Capítulo 12

El justo y el perfecto

Como pasa con todos los grandes dirigentes musulmanes de su época, el inmediato sucesor de Saladino es la guerra civil. En cuanto él desaparece, se despedaza el imperio. Uno de sus hijos se queda con Egipto, otro con Damasco y un tercero con Alepo. Afortunadamente, la mayor parte de sus diecisiete hijos varones, así como su única hija, son demasiado jóvenes para entrar en liza, lo que limita algo el desmembramiento. Pero el sultán deja también dos hermanos y varios sobrinos, todos los cuales quieren su parte de la herencia y, si fuera posible, la herencia entera. Serán necesarios cerca de nueve años de combates, alianzas, traiciones y asesinatos para que el imperio ayyubí obedezca de nuevo a un solo jefe: al-Adel, el justo, el hábil negociador que ha estado a punto de convertirse en cuñado de Ricardo Corazón de León.

Saladino desconfiaba un poco de su hermano menor, que hablaba demasiado bien y era demasiado intrigante, demasiado ambicioso y exageradamente complaciente con los occidentales. Le había confiado, por tanto, un feudo de poca importancia: los castillos arrebatados a Reinaldo de Chátillon en la orilla este del Jordán. Desde aquel territorio árido y casi deshabitado, pensaba el sultán, nunca podría aspirar a dirigir el imperio; esto se debía a que no lo conocía. En julio de 1196, al-Adel le arrebata Damasco a al-Afdal. El hijo de Saladino, que contaba veintiséis años, se había mostrado totalmente incapaz de gobernar. Le dejaba el poder efectivo a su visir, Diya al-Din Ibn al-Atir, hermano del historiador, y se entregaba al alcohol y a los placeres del harén. Su tío se libra de él aprovechando un complot y lo exilia a la vecina fortaleza de Saljad, donde al-Afdal, consumido de remordimiento, promete abandonar su vida disoluta para consagrarse a la oración y a la meditación. En noviembre de 1198, otro hijo de Saladino, al-Aziz, señor de Egipto, se mata al caer del caballo durante una cacería de lobos cerca de las Pirámides. Al-Afdal no resiste la tentación de salir de su retiro para suceder a su hermano, pero a su tío no le cuesta ningún trabajo arrebatarle su nueva posición y devolverlo a su vida de recluso. A partir de 1202, al-Adel es, a los cincuenta y siete años, el dueño indiscutible del imperio ayyubí.

No tiene ni el carisma ni el genio de su ilustre hermano, pero es mejor administrador. El mundo árabe vive, bajo su égida, una era de paz, de prosperidad y de tolerancia. Creyendo que la guerra santa ya no tiene razón de ser tras la recuperación de Jerusalén y el debilitamiento de los frany, el nuevo sultán adopta respecto a estos últimos una política de coexistencia y de intercambios comerciales; fomenta incluso la instalación en Egipto de varios cientos de mercaderes italianos. En el frente franco-árabe va a reinar, durante varios años, un período de calma sin precedentes.

Al principio, al estar los ayyubíes absortos en sus querellas, los frany han intentado poner algo de orden en su territorio gravemente mermado. Antes de abandonar Oriente, Ricardo le ha confiado el reino de Jerusalén, cuya capital es ahora Acre, a uno de sus sobrinos, «alcond-Herri», el conde Enrique de Champaña. En cuanto a Guido de Lusignan, desacreditado tras la derrota de Hattina, se le exilia con todos los honores y se convierte en rey de Chipre, donde va a reinar su dinastía durante cuatro siglos. Para compensar la debilidad de su Estado, Enrique de Champaña intenta aliarse con los asesinos. Va en persona a una de sus fortalezas, al-Kahf, para reunirse con su gran maestre. Sinan, el viejo de la montaña, ha muerto poco antes, pero su sucesor ejerce sobre la secta la misma autoridad absoluta. Para probárselo a su visitante franco, ordena a dos adeptos que se arrojen desde lo alto de las murallas, cosa que hacen sin vacilar un instante —el gran maestre está incluso dispuesto a seguir con la escabechina, pero Enrique le suplica que concluya. Se llega a una alianza. Para honrar a su invitado, los asesinos le preguntan si no tiene que encargarles que maten a alguien. Enrique les da las gracias y les promete recurrir a sus servicios si se presenta la ocasión. Por ironías del destino, poco después de haber asistido a esta escena, el 10 de septiembre de 1197, muere el sobrino de Ricardo al caerse accidentalmente por una ventana de su palacio de Acre.

