Capítulo 8

El santo rey Nur al-Din

Mientras reina la confusión en el campo de Zangi, sólo un hombre permanece imperturbable. Cuenta veintinueve años, es de estatura elevada y de piel oscura, lleva el rostro afeitado salvo en la barbilla, tiene la frente despejada y la mirada dulce y serena. Se acerca al cuerpo aún caliente del atabeg: tembloroso, le toma la mano, le quita el anillo de sello, símbolo del poder, y se lo pone en su propio dedo. Se llama Nur al-Din, es el segundo hijo de Zangi.

He leído las vidas de los soberanos de los tiempos pasados y, salvo entre los primeros califas, no he encontrado ningún hombre que fuera tan virtuoso y tan justo como Nur al-Din. Ibn al-Atir consagrará, con razón, a este príncipe un verdadero culto. Si bien el hijo de Zangi ha heredado las cualidades de su padre —la austeridad, el valor, el sentido del Estado—, no ha conservado ninguno de los defectos que convirtieron al atabeg en persona tan odiada para alguno de sus contemporáneos. Mientras Zangi infundía temor por su truculencia y su total ausenta de escrúpulos, Nur al-Din consigue, desde que aparece en escena, presentarse como un hombre piadoso, reservado, justo, respetuoso con la palabra dada y totalmente entregado al yihad contra los enemigos del Islam.

Y algo aún más importante, y en ello estriba su genio, convertirá sus virtudes en temible arma política. Comprende, a mediados del siglo XII, el insustituible papel que puede desempeñar la movilización psicológica y crea un auténtico aparato propagandístico. Varios cientos de letrados, religiosos en su mayoría, tendrán la misión de ganar para él la activa simpatía del pueblo forzando así a los dirigentes del mundo árabe a alistarse bajo sus banderas. Ibn al-Atir transcribe las quejas de un emir de la Yazira al que «invitó» un día el hijo de Zangi a participar en una campaña contra los frany.

Si no acudo en auxilio de Nur al-Din —dice—, me arrebatará mis dominios, pues ya ha escrito a los devotos y a los ascetas para pedirles la ayuda de sus oraciones y animarlos a que inciten a los musulmanes al yihad. En estos momentos, cada uno de estos hombres está sentado con sus discípulos y sus compañeros leyendo las cartas de Nur al-Din, llorando y maldiciéndome. Si quiero evitar el anatema, tengo que acceder a su petición.

Además, Nur al-Din supervisa personalmente su aparato propagandístico. Encarga poemas, cartas, libros y vela por que se difundan en el momento oportuno para producir el efecto deseado. Los principios que defiende son sencillos: una sola religión, el Islam sunní, lo que implica una encarnizada lucha contra todas las «herejías»; un solo Estado, para cercar a los frany por todas partes; un solo objetivo, el yihad, para reconquistar los territorios ocupados y sobre todo, liberar Jerusalén. Durante los veintiocho años de su reinado, Nur al-Din incitará a varios ulemas a que escriban tratados que alaben los méritos de la ciudad santa, al-Quds, y se organizarán sesiones públicas de lectura en las mezquitas y escuelas.

Nadie olvida, en tales ocasiones, elogiar a Nur al-Din, el muyahid supremo y musulmán irreprochable. Pero este culto a la personalidad es tanto más hábil y eficaz cuanto que está paradójicamente basado en la humildad y la austeridad del hijo de Zangi.

Según Ibn al-Atir:

La mujer de Nur al-Din se quejó una vez de que no tenía dinero suficiente para cubrir sus necesidades. Le asignó tres tiendas de las que era propietario en Homs, que daban unos veinte dinares al año. Como a ella le pareció que no era bastante, le contestó: «No tengo nada más. En lo que se refiere a todo el dinero de que dispongo, sólo soy el tesorero de los musulmanes y no tengo intención de traicionarlos ni de arrojarme al fuego del infierno por tu culpa».

Tales palabras, profusamente divulgadas, resultan particularmente comprometedoras para los príncipes de la región que viven entre lujos y presionan a sus súbditos para arrebatarles todos sus ahorros. De hecho, la propaganda de Nur al-Din resalta continuamente las supresiones de impuestos que efectúa de forma generalizada en los territorios sometidos a su autoridad.

