La embestida hacia el Nilo
«Mi tío Shirkuh se volvió hacia mí y dijo: “¡Yusuf, recoge tus cosas que nos vamos!” Al recibir esta orden, sentí como si me dieran una puñalada en el corazón y contesté: “¡Por Dios, así me dieran todo el reino de Egipto, no iría!”».
El hombre que así habla no es otro que Saladino; cuenta los principios, cuando menos tímidos, de la aventura que lo convertirá en uno de los soberanos más prestigiosos de la Historia. Con la admirable sinceridad que caracteriza todas sus palabras, Yusuf se guarda muy mucho de atribuirse el mérito de la epopeya egipcia. «Al fin, acompañé a mi tío —añade—; conquistó Egipto y luego murió. Dios me puso entonces entre las manos un poder que yo no me esperaba en absoluto». En realidad, si Saladino destaca pronto como el gran beneficiario de la expedición egipcia, no va a desempeñar el papel principal. Tampoco Nur al-Din, a pesar de que el país del Nilo se conquista en su nombre.
Esta campaña, que dura desde 1163 hasta 1169, tendrá como protagonistas a tres personajes asombrosos: un visir egipcio, Shawar, cuyas intrigas demoníacas asolarán la región, un rey franco, Amalrico, tan obsesionado por la idea de conquistar Egipto que invadirá este país cinco veces en seis años, y un general kurdo, Shirkuh, «el león», que se impondrá como uno de los genios militares de su tiempo.
Cuando Shawar toma el poder en El Cairo, en diciembre de 1162, alcanza una dignidad y un puesto que le procuran honores y riquezas, pero no ignora la otra cara de la moneda: de los quince dirigentes que lo han precedido en el mando de Egipto, sólo uno ha salido con vida. A todos los demás, según los casos, los han ahorcado, decapitado, apuñalado, crucificado, envenenado o han muerto linchados por la muchedumbre; a uno lo mató su hijo adoptivo, a otro su propio padre. Lo cual significa que no hay que buscar en este curtido emir de canosas sienes rastros de ningún tipo de escrúpulo. En cuanto llega al poder, le falta tiempo para acabar por completo con su antecesor y toda su familia, apoderarse de su oro, de sus joyas y sus palacios.
Sin embargo, la rueda de la fortuna sigue girando: transcurridos menos de nueve meses de gobierno, al nuevo visir lo derroca, a su vez, uno de sus lugartenientes, un tal Dirgham. Al haber sido advertido con tiempo, Shawar consigue salir de Egipto sano y salvo y refugiarse en Siria, donde intenta conseguir el apoyo de Nur al-Din para recuperar el poder. Aunque su visitante sea inteligente y hable bien, al principio el hijo de Zangi no lo escucha con demasiada atención. Pero, muy pronto, los acontecimientos lo obligan a cambiar de actitud.
Pues en Jerusalén se están siguiendo muy de cerca los cambios cuyo escenario es El Cairo. Desde febrero de 1162, los frany tienen un nuevo rey dotado de indomable ambición: «Morri», Amalrico, segundo hijo de Foulques. Visiblemente influido por la propaganda de Nur al-Din, este monarca de veintiséis años intenta dar de sí mismo la imagen de un hombre sobrio, piadoso, aficionado a las lecturas religiosas y preocupado por la justicia. Pero la semejanza es sólo aparente. El rey franco es más osado que prudente y, a pesar de su elevada estatura y de su abundante cabellera, carece por completo de majestad en el porte. De hombros anormalmente estrechos, aquejado con frecuencia de accesos de hilaridad tan largos y escandalosos que turban a quienes lo rodean, padece también una tartamudez que no facilita sus relaciones con los demás. Sólo la idea fija que lo anima —la conquista de Egipto— y su incansable empeño en ella dan a Morri una innegable talla.
Cierto es que el asunto parece tentador. Desde que, en 1153, los caballeros occidentales se han apoderado de Ascalón, último bastión fatimita de Palestina, tienen abierto el camino hacia el país del Nilo. Los sucesivos visires, demasiado ocupados en pelear con sus rivales, han adoptado la costumbre, desde 1160, de pagar un tributo anual a los frany para que se abstengan de intervenir en sus asuntos. Nada más caer Shawar, Amalrico ha aprovechado la confusión que reina en el país del Nilo para invadirlo, con el simple pretexto de que la suma convenida, sesenta mil dinares, no se ha pagado a tiempo. Cruzando el Sinaí, siguiendo la costa mediterránea, ha puesto sitio a la ciudad de Bilbays, situada en un brazo del río —que se secará durante los siglos siguientes—. Los defensores de la ciudad están a la vez estupefactos y divertidos al ver cómo los frany instalan sus máquinas de asedio alrededor de los muros, pues estamos en septiembre y el río empieza a crecer. A las autoridades les basta, pues, con mandar romper unos diques para que los guerreros de Occidente se vean poco a poco rodeados de agua: apenas si tienen tiempo de huir y volver a Palestina. La primera invasión se ha visto interrumpida, pero ha tenido el mérito de revelar a Alepo y a Damasco las intenciones de Amalrico.
