El imposible encuentro
Aunque se venere a Saladino como a un héroe tras la conquista de Jerusalén, no por ello se le deja de criticar. Sus allegados, amistosamente, y sus adversarios cada vez con mayor severidad.
Salah al-Din —dice Ibn al-Atir— no mostraba nunca firmeza alguna en sus decisiones. Cuando asediaba una ciudad y los defensores resistían durante cierto tiempo, se cansaba y levantaba el sitio. Ahora bien, un monarca no debe actuar así nunca, incluso aunque el destino lo favorezca. Con frecuencia es preferible fracasar manteniéndose firme a triunfar y malgastar luego los frutos del éxito. Nada ilustra mejor esta verdad que el comportamiento de Salah al-Din en Tiro. Si los musulmanes sufrieron un revés en esta plaza, la culpa fue sólo suya.
Aunque no demuestre en modo alguno una hostilidad sistemática, el historiador de Mosul, fiel a la dinastía de Zangi, siempre ha tenido sus reservas hacia Saladino. Tras Hattina, tras Jerusalén, Ibn al-Atir se une al júbilo general del mundo árabe. Pero ello no le impedirá subrayar, sin ninguna condescendencia, los errores del héroe.
Cuando habla de Tiro, los reproches del historiador están totalmente justificados.
Cada vez que se apoderaba de una ciudad o de una fortaleza franca, como Acre, Ascalón o Jerusalén, Salah al-Din permitía a los caballeros y a los soldados enemigos que se exiliasen en Tiro, de modo que esta ciudad no había prácticamente ya quien la tomara. Los frany de la costa enviaron mensajes a los que están allende los mares y estos últimos prometieron venir a ayudarles. ¿No habría que decir que fue el mismo Salah al-Din el que organizó la defensa de Tiro, en contra de su propio ejército?
Cierto es que no se le puede reprochar al sultán la magnanimidad con la que ha tratado a los vencidos. La repugnancia que siente por derramar sangre inútilmente, el estricto respeto de sus compromisos, la conmovedora nobleza de todos sus gestos tiene, para la Historia, al menos tanto valor como sus conquistas. Es innegable, sin embargo, que ha cometido un grave error político y militar. Al apoderarse de Jerusalén sabe que está desafiando a Occidente y que éste va a reaccionar. Permitir, en tales condiciones, a decenas de miles de frany atrincherarse en Tiro, la plaza fuerte más poderosa de la costa, es preparar una cabeza de puente ideal para una nueva invasión. Tanto más cuanto que los caballeros han encontrado, durante la ausencia del rey Guido, que sigue cautivo, un jefe particularmente tenaz, el hombre que los cronistas árabes llaman «al-Markish», el marqués Conrado de Montferrato, recién llegado de Occidente.
Saladino no es ajeno al peligro, pero lo infravalora. Ya en noviembre de 1187, unas semanas después de la conquista de la Ciudad Santa, emprende el sitio de Tiro, pero lo hace sin gran determinación. Sólo se puede tomar la antigua ciudad fenicia con la intervención masiva de la flota egipcia, Saladino lo sabe; sin embargo, se presenta ante las murallas con sólo diez barcos, cinco de los cuales son incendiados en seguida por los defensores en un audaz golpe de mano. Los otros huyen en dirección a Beirut. Sin armada, el ejército musulmán ya no puede atacar Tiro más que a través de la estrecha cornisa que une la ciudad a tierra firme. En tales condiciones, el sitio puede durar meses; tanto más cuanto que los frany, eficazmente movilizados por al-Markish, parecen dispuestos a luchar hasta el último hombre. Agotados por esta interminable campaña, la mayoría de los emires aconsejan a Saladino que renuncie. Con oro, el sultán habría podido convencer a algunos de que permanecieran a su lado, pero los soldados cuestan caros en invierno y las arcas del Estado están vacías. También él está cansado. Licencia pues a la mitad de sus tropas y luego levanta el sitio dirigiéndose al norte donde muchas ciudades y fortalezas pueden reconquistarse sin gran esfuerzo.