El hijo de Zangi, además de comprometedor para sus adversarios, lo es también con frecuencia para sus propios emires. Con el tiempo se irá volviendo cada vez más estricto en lo que a los preceptos religiosos se refiere. No contento con prohibirse el alcohol a sí mismo, se lo prohíbe por completo a su ejército, «así como el tamboril, la flauta y otros objetos que desagradan a Dios», especifica Kamal al-Din, el cronista de Alepo, que añade: «Nur al-Din desechó cualquier ropaje lujoso para cubrirse de ásperos tejidos». Está claro que los oficiales turcos, acostumbrados a la bebida y las vestiduras suntuosas, no siempre se sienten a gusto con este señor que casi nunca sonríe y prefiere a cualquier otra la compañía de los ulemas con sus turbantes.

Aún menos reconfortante para los emires resulta esa tendencia que tiene el hijo de Zangi a renunciar a su título de Nur al-Din, «luz de la religión», por su nombre personal, Mahmud. «Dios mío —rezaba antes de las batallas—, concede la victoria al Islam y no a Mahmud. ¿Quién es el perro Mahmud para merecer la victoria?» Tales demostraciones de humildad van a granjearle la simpatía de los débiles y de las personas piadosas, pero los poderosos no vacilarán en decir que se trata de hipocresía. Sin embargo, parece cierto que sus convicciones eran sinceras, aun cuando su imagen externa fuera, en parte, un montaje. Sea como fuere, ahí están los resultados: es Nur al-Din quien va a convertir al mundo árabe en una fuerza capaz de aplastar a los frany y es su lugarteniente Saladino quien recogerá los frutos de la victoria.

Al morir su padre, Nur al-Din consigue imponerse en Alepo, lo cual es poca cosa comparado con los enormes dominios que había conquistado el atabeg, pero la propia modestia de esta posesión inicial asegurará la gloria de su reinado. Zangi se había pasado lo esencial de la vida peleando con los califas, los sultanes y los diversos emiratos de Irak y de la Yazira. Una tarea agotadora e ingrata que no le incumbirá a su hijo. Le deja Mosul y su región a su hermano mayor, Sayf al-Din, con el que va a mantener buenas relaciones, lo cual le permite a Nur al-Din tener la seguridad de que cuenta en la frontera oriental con una potencia amiga y dedicarse por completo a los asuntos sirios.

No obstante, cuando llega a Alepo en septiembre de 1146, acompañado de su hombre de confianza, el emir turco Shirkuh, tío de Saladino, su posición no es fácil. No sólo se vive allí de nuevo en el temor de los caballeros de Antioquía, sino que Nur al-Din aún no ha tenido tiempo de extender su autoridad más allá de los muros de su capital cuando vienen a anunciarle, a finales de octubre, que Jocelin ha conseguido reconquistar Edesa con ayuda de una parte de la población armenia. No se trata de una ciudad cualquiera, semejante a cuantas se han perdido nada más morir Zangi: Edesa era el símbolo mismo de la gloria del atabeg; su caída replantea todo el futuro de la dinastía. Nur al-Din reacciona con rapidez; cabalgando día y noche, abandonando al borde de los caminos las exhaustas monturas, llega ante Edesa antes de que a Jocelin le haya dado tiempo a organizar la defensa. El conde, cuyo valor no han incrementado las pruebas pasadas, decide huir al caer la noche. A sus partidarios, que intentan seguirlo, los alcanzan y exterminan los jinetes de Alepo.

La rapidez con que se ha aplastado la insurrección concede al hijo de Zangi un prestigio del que andaba muy necesitado su naciente poder. Escarmentado, Raimundo de Antioquía se vuelve menos emprendedor. En cuanto a Uñar, se apresura a proponerle al señor de Alepo la mano de su hija.

El contrato matrimonial se redactó en Damasco —especifica Ibn al-Qalanisi— en presencia de los enviados de Nur al-Din; se empezó en el acto a confeccionar el ajuar y, en cuanto estuvo listo, los enviados se pusieron en camino para regresar a Alepo.

La situación de Nur al-Din en Siria está ya firmemente establecida; pero, comparados con el peligro que se esboza en el horizonte, los complots de Jocelin, las razzias de Raimundo y las intrigas del viejo zorro de Damasco parecerán pronto irrisorias.

Llegaron a Constantinopla noticias sucesivas del territorio de los frany, así como de las comarcas vecinas, que decían que los reyes de los frany estaban llegando de su país para atacar la tierra del Islam. Habían dejado sus provincias vacías, privadas de defensores, y habían traído consigo riquezas, tesoros y un material inconmensurable. Se decía que llegaban al millón de soldados de infantería y de jinetes, e incluso más.

Cuando escribe estas líneas, Ibn al-Qalanisi tiene setenta y cinco años y recuerda, sin duda, que, medio siglo antes, ya ha tenido que narrar, con palabras casi iguales, un acontecimiento del mismo tipo.

