha producido en El Cairo no cambia para nada la suerte del rey de Francia, acerca de la cual se había llegado a un acuerdo de principio en tiempos de Turan Shah, según el cual se liberaría a Luis a cambio de la retirada de todas las tropas francas del territorio egipcio, sobre todo de Damieta, y del pago de un rescate de un millón de dinares. Algunos días después de haber llegado al poder Um Jalil, el soberano francés recobra la libertad. No sin que los negociadores egipcios lo hubieran sermoneado: «¿Cómo un hombre con sentido común, culto e inteligente como tú, puede embarcarse de esa forma en un navío para venir a una región poblada por incontables musulmanes? Según nuestra ley, un hombre que cruza así el mar no puede actuar de testigo en un juicio. —¿Y eso por qué?, pregunta el rey—. Porque se considera que no está en posesión de todas sus facultades».

El último soldado franco saldrá de Egipto antes de que acabe el mes de mayo.

Los occidentales no volvieron a intentar invadir el país del Nilo. El «peligro rubio» va a quedar rápidamente eclipsado por aquel, mucho más terrorífico, que representan los descendientes de Gengis Khan. Desde la muerte del gran conquistador, los conflictos sucesorios han debilitado algo su imperio y el Oriente musulmán ha gozado de una inesperada tregua. Sin embargo, ya en 1251, los jinetes de las estepas han vuelto a unirse bajo la autoridad de tres hermanos, nietos de Gengis Khan, Mangu Khan, Kubilai y Hulagu. Al primero, lo nombran soberano indiscutido del imperio, con capital en Karakorum, en Mongolia; el segundo reina en Pekín; el tercero se instala en Persia y ambiciona conquistar todo el Oriente musulmán, hasta las orillas del Mediterráneo, hasta el Nilo quizás. Hulagu es un personaje complejo: muy interesado por la filosofía y las ciencias, busca la compañía de los intelectuales pero se transforma durante sus campañas en una fiera sanguinaria, sedienta de sangre y destrucción. Su actitud en materia de religión no es menos contradictoria. Muy influido por el cristianismo —su madre, su mujer favorita y varios de sus colaboradores pertenecen a la Iglesia nestoriana— no ha renunciado nunca, sin embargo, al chamanismo, religión tradicional de su pueblo. En los territorios que gobierna, sobre todo en Persia, se muestra en general tolerante con los musulmanes pero, llevado por su voluntad de destruir cualquier entidad política capaz de oponerse a él, tiene declarada a las más prestigiosas metrópolis del Islam una guerra de destrucción total.

Su primer blanco va a ser Bagdad. En un primer momento, Hulagu le pide al califa abasida al-Mutasim, trigésimo séptimo de su dinastía, que reconozca la soberanía mogola como sus predecesores habían aceptado, en el pasado, la de los selyúcidas. El príncipe de los creyentes, confiando demasiado en su prestigio, manda recado al conquistador de que cualquier ataque contra la capital del califato provocaría la movilización de la totalidad del mundo musulmán desde la India hasta el Magreb. Ello no impresiona en absoluto al nieto de Gengis Khan, que proclama su intención de tomar la ciudad por la fuerza. Con, al parecer, cientos de miles de jinetes, avanza, a finales de 1257, hacia la capital abasida, destruyendo al pasar el santuario de los asesinos, en Alamut, donde aniquila una biblioteca de un valor inestimable, lo que dificulta para siempre el conocimiento a fondo de la doctrina y de las actividades de la secta. El califa toma entonces conciencia de la amplitud de la amenaza y decide negociar. Propone a Hulagu pronunciar su nombre en las mezquitas de Bagdad y concederle el título de sultán, pero es demasiado tarde: el mogol ha optado definitivamente por la fuerza. Tras algunas semanas de valiente resistencia, el príncipe de los creyentes se ve forzado a capitular. El 10 de febrero de 1258 va en persona al campo del vencedor y le hace prometer que perdonará la vida a todos los ciudadanos que acepten deponer las armas. No sirve de nada, ya que exterminan a los combatientes musulmanes en cuanto quedan desarmados. Luego la horda mogola se dispersa por la prestigiosa ciudad, derribando los edificios, incendiando los barrios, matando sin piedad a hombres, mujeres y niños, cerca de ochenta mil personas en total. Sólo se salva la comunidad cristiana de la ciudad gracias a la intervención de la mujer del khan. Al propio príncipe de los creyentes lo ejecutarán por asfixia unos días después de la derrota. El trágico fin del califato abasida sume en el estupor al mundo musulmán. Ya no se trata de un combate militar por el control de una ciudad o de un país, sino de una lucha desesperada por la supervivencia del Islam.