El ejército musulmán realiza una nueva marcha triunfal: Latakia, Tartus, Baghras, Safed, Kawbak…, la lista de las conquistas es larga. Sería más sencillo enumerar lo que les queda a los frany en Oriente: Tiro, Trípoli, Antioquía y su puerto, así como tres fortalezas aisladas. Pero, en círculos próximos a Saladino, los más perspicaces no se dejan engañar. ¿Para qué acumular conquistas si nada garantiza que se pueda disuadir al enemigo de una nueva invasión? El propio sultán muestra una serenidad a toda prueba. «¡Si los frany vienen de allende los mares, corren la misma suerte que los de aquí!», clama cuando se presenta una flota siciliana ante Latakia. En julio de 1188, no vacila en liberar a Guido, no sin haberle hecho jurar solemnemente que nunca más tomará las armas contra los musulmanes.
Este último regalo le va a costar caro. En agosto de 1189, el rey frany incumple su palabra y pone sitio al puerto de Acre. Dispone de fuerzas modestas, pero no paran de llegar navíos que van dejando en la costa sucesivas oleadas de combatientes occidentales.
Tras la caída de Jerusalén —cuenta Ibn al-Atir—, los frany se han vestido de negro y se han ido allende los mares a pedir ayuda por todas las comarcas, sobre todo en Roma la Grande. Para incitar a la gente a la venganza, llevaban un dibujo que representaba al Mesías, la paz sea con él, ensangrentado y golpeado por un árabe. Decía: «¡Mirad! ¡Ved al Mesías y ved a Mahoma, profeta de los musulmanes, que lo golpea hasta matarlo!» Conmovidos, los frany se reunieron, incluidas las mujeres, y los que no podían venir pagaron los gastos de los que iban a combatir en su lugar. Uno de los prisioneros enemigos me ha contado que era hijo único y que su madre había vendido la casa para proporcionarle los pertrechos. Las motivaciones religiosas y psicológicas de los frany eran tales que estaban dispuestos a superar cualquier tipo de dificultad para conseguir sus fines.
De hecho, en los primeros días de septiembre las tropas de Guido reciben más y más refuerzos. Comienza entonces la batalla de Acre, una de las más largas y penosas de todas las guerras francas. Acre está construida sobre una península en forma de apéndice nasal: al sur, el puerto; al oeste, el mar; al norte y al este, dos sólidas murallas que forman un ángulo recto. La ciudad está doblemente amurallada. Alrededor de las murallas, sólidamente defendidas por la guarnición musulmana, los frany forman un arco de círculo, cuyo grosor va aumentando, pero tienen que contar, en la retaguardia, con el ejército de Saladino. Al principio, éste ha intentado coger al enemigo en una tenaza con la esperanza de diezmarlo, pero en seguida se da cuenta de que no lo conseguirá, ya que si el ejército musulmán consigue varias victorias sucesivas, los frany compensan inmediatamente sus pérdidas. Desde Tiro o de allende los mares, cada día que amanece trae su cupo de combatientes.
En octubre de 1189, cuando la batalla de Acre está en todo su apogeo, Saladino recibe un mensaje de Alepo que le comunica que el «rey de los Alman», el emperador Federico Barbarroja, se acerca a Constantinopla, camino de Siria, llevando de doscientos a doscientos sesenta mil hombres. El sultán se queda muy preocupado, nos dice su fiel Baha al-Din, que se halla en ese momento a su lado. En vista de la extrema gravedad de la situación, le pareció necesario llamar a todos los musulmanes al yihad e informar al califa del desarrollo de la situación. Me encargó, pues, que fuera a ver a los señores de Sanyar, de la Yazira, de Moul, de Irbily que los animara a venir personalmente con sus soldados para participar en el yihad. Tenía que dirigirme luego a Bagdad para incitar al príncipe de los creyentes que reaccionase. Y eso fue lo que hice. Para intentar sacar al califa de su letargo, Saladino le especifica, en una carta, que el papa que reside en Roma les ha ordenado a los pueblos francos que marchen sobre Jerusalén. Al mismo tiempo, Saladino envía mensajes a los dirigentes del Magreb y de la España musulmana para invitarlos a acudir en ayuda de sus hermanos, igual que los frany de Occidente han hecho con los frany de Oriente. En todo el mundo árabe, el entusiasmo que suscitó la conquista de la plaza dio paso al miedo. Se cuchichea que la venganza de los frany será terrible, que se va a asistir a un nuevo baño de sangre, que la Ciudad Santa se volverá a perder, que Siria y Egipto van a caer en manos de los invasores. Pero, una vez más, el azar y la providencia intervienen en favor de Saladino.