De hecho, la segunda invasión franca, provocada por la caída de Edesa, en principio parece una nueva edición de la primera. Innúmeros combatientes irrumpen en Asia Menor en el otoño de 1147 llevando, una vez más, cosidos a la espalda, trozos de tela en forma de cruz. Al cruzar Dorilea, donde había acontecido la histórica derrota de Kiliy Arslan, el hijo de éste, Masud, los espera para vengarse con cincuenta años de retraso. Les tiende una serie de emboscadas y les inflige golpes particularmente duros. No dejaban de anunciar que su número iba disminuyendo, de forma que los ánimos se tranquilizaron algo. Ibn al-Qalanisi añade, sin embargo, que después de todas las pérdidas que habían sufrido, se decía que los frany eran unos cien mil. Está claro que no hay tampoco que dar por buenas estas cifras. Como todos sus contemporáneos, el cronista de Damasco no rinde culto a la precisión y, de todas formas, no tiene ningún modo de comprobar sus estimaciones. Sin embargo, hay que destacar las precauciones verbales de Ibn al-Qalanisi, que añade «se decía» cada vez que una cantidad le parece sospechosa. Aunque Ibn al-Atir no tenga tales escrúpulos, cada vez que presenta su interpretación personal de un acontecimiento tiene buen cuidado de terminar con «Allahu aalam», «sólo Dios lo sabe».

Sea cual fuere el número exacto de los nuevos invasores francos, lo cierto es que sus fuerzas, sumadas a las de Jerusalén, Antioquía y Trípoli, son como para inquietar al mundo árabe, que observa sus movimientos con temor. Una y otra vez se formula una pregunta: ¿qué ciudad van a atacar primero? Lógicamente, deberían empezar por Edesa. ¿Acaso no han venido a vengar su caída? Pero igualmente podrían tomarla con Alepo, golpeando, de esta forma, en la cabeza al creciente poder de Nur al-Din, para que Edesa caiga por sí sola. De hecho, no atacarán a ninguna de las dos. Tras largas disputas entre sus reyes —dice Ibn al-Qalanisi—, acabaron por ponerse de acuerdo para atacar Damasco, y están tan seguros de apoderarse de ella que se reparten de entrada sus dependencias.

¿Atacar Damasco? ¿Atacar la ciudad de Muin al-Din Uñar, el único dirigente musulmán que tiene un tratado de alianza con Jerusalén? ¡No podían prestarle mejor servicio los frany a la resistencia árabe! Sin embargo, retrospectivamente, parece que los poderosos reyes que mandaban aquellos ejércitos de frany juzgaron que sólo la conquista de una ciudad prestigiosa como Damasco justificaba su desplazamiento hasta Oriente. Los cronistas árabes hablan esencialmente de Conrado, emperador de los alemanes, y no mencionan para nada la presencia del rey de Francia, Luis VII, aunque es cierto que se trata de un personaje de escasa envergadura.

En cuanto recibió informaciones acerca de las intenciones de los frany —cuenta Ibn al-Qalanisi—, el emir Muin al-Din empezó los preparativos para atajar su maldad. Fortificó todos los lugares donde se podía esperar un ataque, dispuso soldados en los caminos, cegó los pozos y destruyó las aguadas de los alrededores de la ciudad.

El 24 de julio de 1148, las tropas de los frany llegan ante Damasco seguidas de auténticas columnas de camellos cargados con sus pertrechos. Los damascenos salen de su ciudad a cientos para enfrentarse a los invasores. Entre ellos se halla un teólogo muy anciano de origen magrebí, al-Findalawi.

Al verlo avanzar a pie, Muin al-Din se le acercó —contará Ibn al-Atir—, lo saludó y le dijo: «Oh venerable anciano, tu avanzada edad te dispensa del combate. A nosotros corresponde defender a los musulmanes». Le pidió que volviera sobre sus pasos, pero Al-Findalawi se negó, diciendo: «Me he vendido a Dios y me ha comprado». Se refería así a las palabras del Altísimo: «Dios ha comprado a los creyentes sus personas y sus bienes para darles el paraíso a cambio». Al-Findalawi siguió avanzando y combatió contra los frany hasta que cayó bajo sus golpes.

A este martirio seguirá pronto el de otro asceta, un refugiado palestino llamado al-Halhuli. Pero, a pesar de estos actos heroicos, no se puede atajar el avance de los frany. Se esparcieron por la llanura del Ghuta e instalaron sus tiendas, acercándose incluso, en varios puntos, a las murallas. Al atardecer de este primer día de combate, los damascenos, temiendo lo peor, empezaron a levantar barricadas en las calles.