Tanto más cuanto que los tártaros prosiguen su marcha triunfal hacia Siria. En enero de 1260, el ejército de Hulagu sitia Alepo y la toma rápidamente a pesar de una resistencia heroica. Al igual que en Bagdad, matanzas y devastaciones caen sobre la antigua ciudad, culpable de haberle opuesto resistencia al conquistador. Unas semanas después, los invasores están a las puertas de Damasco. Los reyezuelos ayyubíes que todavía gobiernan las diferentes ciudades sirias no pueden, por supuesto, atajar la marea. Algunos de ellos deciden reconocer la soberanía del Gran Khan y piensan incluso, en el colmo de la inconsciencia, en aliarse con los invasores contra los mamelucos de Egipto enemigos de su dinastía. Entre los cristianos, orientales o francos, las opiniones están divididas. Los armenios, en la persona de su rey, Hetum, se ponen declaradamente de parte de los mogoles, así como el príncipe Bohemundo de Antioquía, su yerno. En cambio, los frany de Acre adoptan una postura de neutralidad, favorable más bien a los musulmanes. Pero la impresión que prevalece, tanto en Oriente como en Occidente, es que la campaña mogola es una especie de guerra santa contra el Islam del mismo tipo que las experiencias francas. Esta impresión la refuerza el hecho de que el principal lugarteniente de Hulagu en Siria, el general Kitbuka, es un cristiano nestoriano. Tras la toma de Damasco, el 1 de marzo de 1260, los que entran como vencedores, con gran escándalo de los árabes, son tres príncipes cristianos, Bohemundo, Hetum y Kitbuka.

¿Hasta dónde van a llegar los tártaros? Hasta La Meca, aseguran algunos, para dar el golpe de gracia a la religión del Profeta. Hasta Jerusalén, en todo caso, y muy pronto. Toda Siria está convencida de ello. Nada más caer Damasco, dos destacamentos mogoles se apresuran a ocupar dos ciudades palestinas: Nablus en el centro y Gaza al suroeste. Como esta ciudad está situada en los confines del Sinaí, parece claro en esta trágica primavera de 1260 que ni el propio ejército se librará de la devastación. Hulagu no ha esperado, por cierto, el fin de su campaña siria para enviar un embajador a El Cairo para que pida la sumisión incondicional del país del Nilo. Recibieron al emisario, lo escucharon y, a continuación, lo decapitaron. Los mamelucos no bromean, sus métodos no se parecen en nada a los de Saladino. Los sultanes esclavos que llevan diez años gobernando El Cairo son el reflejo del endurecimiento y la intransigencia de un mundo árabe acosado por doquier: luchan con todos los medios, sin escrúpulos, sin gestos magnánimos, sin compromisos, pero con valor y eficacia.

Sea como fuere, hacia ellos se vuelven las miradas, ya que representan la última esperanza de atajar el avance del invasor. En El Cairo, el poder lleva unos meses en manos de un militar de origen turco, Qutuz. Shayarat-ad-dorr y su marido, Aibek, tras haber gobernado juntos durante siete años habían acabado por ser cada uno el causante de la muerte del otro. A este respecto han circulado muchas versiones durante largo tiempo. La que goza del favor de los narradores populares mezcla, como es natural, el amor y los celos con las ambiciones políticas. La sultana está bañando a su esposo como suele cuando, aprovechando ese momento de descanso e intimidad, reprocha al sultán que haya tomado por concubina a una bonita esclava de catorce años. «¿Es que ya no te gusto?» —le pregunta para enternecerlo. Pero Aibek contesta con brutalidad: «Ella es joven y tú has dejado de serlo». Shayarat-ad-dorr se estremece de rabia. Ciega a su esposo con jabón, le dirige algunas palabras conciliadoras para adormecer su desconfianza y luego, de repente, cogiendo un puñal le atraviesa el costado. Aibek se desploma. La sultana queda unos instantes inmóvil, como paralizada. Luego se dirige a la puerta y llama a algunos esclavos fieles para que la libren del cuerpo. Pero, desgraciadamente para ella, uno de los hijos de Aibek, de quince años de edad, que se ha fijado en que el agua del baño que corre hacia el exterior está roja, se abalanza en la habitación, ve a Shayarat-ad-dorr de pie, cerca de la puerta, medio desnuda, llevando aún en la mano un puñal teñido de sangre. Ya huye por los pasillos del palacio y su hijastro la persigue y avisa a la guardia. En el momento en que van a alcanzarla, la sultana tropieza. Golpea violentamente con la cabeza una losa de mármol y, cuando llegan a su lado, ha dejado de respirar.