Nur al-Din vacila, no tiene deseo alguno de dejarse arrastrar hacia el resbaladizo terreno de las intrigas cairotas, sobre todo porque, al ser un ferviente sunní, siente una no disimulada desconfianza por todo lo que se refiere al califato chiita de los fatimitas, pero, por otra parte, no quiere que Egipto, con sus riquezas, se incline del lado de los frany, que se convertirían, de ese modo, en la mayor potencia de Oriente. Ahora bien, vista la anarquía que reina allí, El Cairo no podrá resistir mucho frente a la determinación de Amalrico. Como es lógico, Shawar elogia de muy buen grado, frente a su anfitrión, las ventajas de una expedición al país del Nilo. Para hacerle caer en la trampa, promete, si le ayudan a recuperar el poder, pagar todos los gastos de la expedición, reconocer la soberanía del señor de Alepo y de Damasco y enviarle todos los años la tercera parte de los ingresos del Estado. Pero, ante todo, Nur al-Din tiene que contar con sus hombres de confianza, el propio Shirkuh, totalmente partidario de una intervención armada. Demuestra incluso ante este proyecto tal entusiasmo que el hijo de Zangi le da permiso para que organice un cuerpo expedicionario.
Difícilmente podrían imaginarse dos personajes a la vez tan estrechamente unidos y tan diferentes como Nur Din y Shirkuh. Mientras que el hijo de Zangi se ha vuelto, con la edad, cada vez más majestuoso, digno, serio y reservado, el tío de Saladino es un oficial de corta estatura, obeso, tuerto, con el rostro continuamente congestionado por la bebida y los excesos en las comidas. Cuando monta en cólera, vocea como un loco y a veces pierde completamente la cabeza y llega incluso a matar a su adversario. Pero no a todos desagrada su mal genio. Sus soldados adoran a ese hombre que vive constantemente entre ellos, comparte su rancho y sus bromas. En los numerosos combates en los que ha participado en Siria, Shirkuh se ha revelado como un jefe dotado de un inmenso valor físico; la campaña de Egipto va a desvelar sus notables cualidades de estratega, ya que la empresa va a ser, de principio a fin, un auténtico desafío. A los frany les resulta relativamente fácil llegar al país del Nilo. Sólo hay un obstáculo en el camino: la semidesértica extensión del Sinaí. Pero, transportando en camello algunos cientos de odres llenos de agua, los caballeros llegan en tres días a las puertas de Bilbays. Para Shirkuh las cosas resultan menos sencillas. Para ir de Siria a Egipto hay que cruzar Palestina y exponerse a los ataques de los frany.
Por tanto, la salida del cuerpo expedicionario sirio hacia El Cairo, en abril de 1164, implica un auténtico montaje teatral. Mientras que el ejército de Nur al-Din realiza una diversión para atraer a Amalrico y a sus caballeros hacia el norte de Palestina, Shirkuh, acompañado de Shawar y unos dos mil jinetes, se dirige hacia el este, sigue el curso del Jordán por la orilla oriental a través de la futura Jordania y luego, al sur del mar Muerto, gira hacia el oeste, cruza el río y cabalga rápidamente hacia el Sinaí. Desde allí, sigue avanzando, alejándose del camino de la costa para que no lo localicen. El 24 de abril se apodera de Bilbays, puerta oriental de Egipto, y el 1 de mayo está acampado ante los muros de El Cairo. Cogido por sorpresa, al visir Dirgham no le da tiempo a organizar la resistencia. Todos lo abandonan; lo matan cuando intenta huir y arrojan su cuerpo a los perros callejeros. El califa fatimita al-Adid, un adolescente de trece años, le devuelve oficialmente su cargo a Shawar.
La campaña relámpago de Shirkuh es un modelo de eficacia militar. El tío de Saladino está muy orgulloso de haber conquistado Egipto en tan poco tiempo, prácticamente sin pérdidas, y de haber burlado así a Morri. Pero Shawar, nada más recuperar el poder, sufre un asombroso cambio. Olvidando las promesas que le había hecho a Nur al-Din, conmina a Shirkuh a que salga de Egipto a la mayor brevedad. Pasmado ante tamaña ingratitud y completamente furioso, el tío de Saladino comunica a su antiguo aliado su decisión de quedarse pase lo que pase. Al verlo tan resuelto, Shawar, que realmente no se fía de su propio ejército, envía una embajada a Jerusalén para pedir ayuda a Amalrico contra el cuerpo expedicionario sirio. El rey franco no se hace de rogar. ¿Podría pasarle algo mejor a él, que andaba buscando un pretexto para intervenir en Egipto, que una llamada procedente el propio señor de El Cairo? Ya en julio de 1164, el ejército franco se interna en el Sinaí por segunda vez. Shirkuh decide en el acto abandonar los alrededores de El Cairo, donde estaba acampado desde mayo, e ir a refugiarse a Bilbays. Allí, semana tras semana, rechaza los ataques de sus enemigos, pero su situación parece desesperada. Muy alejado de sus bases, rodeado por los frany y por su nuevo aliado, Shawar, el general kurdo, no puede albergar la esperanza de resistir mucho tiempo.