El día siguiente, 25 de julio, era domingo —cuenta Ibn al-Qalanisi— y los habitantes efectuaron salidas desde el amanecer. El combate no cesó hasta la caída de la tarde, cuando todos estuvieron agotados. Cada cual volvió entonces hacia sus posiciones. El ejército de Damasco pasó la noche frente a los frany y los ciudadanos permanecieron en los muros montando guardia y vigilando, pues veían al enemigo muy cerca.

El lunes por la mañana, los damascenos recuperan la esperanza al ver aparecer por el norte sucesivas oleadas de jinetes turcos, kurdos y árabes. Uñar ha escrito a todos los príncipes de la región para pedirles refuerzos y éstos empiezan a llegar a la ciudad sitiada. Se anuncia que al día siguiente llegará Nur al-Din al frente del ejército de Alepo, así como su hermano Sayf al-Din con el de Mosul. Cuando se van acercando, Muin al-Din envía, según Ibn al-Atir, un mensaje a los frany extranjeros y otro a los de Siria. Con los primeros emplea un lenguaje simplista: El rey de Oriente está a punto de llegar; si no os vais, le entrego la ciudad y lo lamentaréis. Con los otros, los «colonos», utiliza un lenguaje diferente: ¿Os habéis vuelto locos para ayudar a estas gentes contra nosotros? ¿No os habéis dado cuenta de que, si triunfan en Damasco, intentarán arrebataros vuestras propias ciudades? En cuanto a mí, si no consigo defender la ciudad, se la entregaré a Sayf al-Din, y ya sabéis que, si toma Damasco, ya no podréis manteneros en Siria.

El éxito de la maniobra de Uñar es inmediato. Llega a un acuerdo secreto con los frany locales, que se encargan de convencer al rey de los alemanes de que se aleje de Damasco antes de que lleguen las tropas de refuerzo; para asegurar el éxito de sus intrigas diplomáticas, reparte importantes alboroques al tiempo que esparce por las huertas que circundan la capital cientos de francotiradores que se emboscan y acosan a los frany. Ya el lunes por la noche, las disensiones suscitadas por el viejo turco empiezan a surtir efecto. Los sitiadores que, bruscamente desmoralizados, se han decidido a realizar una retirada táctica para reagrupar a sus fuerzas, se ven acosados por los damascenos en una llanura abierta por los cuatro costados, sin la menor aguada a su disposición. Al cabo de unas horas, su situación se vuelve tan insostenible que sus reyes ya no piensan en tomar la metrópoli siria sino en salvar a sus tropas y a sus personas de la destrucción. El martes por la mañana, los ejércitos francos retroceden hacia Jerusalén perseguidos por los hombres de Muin al-Din.

Decididamente, los frany ya no son lo que eran. La incuria de los dirigentes y la desunión de los jefes militares parece no ser ya el triste privilegio de los árabes. Los damascenos están estupefactos: ¿es posible que la poderosa expedición franca que hace temblar a Oriente desde hace meses esté en plena descomposición tras menos de cuatro días de combate? Pensaron que estaban preparando una trampa dice Ibn al-Qalanisi. Pero no hay tal. La nueva invasión franca ha terminado por completo. Los frany alemanes —dirá Ibn al-Atir— se volvieron a su país que está allá, detrás de Constantinopla, y Dios libró a los creyentes de esa calamidad.

La sorprendente victoria de Uñar va a dar realce a su prestigio y a hacer olvidar sus pasados compromisos con los invasores. Pero Muin al-Din está viviendo los últimos días de su carrera. Muere un año después de la batalla. Un día que había comido copiosamente, como solía, se vio aquejado de una indisposición. Se supo que tenía disentería —especifica Ibn al-Qalanisi— una temible enfermedad que pocas veces se cura. Al morir, el poder recayó en el soberano nominal de la ciudad, Abaq, descendiente de Toghtekin, un joven de dieciséis años, no demasiado inteligente, que jamás logrará volar con sus propias alas.

El auténtico triunfador de la batalla de Damasco es indudablemente Nur al-Din. En junio de 1149 consigue aplastar al ejército del príncipe de Antioquía, Raimundo, al que Shirkuh, el tío de Saladino, mata con sus propias manos. Este último le corta la cabeza y se la envía, como era costumbre, al califa de Bagdad en una arquilla de plata. Habiendo alejado de este modo cualquier amenaza franca del norte de Siria, el hijo de Zangi tiene las manos libres para dedicar en adelante todos sus esfuerzos a la realización del antiguo sueño paterno: la conquista de Damasco. En 1140, la ciudad había preferido aliarse con los frany antes que someterse al brutal yugo de Zangi. Pero las cosas han cambiado. Muin al-Din ha muerto, el comportamiento de los occidentales ha desengañado a sus más ardientes partidarios y, sobre todo, la reputación de Nur al-Din no se parece en nada a la de su padre. No quiere violar a la orgullosa ciudad de los Omeyas sino seducirla.