Durante las semanas que siguen a esta desaparición se producen los únicos enfrentamientos serios que marcan este período. Unos fanáticos peregrinos alemanes se apoderan de Saida y de Beirut antes de que los corten en pedazos cuando se encaminan a Jerusalén, mientras que, al mismo tiempo, al-Adel está recuperando Jaffa. Sin embargo, el 1 de julio de 1198, se firma una nueva tregua de cinco años y ocho meses de duración, tregua que el hermano de Saladino aprovecha para consolidar su poder.

Como experto hombre de Estado, sabe que ya no basta con entenderse con los frany del litoral para evitar una nueva invasión, sino que a quien hay que dirigirse es al propio Occidente. ¿Acaso no sería oportuno utilizar sus buenas relaciones con los mercaderes italianos para convencerlos de que no vuelvan a lanzar sobre Egipto y Siria oleadas de guerreros incontrolados?

En 1202 recomienda a su hijo al-Kamel, «el Perfecto», virrey de Egipto, que entable conversaciones con la serenísima república de Venecia, principal potencia marítima del Mediterráneo. Como ambos Estados hablan el lenguaje del pragmatismo y de los intereses comerciales, se llega rápidamente a un acuerdo. Al-Kamel garantiza a los venecianos el acceso a los puertos del delta del Nilo, como Alejandría y Damieta, y les ofrece toda la protección y la asistencia necesarias; a cambio, la República de los dux se compromete a no apoyar ninguna expedición occidental contra Egipto. Los italianos, que, con la promesa de una fuerte suma, acaban de firmar con un grupo de príncipes occidentales un acuerdo que prevé precisamente el transporte de casi treinta y cinco mil guerreros francos hacia Egipto, prefieren guardar en secreto este tratado. Como hábiles negociadores que son, los venecianos están decididos a no romper ninguno de sus compromisos.

Cuando los caballeros llegan a la ciudad del Adriático dispuestos a embarcarse, los recibe calurosamente el dux Dándolo. Era —nos dice Ibn al-Atir— un hombre muy anciano y ciego y, cuando montaba a caballo, necesitaba que un escudero le guiase la cabalgadura. A pesar de la edad y la ceguera, Dándolo anuncia su intención de participar personalmente en la expedición bajo el estandarte de la cruz. Sin embargo, antes de partir, exige a los caballeros la suma convenida, y cuando éstos solicitan que se retrase el pago, sólo acepta a condición de que la expedición comience con la ocupación del puerto de Zara que desde hace unos años compite con Venecia en el Adriático. Los caballeros se resignan a ello no sin vacilaciones, ya que Zara es una ciudad cristiana que pertenece al rey de Hungría, fiel servidor de Roma, pero no les queda elección: el dux exige ese pequeño favor o el pago inmediato de la suma prometida. Por tanto, en noviembre de 1202, atacan Zara y la saquean.

Pero los venecianos aspiran a más. Ahora intentan convencer a los jefes de la expedición de que den un rodeo por Constantinopla para instalar en el trono imperial a un joven príncipe favorable a los occidentales. Evidentemente, el objetivo final del dux es proporcionar a su república el control del Mediterráneo, pero los argumentos que alega son hábiles. Sirviéndose de la desconfianza de los caballeros hacia los «herejes» griegos, haciendo relucir ante ellos los inmensos tesoros de Bizancio, explicándoles a los jefes que el control de la ciudad de los rum les permitirá lanzar ataques más eficaces contra los musulmanes, los venecianos consiguen salirse con la suya. En junio de 1203, la flota veneciana llega ante Constantinopla.

El rey de los rum huyó sin combatir —cuenta Ibn al-Atir— y los frany instalaron a su joven candidato en el trono. Pero del poder sólo tenía el nombre, pues todas las decisiones las tomaban los frany. Impusieron a las gentes pesados tributos y cuando no pudieron pagar cogieron todo el oro y las joyas, incluso lo que había sobre las cruces y las imágenes del Mesías, ¡la paz sea con él! Entonces los rum se rebelaron, mataron al joven monarca y luego, expulsando a los frany de la ciudad, atrancaron las puertas. Como tenían pocas fuerzas, le mandaron un mensajero a Suleiman, hijo de Kiliy Arslan, señor de Konya, para que viniera a ayudarlos. Pero no fue capaz de ello.