Cuando Nur al-Din vio cómo evolucionaba la situación en Bilbays —narrará Ibn al-Atir unos años después—, decidió lanzar una gran ofensiva contra los frany para obligarlos a salir de Egipto. Escribió a todos los emires musulmanes para pedirles que participaran en el yihad y fue a atacar la poderosa fortaleza de Harim, cerca de Antioquía. Todos los frany que se habían quedado en Siria se reunieron para hacerle frente —entre ellos el príncipe Bohemundo, señor de Antioquía, y el conde de Trípoli—. Durante la batalla, los frany quedaron totalmente derrotados. Murieron diez mil hombres y capturaron a todos sus jefes incluidos el príncipe y el conde.
En cuanto tuvo asegurada la victoria, Nur al-Din hizo que le trajeran los estandartes cruzados, así como las cabelleras rubias de algunos frany exterminados en el combate. Luego, colocándolo todo en un saco, se lo confía a uno de sus hombres más sagaces, diciéndole: «Vete ahora mismo a Bilbays, entra en la ciudad como puedas y dale estos trofeos a Shirkuh anunciándole que Dios nos ha concedido la victoria. Los expondrá en las murallas y este espectáculo sembrará el terror entre los infieles».
De hecho, las nuevas sobre la victoria de Harim trastocan los datos de la batalla de Egipto. Les suben la moral a los sitiados y, sobre todo, obligan a los frany a volver a Palestina. La captura del joven Bohemundo III, sucesor de Reinaldo al frente del principado de Antioquía, a quien Amalrico había encargado que se ocupara en su ausencia de los asuntos del reino de Jerusalén, así como la matanza de sus hombres, obligan al rey a buscar un pacto con Shirkuh. Tras algunos encuentros, ambos hombres se ponen de acuerdo para irse a un tiempo de Egipto. A finales de octubre de 1164, Morri vuelve hacia Palestina bordeando la costa mientras que el general kurdo regresa a Damasco en menos de dos semanas, siguiendo el mismo itinerario que a la ida.
Shirkuh no está descontento por haber podido salir de Bilbays indemne y con la cabeza alta, pero el gran vencedor de estos seis meses de campaña es indudablemente Shawar. Ha utilizado a Shirkuh para recuperar el poder y, a continuación, a Amalrico para neutralizar al general kurdo. Ahora, ambos han huido dejándolo como único señor de Egipto. Durante más de dos años se dedicará a consolidar su poder.
Sin embargo, en lo que al futuro desarrollo de los acontecimientos se refiere, no está tranquilo, ya que sabe que Shirkuh no podrá perdonarle su traición. Por otra parte, le llegan con regularidad desde Siria informaciones según las cuales el general kurdo acosa a Nur al-Din para que emprenda una nueva campaña en Egipto. Pero el hijo de Zangi es reacio. No le desagrada el statu quo, lo importante es mantener a los frany alejados del Nilo. Sólo que, como siempre, no es fácil salirse de un engranaje: temiendo una nueva expedición relámpago de Shirkuh, Shawar toma sus precauciones firmando un acuerdo de asistencia mutua con Amalrico, lo que lleva a Nur al-Din a autorizar a su lugarteniente a organizar una nueva fuerza de intervención en caso de que los frany intervengan en Egipto. Shirkuh escoge para su expedición a los mejores elementos del ejército y, entre ellos, a su sobrino Yusuf. Estos preparativos asustan, a su vez, al visir, que insiste a Amalrico para que le envíe tropas. En los primeros días de 1167, comienza de nuevo la carrera hacia el Nilo. El rey franco y el general kurdo llegan casi al mismo tiempo al codiciado país, cada uno por su camino habitual.
Shawar y los frany han concentrado sus fuerzas aliadas frente a El Cairo para esperar allí a Shirkuh, pero éste prefiere fijar personalmente las modalidades del encuentro, continúa el largo camino que había iniciado en Alepo, rodea la capital egipcia por el sur, hace que sus tropas crucen el Nilo en barquichuelas, y luego sube, sin pararse una sola vez, hacia el norte. Shawar y Amalrico, que esperaban que apareciera por el este, lo ven surgir por el lado contrario. Peor aún, se ha instalado al oeste de El Cairo cerca de las pirámides de Gizeh, separado del enemigo por ese formidable obstáculo que es el río. Desde este campamento sólidamente atrincherado, le envía un mensaje al visir: El enemigo franco está a nuestro alcance —le escribe—, aislado de sus bases. Unamos nuestras fuerzas y exterminémoslo. La ocasión es propicia, quizá no vuelva a repetirse. Pero Shawar no se conforma con rechazar la propuesta. Ordena matar al mensajero y le lleva la carta de Shirkuh a Amalrico en prueba de su lealtad.
A pesar de este gesto, los frany siguen sin fiarse de su aliado, pues saben que los traicionará en cuanto no los necesite. Juzgan que ha llegado el momento de aprovechar la amenazadora proximidad de Shirkuh para asentar su autoridad en Egipto: Amalrico exige que se llegue a una alianza oficial entre El Cairo y Jerusalén, sellada por el propio califa fatimita.