Al llegar, al frente de sus tropas, a las huertas que circundan la ciudad, se preocupa más de ganarse la simpatía de la población que de preparar un asalto. Nur al-Din —cuenta Ibn al-Qalanisi— se mostró bondadoso con los campesinos e hizo que su presencia no les pesara; por dolerse oró a Dios en su favor, en Damasco y en sus dependencias. Cuando, poco después de su llegada, abundantes lluvias pusieron fin a un largo período de sequía, las gentes le atribuyen tal mérito. «Gracias a él —dijeron—, a su justicia y a su conducta ejemplar».

Aunque sus ambiciones sean evidentes, el señor de Alepo se niega a aparecer como un conquistador.

No he venido a acampar a este lugar con la intención de guerrear con vosotros o de poneros sitio —escribe en una carta a los dirigentes de Damasco—. Lo único que me ha movido a actuar así son las quejas de los musulmanes, pues los frany han despojado de todos sus bienes a los campesinos y los han separado de sus hijos y no tienen a nadie que los defienda. Por el poder que Dios me ha confiado para socorrer a los musulmanes y hacer la guerra a los infieles, dada la cantidad de hombres y bienes de que dispongo, no me es dado descuidar a los musulmanes y no salir en defensa suya. Tanto más cuanto que conozco vuestra incapacidad para proteger vuestras provincias y vuestra humillación que os lleva a pedir ayuda a los frany y a entregarles los bienes de vuestros súbditos más pobres, a los que perjudicáis de forma criminal. ¡Y ello no agrada a Dios ni a ningún musulmán!

Esta carta revela toda la sutileza de la estrategia del nuevo señor de Alepo, que se presenta como defensor de los damascenos, en particular de los más necesitados, e intenta claramente que se subleven contra sus señores. La respuesta de estos últimos es tan destemplada que contribuye a aproximar a los ciudadanos al hijo de Zangi: «Entre tú y nosotros, no hay ya más que el sable. Los frany van a venir para ayudarnos a defendernos».

A pesar de las simpatías de que goza entre la población, Nur al-Din prefiere no enfrentarse con las fuerzas reunidas de Jerusalén y Damasco y acepta retirarse hacia el norte no sin haber conseguido que, en las mezquitas, se cite su nombre en los sermones inmediatamente después de los del califa y el sultán y que la moneda se acuñe a su nombre, una manifestación de vasallaje que utilizaban con frecuencia las ciudades musulmanas para apaciguar a sus conquistadores.

A Nur al-Din le parece alentador este triunfo a medias. Un año después, vuelve con sus tropas a las cercanías de Damasco y hace llegar una nueva carta a Abaq y a los demás dirigentes de la ciudad: Sólo deseo el bienestar de los musulmanes, el yihad contra los infieles y la liberación de aquellos a los que mantienen prisioneros. Si os ponéis de mi parte con el ejército de Damasco, si nos ayudamos mutuamente para dirigir el yihad, mis deseos se verán colmados. Por toda respuesta, Abaq recurre de nuevo a los frany, que se presentan bajo el mando de su joven rey Balduino III, hijo de Foulques, y se instalan a las puertas de Damasco durante algunas semanas. Incluso se permite a sus caballeros que circulen por los zocos, lo que no deja de crear cierta tensión entre la población de la ciudad, que no ha olvidado aún a sus hijos caídos tres años antes.

Nur al-Din, prudentemente, sigue evitando todo enfrentamiento con los aliados. Aleja a sus tropas de Damasco, esperando que los frany vuelvan a Jerusalén. Para él, la batalla es ante todo política. Le saca el mejor partido posible a la amargura de los ciudadanos; hace llegar multitud de mensajes a los notables damascenos y a los religiosos para denunciar la traición de Abaq. Entra incluso en contacto con muchos militares exasperados por la abierta colaboración con los frany. Para el hijo de Zangi ya no se trata sólo de suscitar protestas que entorpezcan la labor de Abaq, sino de organizar, en el interior de la ciudad que codicia, una red de complicidades que pueda obligar a Damasco a capitular. Le confía tan delicada misión al padre de Saladino. En 1153, tras un hábil trabajo de organización, Ayyub acaba por conseguir la neutralidad amistosa de la milicia urbana cuyo comandante es el hermano pequeño de Ibn al-Qalanisi. Altas personalidades del ejército adoptan la misma actitud, lo que, de día en día, va reforzando el aislamiento de Abaq. A éste sólo le queda un pequeño grupo de emires que lo animan a que se mantenga firme. Decidido a librarse de estos últimos irreductibles, Nur al-Din hace llegar al señor de Damasco informaciones falsas que revelan un complot tramado por los que lo rodean. Sin investigar en demasía la exactitud de tales informaciones, Abaq se apresura a mandar ejecutar o encarcelar a varios de sus colaboradores. Ya está completamente aislado.

