Capítulo 10

Las lágrimas de Saladino

Estás yendo demasiado lejos, Yusuf, te estás excediendo. No eres más que un servidor de Nur al-Din y ¿querrías hacerte con el poder para ti solo? ¡Pues no te hagas ilusiones, ya que nosotros, que te hemos sacado de la nada, sabremos devolverte a ella!

Si unos años después los dignatarios de Alepo le hubieran enviado tal advertencia a Saladino, habría parecido absurdo; pero en 1174, cuando el señor de El Cairo empieza a destacar como la principal figura del Oriente árabe, sus méritos todavía no son evidentes para todos, entre los allegados de Nur al-Din, tanto en vida de éste último inmediatamente después de su muerte, ni se pronuncia ya el nombre de Yusuf. Para designarlo se emplean palabras como «arribista», «ingrato», «felón» o, sobre todo, «insolente».

En general, Saladino tuvo buen cuidado de no ser insolente: pero lo que sí es insolente es su suerte. Eso es lo que irrita a sus adversarios; pues ese oficial kurdo de treinta y seis años nunca ha sido hombre ambicioso y los que se han fijado en sus comienzos saben que se habría conformado de sobra con ser simplemente un emir entre tantos otros si el destino no lo hubiera lanzado, a su pesar, hacia el proscenio.

Ha partido hacia Egipto, en cuya conquista ha desempeñado un papel mínimo, en contra de su voluntad; y, sin embargo, precisamente a causa de su discreción, ha llegado a la cumbre del poder. No se había atrevido a derrocar a los fatimitas pero, cuando se ha visto obligado a tomar una decisión en este sentido, se ha encontrado con que se convertía en el heredero de la más rica dinastía musulmana. Y cuando Nur al-Din ha decidido ponerlo en el lugar que le correspondía, Yusuf ni siquiera ha tenido que resistirse: su señor ha fallecido de repente sin dejar más sucesor que un adolescente de once años, as-Saleh.

Menos de dos meses después, el 11 de julio de 1174, Amalrico fallece, víctima de una disentería, cuando estaba preparando una nueva invasión de Egipto con el apoyo de una poderosa flota siciliana. Lega el reino de Jerusalén a su hijo, Balduino IV, un joven de trece años afligido por la más terrible de las maldiciones: la lepra. No queda ya en todo Oriente más que un monarca que pueda oponerse a la irresistible ascensión de Saladino, y es Manuel, el emperador de los rum, que sueña con convertirse algún día en el soberano de Siria y quiere invadir Egipto en colaboración con los frany. Pero, precisamente, como para completar la serie, el poderoso ejército bizantino que había paralizado a Nur al-Din durante cerca de quince años sufrirá una total derrota en septiembre de 1176 ante Kiliy Arslan II, nieto del primero, en la batalla de Miriokéfalon. Poco después morirá Manuel, condenando al imperio cristiano de Oriente a hundirse en la anarquía.

¿Puede reprocharse a los panegiristas de Saladino que hayan visto en esta serie de acontecimientos imprevistos la mano de la Providencia? El propio Yusuf jamás ha intentado atribuirse el mérito de su buena suerte; siempre ha tenido buen cuidado en darle las gracias, después de a Dios, a «mi tío Shirkuh» y a «mi señor Nur al-Din». Cierto es que la grandeza de Saladino reside también en su modestia.

Un día que Salh al-Din estaba cansado y deseaba descansar, se acercó a él uno de sus mamelucos y le presentó un papel para que lo firmara. «Estoy agotado —dijo el sultán—, vuelve dentro de una hora». Pero el hombre insistió. Le pegó casi el papel a la cara a Salah al-Din diciéndole: «¡Qué firme el señor!» El sultán contestó: «¡Pero si ahora no tengo a mano ningún tintero!» Estaba sentado a la entrada de su tienda y el mameluco se fijó en que dentro había un tintero. «Ahí hay un tintero, al fondo de la tienda», exclamó, lo que equivalía a ordenar a Saladino que fuera él por el tintero. El sultán se volvió, vio el tintero y dijo: «¡Por Dios que es cierto!» Se estiró entonces hacia atrás, se apoyó en el brazo izquierdo y cogió el tintero con la mano derecha. Luego firmó el papel.

Este incidente que narra Baha al-Din, secretario particular y biógrafo de Saladino, ilustra de forma llamativa lo que diferenciaba a éste de los monarcas de su época y de todas las épocas: sabía ser humilde con los humildes incluso habiendo llegado a ser el más poderoso de los poderosos. Aunque sus cronistas evocan su valor, justicia y dedicación al yihad, a través de sus relatos se transparenta continuamente una imagen más enternecedora, más humana.

Cierto día —cuenta Baha al-Din—, cuando estábamos en plena campaña contra los frany, Salah al-Din pidió a sus allegados que acudieran a su lado. Llevaba en la mano una carta que acababa de leer y, al querer hablar, rompió en sollozos. Al verlo en tal estado no pudimos por menos de echarnos a llorar nosotros también, aunque no sabíamos lo que ocurría. Al fin dijo, con la voz ahogada por las lágrimas: «¡Taki al-Din, mi sobrino, ha muerto!» Y lloró de nuevo amargamente y nosotros también. Recobré el dominio de mí mismo y le dije: «No olvidemos en qué campaña estamos metidos y pidamos perdón a Dios por haber caído en tales llantos». Salah al-Din me dio la razón. «Sí —dijo—, ¡Dios me perdone! ¡Dios me perdone!» Lo repitió varias veces y luego añadió: «¡Qué nadie sepa lo que ha pasado!» Luego mandó que le trajeran agua de rosas para lavarse los ojos.

Las lágrimas de Saladino no fluyen sólo cuando mueren sus parientes.

Una vez —recuerda Baha al-Din—, cuando cabalgaba al lado del sultán frente a los frany, un explorador del ejército se nos acercó con una mujer que sollozaba golpeándose el pecho. «Ha salido del campamento de los frany —nos explicó el explorador— para ver al señor y la hemos traído». Salah al-Din le pidió al intérprete que la interrogara. Ella dijo: «Unos ladrones musulmanes entraron ayer en mi tienda y me robaron a mi niña. He pasado toda la noche llorando y nuestros jefes me han dicho: el rey de los musulmanes es misericordioso; te dejaremos ir a su encuentro y podrás pedirle a tu hija. Así que he venido y he puesto en ti todas mis esperanzas». Salah al-Din se enterneció y se le llenaron los ojos de lágrimas. Mandó a alguien al mercado de esclavos a buscar a la hija y antes de una hora llegó el jinete con la niña a hombros. En cuanto los vio, la madre se arrojó al suelo, se manchó el rostro con tierra y todos los presentes lloraban de emoción. Miró al cielo y se puso a decir cosas incomprensibles. Así que le devolvieron a su hija y la acompañaron al campamento de los frany.

Los que han conocido a Saladino no se explayan en la descripción de su aspecto físico: bajo, frágil, con la barba corta y regular. Prefieren hablar de su rostro, de ese rostro pensativo y algo melancólico que iluminaba de repente una sonrisa reconfortante que infundía confianza al interlocutor. Siempre era afable con sus visitantes e insistía en que se quedaran a comer, tratándolos con todos los honores aunque fueran infieles y atendiendo todas sus peticiones. No se resignaba a que alguien recurriera a él y se fuera decepcionado, y había quien no dudaba en aprovecharse de ello. Un día, durante una tregua con los frany, el «brins», señor de Antioquía, llegó de improviso ante la tienda de Salah al-Din y le pidió que le devolviera una región que el sultán había tomado hacía cuatro años. ¡Se la devolvió!