Dos jinetes que hablan árabe —cosa frecuente entre los frany de Oriente— van, pues, a la residencia del joven al-Adid. Shawar, que claramente desea impresionarlos, los conduce hasta un soberbio palacio ricamente adornado que cruzan a toda velocidad, rodeados de una muchedumbre de guardias armados. Luego la comitiva pasa por una interminable avenida abovedada, que no deja pasar la luz del día, antes de encontrarse en el umbral de una inmensa puerta cincelada que conduce a un vestíbulo y a otra puerta. Tras haber recorrido numerosas salas adornadas, Shawar y sus invitados llegan a un patio pavimentado de mármol y rodeado de columnas doradas, en cuyo centro se pueden admirar los caños de oro y plata de una fuente, mientras que, alrededor, vuelan pájaros de colores procedentes de todos los rincones de África. Aquí es donde los guardias que los acompañan los dejan en manos de los eunucos que viven en la intimidad del califa. Hay que atravesar otra serie de salones, luego un jardín lleno de fieras domesticadas, leones, osos, panteras, antes de llegar, por fin, al palacio de al-Adid.
Apenas acaban de hacerlos entrar en una amplia estancia cuya pared del fondo está formada por un tapiz de seda salpicado de oro, rubíes y esmeraldas, cuando Shawar se prosterna tres veces y deja su espada en el suelo. Sólo entonces se alza el tapiz y aparece el califa envuelto en sedas y con el rostro cubierto por un velo. El visir se acerca, toma asiento a sus pies y le expone el proyecto de alianza con los frany. Tras haberlo escuchado con calma, al-Adid, que a la sazón sólo tiene dieciséis años, elogia la política de Shawar. Éste se dispone a ponerse en pie cuando los dos frany le piden al príncipe de los creyentes que jure que permanecerá fiel a la alianza. Está claro que semejante exigencia escandaliza a los dignatarios que rodean a al-Adid. El propio califa parece desagradablemente sorprendido y el visir se apresura a intervenir. Le explica a su soberano que el acuerdo con Jerusalén es asunto de vida o muerte para Egipto, y lo insta a que no vea en la petición que han formulado los frany una manifestación de falta de respeto sino, únicamente, la señal de su ignorancia de las costumbres orientales.
Sonriendo de mala gana, al-Adid extiende la mano cubierta con un guante de seda y jura respetar la alianza, pero uno de los emisarios francos sentencia: «Un juramento —dice— debe prestarse con la mano desnuda, el guante podría ser la señal de una futura traición». De nuevo escandaliza la exigencia, los dignatarios cuchichean entre sí que se ha insultado al califa; se habla de castigar a los insolentes. Sin embargo, tras una nueva intervención de Shawar, el califa, sin perder la calma, se quita el guante, extiende la mano desnuda y repite palabra por palabra el juramento que le dictan los representantes de Morri.
Nada más concluir esta singular entrevista, egipcios y frany coaligados elaboran un plan para cruzar el Nilo y diezmar al ejército de Shirkuh, que ahora se dirige hacia el sur. Un destacamento enemigo, al mando de Amalrico, se lanza en su persecución. El tío de Saladino quiere dar la impresión de que se siente acosado. Sabe que su principal inconveniente es que está aislado de sus bases e intenta colocar a sus perseguidores en situación similar. Cuando está a más de una semana de marcha de El Cairo, ordena a sus tropas que se detengan y les anuncia, con una inflamada arenga, que ha llegado el día de la victoria.
En realidad, el enfrentamiento se produce el 18 de marzo de 1167, cerca de la localidad de El-Balbein, en la orilla oeste del Nilo. Ambos ejércitos, agotados por su interminable marcha, se lanzan al combate con la voluntad de acabar de una vez. Shirkuh le ha confiado a Saladino el mando del centro, ordenándole que retroceda en cuanto cargue el enemigo. De hecho, Amalrico y sus caballeros se dirigen hacia él con todos los estandartes al viento y, cuando Saladino finge huir, se lanzan a perseguirlo sin darse cuenta de que las alas derecha e izquierda del ejército sirio les están cortando ya cualquier tipo de retirada. Los caballeros francos sufren grandes pérdidas, pero Amalrico consigue escapar. Vuelve hacia El Cairo, donde ha quedado el grueso de sus tropas, firmemente decidido a vengarse lo antes posible. Con la colaboración de Shawar, se prepara ya a volver a la cabeza de una poderosa expedición hacia el alto Egipto, cuando llega una noticia casi increíble: ¡Shirkuh se ha apoderado de Alejandría, la mayor ciudad de Egipto, situada totalmente al norte del país, en la costa mediterránea!
De hecho, inmediatamente después de su victoria de El-Babein, el imprevisible general kurdo, sin esperar un solo día y antes de que a sus enemigos les dé tiempo a recuperarse, ha cruzado, con vertiginosa velocidad, todo el territorio egipcio, de sur a norte, y ha realizado una entrada triunfal en Alejandría. La población del gran puerto mediterráneo, hostil a la alianza con los frany, ha acogido a los sirios como a liberadores.