Última operación: Nur al-Din intercepta súbitamente todos los convoyes de víveres que se dirigen hacia Damasco. El precio de un saco de trigo pasa, en dos días, de medio dinar a veinticinco dinares y la población empieza a temer la escasez de alimentos. Ya sólo les queda a los agentes del señor de Alepo convencer a la opinión de que no habría penuria alguna si Abaq no hubiera optado por aliarse con los frany en contra de sus correligionarios de Alepo.

El 18 de abril de 1154, Nur al-Din vuelve con sus tropas ante Damasco. Abaq envía una vez más un mensaje urgente a Balduino. Pero al rey de Jerusalén no le va a dar tiempo a llegar.

El domingo 25 de abril dan el asalto final, al este de la ciudad.

No había nadie en los muros —cuenta el cronista de Damasco—, ni soldados ni ciudadanos, a no ser un puñado de turcos encargados de custodiar una torre. Uno de los soldados de Nur al-Din se abalanzó hacia una muralla en lo alto de la cual estaba una mujer judía que le arrojó una cuerda. La utilizó para trepar, llegó a lo alto de la muralla sin que nadie se diera cuenta y lo siguieron algunos de sus compañeros que izaron una bandera, la colocaron sobre la muralla y empezaron a gritar: «¡Ya mansur! ¡Oh victorioso!» Las tropas de Damasco y la población renunciaron a cualquier resistencia a causa de la simpatía que sentían por Nur al-Din, su justicia y su buena reputación.

Un zapador corrió hacia la puerta del Este, bab-Sarki, con un pico y rompió la cerradura. Los soldados entraron por ella y se diseminaron por las principales arterias sin encontrar oposición. La puerta de Tomás, bab-Thuma, también les fue franqueada a las tropas. Finalmente, el rey Nur al-Din entró acompañado de su séquito, con gran alegría por parte de los habitantes y de los soldados que estaban obsesionados por el miedo a la falta de alimentos, así como por el temor de verse sitiados por los frany infieles.

Generoso en la victoria, Nur al-Din les ofrece a Abaq y a sus allegados feudos en la región de Homs y deja que huyan con todos sus bienes.

Sin combate, sin derramar sangre, Nur al-Din ha conquistado Damasco más por la persuasión que por las armas. La ciudad que llevaba resistiendo desde hacía un cuarto de siglo a cuantos intentaban dominarla, ya fuesen los asesinos, los frany o Zangi, se había dejado seducir por la suave firmeza de un príncipe que prometía a la vez garantizar su seguridad y respetar su independencia. No lo lamentará y vivirá, gracias a él y a sus sucesores, uno de los períodos más gloriosos de su historia.

Al día siguiente de su victoria, Nur al-Din reúne a ulemas, cadíes y comerciantes y los tranquiliza, no sin mandar que le traigan copiosas existencias de víveres y suprimir algunas tasas que pesaban sobre el mercado de rutas, el zoco de verduras y la distribución del agua. En este sentido, se redacta un decreto al que se da lectura el siguiente viernes, desde el púlpito, después de la oración. A sus ochenta y un años, Ibn al-Qalanisi sigue presente y puede asociarse a la alegría de sus conciudadanos. La población aplaudió —narra—. Los ciudadanos, los campesinos, las mujeres, los vendedores ambulantes, todo el mundo elevó públicamente oraciones a Dios para que concediera larga vida a Nur al-Din y para que sus banderas siempre fueran victoriosas.

Por vez primera desde el principio de las guerras francas, las dos grandes metrópolis sirias, Alepo y Damasco, se hallan reunidas en el seno de un mismo Estado, bajo la autoridad de un príncipe de treinta y siete años firmemente decidido a consagrarse a la lucha contra el ocupante. De hecho, toda la Siria musulmana está unificada ya, con excepción del pequeño emirato de Shayzar, donde la dinastía de los Munqhiditas aún consigue preservar su autonomía. No por mucho tiempo, ya que la historia de este pequeño Estado está abocada a verse interrumpida de la forma más brusca e imprevista que darse pueda.