Tras haber cruzado triunfalmente Asia Menor, el emperador alemán llega en la primavera de 1190 ante Konya, la capital de los sucesores de Kiliy Arslan, cuyas puertas fuerza rápidamente antes de enviar emisarios a Antioquía para anunciar su llegada. Los armenios del sur de Anatolia se alarman. Sus sacerdotes envían un mensajero a Saladino para suplicarle que los proteja de esa nueva invasión franca, pero no va a ser necesaria la intervención del sultán. El 10 de junio, un día muy caluroso, Federico Barbarroja se está bañando en un riachuelo al pie de los montes Tauro cuando, seguramente víctima de un ataque al corazón, se ahoga en un lugar —especifica Ibn al-Atir— donde el agua apenas llega a la cadera. Su ejército se dispersó y Dios les evitó así a los musulmanes la maldad de los alemanes que son, de entre los frany, una especie particularmente numerosa y tenaz.
El peligro alemán ha quedado, pues, descartado como por milagro, no sin haber paralizado a Saladino durante varios meses, impidiéndole dar la batalla decisiva contra los sitiadores de Acre. Ahora, la situación está estancada en torno al puerto palestino. El sultán ha recibido suficientes refuerzos para estar protegido ante un contraataque, pero es imposible expulsar a los frany. Poco a poco se va estableciendo un modus vivendi. Entre dos escaramuzas, caballeros y emires se invitan mutuamente a banquetes y charlan tranquilamente entre sí, entregándose a veces a algunos juegos, como cuenta Baha al-Din.
Un día los hombres de ambos bandos, cansados de combatir, decidieron organizar una batalla entre los niños. Dos muchachos salieron de la ciudad para medir sus fuerzas con dos jóvenes infieles. En el ardor de la pelea, uno de los muchachos musulmanes se abalanzó sobre su contrincante, lo derribó y lo asió por la garganta. Al ver que corría el riesgo de matarlo, se acercaron unos frany y le dijeron: «¡Para! Es tu prisionero de verdad y vamos a rescatarlo». Tomó dos dinares y lo soltó.
A pesar de este ambiente verbenero, la situación de los combatientes no es precisamente como para causar regocijo. Hay muchos muertos y heridos, las epidemias hacen estragos y, en invierno, no es fácil abastecerse. Lo que más le preocupa a Saladino es la situación de la guarnición de Acre. Según van llegando navíos de Occidente, el bloqueo marítimo se vuelve cada vez más riguroso. En dos ocasiones una flota egipcia con varias decenas de barcos consigue abrirse paso hasta el puerto, pero las pérdidas son grandes y el sultán tiene que recurrir pronto a la astucia para avituallar a los asediados. En julio de 1190, manda aparejar en Beirut un gigantesco navío repleto de trigo, queso, cebollas y corderos.
Un grupo de musulmanes embarcó —cuenta Baha al-Din—. Se vistieron como los frany, se afeitaron la barba, colgaron cruces del mástil y colocaron en el puente claramente unos cerdos. Se acercaron a la ciudad, pasando tranquilamente por entre los barcos enemigos. Los pararon y les dijeron: «Estamos viendo que os dirigís a Acre». Fingiendo asombro, preguntaron los nuestros: «¿Aún no habéis tomado la ciudad?» Los frany, que creían de verdad que estaban hablando con congéneres suyos, contestaron: No, aún no la hemos tomado. Bueno —dijeron los nuestros—, nos vamos a acostar cerca del campamento, pero viene detrás otro barco. «Hay que avisarlo en seguida, no vaya a ser que se dirija a la ciudad». Los beirutíes se habían fijado, sencillamente, en que un navío franco venía detrás de ellos. Los marinos enemigos se dirigieron en seguida hacia él mientras que los nuestros avanzaban a toda vela hacia el puerto de Acre donde los recibieron con gritos de alegría pues la ciudad andaba escasa de víveres.
Pero tales estratagemas no pueden repetirse muchas veces. Si el ejército de Saladino no consigue aflojar el cerco, Acre acabará por capitular. Ahora bien, a medida que transcurren los meses, las posibilidades de una victoria musulmana, de una nueva Hattina, son cada vez menores. El flujo de combatientes occidentales no sólo no amaina sino que sigue creciendo: en abril de 1191 el rey de Francia, Felipe Augusto, desembarca con sus tropas cerca de Acre seguido, a principios de junio, por Ricardo Corazón de León.