Está visto que la generosidad de Saladino rayaba a veces en la inconsciencia.

Sus tesoreros —revela Baha al-Din— tenían siempre escondida cierta cantidad de dinero para hacer frente a cualquier imprevisto, pues sabían bien que si el señor se enteraba de la existencia de esa reserva se la gastaría en el acto. A pesar de esta precaución, cuando murió el sultán no había en el tesoro del Estado más que un lingote de oro de Tiro y cuarenta y siete dirhems de plata.

Cuando algunos de sus colaboradores le reprochan su prodigalidad, Saladino les contesta con sonrisa despreocupada: «Hay personas para quienes el dinero no tiene mayor importancia que la arena». De hecho, siente un sincero desprecio por la riqueza y el lujo y, cuando caen en su poder los fabulosos palacios de los califas fatimitas, instala en ellos a sus emires y él prefiere quedarse en la residencia más modesta, reservada a los visires.

Éste es sólo uno de los numerosos detalles que permiten comparar la imagen de Saladino con la de Nur al-Din.

Sus adversarios no verán en él más que a un pálido imitador de su señor. De hecho, sabe mostrarse en sus contactos con los demás, sobre todo con sus soldados, mucho más afectuoso que su predecesor. Y, aunque observa al pie de la letra los preceptos de la religión, carece de esa faceta ligeramente beata que caracterizaba algunos de los comportamientos del hijo de Zangi. Podría decirse que Saladino, en general, es igual de exigente consigo mismo, pero lo es menos con los demás y, sin embargo, se mostrará aún más inflexible que su predecesor con quienes insultan al Islam, ya se trate de los «herejes» o de algunos frany.

Dejando a un lado las diferencias de personalidad, Saladino sigue, sobre todo al principio, bajo la poderosa influencia de la impresionante figura de Nur al-Din e intenta ser un digno sucesor suyo, persiguiendo sin tregua los mismos objetivos que aquél: unificar el mundo árabe, movilizar a los musulmanes, gracias a un poderoso aparato de propaganda, tanto moral como militarmente, pensando en la reconquista de las tierras ocupadas y, sobre todo, de Jerusalén.

Ya en el verano de 1174, mientras los emires reunidos en Damasco en torno al joven as-Saleh discuten sobre la mejor forma de enfrentarse a Saladino, llegando incluso a plantearse una alianza con los frany, el señor de El Cairo les dirige una carta que supone un auténtico desafío, en la que, ocultando paladinamente su conflicto con Nur al-Din, se presenta sin vacilar como el continuador de la obra de su soberano y fiel guardián de su herencia.

Si nuestro añorado rey —escribe— hubiera encontrado entre vosotros un hombre tan digno de confianza como yo, ¿no le habría entregado Egipto, que es la más importante de sus provincias, a él? Tened la certeza de que, si Nur al-Din no hubiera muerto tan pronto, es a mí a quien hubiera confiado la educación de su hijo y su custodia. Ahora bien, veo que os comportáis como si fuerais los únicos que servís a mi señor y a su hijo y que intentáis excluirme. Pero pronto acudiré y voy a realizar, para honrar la memoria de mi señor, acciones que dejarán huella, y todos y cada uno de vosotros recibiréis el castigo que merecéis por vuestro mal comportamiento.

Difícilmente se reconoce aquí al hombre circunspecto de los años anteriores, como si la desaparición del señor hubiera liberado en él una agresividad largo tiempo contenida. Cierto es que las circunstancias son excepcionales pues este mensaje tiene un objetivo concreto: es la declaración de guerra con la que Saladino comienza la conquista de la Siria musulmana. Cuando envía su mensaje, en octubre de 1174, el señor de El Cairo ya está camino de Damasco a la cabeza de setecientos jinetes; es poco para sitiar la metrópoli siria, pero Yusuf ha calculado bien las cosas. Asustados por el tono insólitamente violento de su misiva, as-Saleh y sus colaboradores han preferido replegarse hacia Alepo; cruzando sin tropiezos el territorio de los frany por lo que ya se puede llamar la «pista de Shirih», Saladino llega a finales de octubre ante Damasco, cuyas puertas se apresuran a abrir, para acogerlo, hombres vinculados a su familia.

Animado por esta victoria lograda sin un mandoble, continúa su camino. Deja la guarnición de Damasco a las órdenes de uno de sus hermanos y se dirige hacia el centro de Siria, donde se apodera de Homs y de Hama. Durante esta campaña relámpago, nos dice Ibn al-Atir, Sah al-Din decía que actuaba en nombre del rey as-Saleh, o de Nur al-Din. Aseguraba que su meta era defender al país contra los frany. Lo menos que puede decirse del historiador de Mosul, fiel a la dinastía de Zangi, es que desconfía de Saladino y que lo acusa de duplicidad. No está del todo equivocado. Yusuf, que no quiere desempeñar un papel de usurpador, se presenta como el protector de as-Saleh. «De todas formas —dice—, este adolescente no puede gobernar solo. Necesita un tutor, un regente, y nadie mejor que yo para desempeñar ese cometido». Por otra parte, le envía una carta tras otra a as-Saleh para asegurarle que le es fiel, hace que recen por él en las mezquitas de El Cairo y de Damasco y acuña moneda con su nombre.

El joven monarca es totalmente insensible a tales gestos. Cuando Saladino asedia Alepo en diciembre de 1174 «para proteger al rey as-Saleh de la influencia nefasta de sus consejeros», el hijo de Nur al-Din reúne a las gentes de la ciudad y les echa un conmovedor discurso: «¡Mirad a este hombre injusto e ingrato que quiere quitarme mi país sin consideración para Dios ni para los hombres! Soy huérfano y cuento con vosotros para defenderme en memoria de mi padre que tanto os amó». Profundamente conmovidos, los habitantes de Alepo deciden resistir hasta el final contra el «felón». Yusuf, que quiere evitar un conflicto directo con as-Saleh, levanta el sitio. A cambio, decide proclamarse «rey de Egipto y de Siria» para no depender de ningún señor. Además, los cronistas le dan el título de sultán, pero nunca hará uso de él. Saladino volverá más de una vez ante los muros de Alepo, pero nunca se decidirá a cruzar la espada con el hijo de Nur al-Din.

Para intentar apartar esta permanente amenaza, los consejeros de as-Saleh deciden recurrir a los servicios de los asesinos. Entran en contacto con Rashid al-Din Sinan, que promete librarles de Yusuf. Al «viejo de la montaña» le parece muy bien ajustarle las cuentas al sepulturero de la dinastía fatimita. Hay un primer atentado a principios de 1175: unos asesinos penetran en el campamento de Saladino y llegan hasta su tienda, donde un emir los reconoce y les impide el paso. Resulta gravemente herido, pero la alerta está dada. Acuden los guardias y, tras un encarnizado combate, aplastan a los batiníes. Pero esto no es más que el principio. El 22 de mayo de 1176, cuando Saladino ha iniciado una nueva campaña en la región de Mepo, un asesino irrumpe en su tienda y le asesta una puñalada en la cabeza. Afortunadamente, el sultán, que permanece alerta desde el último atentado, ha tomado la precaución de llevar un cubrecabezas de malla bajo el fez. El criminal se ensaña entonces con el cuello de su víctima. Pero también ahí encuentra un obstáculo la hoja, ya que Saladino lleva una larga túnica de grueso tejido cuyo alto cuello va reforzado con una malla. Acude entonces uno de los emires del ejército, que coge el puñal con una mano y con la otra hiere al batiní, que cae desplomado. A Saladino aún no le ha dado tiempo a levantarse cuando otro criminal se lanza sobre él, y luego otro más. Pero ya han llegado los guardias, que eliminan a los asaltantes, Yusuf sale de la tienda espantado, titubeante, pasmado de estar aún indemne.