En agosto de 1157, mientras que los rumores que corren por Damasco parecen presagiar una próxima campaña de Nur al-Din contra Jerusalén, un terremoto de gran violencia devasta toda Siria y siembra la muerte tanto entre los árabes como entre los frany. En Alepo, varias torres de la muralla se vienen abajo y la aterrorizada población se dispersa por la campiña circundante. En Harrán, la tierra se abre y por la inmensa brecha que así se forma vuelven a la superficie los vestigios de una antigua ciudad. En Trípoli, Beirut, Tiro, Homs y Maarat, ya no se cuentan los muertos ni los edificios destruidos.

Pero hay dos ciudades más afectadas que las demás por el cataclismo: Hama y Shayzar. Cuentan que un maestro de Hama, que había salido de clase e ido a un solar para atender una necesidad urgente, se encontró, al volver, la escuela destruida y a todos los alumnos muertos. Aterrado, se sentó en los escombros preguntándose cómo les iba a dar la noticia a los padres, pero no había sobrevivido ninguno para ir a reclamar a su hijo.

En Shayzar, ese mismo día, el soberano de la ciudad, el emir Muhammad Ibn Sultán, primo de Usama, organiza una recepción en la alcazaba para celebrar la circuncisión de su hijo. Todos los dignatarios de la ciudad estaban allí reunidos, así como los miembros de la familia reinante, cuando, repentinamente, se puso a temblar la tierra, derrumbándose las paredes, y quedando diezmada la concurrencia. El emirato de los Munqhiditas ha dejado de existir. Usama, que se halla a la sazón en Damasco, es uno de los pocos miembros de la familia que sobrevive. Presa de la emoción, escribirá: La muerte no ha caminado paso a paso para matar a los de mi raza, para acabar con ellos de dos en dos o con cada uno por separado. Han muerto todos en un abrir y cerrar de ojos y sus palacios se han convertido en sus tumbas. Y añade luego con amargura: Este país de indiferentes no ha sido presa de los terremotos más que para despertar de su embotamiento.

El drama de los Munqhiditas va a inspirar a los contemporáneos numerosas reflexiones acerca de la futilidad de las cosas humanas, pero el cataclismo va a ser también, más prosaicamente, la ocasión para algunos de conquistar o saquear sin esfuerzo ciudades asoladas o fortalezas de derruidos muros. En particular, tanto los asesinos como los frany atacan inmediatamente Shayzar antes de que la tome el ejército de Alepo. En octubre de 1157, cuando va de ciudad en ciudad para supervisar la reparación de las murallas, Nur al-Din cae enfermo. El médico damasceno Ibn al-Waqqar, que lo sigue en todos sus desplazamientos, se muestra pesimista. El príncipe pasa año y medio entre la vida y la muerte, que aprovecharán los frany para ocupar algunas fortalezas y hacer razzias por los alrededores de Damasco, pero Nur al-Din aprovecha este período de inactividad para reflexionar acerca de su destino. Durante la primera parte de su reinado, ha conseguido reunir bajo su égida a la Siria musulmana y acabar con las luchas intestinas que la debilitaban. A partir de ahora, será necesario llevar adelante el yihad para volver a conquistar las grandes ciudades que ocupan los frany. Algunos de sus allegados, sobre todo los de Alepo, le sugieren que empiece por Antioquía, pero quedan muy sorprendidos ante la oposición de Nur al-Din. Éste les explica que históricamente esa ciudad pertenece a los rum. Cualquier tentativa de apoderarse de ella incitaría al imperio a ocuparse directamente de los asuntos sirios, lo que obligaría a los ejércitos musulmanes a pelear en dos frentes. Insiste en que no hay que provocar a los rum sino, más bien, intentar recuperar alguna ciudad importante de la costa o incluso, si Dios lo permite, Jerusalén.

Desgraciadamente para Nur al-Din, los acontecimientos no van a tardar en justificar sus temores. En 1159, cuando apenas empieza a recuperarse, se entera de que un poderoso ejército bizantino, al mando del emperador Manuel, hijo y sucesor de Juan Comneno, se ha reunido al norte de Siria. Nur al-Din manda sin tardanza embajadores al encuentro del emperador para darle cortésmente la bienvenida. El basileus, hombre majestuoso, sabio, interesadísimo por la medicina, los recibe y proclama su intención de mantener con su señor las relaciones más amistosas que darse puedan. Asegura que, si ha ido a Siria, ha sido únicamente para dar una lección a los señores de Antioquía. Se recordará que el padre de Manuel había llegado, arguyendo idénticas razones, veintidós años antes, lo cual no le había impedido aliarse con los occidentales contra los musulmanes. Y, sin embargo, los emisarios de Nur al-Din no ponen en duda la palabra del basileus. Saben qué rabia invade a los rum cada vez que se menciona el nombre de Reinaldo de Chátillon, ese caballero que desde 1153 dirige los destinos del principado de Antioquía, hombre brutal, arrogante, cínico y despectivo, que un día va a simbolizar para los árabes toda la maldad de los frany y al que Saladino jurará matar con sus propias manos.