Este rey de Inglaterra, Malek al-Inkitar —nos dice Baha al-Din— era un hombre valiente, enérgico, audaz en el combate. Aunque inferior en rango al rey de Francia, era más rico y tenía más fama como guerrero. De camino, se paró en Chipre y se apoderó de esta ciudad. Y cuando apareció frente a Acre acompañado de veinticinco galeras repletas de hombres y de material de guerra, los frany lanzaron gritos de alegría y encendieron grandes hogueras para celebrar su llegada. En cuanto a los musulmanes, este acontecimiento colmó sus corazones de temor y aprensión.
A los treinta y tres años, el gigante pelirrojo que lleva la corona de Inglaterra es el prototipo del caballero belicoso y frívolo cuya nobleza de ideales no consigue enmascarar la desconcertante brutalidad y la total ausencia de escrúpulos. Pero si ningún occidental permanece insensible a su encanto y a su innegable carisma, el propio Ricardo, en cambio, está fascinado por Saladino. Nada más llegar, intenta verlo, le envía un mensajero a al-Adel y le pide que organice una entrevista con su hermano. El sultán contesta, sin vacilar un instante: «Los reyes sólo se reúnen tras llegar a un acuerdo, pues no es conveniente guerrear contra aquel que se conoce y con quien se ha comido»; pero autoriza a su hermano a entrevistarse con Ricardo a condición de que ambos estén rodeados de sus soldados. Los contactos prosiguen, aunque sin grandes resultados. De hecho —explica Baha al-Din—, la intención de los frany al enviarnos mensajeros era sobre todo conocer nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades. Y nosotros, cuando los recibíamos, teníamos exactamente la misma intención. Ricardo desea sinceramente conocer al conquistador de Jerusalén pero, desde luego, no ha venido a Oriente a negociar.
Mientras prosiguen estos contactos, el rey inglés prepara activamente el asalto final contra Acre. Totalmente aislada del mundo, la ciudad vive hambrienta. Sólo algunos nadadores excepcionales pueden llegar a ella, jugándose la vida. Baha al-Din narra la aventura de uno de estos comandos.
Se trata —especifica— de uno de los episodios más curiosos y más ejemplares de esta larga batalla. Había un nadador musulmán llamado Isa que tenía costumbre de bucear de noche por debajo de los barcos enemigos y de irrumpir del otro lado, donde lo esperaban los sitiados. Solía transportar, atados a la cintura, dinero y mensajes dirigidos a la guarnición. Una noche, que se había lanzado al agua con tres bolsas, que contenían mil dinares y varias cartas, lo localizaron y lo mataron. En seguida supimos que había sucedido una desgracia, pues Isa solía informarnos de su llegada soltando desde la ciudad una paloma que volaba hasta nosotros. Aquella noche no nos llegó señal alguna. Unos días después, unos habitantes de Acre que estaban junto al agua, vieron llegar un cuerpo a la orilla. Al acercarse, reconocieron a Isa el nadador que seguía llevando en la cintura el oro y la cera con que estaban protegidas las cartas. ¿Cuándo se ha visto a un hombre cumplir su misión incluso después de muerto con tanta fidelidad como si siguiera vivo?
El heroísmo de algunos combatientes árabes no es suficiente. La situación de la guarnición de Acre se está volviendo crítica. A principios del verano de 1191, las llamadas de los sitiados no son sino gritos de desesperación: «Estamos agotados y no tenemos más elección que capitular. Mañana mismo, si no hacéis nada por nosotros, pediremos que nos perdonen la vida y entregaremos la ciudad». Saladino se sume en la depresión. Ha perdido ya toda ilusión en lo tocante a la ciudad sitiada y llora amargamente. Sus allegados temen por su salud y los médicos le mandan pociones para calmarlo. Pide a los heraldos que pregonen por todo el campamento que se va a lanzar un ataque en masa para liberar Acre. Pero sus emires no lo siguen. «¿Por qué —contestan— poner inútilmente en peligro a todo el ejército musulmán?» Los frany son tantos ahora y están tan sólidamente atrincherados que cualquier ofensiva sería suicida.
El 11 de julio de 1191, tras dos años de sitio, aparecen súbitamente en las murallas de Acre las banderas de los cruzados.
