Un emir entre los bárbaros
En junio de 1137, ha llegado Zangi con un impresionante material de asedio y ha instalado su campamento en los viñedos que rodean Homs, principal ciudad de Siria central que, tradicionalmente, se disputan Alepo y Damasco. En ese momento la controlan estos últimos, ya que el gobernador de la ciudad no es otro que el viejo Uñar. Al ver las catapultas y los almajaneques que ha alineado su adversario, Muin al-Din Uñar se da cuenta de que no podrá resistir mucho tiempo. Se las compone para hacer saber a los frany que tiene intención de capitular. Los caballeros de Trípoli, que no tienen deseo alguno de ver a Zangi afincarse a dos días de su capital, se ponen en camino. La estratagema de Uñar ha sido todo un éxito: temiendo quedar cogido entre dos fuegos, el atabeg firma a toda prisa una tregua con su viejo enemigo y se vuelve contra los frany, decidido a sitiar su más poderosa fortaleza de la región, Baarin. Preocupados, los caballeros de Trípoli llaman en su auxilio al rey Foulques que acude con su ejército. Y, ante los muros de Baarin, en un valle con cultivos en bancales, se produce la primera batalla importante entre Zangi y los frany, ¡cosa que puede parecer asombrosa cuando se sabe que el atabeg es señor de Alepo desde hace más de nueve años!
El combate será corto pero decisivo. En unas cuantas horas aplasta con su superioridad numérica a los occidentales, agotados por una larga marcha, y los hace trizas. Sólo el rey y unos cuantos hombres de su séquito logran refugiarse en la fortaleza. A Foulques sólo le dan tiempo a enviar un mensajero a Jerusalén para que le liberen; luego —contará Ibn al-Atir—, Zangi cortó todas las comunicaciones, no permitiendo que se filtrara ninguna noticia, de tal forma que los sitiados ya no sabían lo que estaba pasando en su país, tan estricto era el control de los caminos.
Tal bloqueo no hubiera tenido consecuencias si los sitiados hubieran sido árabes, ya que éstos utilizaban desde hacía siglos la técnica de las palomas mensajeras para comunicarse de una ciudad a otra. Todos los ejércitos en campaña llevaban consigo palomas que pertenecían a distintas ciudades y plazas fuertes musulmanes. Las habían adiestrado para que volvieran siempre a su nido de origen. Bastaba con enrollarles un mensaje alrededor de una pata y soltarlas para que fueran, más deprisa que el corcel más rápido, a anunciar la victoria, la derrota o la muerte de un príncipe, a pedir auxilio o fortalecer la resistencia de una guarnición sitiada. A medida que se va organizando la movilización árabe contra los frany, van entrando en funcionamiento servicios regulares de palomas mensajeras entre Damasco, El Cairo, Alepo y otras ciudades, llegando incluso a que el Estado pagase un sueldo a las personas encargadas de criar y adiestrar a estas aves.
Por otra parte será durante su presencia en Oriente cuando se iniciarán los frany en la colombofilia que, con el tiempo, se pondrá muy en boga en su tierra. Pero, durante el sitio de Baarin, aún lo ignoran todo de este método de comunicación y de ello se aprovecha Zangi. El atabeg, que empieza por aumentar la presión sobre los sitiados, les ofrece, tras una difícil negociación, ventajosas condiciones de rendición: si le entregan la fortaleza y le pagan cincuenta mil dinares, accederá a dejarlos irse en paz. Foulques y sus hombres capitulan y, a continuación, escapan rápidamente, contentos de haber salido tan bien parados. Poco después de su partida de Baarin, se encontraron con los considerables refuerzos que venían a ayudarlos y se arrepintieron, pero un poco tarde, de haberse rendido. Ello sólo había sido posible —según Ibn al-Atir— porque los frany habían estado completamente incomunicados con el mundo exterior.
Zangi está tanto más satisfecho de haber zanjado ventajosamente el asunto de Baarin cuanto que acaba de recibir noticias particularmente alarmantes: el emperador bizantino Juan Comneno, que ha sucedido en 1118 a su padre, Alejo, está en camino hacia el norte de Siria con decenas de miles de hombres. En cuanto se aleja Foulques, el atabeg monta en su caballo y galopa hacia Alepo. Blanco favorito de los rum en el pasado, la ciudad está revuelta. En previsión de un ataque, se han empezado a vaciar los fosos que rodean los muros, en los que, en tiempos de paz, la población tiene la mala costumbre de arrojar las inmundicias. Pero pronto vienen unos emisarios del basileus a tranquilizar a Zangi: su objetivo no es, en absoluto, Alepo sino Antioquía, la ciudad franca que los rum no han dejado nunca de reivindicar. De hecho, el atabeg se entera en seguida, con satisfacción, de que la ciudad ya está sitiada y soporta el bombardeo de las catapultas. Dejando a los cristianos con sus rencillas, Zangi regresa a sitiar Homs donde Uñar sigue haciéndole frente.