Nada más recuperar la calma, decide ir a atacar a los asesinos a su guarida del centro de Siria, donde Sinan controla unas diez fortalezas. Saladino sitia la más temible de ellas, Masiaf, encaramada en la cumbre de un escarpado monte. Pero lo que acontece en ese mes de agosto de 1176 en el país de los asesinos seguirá siendo sin duda un misterio. Una primera versión, la de Ibn al-Atir, dice que Sinan envió, al parecer, una carta al tío materno de Saladino, jurando que mandaría matar a todos los miembros de la familia reinante. Viniendo de la secta, sobre todo tras los dos intentos de asesinato dirigidos contra el sultán, esta amenaza no puede tomarse a la ligera. Y, en consecuencia, parece ser que levantaron el sitio de Masiaf.

Pero tenemos otra versión de los acontecimientos que procede de los propios asesinos. Está recogida en uno de los pocos escritos que ha sobrevivido a la secta, un relato firmado por uno de sus adeptos, un tal Abu-Firas. Según él, Sinan, que estaba ausente de Masiaf cuando sitiaron la fortaleza, se apostó con dos de sus compañeros en una cercana colina para observar el desarrollo de las operaciones y Saladino ordenó a sus hombres que fueran a capturarlo. Al parecer, un importante grupo de soldados cercó a Sinan, pero, al intentar acercarse a él los soldados, se dice que una misteriosa fuerza les paralizó los miembros. Se cuenta que «el viejo de la montaña» les pidió entonces que avisaran al sultán de que quería tener con él una reunión personal y privada, que, aterrorizados, corrieron a contarle a su señor lo que acababa de suceder, y que Saladino, no viendo en ello ningún buen presagio, mandó que esparcieran en torno a su tienda cal y cenizas para detectar cualquier huella de pisadas al tiempo que, al caer la tarde, colocó guardias provistos de antorchas para protegerlo. De pronto, en plena noche, se despertó sobresaltado y observó durante un instante una figura desconocida que se estaba deslizando fuera de su tienda y en la que creyó reconocer al propio Sinan. El misterioso visitante había dejado sobre la cama una torta envenenada, con un papel donde pudo leer Saladino: Estás en nuestro poder. Parece ser que Saladino dio un grito y que acudieron los guardias jurando que no habían visto nada. Al día siguiente, sin más demora, Saladino se apresuraba a levantar el sitio y a volver a Damasco a toda velocidad.

Sin duda, este relato está muy novelado, pero es un hecho que Saladino decidió repentinamente cambiar por completo de política en lo referente a los asesinos. A pesar de su aversión por los herejes de todo tipo, nunca más va a intentar amenazar el territorio de los batiníes. Antes bien, a partir de ese momento va a intentar atraerlos, privando así a sus enemigos, tanto musulmanes como frany, de un precioso auxiliar, ya que el sultán está decidido a poner todas las bazas de su parte en la batalla por el control de Siria. Cierto que es el virtual ganador desde que se ha apoderado de Damasco, pero el conflicto se eterniza. Esas campañas que hay que hacer contra los Estados francos, contra Alepo, contra Mosul, donde también reina un descendiente de Zangi, y contra diferentes príncipes de Yazira y de Asia Menor, son agotadoras; tanto más cuanto que tiene que ir regularmente a El Cairo para disuadir a los intrigantes y a los urdidores de complots.

La situación no se empieza a decantar hasta finales de 1181, cuando as-Saleh muere de repente, quizá envenenado, a la edad de dieciocho años. Ibn al-Atir cuenta con emoción sus últimos momentos:

Al empeorar su estado, los médicos le aconsejaron que tomara un poco de vino. Les dijo: «No lo haré antes de conocer la opinión de un doctor de la ley». Uno de los principales ulemas acudió a su cámara y le explicó que la religión permitía el uso del vino como medicamento. As-Saleh preguntó: «¿Y pensáis realmente que si Dios ha decidido poner fin a mi vida podría cambiar de opinión al verme beber vino?» El religioso se vio obligado a decirle que no «Entonces —concluyó el moribundo— no quiero encontrarme con mi creador con un alimento prohibido en el estómago».

Año y medio después, el 18 de junio de 1183, Saladino entra solemnemente en Alepo. A partir de ese momento, Siria y Egipto son un todo, no nominalmente, como en tiempos de Nur al-Din, sino realmente, bajo la indiscutible autoridad del soberano ayyubí. Curiosamente, el nacimiento de este poderoso Estado árabe, que los va rodeando cada vez más no hace que los frany demuestren mayor solidaridad. Antes bien, mientras que el rey de Jerusalén, horriblemente mutilado por la lepra, se hunde en la impotencia, dos clanes rivales se disputan el poder. El primero, partidario de un acuerdo con Saladino, lo dirige Raimundo, conde de Trípoli. El segundo, extremista, tiene como portavoz a Reinaldo de Chátillon, el antiguo príncipe de Antioquía.

Raimundo, que es muy moreno, tiene la nariz como un pico de águila, habla con soltura el árabe y lee con atención los textos islámicos; podría pasar por un emir sirio si su elevada estatura no revelase sus orígenes occidentales.

No había —nos dice Ibn al-Atir— entre los frany de aquella época ningún hombre más valiente ni más sabio que el señor de Trípoli. Raimundo Ibn Raimundo as-Sanyili, descendiente de Saint Gilles. Pero era muy ambicioso y deseaba ardientemente ser rey. Durante un tiempo ocupó la regencia, pero pronto se vio apartado de ella. Le quedó tal rencor que escribió a Salah al-Din, se puso a su lado y le pidió que lo ayudara a convertirse en rey de los frany. Esto alegró a Salah al-Din, que se apresuró a poner en libertad a determinado número de caballeros de Trípoli que tenían prisioneros los musulmanes.

Saladino permanece atento a estas discordias. Cuando parece que triunfa en Jerusalén la corriente «oriental» que dirige Raimundo, se vuelve conciliador. En 1184, Balduino IV ha entrado en la última fase de la lepra. Tiene los pies y las piernas fláccidos y la mirada apagada. Pero no carece de valor ni de sentido común y se fía del conde de Trípoli que se esfuerza por establecer relaciones de buena vecindad con Saladino. El viajero andaluz Ibn Yubayr, que visita Damasco aquel año, muestra su sorpresa al ver que, a pesar de la guerra, las caravanas van y vienen con facilidad de El Cairo a Damasco cruzando el territorio de los frany. Los cristianos —observa— cobran a los musulmanes una tasa que se aplica sin abusos. Los comerciantes cristianos pagan, a su vez, derechos por sus mercancías cuando cruzan el territorio de los musulmanes. Se entienden a la perfección y se respeta la equidad. Los guerreros se ocupan de la guerra, pero el pueblo permanece en paz.

Saladino no sólo no tiene prisa alguna por poner fin a esta coexistencia, sino que se muestra incluso dispuesto a ir más allá en el camino de la paz. En marzo de 1185, el rey leproso muere a los veinticinco años dejando el trono a su sobrino Balduino V, un niño de seis años, y la regencia al conde de Trípoli, que, sabiendo que necesita tiempo para consolidar su poder, se apresura a enviar emisarios a Damasco para solicitar una tregua. Saladino, que sabe que está en perfectas condiciones de iniciar un combate decisivo con los occidentales, prueba, al aceptar la firma de una tregua de cuatro años, que no pretende el enfrentamiento a toda costa.