Efectivamente, los rum no estaban en condiciones de defenderse. No sólo su ejército estaba formado en gran parte por mercenarios francos, sino que numerosos agentes venecianos actuaban contra ellos desde el interior mismo de las murallas. En abril de 1204, tras una semana escasa de combate, se produjo la invasión de la ciudad que, durante dos días, fue víctima de saqueos y matanzas. Se robaban o destruían iconos, imágenes, libros, innumerables objetos de arte testimonios de las civilizaciones griega y bizantina, y se degollaba a miles de habitantes.

Mataron o despojaron de sus pertenencias a todos los rum —cuenta el historiador de Mosul—. Algunos de sus notables intentaron refugiarse en la gran iglesia que llaman Sofía, perseguidos por los frany. Un grupo de sacerdotes y de monjes salieron entonces, llevando cruces y evangelios, para suplicar a los atacantes que respetasen sus vidas, pero los frany no atendieron sus ruegos: los mataron a todos y luego saquearon la iglesia.

Se cuenta también que una prostituta que había venido con la expedición franca se sentó en el trono del patriarca entonando canciones subidas de tono mientras que unos soldados borrachos violaban a las monjas griegas en los vecinos monasterios. Tras el saco de Constantinopla, uno de los hechos más degradantes de la historia, se entronizó, como ha dicho Ibn al-Atir, a un emperador latino de Oriente, Balduino de Flandes, cuya autoridad, como es lógico, jamás reconocerán los rum. Los supervivientes de la corte imperial irán a instalarse a Nicea, que se convertirá en la capital provisional del imperio griego hasta la nueva toma de Bizancio, cincuenta y siete años después.

Lejos de reforzar los asentamientos francos en Siria, la insensata expedición de Constantinopla les asesta un duro golpe. En efecto, para todos estos caballeros que, en gran número, vienen a buscar fortuna a Oriente, la tierra griega ofrece ahora mejores perspectivas. Hay feudos de los que apoderarse, riquezas que atesorar, mientras que la estrecha franja costera de los alrededores de Acre, Trípoli o Antioquía no presenta atractivo alguno para los aventureros. A corto plazo, el hecho de que la expedición se haya desviado priva a los frany de Siria de los refuerzos que les habrían permitido intentar una nueva operación contra Jerusalén y los obliga a pedir al sultán, en 1204, la renovación de la tregua. Al-Adel acepta por un período de seis años. Aunque ahora está en la cumbre de su poder, el hermano de Saladino no tiene intención alguna de lanzarse a una empresa de reconquista. La presencia de los frany en la costa no lo molesta en absoluto.

En su mayoría, los frany de Siria querrían que se prolongase la paz, pero allende los mares, y sobre todo en Roma, sólo se piensa en la reanudación de las hostilidades. En 1210, el reino de Acre, mediante un matrimonio, pasa a manos de Juan de Brienne, caballero de sesenta años que acaba de llegar de Occidente. Aunque se ha resignado a renovar la tregua durante cinco años en julio de 1212, no deja de enviarle mensajeros al papa para apremiarlo a que acelere los preparativos de una poderosa expedición, de tal forma que, ya en el verano de 1217, pueda emprenderse una ofensiva. De hecho, los primeros barcos de peregrinos armados llegan a Acre con cierto retraso, en el mes de septiembre. Pronto llegan cientos de ellos. En abril de 1218 comienza una nueva invasión franca: su objetivo es Egipto.

Al-Adel se queda sorprendido y sobre todo decepcionado por esta agresión. ¿Acaso no ha hecho todo lo posible desde su llegada al poder e incluso antes, en la época de las negociaciones con Ricardo, para acabar con el estado de guerra? ¿No ha soportado desde hace años los sarcasmos de los religiosos que lo acusaban de haber desertado de la causa del yihad por amistad hacia los hombres rubios? Durante meses, este hombre de setenta y tres años, enfermo, se niega a creer los informes que le van llegando. Que una banda de alemanes empecinados se dedique a saquear algunas aldeas de Galilea es una peripecia a la que está acostumbrado y que no le preocupa; pero que, tras un cuarto de siglo de paz, Occidente se lance a otra invasión en masa no lo puede concebir.