Los frany lanzaron un tremendo grito de alegría mientras que en nuestro campamento todo el mundo estaba aturdido. Los soldados lloraban y se lamentaban. En cuanto al sultán, estaba como una madre que acaba de perder a su hijo. Fui a verlo e hice lo posible por reconfortarlo. Le dije que a partir de ahora tenía que pensar en el futuro de Jerusalén y de las ciudades de la costa y ocuparse de la suerte de los musulmanes capturados en Acre.
Sobreponiéndose a su dolor, Saladino envía un mensajero a Ricardo para discutir las condiciones de la liberación de los prisioneros. Pero el inglés tiene prisa; totalmente decidido a aprovechar su éxito para lanzar una vasta ofensiva, no tiene tiempo de ocuparse de los cautivos, como tampoco lo tuvo el sultán cuatro años antes, cuando las ciudades francas caían entre sus manos unas tras otras. La única diferencia es que Saladino, al no querer el estorbo de los prisioneros, los había soltado, mientras que Ricardo prefiere exterminarlos. Reúnen ante los muros de la ciudad a dos mil setecientos soldados de la guarnición de Acre, junto con cerca de trescientas mujeres y niños de sus familias. Atados con cuerdas para que no formen más que una única masa de carne, quedan a merced de los combatientes francos que se ensañan en ellos con sus sables, sus lanzas, e incluso a pedradas hasta que cesan todos los gemidos.
Una vez resuelto este problema de forma expeditiva, Ricardo sale de Acre a la cabeza de sus tropas. Se dirige al sur, a lo largo de la costa, y su flota lo va siguiendo a corta distancia mientras Saladino toma un camino paralelo, por el interior. Hay numerosos enfrentamientos entre ambos ejércitos, pero ninguno es decisivo. El sultán sabe ahora que no puede impedir a los invasores que se hagan de nuevo con el control del litoral palestino y, menos aún, destruir su ejército. Su ambición se limita a contenerlos, a cerrarles, cueste lo que cueste, el camino de Jerusalén, cuya pérdida sería terrible para el Islam. Siente que está viviendo la hora más sombría de su trayectoria. Aunque está muy afectado, se esfuerza por preservar los ánimos de sus súbditos y de sus allegados. Ante estos últimos, reconoce que ha sufrido graves reveses, pero explica que él y su pueblo están allí para quedarse mientras que los reyes francos se limitan a participar en una expedición, que terminará tarde o temprano. ¿Acaso no ha dejado Palestina en agosto el rey de Francia tras haber pasado cien días en Oriente? ¿No ha repetido el de Inglaterra, con frecuencia, que le corre prisa volver a su lejano reino?
Por otra parte, Ricardo intenta continuamente establecer contactos diplomáticos. En septiembre de 1191, cuando sus tropas acaban de conseguir algunos éxitos, sobre todo en la llanura costera de Arsuf, al norte de Jaffa, le insiste a al-Adel para llegar a un acuerdo rápido.
Ha muerto gente nuestra y gente vuestra —le dice en un mensaje—, el país está en ruinas y el asunto se nos ha ido por completo a todos de las manos. ¿No te parece que ya basta? En lo que a nosotros se refiere, sólo hay tres temas de discordia: Jerusalén, la cruz verdadera y el territorio.
En lo que a Jerusalén se refiere, es nuestro lugar de culto y nunca aceptaremos renunciar a ella aunque tengamos que luchar hasta el último hombre. En lo referente al territorio, querríamos que se nos devolviera el que está al oeste del Jordán. En cuanto a la cruz, no representa para vosotros más que un trozo de madera, mientras que para nosotros es de un valor inestimable. Que el sultán nos la devuelva y pongamos fin a esta agotadora lucha.
Al-Adel se remite en el acto a su hermano, que consulta a sus principales colaboradores antes de dictar su respuesta:
La Ciudad Santa es tan nuestra como vuestra: es incluso más importante para nosotros, pues hacia ella realizó nuestro profeta su milagroso viaje nocturno y en ella se reunirá nuestra comunidad el día del juicio final. Queda, pues, descartado que la abandonemos. Los musulmanes no lo admitirían nunca. En lo referente al territorio, siempre ha sido nuestro y vuestra ocupación es sólo pasajera. Habéis podido instalaros en él porque los musulmanes que entonces lo ocupaban eran débiles, pero, mientras dure la guerra, no os permitiremos disfrutar de vuestras posesiones. En cuanto a la cruz, representa una gran baza en nuestras manos y sólo nos separaremos de ella si conseguimos a cambio una importante concesión que favorezca al Islam.