El príncipe Reinaldo, el «brins Arnat» de los cronistas, ha llegado a Oriente en 1147 con la mentalidad ya anacrónica de los primeros invasores: sediento de oro, de sangre y de conquista. Poco después de la muerte de Raimundo de Antioquía, ha conseguido seducir a su viuda y luego casarse con ella, convirtiéndose así en el señor de la ciudad. Muy pronto, sus abusos lo vuelven odioso no sólo para sus vecinos de Alepo sino también para los rum y para sus propios súbditos. En 1156, so pretexto de que Manuel se niega a pagarle una suma prometida, decide vengarse lanzando una expedición de castigo contra la isla bizantina de Chipre y le pide al patriarca de Antioquía que financie la expedición. Como el prelado se mostraba recalcitrante, Reinaldo lo mete en la cárcel, torturándolo y, tras haberle untado las heridas de miel, lo encadena y expone al sol durante todo un día, dejando que miles de insectos se ensañen en su cuerpo.

Como es lógico, el patriarca ha acabado por abrir sus arcas y el príncipe ha reunido una flotilla y ha desembarcado en las costas de la isla mediterránea, aplastando sin dificultad a la pequeña guarnición bizantina y soltando a sus hombres por la isla. Chipre no se repondrá nunca de lo que le sucedió aquella primavera de 1156. De norte a sur, devastaron sistemáticamente todos los campos cultivados, acabaron con todos los rebaños, saquearon todos los palacios, iglesias y conventos, mientras que destruían en el sitio o incendiaban cuanto no podían llevarse. Violaron a las mujeres, degollaron a los ancianos y a los niños, se llevaron a los hombres ricos como rehenes y decapitaron a los pobres. Antes de partir, cargado con el botín, Reinaldo mandó reunir a todos los sacerdotes y monjas griegos e hizo que les cortaran la nariz antes de enviarlos, mutilados, a Constantinopla.

Manuel tiene que responder, aunque como heredero de los emperadores romanos no puede hacerlo con un vulgar golpe de mano. Lo que pretende es restablecer su prestigio humillando públicamente al caballero-bandido de Antioquía. Reinaldo, que sabe que cualquier resistencia es inútil, decide, en cuanto se entera de que el ejército imperial está camino de Siria, pedir perdón. Tan bien dotado para el servilismo como para la arrogancia, se presenta en el campamento de Manuel descalzo, vestido como un mendigo, y se arroja de bruces ante el trono imperial.

Los embajadores de Nur al-Din están presentes y asisten a la escena. Ven al «brins Arnat» echado en el polvo, a los pies del basileus que, como si no lo viera, sigue charlando tranquilamente con los invitados y deja pasar unos minutos antes de dignarse lanzar una mirada a su adversario, indicándole con gesto condescendiente que se levante.

Reinaldo conseguirá el perdón y podrá, por tanto, conservar su principado, pero su prestigio en el norte de Siria quedará empañado para siempre. Por otra parte, los soldados de Alepo lo capturan al año siguiente durante una operación de saqueo que estaba efectuando al norte de la ciudad, lo que le costará dieciséis años de cautividad antes de volver al escenario donde el destino lo elige para interpretar el más odioso de los papeles.

En lo que a Manuel se refiere, tras esta expedición, su autoridad es cada vez mayor. Consigue imponer su soberanía tanto en el principado franco de Antioquía como en los Estados turcos de Asia Menor y vuelve a dar, de esta manera, un papel determinante al imperio en los asuntos de Siria. Este resurgir del poderío militar bizantino, el último de la Historia, trastoca, a corto plazo, los platos del conflicto que enfrenta a los árabes con los frany. La constante amenaza que representan los rum en sus fronteras impide a Nur al-Din lanzarse a la ambiciosa empresa de reconquista que deseaba. Al mismo tiempo, como el poder del hijo de Zangi impide a los frany cualquier veleidad de expansión, la situación en Siria se encuentra, por así decirlo, bloqueada.

Sin embargo, como si las contenidas energías de los árabes y de los frany intentaran desfogarse de golpe, el peso de la guerra se va a desplazar a un nuevo teatro de operaciones: Egipto.