Sin embargo, las informaciones se vuelven cada vez más concretas: decenas de miles de combatientes francos se han reunido ante la ciudad de Damieta, que controla el acceso al brazo principal del Nilo. Siguiendo las instrucciones de su padre, al-Kamel va a su encuentro al frente de sus tropas. Se asusta ante tan elevado número y evita enfrentarse con ellos. Prudentemente instala su campamento al sur del puerto, de forma tal que puede ayudar a la guarnición sin verse obligado a entablar una batalla campal. La ciudad es una de las mejor defendidas de Egipto; las murallas están rodeadas al este y al sur por una estrecha franja de tierra pantanosa, mientras que al norte y al oeste el Nilo garantiza un nexo permanente con el interior del país. Por tanto, excepto si el enemigo consigue el control del río, es imposible cercarla de forma eficaz. Para protegerse de tal peligro, la ciudad dispone de un ingenioso sistema que no es otro que una cadena de hierro muy gruesa, uno de cuyos extremos va fijado a las murallas y el otro a una alcazaba construida en un islote cercano a la orilla opuesta; esta cadena impide el acceso al Nilo. Al comprobar que ningún barco puede pasar si no se suelta la cadena, los frany dedican todos sus esfuerzos a la alcazaba. Durante tres meses ven rechazados todos sus asaltos, hasta el momento en que se les ocurre la idea de fijar dos grandes barcos y de construir sobre ellos una especie de torre flotante que llega a la altura de la alcazaba. La toman por asalto el 25 de agosto de 1218: la cadena se rompe.

Cuando, días después, una paloma mensajera lleva la noticia de esta derrota hacia Damasco, al-Adel se muestra muy afectado. Está claro que la caída de la alcazaba va a provocar la de Damieta y que ningún obstáculo podrá detener ya a los invasores en su marcha hacia El Cairo. Se avecina una larga campaña que no tiene ni fuerzas ni deseos para llevar a cabo. Transcurridas unas horas, muere de un ataque al corazón.

Para los musulmanes, la verdadera catástrofe no es la caída de la alcazaba fluvial sino la muerte del viejo sultán, ya que, en el terreno militar, al-Kamel consigue contener al enemigo, infligirle cuantiosas pérdidas e impedirle que termine de sitiar Damieta. En cambio, en el terreno político, comienza la inevitable lucha por la sucesión a pesar de los esfuerzos que ha hecho el sultán para que sus hijos eludiesen esta fatalidad. Ya ha repartido sus dominios en vida: Egipto para al-Kamel, Damasco y Jerusalén para al-Moazzam, la Yazira para al-Ashraf y feudos menos importantes para los más jóvenes. Pero no se pueden satisfacer todas las ambiciones: aunque es cierto que reina una relativa armonía entre los hermanos, algunos conflictos son inevitables. En El Cairo, numerosos emires se aprovechan de la ausencia de al-Kamel para intentar colocar a uno de sus hermanos menores en el trono. El golpe de Estado está a punto de triunfar cuando el señor de Egipto, al que han informado de ello, olvidándose de Damieta y de los frany, levanta el campamento y vuelve a su capital para restablecer el orden y castigar a los implicados en el complot. Los invasores ocupan en el acto las posiciones que acaba de abandonar. Ya está cercada Damieta.

Aunque ha recibido ayuda de su hermano al-Moazzam, que ha venido de Damasco con su ejército, al-Kamel ya no está en condiciones de salvar la ciudad y menos aún de poner fin a la invasión. Las ofertas de paz son, por tanto, particularmente generosas. Tras haberle pedido a al-Moazzam que desmantele las fortificaciones de Jerusalén, envía un mensaje a los frany asegurándoles que estaría dispuesto a entregarles la Ciudad Santa si accediera a salir de Egipto. Pero los frany sienten que están en una posición de fuerza y se niegan a negociar. En octubre de 1219, al-Kamel concreta su ofrecimiento: no sólo entregaría Jerusalén sino toda la Palestina que está al oeste del Jordán y, además, la verdadera cruz. Esta vez, los invasores se toman la molestia de estudiar sus propuestas. Juan de Brienne se pronuncia favorablemente, así como todos los frany de Siria. Pero la decisión final le corresponde a un tal Pelayo, un cardenal español partidario de la guerra santa a ultranza, al que el papa ha puesto a la cabeza de la expedición. Nunca —dice— aceptará tratos con los sarracenos. Y para subrayar bien su negativa, ordena que se realice sin más tardanza el asalto de Damieta. La guarnición, diezmada por los combates, el hambre y una reciente epidemia, no ofrece resistencia alguna.