Pero, cuando muere el rey niño un año después, en agosto de 1186, todo el mundo se cuestiona el papel del agente. La madre del pequeño monarca —explica Ibn al-Atir— se había enamorado de un frany que acababa de llegar de Occidente, un tal Guido. Se había casado con él y, a la muerte del niño, puso la corona sobre la cabeza de su marido, hizo venir al patriarca, a los sacerdotes, a los monjes, a los Hospitalarios, a los Templarios, a los barones, les anunció que le había transmitido el poder a Guido y les hizo jurar que lo obedecerían. Raimundo se negó y prefirió entenderse con Salah al-Din. Este Guido es el rey Guido de Lusignan, hombre guapo y totalmente insignificante, carente de cualquier capacidad política o militar, siempre dispuesto a estar de acuerdo con la opinión del último de sus interlocutores. De hecho, no es más que una marioneta en manos de los «halcones», cuyo jefe es el «brins Arnat», Reinaldo de Chátillon.

Tras su aventura chipriota y sus abusos en el norte de Siria, este último ha pasado quince años en las cárceles de Alepo antes de que lo liberara, en 1175, el hijo de Nur al-Din. La cautividad le ha agravado los defectos: más fanático, más ávido, más sanguinario que nunca, Arnat va a provocar él solo más odio entre los árabes y los frany que decenios de guerras y matanzas. Tras su liberación, no ha conseguido recuperar Antioquía, donde reina su yerno Bohemundo III. Se ha instalado, pues, en el reino de Jerusalén, donde le ha faltado tiempo para casarse con una joven viuda que le ha aportado como dote los territorios situados al este del Jordán, ante todo las poderosas fortalezas de Kerak y Shawbak. Aliado de los Templarios y de muchos caballeros que acaban de llegar, ejerce en la corte de Jerusalén una creciente influencia que sólo Raimundo consigue contrarrestar durante un tiempo. La política que pretende imponer es la de la primera invasión franca: combatir sin tregua contra los árabes, saquear y matar sin consideraciones, conquistar nuevos territorios. Para él, cualquier conciliación o compromiso es una traición; no se siente obligado por tregua alguna. ¿Qué valor tiene, por otra parte, un juramento prestado a infieles?, explica con cinismo.

En 1180, se había firmado un tratado entre Damasco y Jerusalén que garantizaba la libre circulación de bienes y hombres por la región. Unos meses después, una caravana de ricos comerciantes árabes que cruzaba el desierto de Siria en dirección a La Meca sufría el ataque de Reinaldo, que se apoderaba de la mercancía. Saladino se quejó a Balduino IV, pero éste no se atrevió a castigar a su vasallo. En el otoño de 1182 ocurría algo más grave: Arnat decidió realizar una razzia en la propia ciudad de La Meca. Se embarcó en Elat, a la sazón pequeño puerto de pesca árabe situado en el golfo de A’qaba, e hizo que lo guiaran unos piratas del Mar Rojo. La expedición descendió siguiendo la costa y atacó Yanbu, puerto de Medina, y luego Rabigh, no lejos de La Meca. Por el camino, los hombres de Reinaldo hundieron un barco de peregrinos musulmanes que se dirigía a Yidda. A todo el mundo lo pillaba de sorpresa —explicaba Ibn al-Atir— pues las gentes de aquellas regiones no habían visto nunca un frany, ni comerciante ni guerrero. Ebrios de éxito, los asaltantes se tomaron las cosas con calma y llenaron los barcos de botín. Y, mientras el propio Reinaldo volvía a sus tierras, sus hombres pasaron muchos meses surcando el Mar Rojo, el hermano de Saladino, al-Adel, que gobernaba Egipto en su ausencia, armó una flota y la envió a perseguir a los saqueadores, a los que aplastó. A algunos los llevaron a La Meca para decapitarlos en público, castigo ejemplar concluye el historiador de Mosul para aquellos que han intentado violar los santos lugares. Evidentemente las noticias de esta insensata expedición dieron la vuelta al mundo musulmán, donde Arnat simbolizará a partir de ese momento lo más repulsivo que la imaginación pueda concebir entre los enemigos francos.

Saladino había contestado lanzando varias incursiones por el territorio de Reinaldo; pero, a pesar de su furia, el sultán sabía seguir siendo magnánimo. En noviembre de 1183, por ejemplo, cuando tenía instaladas catapultas alrededor de la ciudadela de Kerak y había empezado a bombardearla con fragmentos de roca, los defensores le enviaron recado de que, en ese mismo momento, se estaban celebrando en el interior unas bodas principescas. Aunque la novia era la hijastra de Reinaldo, Saladino les pidió a los sitiados que le indicaran la residencia de los jóvenes esposos y ordenó a sus hombres que no bombardearan ese sector.

Desgraciadamente, tales gestos no valen de nada con Arnat. El prudente Raimundo lo ha neutralizado por algún tiempo pero, con la llegada, en septiembre de 1186, del rey Guido, puede dictar de nuevo su ley. Unas semanas después, ignorando la tregua que debía durar aún dos años y medio, el príncipe cae como un ave de presa sobre una importante caravana de peregrinos y mercaderes árabes que avanzaba tranquilamente por el camino de La Meca. Mata a los hombres armados y se lleva al resto de la tropa cautiva a Kerak. Cuando algunos de ellos se atreven a recordarle a Reinaldo la tregua, les dice con tono desafiante: «¡Qué venga vuestro Mahoma a liberaros!» Cuando, unas semanas después, le cuenten a Saladino esas palabras, jura que matará a Arnat con sus propias manos.

Pero, a corto plazo, el sultán se esfuerza en contemporizar. Envía emisarios a Reinaldo para pedirle, como estipulan los acuerdos, la liberación de los cautivos y la devolución de sus bienes. Al negarse el príncipe a recibirlos, estos últimos se dirigen a Jerusalén, donde los recibe el rey Guido, que dice que lo escandaliza la forma de actuar de su vasallo, pero no se atreve a entrar en conflicto con él. Los embajadores insisten: ¿así que los rehenes del príncipe Arnat van a seguir pudriéndose en los calabozos de Kerak a pesar de todos los acuerdos y todos los juramentos? El incapaz Guido se lava las manos.

La tregua queda rota; a Saladino, que la habría respetado hasta que expirara, no le preocupa en absoluto que se reanuden las hostilidades. Envía mensajeros a los emires de Egipto, de Siria, de la Yazira y de otros lugares para anunciarles que los frany han faltado traidoramente a sus compromisos, llama a aliados y vasallos a unirse con cuantas fuerzas dispongan para tomar parte en el yihad contra el ocupante. De todas las comarcas del Islam, acuden hacia Damasco miles de jinetes y de infantes. La ciudad ya no es más que un bajel varado en un mar de ondulantes lonas, pequeñas tiendas de pelo de camello donde los soldados se resguardan del sol y de la lluvia, o regias tiendas principescas de tejidos ricamente coloreados, adornados con versículos coránicos o poemas caligrafiados.

Mientras prosigue la movilización, los frany se sumen en sus disputas internas. Al rey Guido le parece un momento propicio para librarse de su rival Raimundo, al que acusa de complacencia con los musulmanes; el ejército de Jerusalén se dispone a atacar Tiberíades, una pequeña ciudad de Galilea que pertenece a la mujer del conde de Trípoli. Éste, alertado, va al encuentro de Saladino para proponerle una alianza que el sultán acepta en el acto, enviándole un destacamento de sus tropas para reforzar la guarnición de Tiberíades. El ejército de Jerusalén retrocede.