Shawar y Amalrico, obligados a seguir el ritmo infernal que Shirkuh imprime a esta guerra, van a sitiar Alejandría. En la ciudad escasean tanto los víveres que, al cabo de un mes, la población, amenazada por el hambre, empieza a lamentar haber abierto las puertas al cuerpo expedicionario sirio. La situación parece incluso desesperada el día en que una flota franca fondea ante el puerto. Sin embargo, Shirkuh no se declara vencido, le confía el mando de la plaza a Saladino y luego, reuniendo a algunos cientos de sus mejores jinetes, realiza con ellos una audaz salida nocturna. A galope tendido, cruza las líneas enemigas y cabalga noche y día… hasta el alto Egipto.
En Alejandría, el bloqueo se torna cada vez más riguroso. Pronto se suman al hambre las epidemias, así como un continuo bombardeo de catapultas. La responsabilidad le resulta pesada a Saladino, que sólo tiene veintinueve años, pero la diversión operada por su tío va a dar fruto. Shirkuh no ignora que a Morri le corre prisa acabar con esta campaña y volver a su reino constantemente amenazado por Nur al-Din. Al abrir un nuevo frente en el sur, en vez de dejarse encerrar en Alejandría, el general Kurdo amenaza con prolongar indefinidamente el conflicto. En el alto Egipto llega incluso a organizar una auténtica sublevación contra Shawar, convenciendo a numerosos campesinos armados para que se unan a él. Cuando sus tropas son lo bastante numerosas, se aproxima a El Cairo y le envía a Amalrico un mensaje hábilmente redactado; básicamente le dice que ambos están perdiendo el tiempo: Si el rey tuviera a bien considerar las cosas con calma, se daría perfecta cuenta de que cuando me expulse de este país se habrá limitado a servir los intereses de Shawar. Amalrico está convencido de ello. Rápidamente se llega a un acuerdo: se levanta el sitio de Alejandría y Saladino sale de la ciudad saludado por una guardia de honor. En agosto de 1167 ambos ejércitos vuelven a marcharse, al igual que tres años antes, hacia sus respectivos países. Nur al-Din, satisfecho de recuperar la elite de su ejército, no desea volver a dejarse arrastrar a estas estériles aventuras egipcias.
Y, sin embargo, al año siguiente se reanudará la carrera hacia el Nilo, como una especie de fatalidad. Al abandonar El Cairo, a Amalrico le había parecido oportuno dejar allí un destacamento de caballeros encargados de velar por la correcta aplicación del tratado de alianza. Una de sus principales misiones consistía en controlar las puertas de la ciudad y proteger a los funcionarios francos encargados de recaudar el tributo anual de cien mil dinares que Shawar se había comprometido a pagar al reino de Jerusalén. Tan pesado impuesto, sumado a la prolongada presencia de aquella fuerza extranjera, no podía por menos de provocar el resentimiento de los ciudadanos.
Por tanto, la opinión se ha ido movilizando, poco a poco, en contra de los ocupantes. Se rumorea, incluso en los círculos próximos al califa, que una alianza con Nur al-Din sería un mal menor. Comienzan a circular mensajes, a espaldas de Shawar, entre El Cairo y Alepo. El hijo de Zangi, que no tiene mucha prisa por intervenir, se conforma con observar las reacciones del rey de Jerusalén.
Los caballeros y los funcionarios francos instalados en la capital egipcia no pueden ignorar este rápido incremento de la hostilidad y se asustan. Envían mensajes a Amalrico para que venga en su ayuda. Al principio el monarca vacila, la prudencia le aconseja que retire la guarnición de El Cairo y se conforme con tener por vecino un Egipto neutral e inofensivo, pero su temperamento lo vuelve propenso a la huida hacia adelante. Animado por la reciente llegada a Oriente de gran número de caballeros occidentales impacientes por «alancear sarracenos», en octubre de 1168, se decide a lanzar, por cuarta vez, a su ejército contra Egipto.
Esta nueva campaña comienza con una matanza tan espantosa como gratuita. Los occidentales se apoderan de la ciudad de Bilbays, donde, sin razón alguna, asesinan a los habitantes, hombres, mujeres y niños, tanto musulmanes como cristianos de rito copto. Como dirá acertadamente Ibn al-Atir, si los frany se hubieran comportado mejor en Bilbays, hubieran podido tomar El Cairo con gran facilidad, pues los notables de la ciudad estaban dispuestos a entregarla pero al ver las matanzas de Bilbays, la gente decidió resistir hasta el final. De hecho, al acercarse los invasores, Shawar ordena que prendan fuego al casco viejo de la ciudad de El Cairo. Se vierten veinte mil jarras de nafta sobre los comercios, las casas, los palacios y las mezquitas. Se evacúa a los habitantes a la ciudad nueva, que habían fundado los fatimitas en el siglo X y que alberga, esencialmente, los palacios, las administraciones, los cuarteles, así como la universidad religiosa de Al-Azhar. Durante cincuenta y cuatro días el incendio causa estragos.
Entre tanto, el visir ha intentado mantenerse en contacto con Amalrico para convencerlo de que renuncie a su loca empresa. Espera conseguirlo sin una nueva intervención de Shirkuh, pero en El Cairo su partido va debilitándose. Especialmente el califa al-Adid toma la iniciativa de mandar una carta a Nur al-Din pidiéndole que se apresure a socorrer Egipto. Para conmover al hijo de Zangi, el soberano fatimita incluye en su carta mechones de pelo: Son —explica— los cabellos de mis mujeres. Te suplican que acudas a sustraerlas a los ultrajes de los frany.