La firmeza de ambos mensajes no debe engañarnos. Cada cual presenta sus exigencias máximas, pero está claro que no se ha cerrado la vía del acuerdo. De hecho, tres días después de este intercambio, Ricardo le hace al hermano de Saladino una propuesta muy curiosa.
Al-Adel me convocó —cuenta Baha al-Din— para informarme de los resultados de sus últimos contactos. Según el acuerdo que se estaba considerando, al-Adel se casaría con la hermana del rey de Inglaterra. Ésta estaba casada con el señor de Sicilia que había muerto. El inglés había traído, pues, consigo a su hermana a Oriente y proponía que se casara con al-Adel. La pareja residiría en Jerusalén. El rey le daría las tierras que están bajo su control, desde Acre hasta Ascalón, a su hermana que se convertiría en reina del litoral, del «sahel». El sultán le cedería sus posesiones del litoral a su hermano, que se convertiría en rey del sahel. Se les confiaría la cruz y se liberaría a los prisioneros de ambos bandos. Luego, al quedar establecida la paz, el rey de Inglaterra se volvería a su país allende los mares.
Está claro que a al-Adel le gusta la idea. Recomienda a Baha al-Din que haga todo lo posible para convencer a Saladino. El cronista promete poner gran empeño en ello.
Me presenté, pues, ante el sultán y le repetí lo que había oído. De entrada, me dijo que no veía inconveniente alguno, pero que pensaba que el propio rey de Inglaterra no aceptaría jamás tal arreglo y que sólo se trataba de una broma o de una trampa. Le pedí tres veces que confirmara su aprobación, cosa que hizo, volví, pues, donde estaba al-Adel para anunciarle la aprobación del sultán. Se apresuró a enviar a un mensajero al campamento enemigo para transmitir la respuesta. ¡Pero el maldito inglés le mandó decir que su hermana se había puesto furiosa cuando le había hecho la propuesta: había jurado que nunca se entregaría a un musulmán!
Como había adivinado Saladino, Ricardo intentaba tenderle una trampa. Esperaba que el sultán rechazara el plan por completo, cosa que habría desagradado profundamente a al-Adel. Al aceptar, Saladino obligaba, por el contrario, al monarca franco a desvelar su doble juego. En efecto, desde hacía varios meses Ricardo se estaba esforzando por entablar unas relaciones excepcionalmente buenas con al-Adel; lo llama «hermano» y halaga su ambición para intentar utilizarlo contra Saladino. No era ésta una práctica desleal. Por su parte, el sultán utiliza métodos semejantes. Paralelamente a sus negociaciones con Ricardo, comienza unas conversaciones con el señor de Tiro, al-Markish Conrado, que mantiene unas relaciones muy tensas con el monarca inglés, pues sospecha que intenta arrebatarle sus posesiones. Llegará a proponerle a Saladino una alianza contra «los frany del mar». El sultán no toma esta oferta al pie de la letra, pero la utiliza para acentuar su presión diplomática sobre Ricardo que está tan exasperado con la política del marqués ¡qué lo mandará asesinar meses después!
Al haber fracasado su maniobra, el rey de Inglaterra le pide a al-Adel que organice una entrevista con Saladino. Pero la respuesta de este último es la misma que dio unos meses antes:
Los reyes sólo se reúnen tras llegar a un acuerdo. De todas formas —añade—, no comprendo tu lengua y tú ignoras la mía y precisamos un traductor en quien confiemos ambos. Que este hombre sea un mensajero entre tú y yo. Cuando lleguemos a un acuerdo, nos reuniremos y la amistad reinará entre nosotros.
Las negociaciones van a prolongarse un año más. Atrincherado en Jerusalén, Saladino deja que corra el tiempo. Sus propuestas de paz son sencillas: cada cual se queda con lo que tiene; que los frany vayan, si lo desean, a realizar, sin armas, sus peregrinaciones a la Ciudad Santa pero ésta permanecerá en manos de los musulmanes. Ricardo, que está deseando volver a su país, intenta forzar la decisión encaminándose, en dos ocasiones, hacia Jerusalén pero sin llegar a atacarla. Para dar salida a la energía que le sobra, se dedica durante meses a construir en Ascalón una formidable fortaleza, pues piensa convertir esta ciudad en punto de partida de una futura expedición hacia Egipto. Nada más acabar la obra, Saladino exige que se desmantele piedra a piedra antes de firmar la paz.