Pelayo está decidido a apoderarse de todo Egipto. Si no se encamina en el acto a El Cairo es porque se anuncia la inminente llegada de Federico de Hohenstaufen, rey de Alemania y de Sicilia, el monarca más poderoso de Occidente, a la cabeza de una importante expedición. Al-Kamel, a quien, como es lógico, le han llegado estos rumores, se prepara para luchar. Sus mensajeros recorren los países islámicos para pedir ayuda a hermanos, primos y aliados. Además, manda armar, al oeste del delta, no lejos de Alejandría, una flota que durante el verano de 1220 sorprende a los navíos occidentales frente a Chipre y les inflige una derrota aplastante. Una vez privado el enemigo del dominio de los mares, al-Kamel se apresura a reiterar su oferta de paz, añadiendo a ella la promesa de firmar una tregua de treinta años. En vano. Pelayo ve en tan excesiva generosidad la prueba de que el señor de El Cairo no tiene otra salida. ¿Acaso no acaba de llegar la noticia de que han coronado emperador en Roma a Federico II y de que ha hecho la promesa de partir en el acto hacia Egipto? En la primavera de 1221, a más tardar, debería haber llegado con cientos de navíos y decenas de miles de soldados. Entre tanto, el ejército franco no debe guerrear ni firmar la paz.

¡De hecho, Federico tardará ocho años en llegar! Pelayo se arma de paciencia hasta principios del verano. En julio de 1221, el ejército franco sale de Damieta y toma resueltamente el camino de El Cairo. En la capital egipcia, los soldados de al-Kamel tienen que recurrir a la fuerza para impedir a los habitantes que huyan. Pero el sultán se muestra confiado, pues dos de sus hermanos han acudido en su ayuda: al-Ashraf que, con sus tropas de la Yazira, se ha reunido con él para intentar impedir a los invasores que lleguen a El Cairo, y al-Moazzam, que se dirige con su ejército sirio hacia el norte, interponiéndose intrépidamente entre el enemigo y Damieta. En cuanto al propio al-Kamel, observa atentamente, con alegría que apenas puede contener, la crecida del Nilo, ya que el nivel del agua empieza a subir sin que los occidentales se den cuenta. A mediados de agosto, las tierras se han puesto tan fangosas y resbaladizas que los caballeros se ven obligados a detenerse y a retirar todo su ejército.

Apenas han comenzado a retirarse cuando un grupo de soldados egipcios toma la iniciativa de demoler los diques. Es el 26 de agosto de 1221. En unas horas, y mientras las tropas musulmanas le cortan las salidas, todo el ejército franco se encuentra hundido en un mar de barro. Dos días después, Pelayo, abandonando la esperanza de salvar a su ejército de la destrucción total, envía un mensajero a al-Kamel para reclamar la paz. El soberano ayyubí impone sus condiciones: los frany tendrán que evacuar Damieta y firmar una tregua de ocho años; a cambio, su ejército podrá embarcarse sin que lo molesten. Está claro que ya ni se habla de ofrecerles Jerusalén.

Al celebrar esta victoria tan completa como inesperada, muchos árabes se preguntan si al-Kamel hablaba en serio al ofrecerles a los frany la Ciudad Santa. ¿No se trataría de un engaño para ganar tiempo? No van a tardar en tener claro este extremo.

Durante la penosa crisis de Damieta, el señor de Egipto se ha hecho frecuentes preguntas relacionadas con ese famoso Federico, «al-enboror», cuya llegada aguardaban los frany. ¿Será en verdad tan poderoso como dicen? ¿Estará realmente decidido a dirigir la guerra santa contra los musulmanes? Interrogando a sus colaboradores, recabando información de los viajeros llegados de Sicilia, esa isla de la que Federico es rey, al-Kamel va de sorpresa en sorpresa. Cuando se entera, en 1225, de que el emperador acaba de casarse con Yolanda, la hija de Juan de Brienne, convirtiéndose así en rey de Jerusalén, decide enviarle una embajada presidida por un agudo diplomático, el emir Fajr al-Din Ibn ash-Sheij. Nada más llegar a Palermo, éste queda maravillado: ¡sí, cuanto se dice de Federico es cierto! Habla y escribe el árabe a la perfección, no oculta su admiración por la civilización musulmana, desprecia al Occidente bárbaro y, sobre todo, al papa de Roma la Grande. Sus colaboradores próximos son árabes, así como los soldados de su guardia que, en las horas de oración, se prosternan dirigiendo la mirada hacia La Meca. Al haber pasado toda su juventud en Sicilia, foco privilegiado, a la sazón, de las ciencias árabes, esta mente curiosa siente que no tiene gran cosa en común con los obtusos y fanáticos frany. En su reino suena sin trabas la voz del almuecín.