Conocemos la reacción de Nur al-Din ante este angustioso mensaje gracias a un testimonio particularmente valioso, nada menos que el de Saladino, citado por Ibn al-Atir:
Cuando llegó la llamada de al-Adid, Nur al-Din me convocó y me informó de lo que ocurría. Luego me dijo: «Ve a ver a tu tío Shirkuh a Homs y dile que acuda cuanto antes, pues este asunto no admite demora alguna». Salí de Alepo y a una milla de la ciudad me encontré a mi tío, que acudía precisamente por este motivo. Nur al-Din le ordenó que se preparara para salir hacia Egipto.
El general kurdo le pide entonces a su sobrino que lo acompañe, pero Saladino rehúsa.
Respondí que no había olvidado en absoluto los sufrimientos que había padecido en Alejandría. Mi tío le dijo entonces a Nur al-Din: «¡Es completamente necesario que Yusuf me acompañe!» y Nur al-Din, por tanto, repitió sus órdenes. Aunque le expuse la precaria situación económica en que me encontraba, mandó que me dieran dinero y tuve que partir como un hombre al que conducen hacia la muerte.
Esta vez no van a enfrentarse Shirkuh y Amalrico. Impresionado por la determinación de los cairotas, que están dispuestos a destruir su ciudad antes que a entregársela, y temiendo que el ejército de Siria lo ataque por la espalda, el rey franco vuelve a Palestina el 2 de enero de 1169. Seis días después, el general kurdo llega a El Cairo, donde, tanto la población como los dignatarios fatimitas, lo reciben como a un salvador. El propio Shawar parece alegrarse, pero nadie se deja engañar. Aunque haya combatido contra los frany durante las últimas semanas, se lo considera amigo de éstos y hay que hacérselo pagar. El 18 de enero, sin más tardanza, cae en una emboscada, lo secuestran en una tienda y Saladino lo mata con sus propias manos, con la aprobación por escrito del califa. Ese mismo día Shirkuh ocupa su puesto de visir. Cuando, vestido de seda bordada, se presenta en la residencia de su predecesor para instalarse en ella, no encuentra ni un almohadón donde sentarse. Al anunciarse la muerte de Shawar, lo han saqueado todo.
El general kurdo necesitó tres campañas para convertirse en el auténtico amo de Egipto, pero esta felicidad tiene los días contados: el 23 de marzo, dos meses después de su triunfo, y tras una comida demasiado copiosa, se siente indispuesto, con una atroz sensación de ahogo. Muere unos instantes después. Es el final de una epopeya, pero el comienzo de otra, cuyo eco será infinitamente mayor.
Al morir Shirkuh —contará Ibn al-Atir—, los consejeros del califa il-Adid le sugirieron que escogiera a Yusuf como nuevo visir porque era el más joven y parecía el más inexperto y el más débil le los emires del ejército.
De hecho, se convoca a Saladino al palacio del soberano, donde recibe el título de al-malik an-naser, «el rey victorioso», así como los atributos distintivos de los visires: un turbante blanco con un broche de oro, un traje con una túnica forrada de escarlata, una espada incrustada de pedrería, una yegua alazana con una silla y una brida adornadas de oro cincelado, perlas y otros muchos objetos preciosos. Al salir del palacio, se dirige con una gran comitiva hacia la residencia del visir.
En pocas semanas, Yusuf consigue imponerse: elimina a los funcionarios fatimitas cuya lealtad le parece dudosa, los sustituye por personas de su entorno, reprime con rigor una revuelta de las tropas egipcias, y, finalmente, en octubre de 1169, rechaza una lamentable invasión franca dirigida por Amalrico, que ha venido a Egipto por quinta y última vez con la esperanza de apoderarse del puerto de Damieta, en el delta del Nilo. Manuel Comneno, intranquilo al ver a un lugarteniente de Nur al-Din al frente del Estado fatimita, ha concedido a los frany el apoyo de la flota bizantina, pero los rum no tienen suficientes provisiones y sus aliados se niegan a proporcionárselas. Al cabo de unas semanas, Saladino puede entablar conversaciones con ellos y persuadirlos fácilmente de que pongan fin a una empresa que había comenzado demasiado mal.
No ha sido necesario, pues, esperar a finales de 1169 para que Yusuf sea el dueño innegable de Egipto. En Jerusalén, Morri se promete a sí mismo aliarse con el sobrino de Shirkuh en contra del principal enemigo de los frany, Nur al-Din. El optimismo del rey puede parecer excesivo, pero no carece de fundamento, ya que es cierto que Saladino ha empezado en seguida a distanciarse de su señor. Evidentemente, le reitera continuamente su fidelidad y su sumisión, pero la autoridad efectiva sobre Egipto no puede ejercerse desde Damasco o desde Alepo.
Las relaciones entre ambos hombres acabarán por tomar una intensidad realmente dramática. A pesar de lo sólido que es su poder en El Cairo, Yusuf no se atreverá nunca a enfrentarse directamente con su superior. Y cuando el hijo de Zangi lo insta a que tengan un encuentro, siempre lo evitará, no por miedo a caer en una trampa, sino por temor a ablandarse si se halla en presencia de su señor.