Aunque muy novelada, esta versión presenta un interés histórico real en la medida en que resulta verosímil que refleje lo que contaron en realidad por las calles de El Cairo nada más suceder el drama, en abril de 1257.

Sea como fuere, tras la desaparición de ambos soberanos, el joven hijo de Aibek se instala en el trono, aunque no por mucho tiempo, ya que a medida que se va concretando la amenaza mogola, los jefes del ejército egipcio se van dando cuenta de que un adolescente no puede asumir la responsabilidad del combate decisivo que se está preparando. En diciembre de 1259, en el momento en que las hordas de Hulagu comienzan a caer sobre Siria, un golpe de Estado lleva al poder a Qutuz, un hombre maduro, enérgico, que habla en el acto el lenguaje de la guerra santa y llama a la movilización general contra el invasor enemigo del Islam.

Desde la perspectiva histórica, el nuevo golpe de Estado de El Cairo aparece como una verdadera reacción patriótica. En el acto, el país se pone en pie de guerra. Ya en julio de 1260, un poderoso ejército egipcio penetra en Palestina para enfrentarse al enemigo.

Qutuz no ignora que el ejército mogol ha perdido la mayor parte de sus efectivos desde que al morir Mangu, khan supremo de los mogoles, su hermano Hulagu ha tenido que regresar con su ejército para participar en la inevitable lucha sucesoria. Nada más tomar Damasco, el nieto de Gengis Khan ha salido de Siria y no ha dejado en este país más que a unos miles de jinetes al mando de su lugarteniente Kitbuka.

El sultán Qutuz sabe que es el momento oportuno de asestar un golpe al invasor. El ejército egipcio empieza, pues, por atacar a la guarnición mogola de Gaza que, en desventaja numérica, apenas resiste. Luego los mamelucos avanzan hacia Acre, pues no ignoran que los frany de Palestina se muestran más reticentes que los de Antioquía respecto a los mogoles. Algunos de sus barones aún se alegran de las derrotas del Islam, pero la mayor parte están atemorizados por la brutalidad de los conquistadores asiáticos. Por tanto, cuando Qutuz les propone una alianza, no se niegan: no están dispuestos a participar en los combates, pero tampoco se oponen a dejar que el ejército egipcio cruce por sus tierras ni a permitir su avituallamiento. De este modo, el sultán puede avanzar hacia el interior de Palestina e incluso hacia Damasco sin tener que proteger su retaguardia.

Kitbuka se está preparando para dirigirse a su encuentro cuando estalla una insurrección popular en Damasco. Los musulmanes de la ciudad, hartos de los abusos de los invasores y animados por la marcha de Hulagu, levantan barricadas en las calles y prenden fuego a iglesias que habían respetado los mogoles. Kitbuka va a necesitar varios días para restablecer el orden, lo que le permite a Qutuz consolidar sus posiciones en Galilea. Ambos ejércitos se encuentran cerca de la aldea de Ain Yalut, «la fuente de Goliat», el 3 de septiembre de 1260. A Qutuz le ha dado tiempo a esconder la mayor parte de sus tropas y no ha dejado en el campo más que a una vanguardia al mando del más brillante de sus oficiales, Baybars. Kitbuka llega apresuradamente y, como está mal informado, cae en la trampa. Se lanza con todas sus tropas al ataque. Baybars retrocede pero, mientras lo persigue, el mogol se ve de repente rodeado por todas partes de fuerzas egipcias más numerosas que las suyas.

En unas horas, la caballería mogola queda exterminada. Capturan al propio Kitbuka al que decapitan en el acto.

Al atardecer del 8 de septiembre, los jinetes mamelucos entran como liberadores en un Damasco alborozado.