En agosto de 1192, los nervios de Ricardo no resisten más. Se encuentra gravemente enfermo, numerosos caballeros lo han abandonado reprochándole el no haber intentado recuperar Jerusalén, lo acusan del asesinato de Conrado, sus amigos le apremian para que regrese sin tardanza a Inglaterra; no puede ya retrasar su partida. Casi suplica a Saladino que le deje Ascalón, pero la respuesta es negativa. Envía entonces un nuevo mensaje, repitiendo su petición y especificando que, si no se firma una paz adecuada antes de seis días, se verá obligado a pasar el invierno aquí. Este velado ultimátum hace sonreír a Saladino, que invita al mensajero a que se siente y le dice estas palabras: «Le dirás al rey que, en lo referente a Ascalón, no cederé. En cuanto a su proyecto de pasar el invierno en este país, creo que es algo inevitable, pues sabe que, en cuanto se vaya, recuperaremos esta tierra de la que se ha apoderado. Incluso es posible que la recuperemos sin que se vaya. ¿Desea realmente pasar aquí el invierno, a dos meses de distancia de su familia y de su país, cuando está en la flor de la vida y puede gozar de los placeres de ésta? Yo puedo pasar aquí el invierno, y luego el verano, y luego otro invierno y otro verano, pues estoy en mi país, rodeado de mis hijos y de mi familia a quienes atiendo, y tengo un ejército para el verano y otro para el invierno. Soy un anciano al que ya no le interesan los placeres de la existencia. Me voy a quedar esperando, como hasta ahora, hasta que Dios le dé la victoria a uno de nosotros».
Aparentemente impresionado por este lenguaje, Ricardo comunica en los días sucesivos que está dispuesto a renunciar a Ascalón. Y, a principios de septiembre de 1192, se firma una paz para cinco años. Los frany conservan la zona costera que va de Tiro a Jaffa y reconocen la autoridad de Saladino sobre el resto del territorio, incluida Jerusalén. Los guerreros occidentales, que han obtenido salvoconductos del sultán, se abalanzan hacia la Ciudad Santa para orar sobre el sepulcro de Cristo. Saladino recibe cortésmente a los más importantes, incluso los invita a compartir su mesa y les confirma su resuelta voluntad de preservar la libertad de culto. Sin embargo, Ricardo se niega a acudir, no quiere entrar como invitado en una ciudad donde se había prometido a sí mismo entrar como conquistador. Un mes después de la firma de la paz abandona la tierra de Oriente sin haber visto ni el Santo Sepulcro ni a Saladino.
Al final, el sultán ha triunfado en este penoso enfrentamiento con Occidente. Es cierto que los frany han recuperado el control de algunas ciudades y han conseguido, así, una tregua de casi cien años; pero nunca más volverán a ser una potencia capaz de dictarle su ley al mundo árabe. Ya no controlarán auténticos Estados, sólo asentamientos.
A pesar de este éxito, Saladino se siente maltrecho y algo empequeñecido. Ya no tiene nada que ver con el héroe carismático de Hattina. Se ha debilitado su autoridad sobre los emires, sus detractores son cada vez más virulentos y físicamente, se encuentra mal de salud; aunque es cierto que nunca ha tenido una salud excelente y se ha visto obligado desde hace varios años a consultar con regularidad a los médicos de la corte, tanto en Damasco como en El Cairo. En la capital egipcia, en especial, se ha hecho con los servicios de un prestigioso «tabid» judeoárabe, procedente de España, Musa Ibn Maimun, más conocido por el nombre de Maimónides. No por ello es menos cierto que durante los años más duros de la lucha contra los frany ha sufrido frecuentes ataques de paludismo, que lo han obligado a guardar cama durante largos días. Sin embargo, en 1192, no es la evolución de una enfermedad determinada lo que preocupa a sus médicos, sino un debilitamiento generalizado, una especie de envejecimiento prematuro que pueden comprobar cuantos se acercan al sultán. Saladino sólo tiene cincuenta y cinco años, pero también él siente que ha llegado el final de su existencia.
Los últimos días de su vida los pasa, apaciblemente, en su ciudad favorita, Damasco, rodeado de los suyos. Baha al-Din no se separa de él y anota afectuosamente cada uno de sus gestos. El jueves 18 de febrero de 1193 se reúne con él en el jardín de su palacio de la alcazaba.