Fajr al-Din se convierte pronto en el amigo y confidente de Federico. A través de él, se estrechan los lazos entre el emperador germánico y el sultán de El Cairo. Ambos monarcas intercambian cartas que tratan de la lógica de Aristóteles, de la inmortalidad del alma, de la génesis del universo. Al enterarse al-Kamel de la pasión que tiene su corresponsal por la observación de los animales, le regala osos, monos, dromedarios, así como un elefante que el emperador confía a los responsables árabes de su jardín zoológico particular. El sultán está encantado de haber dado en Occidente con un dirigente instruido, capaz de comprender como él la inutilidad de esas interminables guerras de religión. No vacila, por tanto, en hacer saber a Federico su deseo de que vaya pronto a Oriente, añadiendo que le complacería verlo en posesión de Jerusalén.

Se comprende mejor este ataque de generosidad si se sabe que, en el momento en que se formula tal oferta, la Ciudad Santa no pertenece a al-Kamel sino a su hermano al-Moazzam con quien acaba de pelearse. En la mente de al-Kamel, la ocupación de Palestina por su aliado Federico crearía un Estado tapón que lo protegería de las iniciativas de al-Moazzam. A más largo plazo, el reino de Jerusalén, revitalizado, podría interponerse eficazmente entre Egipto y los pueblos guerreros de Asia, cuya amenaza se va concretando. Un ferviente musulmán no habría considerado nunca con tanta frialdad el abandono de la Ciudad Santa, pero al-Kamel es muy diferente de su tío Saladino. Para él, la cuestión de Jerusalén es ante todo política; no tiene en cuenta el aspecto religioso más que en la medida en que influye en la opinión pública. Federico, que no se siente más próximo al cristianismo que al Islam, tiene idéntico comportamiento. Si desea tomar posesión de la Ciudad Santa no es ni mucho menos por orar sobre el sepulcro de Cristo, sino porque tal éxito reforzaría su posición en la lucha contra el papa, que acaba de excomulgarlo para castigarlo por haber retrasado su expedición a Oriente.

Cuando, en septiembre de 1228, el emperador desembarca en Acre, está convencido de que, con la ayuda de al-Kamel, podrá entrar triunfalmente en Jerusalén, obligando así a callar a sus enemigos. De hecho, el señor de El Cairo está en un terrible aprieto, pues recientes acontecimientos han trastocado por completo la situación en la zona. Al-Moazzam ha fallecido repentinamente en noviembre de 1227 y le ha dejado Damasco a su hijo an-Naser, un joven sin experiencia. Al-Kamel, que ya puede considerar la posibilidad de apoderarse de Damasco y de Palestina, ha dejado de pensar en crear un Estado tapón entre Egipto y Siria. Puede suponerse cuán poco le agrada la llegada de Federico, que, amistosamente, le reclama Jerusalén y sus alrededores. Como es hombre de honor, no puede faltar a su promesa, pero intenta dar largas, explicándole al emperador que la situación ha cambiado de repente.