La primera crisis grave estalla durante el verano de 1171, cuando Nur al-Din le exige al joven visir la abolición del califato fatimita. Como musulmán sunní, el señor de Siria no puede admitir que la autoridad espiritual de una dinastía «hereje» siga ejerciéndose en una tierra que depende de él. Envía pues varios mensajes en este sentido a Saladino, pero éste se muestra reticente. Teme ir en contra de los sentimientos de la población, chiita en gran parte, y enfrentarse a los dignatarios fatimitas. Por otra parte, no ignora que su autoridad legítima como visir le viene del califa al-Adid y teme perder, si lo destrona, aquello que garantiza oficialmente su poder en Egipto, en cuyo caso volvería a ser un simple representante de Nur al-Din. Además, ve en la insistencia del hijo de Zangi más una tentativa de refrenarlo políticamente que un fervoroso acto religioso. En el mes de agosto, las exigencias del señor de Siria en lo que a la abolición del califato chiita se refiere, se han convertido en una orden terminante.
Acorralado, Saladino empieza a tomar medidas para hacer frente a las reacciones hostiles de la población y llega incluso a preparar una proclama pública anunciando el derrocamiento del califa, pero sigue dudando en difundirla. Al-Adid, aunque tiene veinte años, está muy enfermo, y Saladino, que se ha convertido en su amigo, no se decide a traicionar su confianza. De repente, el viernes 10 de septiembre de 1171, un habitante de Mosul que está visitando El Cairo entra en una mezquita y, subiendo al púlpito antes que el predicador, reza la oración en nombre del califa abasida. Curiosamente nadie reacciona, ni en el momento ni durante los días siguientes. ¿Se trata de un agente enviado por Nur al-Din para poner en un aprieto a Saladino? Es posible. En cualquier caso, tras este incidente, el visir, independientemente de sus escrúpulos, ya no puede diferir su decisión. Al viernes siguiente se dan órdenes de no volver a mencionar a los fatimitas en las plegarias. Al-Adid yace a la sazón en su lecho de muerte, medio inconsciente, y Yusuf prohíbe a todo el mundo que le comuniquen la nueva. «Si se cura —les dice—, tiempo tendrá de enterarse. Y si no, dejadlo morir en paz». De hecho, al-Adid se extinguirá poco tiempo después sin haberse enterado del triste fin de su dinastía.
La caída del califato chiita, tras dos siglos de un reinado en ocasiones glorioso, va a suponer, como era de esperar, una prueba inmediata para la secta de los asesinos que, como en tiempos de Hasan as-Sabbah, esperaba de nuevo que los fatimitas salieran de su letargo para inaugurar una nueva edad de oro del chiismo. Viendo que ese sueño se esfumaba para siempre, sus adeptos se quedaron tan desorientados que su jefe en Siria, Rashid al-Din Sinan, «el viejo de la montaña», envía un mensaje a Amalrico para anunciarle que está dispuesto, junto con sus partidarios, a convertirse al cristianismo. Los asesinos poseen en ese momento varias fortalezas y aldeas en el centro de Siria, donde llevan una vida relativamente tranquila, y parece que han renunciado, desde hace años, a las operaciones espectaculares. Evidentemente Rashid al-Din dispone aún de equipos de criminales perfectamente entrenados, así como de devotos predicadores, pero muchos adeptos de la secta se han convertido en bondadosos campesinos que, con frecuencia, se ven obligados a pagar un tributo regular a la orden de los Templarios.
Al prometer la conversión, el «viejo» espera, entre otras cosas, que sus fieles queden exentos del tributo que sólo obliga a los no cristianos. Los Templarios, que no se toman sus intereses financieros a la ligera, siguen con preocupación esos contactos entre Amalrico y los asesinos. En cuanto empieza a perfilarse el acuerdo, deciden hacerlo fracasar. Un día de 1173, cuando los enviados de Rashid al-Din vuelven de una entrevista con el rey, los Templarios les tienden una emboscada y los matan. Nunca más volverá a hablarse de la conversión de los asesinos. Dejando este episodio aparte, la abolición del califato fatimita tiene una consecuencia tan importante como imprevista: le proporciona a Saladino una dimensión pública que no poseía hasta el momento. Está claro que Nur al-Din no se esperaba tal resultado. La desaparición del califa, en lugar de reducir a Yusuf al papel de un simple representante del señor de Siria, lo convierte en el soberano efectivo de Egipto y en el legítimo guardián de los caudalosos tesoros acumulados por la depuesta dinastía. A partir de ese momento, las relaciones entre ambos hombres no dejarán de enconarse.
Poco después de estos acontecimientos, mientras Saladino está dirigiendo, al este de Jerusalén, una audaz expedición contra la fortaleza franca de Shawbak, cuando parece que la guarnición está a punto de capitular, Saladino se entera de que Nur al-Din viene a reunirse con él, a la cabeza de sus tropas, para participar en las operaciones. Sin esperar un instante, Yusuf ordena a sus hombres que levanten el campo y que vuelvan a marchas forzadas a El Cairo. Pone como pretexto, en una carta al hijo de Zangi, que han estallado revueltas en Egipto que lo han obligado a esta precipitada marcha.