El sultán se había sentado a la sombra, rodeado de sus hijos más pequeños. Preguntó quién lo esperaba dentro. «Unos mensajeros francos —le contestaron— y un grupo de emires y notables». Mandó llamar a los frany. Cuando se presentaron ante él, tenía en las rodillas a uno de sus hijos pequeños, el emir Abu-Bakr, al que quería mucho. Al ver el aspecto de los frany, con sus rostros lampiños, su corte de pelo, sus extrañas ropas, el niño se asustó y se puso a llorar. El sultán se disculpó con los frany y dio por terminada la entrevista sin haber escuchado lo que querían comunicarle. Luego me dijo: «¿Has comido algo hoy?» Era su forma de invitar a alguien. Añadió: «¡Qué nos traigan algo de comer!» Nos sirvieron arroz con leche cuajada y otros platos, todos igual de ligeros, y comió. Ello me tranquilizó, pues pensaba que había perdido por completo el apetito. Desde hacía algún tiempo se notaba pesado y no podía llevarse nada a la boca. Se movía con dificultad y se disculpaba por ello ante la gente.
Aquel jueves, Saladino se siente lo bastante en forma como para ir a caballo a recibir a una caravana de peregrinos que volvían de La Meca. Pero, dos días después, ya no consigue levantarse. Poco a poco se ha ido sumiendo en un estado de letargo. Los momentos en que está consciente son cada vez más escasos. Como la nueva de su enfermedad ha corrido por la ciudad, los damascenos temen que ésta se suma pronto en la anarquía.
Se retiraron las telas de los zocos por miedo al saqueo. Y, todas las noches, cuando me apartaba de la cabecera del sultán para volver a mi casa, las gentes se arremolinaban por donde yo pasaba para intentar averiguar, por mi expresión, si lo inevitable se había producido ya.
Al caer la tarde del 2 de marzo, la habitación del enfermo se ve invadida por las mujeres del palacio, que no consiguen contener las lágrimas. El estado de Saladino es tan crítico que su hijo mayor, al-Afdal, le pide a Baha al-Din, así como a otro colaborador del sultán, el cadí al-Fadil, que pasen la noche en la alcazaba. «Sería una imprudencia —responde el cadí— pues si las gentes de la ciudad no nos vieran salir, se imaginarían lo peor y podría haber saqueos». Para velar al enfermo, mandan venir a un jeque que vive dentro de la alcazaba.
Éste leía versículos del Corán, hablaba de Dios y del más allá, mientras el sultán yacía inconsciente. Cuando volví a la mañana siguiente, ya había muerto, ¡Dios tenga misericordia de él! Me han contado que cuando el jeque leyó el versículo que dice: «No hay más divinidad que Dios y a él me encomiendo», el sultán sonrió, se le iluminó el rostro y luego entregó el alma.
Nada más saberse la noticia de su muerte, muchos damascenos se dirigen hacia la alcazaba, pero los guardias no los dejan pasar. Sólo se autoriza a los grandes emires y a los principales ulemas a darle el pésame a al-Afdal, hijo mayor del difunto sultán, que está sentado en uno de los salones del palacio. Se invita a los poetas y a los oradores a que permanezcan en silencio. Los hijos más pequeños de Saladino salen a la calle y se mezclan, sollozando, con la muchedumbre.
Estas escenas insoportables —cuenta Baha al-Din— siguieron hasta después de la oración del mediodía. Se procedió entonces a lavar el cuerpo y a vestirlo con el sudario; hubo que pedir prestados todos los productos que para ello se utilizaron, pues el sultán no tenía nada suyo. Aunque me invitaron a la ceremonia del lavado, que realizó el teólogo al-Dawlahi, no tuve valor para asistir. Tras la oración del mediodía, llevaron el cuerpo fuera, dentro de un féretro envuelto en una sábana. Al ver el cortejo fúnebre, la muchedumbre comenzó a lanzar lamentos. Luego, grupo tras grupo, vinieron a orar ante sus restos; entonces transportaron al sultán hacia los jardines del palacio, allí donde lo habían atendido durante su enfermedad, y luego lo sepultaron en el pabellón occidental. Le enterraron a la hora de la oración de la tarde. ¡Qué Dios santifique su alma e ilumine su tumba!