Pensando que la toma de Jerusalén iba a ser un mero requisito, Federico ha llegado con sólo tres mil hombres. Por tanto, no se atreve a lanzarse a una política de intimidación e intenta enternecer a al-Kamel: Soy amigo tuyo —le escribe—. Tú me has animado a que haga este viaje. Ahora el papa y todos los reyes de Occidente están al tanto de mi misión. Si volviera con las manos vacías, me perderían todo el respeto. Por favor, ¡dame Jerusalén para que pueda seguir con la cabeza alta! Al-Kamel se conmueve y le envía a su amigo Fajr al-Din cargado de regalos con una respuesta de doble sentido. Yo también —le explica— tengo que tener en cuenta la opinión. Si te entregara Jerusalén, ello podría provocar no sólo que el califa condenara mis actos, sino también una insurrección religiosa que podría derribar mi trono. Para ambos, se trata, ante todo, de quedar bien. Federico llega a suplicarle a Fajr al-Din que encuentre una salida honrosa, y éste le presenta, con el acuerdo previo del sultán, una tabla de salvación: «El pueblo no aceptaría nunca que te entregáramos sin combate Jerusalén, que tanto le costó conquistar a Saladino. En cambio, si el acuerdo acerca de la Ciudad Santa pudiera evitar una guerra sangrienta…». El emperador ha comprendido, sonríe, le agradece a su amigo el consejo y luego ordena a sus escasas tropas que se apresten al combate. A finales de noviembre de 1228, mientras se dirige con gran pompa hacia el puerto de Jaffa, al-Kamel manda decir por todo el país que hay que prepararse para una guerra prolongada y dura contra el poderoso soberano de Occidente.

Unas semanas después, sin haber librado combate alguno, el texto del acuerdo está listo: Federico se queda con Jerusalén, con un pasillo que la une a la costa, así como con Belén, Nazaret, los alrededores de Saida y la poderosa fortaleza de Tibnin, al este de Tiro. Los musulmanes siguen presentes en la Ciudad Santa, en el sector de Haram ash-Sharif, donde están agrupados sus principales santuarios. El 18 de febrero de 1229 firman el tratado Federico y el embajador Fajr al-Din en nombre del sultán. Un mes después, el emperador va a Jerusalén, a cuya población musulmana, salvo a algunos religiosos que tienen a su cargo los lugares de culto del Islam, ha evacuado al-Kamel. Lo recibe el cadí de Naplusa, Shams al-Din, que le entrega las llaves de la ciudad y le sirve, en cierto modo, de guía. El propio cadí cuenta esta visita.

Cuando el emperador, rey de los frany, vino a Jerusalén, me quedé con él como había pedido al-Kamel. Entré con él en Haram ash-Sharif donde recorrió las pequeñas mezquitas. Luego fuimos a la mezquita al-Aqsa, cuya arquitectura admiró, así como la Cúpula de la Roca. Le fascinó la belleza del púlpito y subió por sus escaleras hasta llegar arriba. Al bajar, me tomó de la mano y me llevó de nuevo hasta al-Aqsa. Allí encontró a un sacerdote que quería entrar en la mezquita, evangelio en mano. Furioso, el emperador empezó a increparlo rudamente: «¿Quién le ha traído a este lugar? ¡Por Dios, que si uno de vosotros vuelve a atreverse a poner los pies aquí sin permiso, le saco los ojos!» El sacerdote se alejó temblando. Aquella noche le pedí al almuecín que no llamara a la oración para no incomodar al emperador, pero éste, cuando fui a verlo al día siguiente, me preguntó: «Oh cadí, ¿por qué los almuecines no han llamado a la oración como suelen?» Le contesté: «Se lo he impedido yo por consideración hacia tu majestad». «No habrías debido actuar así —me dijo el emperador— pues, si he pasado esta noche en Jerusalén, ha sido sobre todo para oír la llamada del almuecín en la noche».

Al visitar la Cúpula de la Roca, Federico lee una inscripción que dice: Salah al-Din purificó esta ciudad santa de los mushrikin. Esta expresión, que significa «asociacionistas» o incluso «politeístas», se refiere a los que asocian otras divinidades al culto del Dios único. En este contexto designa a los cristianos partidarios de la Trinidad. Haciendo como si lo ignorara, el emperador, con sonrisa divertida, les pregunta a sus anfitriones, a los que pone en un compromiso, quiénes serán esos «mushrikin». Unos minutos después, al ver una verja a la entrada de la Cúpula, se pregunta por su utilidad. «Es para impedir que entren los pájaros», le contestan. Ante sus pasmados interlocutores, Federico comenta, con una alusión que se refiere claramente a los frany: «¡Y pensar que Dios ha permitido que entren los cerdos!» El cronista de Damasco, Sibt Ibn al-Yawzi, que, en 1229, es un brillante orador de cuarenta y tres años, ve en estas reflexiones la prueba de que Federico no es ni cristiano ni musulmán, sino con toda seguridad ateo. Añade, fiándose de los testimonios de quienes han estado con él en Jerusalén, que el emperador era pelirrojo, calvo y miope; si hubiera sido un esclavo, no habría valido doscientos dirhems.