Pero Nur al-Din no se deja engañar. Acusando a Saladino de felonía y traición, jura que irá en persona al país del Nilo para poner las cosas en orden. Inquieto, el joven visir reúne a sus colaboradores más próximos, entre los cuales se halla su propio padre Ayyub, y los consulta acerca de la actitud que habrá que adoptar si Nur al-Din ejecuta su amenaza. Algunos emires se declaran dispuestos a tomar las armas contra el hijo de Zangi, y el propio Saladino parece compartir tal opinión, pero Ayyub interviene, estremecido por la ira. Interpelando a Yusuf como si no fuera más que un chiquillo, declara: «Soy tu padre, y si hay alguien aquí que te quiera y desee tu bien, ése soy yo. Pero entérate de que si llegara Nur al-Din, nada podría impedirme que me prosternase y besase el suelo que pisa. Si me ordenara que te cortara la cabeza con mi sable, lo haría. Pues esta tierra es suya. Vas a escribirle lo que sigue: Me he enterado de que querías dirigir una expedición hacia Egipto pero no lo necesitas; este país es tuyo y basta con que me envíes un correo o un camello para que yo acuda como hombre humilde y sumiso».
Al concluir esta reunión, Ayyub vuelve a sermonear a su hijo en privado: «Por Dios que si Nur al-Din quisiera quitarte una pulgada de tu territorio, lucharía con él hasta la muerte. Pero ¿por qué te muestras abiertamente ambicioso? ¡El tiempo corre a tu favor, deja que actúe la Providencia!» Convencido, Yusuf envía a Siria el mensaje que ha propuesto su padre, y Nur al-Din, tranquilizado, renuncia in extremis a su expedición de castigo. Sin embargo, instruido por esta alerta, Saladino manda a uno de sus hermanos, Turan Shan, al Yemen con la misión de conquistar esta tierra montañosa del suroeste de Arabia para preparar para la familia de Ayyub un refugio en caso de que el hijo de Zangi pensara de nuevo en hacerse con el control de Egipto. Y el Yemen será ocupado sin gran dificultad… «en nombre de Nur al-Din».
En julio de 1173, menos de dos años después de la fallida cita de Shawbak, se produce un incidente análogo. Saladino ha salido a batallar al este del Jordán y Nur al-Din reúne sus tropas y va a su encuentro. Pero, una vez más, aterrado por la idea de verse ante su señor, el visir se apresura a emprender el camino hacia Egipto afirmando que su padre se está muriendo. De hecho, Ayyub acaba de entrar en coma tras una caída de caballo, pero Nur al-Din no está dispuesto a conformarse con esta nueva excusa. Y, cuando muere Ayyub en agosto, se da cuenta de que no queda ya en El Cairo ni un solo hombre en quien pueda tener entera confianza. Por tanto, considera que ha llegado el momento de ocuparse personalmente de los asuntos de Egipto.
Nur al-Din empezó sus preparativos para invadir Egipto y arrebatárselo a Salah al-Din Yusuf pues había comprobado que éste evitaba combatir contra los frany por temor a reunirse con él. Nuestro cronista, Ibn al-Atir, que tiene catorce años cuando ocurren estos acontecimientos, se pone claramente a favor del hijo de Zangi. Yusuf prefería tener a los frany en sus fronteras a ser vecino directo de Nur al-Din. Éste escribió, pues, a Mosul y a otros lugares para pedir que le enviaran tropas. Pero, mientras se disponía a marchar con sus soldados hacia Egipto, Dios le dio la orden que no se discute. El señor de Siria acaba de caer gravemente enfermo, aquejado, al parecer, de unas fuertes anginas. Sus médicos le prescriben una sangría, pero se niega: «No se sangra a un hombre de sesenta años», dice. Prueban otros tratamientos pero ninguno da resultado. El 15 de mayo de 1174 se anuncia en Damasco la muerte de Nur al-Din Mahmud, el rey santo, el muyahid que unificó la Siria musulmana y permitió que el mundo árabe preparara la lucha decisiva contra el ocupante. En todas las mezquitas, se reúne la gente al atardecer para recitar algunos versículos del Corán en memoria suya. A pesar de su conflicto con Saladino durante los últimos años, éste acabará siendo visto más como su continuador que como su rival.
Sin embargo, a corto plazo domina el rencor entre los parientes y colaboradores del desaparecido, que temen que Yusuf se aproveche de la confusión general para atacar Siria. Por eso, para ganar tiempo, evitan que la noticia llegue a El Cairo. Pero Saladino, que tiene amigos por doquier, envía a Damasco una paloma mensajera con un mensaje sutilmente redactado: Nos llega una nueva desde tierras del enemigo maldito acerca del señor Nur al-Din. Si, no lo quiera Dios, resultara ser cierto, habría que evitar ante todo que la división invada los corazones y que la sinrazón se apodere de las mentes pues sólo el enemigo sacaría provecho de ello.
A pesar de estas conciliadoras palabras, la hostilidad provocada por el ascenso de Saladino va a ser feroz.