El 30 de abril de 1187, mientras los combatientes árabes, turcos y kurdos siguen afluyendo hacia Damasco en sucesivas oleadas, Saladino envía a Tiberíades un mensajero para pedirle a Raimundo, de acuerdo con su alianza, que permita a sus exploradores dar una vuelta de reconocimiento por la zona del lago de Galilea. Al conde le resulta embarazoso pero no puede negarse. Pone por toda condición que los soldados musulmanes salgan de su territorio antes de la noche y se comprometan a no atacar a las personas ni a los bienes de sus súbditos. Para evitar cualquier incidente, avisa a todas las localidades de los alrededores del paso de las tropas musulmanas y pide a los habitantes que no salgan de casa.

Al día siguiente, viernes 1 de mayo, al alba, siete mil jinetes al mando de un lugarteniente de Saladino pasan ante los muros de Tiberíades. Esa misma tarde, cuando vuelven por el mismo camino, han respetado la letra de las exigencias del conde, no han atacado ni las aldeas ni los castillos, no han robado ni oro ni ganado y, sin embargo, no han podido evitar el incidente. En efecto, los grandes maestres de los Templarios y de los Hospitalarios se encontraban, por casualidad, en una fortaleza de los alrededores cuando, la víspera, un mensajero de Raimundo se ha presentado a anunciar la llegada del destacamento musulmán. A los monjes soldados se les hiela la sangre en las venas. ¡Para ellos no hay ningún posible pacto con los sarracenos! Han reunido apresuradamente a unos cuantos cientos de jinetes y de infantes y han decidido atacar a los jinetes musulmanes cerca de la aldea de Saffuriya, al norte de Nazaret. En pocos minutos quedan diezmados los frany. Sólo ha conseguido escapar el gran maestre de los Templarios.

Atemorizados por esta derrota —cuenta Ibn al-Atir—, los frany le enviaron a Raimundo a su patriarca, sus sacerdotes y sus monjes, así como a gran número de caballeros y le reprocharon amargamente su alianza con Salah al-Din. Le dijeron: «Ciertamente te has convertido al Islam, si no, no habrías podido soportar lo que acaba de suceder. No habrías soportado que los musulmanes pasaran por tu territorio, que mataran a los Templarios y a los Hospitalarios y que se retiraran llevando prisioneros sin que tú intentaras oponerte a ello». Los propios soldados del conde, los de Trípoli y de Tiberíades, le hicieron los mismos reproches y el patriarca lo amenazó con excomulgarlo y anular su matrimonio. Raimundo, sometido a tales presiones, se asustó, se disculpó y se arrepintió. Lo perdonaron, se reconciliaron con él y le pidieron que pusiera sus tropas a disposición del rey y participara en el combate contra los musulmanes. Partió, pues, el conde con ellos. Los frany reunieron entonces a sus tropas, jinetes e infantes, cerca de Acre, y luego se encaminaron despacio hacia la aldea de Saffuriya.

En el campo musulmán, la derrota de estas órdenes religiosas militares, unánimemente temidas y detestadas, es como un presagio de victoria. A partir de ese momento, emires y soldados están deseando cruzar el acero con los frany. En junio, Saladino reúne a todas sus tropas a medio camino entre Damasco y Tiberíades: ante él desfilan doce mil jinetes, sin contar infantes y voluntarios. Desde lo alto de su caballo de batalla, el sultán ha voceado su orden del día, que repiten acto seguido como un eco miles de voces inflamadas: «¡Victoria sobre el enemigo de Dios!».

Saladino le ha hecho a su estado mayor un análisis reposado de la situación: «La ocasión que se nos presenta seguramente no volverá a repetirse nunca. Soy de la opinión de que el ejército musulmán debe enfrentarse a tolos los infieles en una batalla campal. Hay que lanzarse resueltamente al yihad antes de que nuestras tropas se dispersen». Lo que el sultán quiere evitar es que, habida cuenta de que la estación de los combates acaba en otoño, sus vasallos y sus aliados se vuelvan a casa con sus tropas antes de que haya podido conseguir la victoria decisiva. Pero los frany son guerreros extremadamente cautos. ¿No intentarán evitar el combate al ver a las fuerzas musulmanas reagrupadas?

Saladino decide tenderles una trampa al tiempo que reza a Dios para que caigan en ella. Se dirige hacia Tiberíades, ocupa la ciudad en un solo día, ordena que provoquen numerosos incendios y pone sitio a la ciudadela, ocupada por la condesa, esposa de Raimundo, y por un puñado de defensores. El ejército musulmán es perfectamente capaz de aplastar su resistencia, pero el sultán contiene a sus hombres. Hay que incrementar lentamente la presión, simular que se está preparando el asalto final y esperar las reacciones.

Cuando los frany se enteraron de que Salah al-Din había ocupado e incendiado Tiberíades —cuenta Ibn al-Atir—, celebraron un consejo. Algunos propusieron ir al encuentro de los musulmanes para combatir contra ellos e impedir que se apoderasen de la ciudadela, pero Raimundo intervino: «Tiberíades es mía —les dijo— y es mi propia esposa la que está sitiada. Pero estoy dispuesto a aceptar que tomen la ciudadela y que capturen a mi esposa si ahí se detiene la ofensiva de Saladino. Pues, por Dios que he visto en el pasado muchos ejércitos musulmanes y ninguno era tan grande ni tan poderoso como este del que ahora dispone Saladino. Evitemos, pues, medir nuestras fuerzas con él. Siempre podremos recuperar Tiberíades más adelante y pagar un rescate para liberar a los nuestros». Pero el príncipe Arnat, señor de Kerak, le dijo: «Intentas asustarnos al describirnos las fuerzas de los musulmanes porque los quieres y prefieres su amistad, de otro modo no pronunciarías semejantes palabras. Y, si me dices que son muchos, yo te contesto: el fuego no se deja impresionar por la cantidad de leña que tiene que quemar». El conde dijo entonces: «Soy uno de vosotros, haré lo que queráis, pelearé a vuestro lado, pero ya veréis lo que va a pasar».

Una vez más había triunfado entre los occidentales la razón del más extremista.

A partir de ese momento todo está listo para la batalla. El ejército de Saladino se ha desplegado por una fértil llanura cubierta de árboles frutales. Detrás se extiende el agua dulce del lago de Tiberíades, cruzado por el Jordán, mientras que, más allá, hacia el nordeste, se perfila la majestuosa silueta de los altos del Golán. Cerca del campamento musulmán se eleva una colina coronada por dos cumbres que recibe el nombre de «los cuernos de Hattina», por el nombre de la aldea situada en su ladera.

El 3 de julio, el ejército franco, compuesto por unos doce mil hombres, se pone en marcha. El camino que tiene que recorrer entre Saffuriya y Tiberíades no es largo, como mucho cuatro horas de marcha, con tiempo normal. Sin embargo, en verano, este espacio de tierra palestina es totalmente árido; no hay ni fuentes ni pozos y los ríos están secos. Pero, saliendo temprano de Saffuriya, los frany no dudan en que podrán apagar su sed a orillas del lago por la tarde. Saladino ha preparado cuidadosamente la trampa. Durante todo el día sus jinetes acosan al enemigo, atacándolo tanto por delante como por detrás y por los flancos, arrojándole sin cesar nubes de flechas. De esta forma infligen a los occidentales algunas pérdidas y, sobre todo, los obligan a ir más despacio.