Sin embargo, rum y frany se reconcilian antes de lo previsto. Para calmar al basileus, los occidentales le prometen devolverle Antioquía al comprometerse Juan Comneno a entregarles, a cambio, varias ciudades musulmanas de Siria. Ello desencadena, en marzo de 1138, una nueva guerra de conquista. Los lugartenientes del emperador son dos jefes francos: el nuevo conde de Edesa, Jocelin II, y un caballero llamado Raimundo que acaba de hacerse cargo del principado de Antioquía al casarse con Constanza, una niña de ocho años, la hija de Bohemundo II y de Alicia.
En abril, los aliados inician el sitio de Shayzar, poniendo en batería dieciocho catapultas y almajaneques. El viejo emir Sultán Ibn Munqidh, gobernador de la ciudad antes del comienzo de la invasión franca, no parece en absoluto en condiciones de enfrentarse a las fuerzas combinadas de los rum y de los frany. Según Ibn al-Atir, parece ser que los aliados han elegido como blanco Shayzar porque esperaban que Zangi no se preocupara por defender con ardor una ciudad que no le pertenecía. No le conocían bien. El turco organiza y dirige personalmente la resistencia; la batalla de Shayzar va a brindarle la ocasión de desplegar mejor que nunca sus admirables cualidades de hombre de Estado.
En unas cuantas semanas hace que el revuelo cunda por todo Oriente. Tras haber enviado a Anatolia a unos mensajeros que consiguen convencer a los sucesores de Danishmend de que ataquen el territorio bizantino, manda a Bagdad a agitadores que organizan un motín semejante al que había provocado Ibn al-Jashab en 1111, obligando así al sultán Masud a enviar tropas a Shayzar.
Escribe a todos los emires de Siria y de la Yazira, ordenándoles con amenazas que recurran a todas sus fuerzas para rechazar la nueva invasión. El ejército del propio atabeg, aunque mucho menos numeroso que el del adversario, renunciando a un ataque frontal, emprende una táctica de hostigamiento mientras que Zangi mantiene una intensa correspondencia con el basileus y los jefes francos. «Informa» al emperador —lo cual es exacto— de que sus aliados lo temen y esperan con impaciencia su salida de Siria. A los frany les envía mensajes, sobre todo a Jocelin de Edesa y a Raimundo de Antioquía: ¿No os dais cuenta —les dice— de que si los rum ocuparan una sola plaza fuerte de Siria no tardarían en apoderarse de todas vuestras ciudades? Sitúa a numerosos agentes, en su mayoría cristianos de Siria, entre la tropa bizantina y franca con la misión de propalar rumores pesimistas relativos a la llegada de gigantescos ejércitos de ayuda procedentes de Persia, de Irak y de Anatolia.
Esta propaganda da sus frutos sobre todo entre los frany. Mientras que el basileus, tocado con su casco de oro, dirige personalmente el tiro de las catapultas, los señores de Edesa y de Antioquía, sentados en una tienda, se entregan a interminables partidas de dados. Este juego, conocido ya en el Egipto faraónico, en el siglo XII está tan extendido en Oriente como en Occidente. Los árabes lo llaman «azzahr», una palabra que los frany adoptarán para designar no el juego en sí sino la suerte, el «azar».
Estas partidas de dados de los príncipes francos exasperan al basileus Juan Comneno que, desalentado por la mala voluntad de sus aliados y alarmado por los persistentes rumores acerca de la llegada de un poderoso ejército musulmán —en realidad, no salió nunca de Bagdad— levanta el sitio de Shayzar y, el 21 de marzo de 1138, emprende el regreso hacia Antioquía donde entra a caballo seguido, a pie, por Raimundo y Jocelin a los que trata como a sus escuderos.
Para Zangi esto es una inmensa victoria. En el mundo árabe, en el que la alianza de los rum y de los frany había causado inmenso terror, el atabeg aparece, en lo sucesivo, como un salvador. Y, desde luego, está decidido a utilizar su prestigio para zanjar sin dilación unos cuantos problemas que le interesan mucho y, en primer lugar, el de Homs. A finales de mayo, cuando la batalla de Shayzar acaba de concluir, Zangi llega a un curioso acuerdo con Damasco: se casará con la princesa Zomorrod y conseguirá Homs como dote. La madre asesina llega con su comitiva tres meses después ante los muros de Homs para unirse solemnemente a su nuevo marido. Asisten a la ceremonia representantes del sultán, del califa de Bagdad y del de El Cairo e, incluso, embajadores del emperador de los rum que, escarmentado por sus sinsabores, ha decidido mantener en lo sucesivo relaciones muy amistosas con Zangi.
Señor de Mosul, de Alepo y del conjunto de la Siria central, el atabeg se fija el objetivo de apoderarse de Damasco con ayuda de su nueva esposa. Espera que ésta logre convencer a su hijo, Mahmud, de que le entregue su capital sin mediar combate. La princesa duda, discute. Al no poder contar con ella, Zangi acaba por prescindir de ella. Pero, en julio de 1139, cuando se encuentra en Harrán, recibe un mensaje urgente de Zomorrod que le comunica que Mahmud acaba de morir asesinado, apuñalado en la cama por tres de sus esclavos. La princesa suplica a su marido que se dirija sin tardanza hacia Damasco para apoderarse de la ciudad y castigar a los asesinos de su hijo. El atabeg se pone inmediatamente en camino. Las lágrimas de su esposa lo dejan totalmente indiferente, pero piensa que la desaparición de Mahmud podría aprovecharse para que se realice, por fin, bajo su égida, la unidad de Siria.