La hostilidad de Sibt hacia el emperador refleja el sentimiento de la mayoría de los árabes. En otra circunstancias, seguramente habrían apreciado la actitud amistosa del emperador para con el Islam y su civilización, pero los términos del tratado que ha firmado al-Kamel escandalizan a la opinión. En cuanto se conoció la noticia de la entrega de la Ciudad Santa a los frany —dice el cronista—, una auténtica tempestad recorrió todos los países del Islam. A causa de la gravedad del suceso, se organizaron manifestaciones públicas de duelo. En Bagdad, en Mosul, en Alepo, la gente se reúne en las mezquitas para denunciar la traición de al-Kamel. Sin embargo, es en Damasco donde la reacción es más violenta. El rey an-Naser me pidió que reuniera al pueblo en la mezquita mayor de Damasco —cuenta Sibt— para que contase lo que había pasado en Jerusalén. Yo no podía por menos de aceptar, pues me lo dictaban mis obligaciones para con la fe.

El cronista predicador sube al púlpito en presencia de una muchedumbre iracunda: lleva un turbante de seda negra en la cabeza: «La desastrosa nueva que ha llegado hasta nosotros nos ha roto el corazón. Nuestros peregrinos ya no podrán ir a Jerusalén, ya no se recitarán los versículos del Corán en sus escuelas. ¡Cuán grande es hoy la vergüenza de los dirigentes musulmanes!» An-Naser asiste en persona a la manifestación; entre él y su tío al-Kamel existe una guerra abierta, tanto más cuanto que en el momento en que éste le entrega Jerusalén a Federico, el ejército egipcio está imponiendo un riguroso sitio a Damasco. Para la población de la metrópoli siria, fuertemente unida en torno a su joven soberano, la lucha contra la traición del señor de El Cairo se convierte en un tema de movilización. La elocuencia de Sibt no bastará, sin embargo, para salvar Damasco. Al-Kamel, que dispone de una aplastante superioridad numérica, sale vencedor de este enfrentamiento, consigue la capitulación de la ciudad y restablece, en provecho propio, la unidad del imperio ayyubí.

Ya en junio de 1229, an-Naser se ve obligado a abandonar su capital. Amargado, pero no desesperado, se instala al este del Jordán, en la fortaleza de Kerak donde desempeñará el papel, durante los años de tregua, de símbolo de la firmeza frente al enemigo. Muchos damascenos permanecen afectos a su persona y numerosos militantes religiosos, defraudados por la política exageradamente conciliadora de los demás ayyubíes, conservan la esperanza gracias a este joven y fogoso príncipe que incita a sus pares a proseguir el yihad contra los invasores. ¿Quién que no sea yo —escribe— despliega todos sus esfuerzos para proteger al Islam? ¿Quién que no sea yo combate en cualquier circunstancia por la causa de Dios? En noviembre de 1239, cien días después de haber expirado la tregua, an-Naser, durante una incursión inesperada, se apodera de Jerusalén. En todo el mundo árabe hay una explosión de alegría. Los poetas comparan al vencedor con su tío abuelo Saladino y le dan las gracias por haber lavado así la afrenta causada por la traición de al-Kamel.

Sus apologistas no cuentan, sin embargo, que an-Naser se había reconciliado con el señor de El Cairo poco antes de la muerte de este último, en 1238, esperando sin duda que le devolviera de esa forma el gobierno de Damasco. Los poetas eluden también el hecho de que el príncipe ayyubí no intentó conservar Jerusalén después de haberla recuperado; como estimaba que era imposible defender la ciudad, se apresuró a destruir la torre de David, así como otras fortificaciones que acababan de construir los frany, antes de retirarse con sus tropas a Kerak. Podría decirse que el fervor no excluye el realismo político o militar. El ulterior comportamiento del dirigente maximalista no deja, sin embargo, de intrigar. Durante la inevitable guerra de sucesión que sigue a la desaparición de al-Kamel, an-Naser no duda en proponer a los frany una alianza contra sus primos. Para engatusar a los occidentales, reconoce oficialmente en 1243 su derecho sobre Jerusalén e incluso les ofrece retirar a los religiosos musulmanes de Haram alsh-Sharif. ¡Nunca había llegado al-Kamel a tanto en su compromiso!