Poco antes de la caída de la tarde, los frany han alcanzado un promontorio desde cuya altura pueden dominar todo el paisaje. Justo a sus pies se extiende la pequeña aldea de Hattina, unas cuantas casas de color terroso, mientras que, al fondo del valle, centellean las aguas del lago Tiberíades. Y más cerca, por la verde llanura que se extiende a lo largo de la orilla, el ejército de Saladino. ¡Para beber, hay que pedirle permiso al sultán!

Saladino sonríe, sabe que los frany están agotados, muertos de sed, que ya no tienen ni fuerzas ni tiempo para abrirse paso hasta el lago antes de la noche y que están condenados a permanecer hasta que llegue el día sin una gota de agua. ¿Podrán realmente combatir en estas condiciones? Aquella noche, Saladino reparte el tiempo entre la oración y las reuniones de estado mayor. Al tiempo que les encarga a varios de sus emires que vayan hasta la retaguardia del enemigo para cortarle la retirada, se asegura de que cada cual ocupa la posición correcta y le repite las instrucciones.

Al día siguiente, 4 de julio de 1187, con las primeras luces del alba, los frany, completamente rodeados, aturdidos por la sed, intentan desesperadamente bajar la colina y alcanzar el lago. Los infantes, que han sufrido más que los jinetes con la agotadora caminata de la víspera, corren a ciegas, llevando sus hachas y mazas como quien lleva una carga, y van a estrellarse, oleada tras oleada, contra un resistente muro de sables y lanzas. Los supervivientes se ven rechazados en desorden hacia la colina, donde se mezclan con los caballeros que ya están convencidos de la derrota. Ninguna línea de defensa puede aguantar. Y, sin embargo, siguen combatiendo con el valor de la desesperación. Raimundo, a la cabeza de un puñado de sus allegados, intenta abrirse paso a través de las líneas musulmanas. Los lugartenientes de Saladino, que le han reconocido, lo dejan escapar. Seguirá cabalgando hasta Trípoli.

Tras la marcha del conde, los frany estuvieron a punto de capitular —cuenta Ibn al-Atir—. Los musulmanes habían prendido fuego a la hierba seca y el viento echaba el humo a los ojos de la caballería. Atenazados por la sed, las llamas, el humo, el calor del verano y el ardor del combate, los frany no podían más. Pero se dijeron que no podrían escapar a la muerte más que enfrentándose con ella. Lanzaron entonces ataques tan violentos que los musulmanes estuvieron a punto de retroceder. Sin embargo, en cada asalto los frany sufrían pérdidas y su número iba disminuyendo. Los musulmanes se apoderaron de la verdadera cruz. Esto fue para los frany lo peor de las pérdidas pues en ella, según dicen, crucificaron al Mesías, la paz sea con él.

Según el Islam, Cristo sólo fue crucificado en apariencia, pues Dios amaba demasiado al hijo de María para permitir que se le infligiera tan atroz suplicio.

A pesar de esta pérdida, los últimos supervivientes de los frany, cerca de ciento cincuenta de sus mejores caballeros, siguen peleando valientemente, atrincherados en una elevación más arriba de la aldea de Hattina, donde pretenden montar sus tiendas y organizar la resistencia. Pero los musulmanes los acosan por todos lados y sólo la tienda del rey permanece en pie. Lo que sigue lo narra el propio hijo de Saladino, al-Malik al-Afdal, que cuenta a la sazón diecisiete años.

Estaba —dice— junto a mi padre en la batalla de Hattina, la primera a la que asistí. Cuando el rey de los frany estuvo en la colina, lanzó con sus gentes un feroz ataque que hizo retroceder a nuestras tropas hasta el lugar en que se hallaba mi padre. En aquel momento, yo lo estaba mirando: estaba triste, crispado y se tiraba nerviosamente de la barba. Se adelantó gritando: «¡Satán no debe ganar!» Los musulmanes se lanzaron de nuevo al asalto de la colina. Cuando vi a los frany retroceder ante el empuje de nuestras tropas, grité de alegría: «¡Los hemos derrotado!» Pero los frany atacaron con redoblado ardor y los nuestros volvieron a retroceder hasta mi padre. Los volvió a lanzar al asalto y obligaron al enemigo a retirarse hacia la colina. Volví a gritar: «¡Los hemos derrotado!» Pero mi padre se volvió hacia mí y me dijo: «¡Calla! ¡Hasta que no caiga aquella tienda de allí arriba, no habremos terminado con ellos!» Antes de que hubiera podido terminar la frase, la tienda del rey se vino abajo. El sultán bajó entonces del caballo, se prosternó y dio gracias a Dios llorando de alegría.

Saladino se incorpora entre gritos de júbilo, vuelve a montar a caballo y se dirige hacia su tienda. Llevan hasta él a los prisioneros notables y, en particular, al rey Guido y al príncipe Arnat. El escritor Imad al-Din al-Isfahani, consejero del sultán, asiste a la escena:

Salah al-Din —cuenta— invitó al rey a sentarse a su lado y, cuando entró Arnat, lo instaló cerca de su rey y le recordó sus fechorías: «¡Cuántas veces has jurado y luego has violado tus juramentos, cuántas veces has firmado acuerdos que no has respetado!» Arnat le mandó contestar al intérprete: «Todos los reyes se han comportado siempre así. No he hecho nada más de lo que hacen ellos». Mientras tanto, Guido jadeaba de sed, cabeceaba como si estuviera borracho y su rostro traslucía un gran temor. Salah al-Din le dirigió palabras tranquilizadoras y mandó que trajeran agua helada que le ofreció. El rey bebió y luego le tendió el resto a Arnat que apagó la sed a su vez. El sultán le dijo entonces a Guido: «No me has pedido permiso antes de darle de beber. No estoy obligado, por tanto, a concederle la gracia».

Según la tradición árabe, un prisionero a quien se ofrece bebida o comida debe salvar la vida, compromiso que Saladino, evidentemente, no podía adquirir con el hombre a quien había jurado matar con sus propias manos. Imad al-Din sigue diciendo:

Tras haber pronunciado estas palabras, el sultán salió, montó a caballo y luego se alejó, dejando a los cautivos presa del terror. Supervisó el regreso de las tropas y luego volvió a su tienda. Una vez allí, mandó traer a Arnat, avanzó hacia él con el sable en la mano y lo golpeó entre el cuello y el omóplato. Cuando Arnat cayó al suelo, le cortaron la cabeza y luego arrastraron su cuerpo por los pies ante el rey, que se echó a temblar. Al verlo tan impresionado, el sultán le dijo con tono tranquilizador: «Este hombre sólo ha muerto por su maldad y su perfidia».

De hecho, el rey y la mayor parte de los prisioneros salvarán la vida, pero los Templarios y los Hospitalarios correrán la suerte de Reinaldo de Chátillon.

Saladino no ha esperado a que acabe tan memorable día para reunir a sus principales emires y felicitarlos por la victoria que les devuelve —dice— el honor que los invasores llevaban demasiado tiempo pisoteando. Cree que a partir de ese momento los frany ya no tienen ejército y que hay que aprovechar sin dilación para quitarles las tierras que han ocupado injustamente. Ya al día siguiente, que es domingo, ataca la ciudadela de Tiberíades donde la esposa de Raimundo sabe que ya no sirve de nada resistir. Se encomienda a Saladino que, por supuesto, deja marchar a los defensores con todos sus bienes, sin que nadie los moleste.

El martes siguiente, el victorioso ejército marcha hacia el puerto de Acre, que capitula sin resistencia. La ciudad ha adquirido en los últimos años una considerable importancia económica, ya que por ella pasa todo el comercio con Occidente. El sultán intenta animar a los numerosos mercaderes italianos a que se queden, prometiendo ofrecerles toda la protección necesaria; sin embargo, prefieren irse al vecino puerto de Tiro. Aunque lo lamenta, no se opone a ello, incluso los autoriza a llevarse todas sus riquezas y les ofrece una escolta para protegerlos de los bandidos.

Pareciéndole inútil al sultán desplazarse personalmente a la cabeza de tan poderoso ejército, encarga a sus emires que reduzcan las diferentes plazas fuertes de Palestina. Uno tras otro, los asentamientos francos de Galilea y Samaría se rinden en horas o en días. Éste es el caso de Mapeusa, de Haifa y de Nazaret, cuyos habitantes se dirigen en su totalidad hacia Tiro o hacia Jerusalén. El único combate serio se produce en Jaffa, donde un ejército llegado de Egipto al mando de al-Adel, hermano de Saladino, tropieza con una encarnizada resistencia. Cuando consigue el triunfo, al-Adel reduce a la esclavitud a toda la población. Ibn al-Atir cuenta que ha comprado en un mercado de Alepo a una joven cautiva franca que procedía de Jaffa.

Tenía un niño de un año. Un día, cuando lo llevaba en brazos, se le cayó y se arañó el rostro. La mujer se echó a llorar. Intenté consolarla, diciéndole que la herida no era grave y que no debía llorar así por tan poca cosa. Me contestó: «No lloro por eso sino por la desgracia que ha caído sobre nosotros. Tenía seis hermanos y todos han muerto; en cuanto a mi marido y a mis hermanas, no sé qué ha sido de ellos». De todos los frany de la costa, aclara el historiador árabe, sólo los habitantes de Jaffa corrieron tal suerte.

De hecho, en todos los demás lugares la reconquista se realiza sin violencias. Tras su corta estancia en Acre, Saladino se dirige hacia el norte. Pasa ante Tiro, pero decide no entretenerse ante sus poderosas murallas y comienza una marcha triunfal siguiendo la costa. El 29 de julio, tras setenta y siete años de ocupación, Saida capitula pacíficamente; con pocos días de intervalo, la siguen Beirut y Yabail. Las tropas musulmanas están ya muy cerca del condado de Trípoli, pero Saladino, que cree que por esa parte ya no tiene nada que temer, vuelve hacia el sur para detenerse nuevamente ante Tiro, preguntándose si no debería sitiarla.

Tras algunas vacilaciones —nos dice Baha al-Din—, el sultán renuncia a ello. Sus tropas estaban desperdigadas, sus hombres cansados de aquella campaña excesivamente larga, y Tiro estaba demasiado bien defendida, pues todos los frany del litoral estaban ahora allí reunidos. Prefirió, pues, atacar Ascalón que era más fácil de tomar.

Día vendrá en que Saladino lamente amargamente esta decisión, pero, por el momento, prosigue la marcha triunfal. El 4 de septiembre capitula Ascalón y luego Gaza, que pertenecía a los Templarios. Simultáneamente, Saladino envía a algunos emires de su ejército hacia la región de Jerusalén, donde se apoderan de varias localidades, entre ellas Belén. A partir de ese momento, el sultán ya no tiene más que un deseo: coronar su campaña victoriosa, así como su carrera, con la reconquista de la Ciudad Santa.

¿Podrá entrar en aquel lugar venerable, como hizo el califa Umar, sin destrucción y sin derramamiento de sangre? Envía un mensaje a los habitantes de Jerusalén invitándolos a entablar conversaciones acerca del futuro de la ciudad. Una delegación de notables se entrevista con él en Ascalón. La propuesta del vencedor es razonable: si le entregan la ciudad sin lucha, los habitantes que lo deseen podrán irse y llevarse todos sus bienes; se respetarán los lugares de cultos cristianos y no se molestará a quienes en el futuro deseen acudir como peregrinos. Pero, para gran sorpresa del sultán, los frany responden con la misma arrogancia que en tiempos de su poderío. ¿Entregar Jerusalén, la ciudad en la que murió Jesús? ¡De ninguna manera! La ciudad es de ellos y la defenderán hasta el final.

Entonces, jurando que no tomará Jerusalén más que con la espada, Saladino ordena a sus tropas, dispersas por toda Siria, que se reagrupen en torno a la Ciudad Santa. Acuden todos los emires. ¿Qué musulmán no querría poderle decir a su creador el día del Juicio: «¡He combatido por Jerusalén!»? ¿O mejor aún: «¡He muerto como un mártir por Jerusalén!»? Saladino, a quien un astrólogo había predicho una vez que perdería un ojo si entraba en la Ciudad Santa, había contestado: «¡Por apoderarme de ella, estoy dispuesto a perder los dos!».

La defensa, dentro de la ciudad sitiada, la organiza «Balian de Ibelin», señor de Ramleh, un señor que, según Ibn al-Atir, tenía entre los frany una categoría más o menos igual a la del rey. Había podido salir de Hattina poco antes de la derrota de los suyos y luego se había refugiado en Tiro. Como su mujer estaba en Jerusalén, le había pedido a Saladino, por el verano, permiso para ir a buscarla prometiéndole no llevar armas y no pasar más que una noche en la Ciudad Santa. Sin embargo, cuando llegó le suplicaron que se quedara, pues ninguna otra persona tenía suficiente autoridad como para dirigir la resistencia. Pero Balian, que era hombre de honor y no podía aceptar defender Jerusalén y a su pueblo sin traicionar el acuerdo con el sultán, se había remitido al propio Saladino para saber qué debía hacer, y el sultán, magnánimo, le había liberado de su compromiso. ¡Si el deber lo obligaba a permanecer en la Ciudad Santa y a llevar armas, que lo hiciera! ¡Y como Balian, demasiado ocupado en organizar la defensa de Jerusalén ya no podía llevar a su mujer a lugar seguro, el sultán le procuró a ésta una escolta que la llevara a Tiro!

Saladino no le negaba nada a un hombre de honor aunque fuera el más encarnizado de sus enemigos, si bien es cierto que, en este caso concreto, el riesgo es mínimo. A pesar de su valentía, Balian no puede ser una seria preocupación para el ejército musulmán. Aunque las murallas sean sólidas y la población franca esté profundamente apegada a su capital, el número de defensores se limita a un puñado de caballeros y a unos cientos de burgueses sin ninguna experiencia militar. Por otra parte, los cristianos orientales, ortodoxos y jacobitas, que viven en Jerusalén, están de parte de Saladino, sobre todo el clero, al que los prelados latinos han desairado constantemente; uno de los principales consejeros del sultán es un sacerdote ortodoxo llamado Yusuf Batit. Es él quien se ocupa de los contactos con los frany así como con las comunidades cristianas orientales. Poco antes del comienzo del sitio, los clérigos ortodoxos han prometido a Batit abrir las puertas de la ciudad si los occidentales se mostraran demasiado obstinados.

De hecho, la resistencia de los frany será valerosa pero breve y sin ilusiones. El 20 de septiembre comienza el cerco de Jerusalén. Seis días después, Saladino, que ha instalado su campamento en el monte de los Olivos, pide a sus tropas que aumenten la presión con vistas al asalto final. El 29 de septiembre, los zapadores consiguen abrir una brecha en la muralla norte, muy cerca del lugar en que los occidentales se abrieron camino en 1099. Al ver que ya no sirve de nada seguir el combate, Balian pide un salvoconducto y se presenta ante el sultán.

Saladino se muestra inflexible. ¿Acaso no les ha propuesto a los habitantes, mucho antes de la batalla, las mejores condiciones de capitulación? ¡Ahora ya no es momento de negociar, pues ha jurado que tomará la ciudad con la espada como hicieron los frany! El único modo de liberarlo de su juramento es que Jerusalén le abra sus puertas y se entregue por completo a él sin condiciones.

Balian insiste para conseguir una promesa de que salvarán la vida —cuenta Ibn al-Atir—, pero Salah al-Din no promete nada. Intenta enternecerlo en vano. Entonces le dice las siguientes palabras: «Oh sultán, has de saber que hay en esa ciudad una muchedumbre de gente cuyo número sólo Dios conoce. Dudan en seguir el combate, pues esperan que preservarás sus vidas como lo has hecho con otros muchos, porque aman la vida y odian la muerte. Pero si vemos que la muerte es inevitable, entonces por Dios que mataremos a nuestros hijos y a nuestras mujeres, quemaremos cuanto poseemos, no os dejaremos de botín ni un solo dinar, ni un solo dirhem, ni un solo hombre, ni una sola mujer que podáis llevaros cautiva. Luego destruiremos la Roca sagrada, la mezquita al-Aqsa y otros muchos lugares, mataremos a los cinco mil prisioneros musulmanes que tenemos y exterminaremos a todas las cabalgaduras y a todos los animales. Al final saldremos y combatiremos contra vosotros como se combate para defender la vida. Ninguno de nosotros morirá sin haber matado a varios de los vuestros».

Estas amenazas no impresionan a Saladino, pero lo conmueve el fervor de su interlocutor. Para no parecer que se ablanda demasiado pronto, se vuelve hacia sus consejeros y les pregunta si, para evitar la destrucción de los santos lugares del Islam, no podría quedar libre de su juramento de tomar la ciudad por la espada. Ellos responden afirmativamente, pero, como conocen la incorregible generosidad de su señor, insisten para que consiga de los frany, antes de dejarlos marchar, una contrapartida financiera, pues esta larga campaña ha vaciado por completo las arcas del Estado. Los infieles, explican los consejeros, son prisioneros virtuales; para quedar libre, cada uno deberá pagar su rescate: diez dinares por hombre, cinco por mujer y uno por niño. Balian acepta el principio, pero aboga por los pobres que, a lo que dice, no pueden pagar esa suma. ¿No se podría dejar libres a siete mil por treinta mil dinares? Una vez más se acepta tal petición, a pesar de la furia de los tesoreros. Satisfecho, Balian ordena a sus hombres que depongan las armas.

El viernes 2 de octubre de 1187, el 27 de rayab del año 583 de la hégira, el mismo día en que los musulmanes celebran el viaje nocturno del profeta a Jerusalén, Saladino entra solemnemente en la Ciudad Santa. Sus emires y soldados han recibido órdenes estrictas: no hay que maltratar a ningún cristiano, sea franco u oriental. De hecho, no habrá matanzas ni saqueo. Algunos fanáticos han reclamado la destrucción de la iglesia del Santo Sepulcro como represalia contra los abusos cometidos por los frany, pero Saladino les para los pies. Antes bien, refuerza la guardia en los lugares de culto y anuncia que los propios frany podrán peregrinar cuando lo deseen. Naturalmente, se quita la cruz franca de la cúpula de la Roca y la mezquita al-Aqsa, que se había convertido en iglesia, vuelve a ser un lugar de culto musulmán tras rociar sus muros con agua de rosas.

Mientras Saladino, rodeado de una nube de acompañantes, va de un santuario a otro llorando, orando y prosternándose, la mayor parte de los frany se han quedado en la ciudad. Los ricos se dedican a vender sus casas, sus comercios o sus muebles antes de exiliarse y los compradores suelen ser cristianos ortodoxos o jacobitas que piensan quedarse. Después se venderán otros bienes a las familias judías que instalará Saladino en la Ciudad Santa.

En cuanto a Balian, se está esforzando por reunir el dinero necesario para comprar la libertad de los más pobres. El rescate en sí no es muy oneroso. El de los príncipes suele alcanzar varias decenas de miles de dinares, e incluso cien mil o más. Pero, para los humildes, veinte dinares por familia representan los ingresos de uno o dos años. Miles de menesterosos se han reunido a las puertas de la ciudad para mendigar unas monedas. Al-Adel, que no es menos sensible que su hermano, le pide permiso a Saladino para liberar sin rescate a mil prisioneros pobres. Cuando se entera, el patriarca franco hace la misma petición para otros setecientos y Balian para quinientos: todos quedan libres. Luego, por propia iniciativa, el sultán anuncia que todas las personas de edad pueden partir sin pagar nada, así como que deja libres a los padres de familia prisioneros. En cuanto a las viudas y huérfanos francos, no se conforma con exonerarlos de cualquier pago, les hace regalos antes de que partan.

Los tesoreros de Saladino están desesperados. ¡Si se libera sin contrapartida a los más pobres, que se aumente, por lo menos, el rescate de los ricos! La cólera de estos buenos servidores del Estado llega al colmo cuando el patriarca de Jerusalén sale de la ciudad acompañado de numerosos carros cargados de oro, de tapices y de todo tipo de bienes a cual más costoso. Imad al-Din al-Isfahani quedó escandalizado, como él mismo cuenta.

Le dije al sultán: «Ese patriarca transporta riquezas que no valen menos de doscientos mil dinares. Les hemos permitido que se lleven sus bienes, pero no los tesoros de las iglesias y los conventos. ¡No hay que dejárselos!» Pero Salah al-Din contestó: «Tenemos que aplicar al pie de la letra los acuerdos que hemos firmado, así nadie podrá acusar a los creyentes de haber traicionado los tratados. Antes bien, los cristianos recordarán en todas partes los beneficios de que los hemos colmado».

De hecho, el patriarca pagará diez dinares, como todos, e incluso disfrutará de una escolta para poder llegar a Tiro sin que nadie lo importune.

Si Saladino ha conquistado Jerusalén no ha sido para acumular oro, y menos aún para vengarse. Ha intentado sobre todo, explica, cumplir con su deber hacia su Dios y su fe. Su victoria es haber librado a la Ciudad Santa del yugo de los invasores, y ello sin baño de sangre, sin destrucción, sin odio. Su felicidad es poder prosternarse en estos lugares donde, de no haber sido por él, no habría podido orar ningún musulmán. El viernes 9 de octubre, una semana después de la victoria, se organiza una ceremonia oficial en la mezquita al-Aqsa. Muchos religiosos le han disputado el honor de pronunciar el sermón en esta ocasión memorable. Finalmente, es el cadí de Damasco, Muhi al-Din Ibn al-Zaki, sucesor de Abu-Saad al-Harawi, el designado por el sultán para subir al púlpito, vestido con una rica túnica negra. Tiene una voz clara y fuerte, pero un leve temblor deja traslucir la emoción que siente: «¡Gloria a Dios que ha concedido al Islam esta victoria y que ha devuelto al redil a esta ciudad tras llevar un siglo perdida! ¡Honor a este ejército que Él ha escogido para concluir la reconquista! ¡Y salve, Salah al-Din Yusuf, dijo de Ayyub, que le has devuelto a esta nación su pisoteada dignidad!».