Pero no contaba con el sempiterno Uñar que había regresado a Damasco tras la cesión de Homs y que, a la muerte de Mahmud, se ha hecho cargo directamente de los asuntos de la ciudad. Como espera una ofensiva de Zangi, Muin al-Din ha elaborado sin tardanza un plan secreto para oponerse a ésta. Aun cuando, por el momento, evita recurrir a dicho plan y se encarga de organizar la defensa.
Además, Zangi no se dirige directamente a la codiciada ciudad. Empieza por atacar la antigua ciudad romana de Baalbek, la única población de cierta importancia que está aún en manos de los damascenos. Tiene la intención, a un tiempo, de cercar la metrópoli siria y de desmoralizar a sus defensores. En el mes de agosto, instala catorce almajaneques en torno de Baalbek y la bombardea intensamente con la esperanza de apoderarse de ella en unos cuantos días para iniciar el sitio de Damasco antes de que finalice el verano. Baalbek capitula sin dificultad, pero su alcazaba, edificada con las piedras de un antiguo templo del dios fenicio Baal, resiste dos largos meses. Zangi está tan irritado que, cuando acaba por rendirse la guarnición, a finales de octubre, tras haber conseguido la promesa de salvar la vida, ordena que crucifiquen a treinta y siete combatientes y que desuellen vivo al comandante de la plaza. Este acto de salvajismo, destinado a convencer a los damascenos de que cualquier resistencia rayaría en el suicidio, produce el efecto contrario. Sólidamente unida en torno a Uñar, la población de la metrópoli siria está más decidida que nunca a combatir hasta el final. De todos modos, se avecina el invierno y Zangi no puede pensar en un asalto antes de la primavera. Uñar va a utilizar esos escasos meses de tregua para ultimar su plan secreto.
En abril de 1140, cuando el atabeg intensifica la presión y se prepara para un ataque general, es precisamente el momento que Uñar elige para llevar a la práctica su plan: pedir al ejército de los frany, al mando del rey Foulques, que acuda con todos sus efectivos en auxilio de Damasco. No se trata de una simple operación aislada, sino de la aplicación de un tratado de alianza conforme a las reglas, que seguirá vigente tras la muerte de Zangi.
Ya en 1138, Uñar había enviado a Jerusalén a su amigo el cronista Usama Ibn Munqidh para estudiar la posibilidad de una colaboración franco-damascena contra el señor de Alepo. Usama había recibido buena acogida y conseguido un acuerdo de principio. Se había incrementado el número de embajadores y el cronista había vuelto a la Ciudad Santa a comienzos de 1140 con proposiciones concretas: el ejército franco obligaría a Zangi a alejarse de Damasco; las fuerzas de ambos Estados se unirían en caso de nuevo peligro: Muin al-Din pagaría veinte mil dinares para cubrir los gastos de las operaciones militares; se llevaría a cabo, en fin, una expedición común bajo la responsabilidad de Uñar para ocupar la fortaleza de Baniyas, que llevaba poco tiempo en manos de un vasallo de Zangi, y devolvérsela al rey de Jerusalén. Para probar su buena fe, los damascenos entregarían a los frany unos rehenes elegidos de entre las familias de los principales dignatarios de la ciudad.
De hecho, se trataba de vivir bajo un protectorado franco, a pesar de lo cual la población de la metrópoli siria se resigna a ello. Aterrada por los métodos brutales del atabeg, aprueba unánimemente el tratado que ha negociado Uñar, cuya política, sea cual fuere, resulta innegablemente eficaz. Temiendo que lo cojan en una tenaza, Zangi se retira a Baalbek y se la entrega como feudo a un hombre seguro, Ayyub, antes de alejarse, junto con su ejército, hacia el norte, prometiendo al padre de Saladino regresar pronto a vengar su revés. Tras la marcha del atabeg, Uñar ocupa Baniyas y se la entrega a los frany, de conformidad con el tratado de alianza; luego realiza una visita oficial al reino de Jerusalén.
Lo acompaña Usama, que, en cierto modo, se ha convertido en el gran especialista en cuestiones francas de Damasco. Afortunadamente para nosotros, el emir cronista no se limita a las negociaciones diplomáticas. Es, ante todo, un espíritu curioso y un observador perspicaz que nos va a dejar un testimonio inolvidable de las costumbres y la vida cotidiana en tiempos de los frany.
Cuando visitaba Jerusalén, solía ir a la mezquita al-Aqsa donde estaban mis amigos Templarios. En uno de los laterales, había un pequeño oratorio donde los frany habían instalado una iglesia. Los Templarios ponían este lugar a mi disposición para que orara en él. Un día entré, dije: «¡Allahú Akbar!» e iba a empezar la oración cuando un hombre, un frany, se abalanzó sobre mí, me agarró y me hizo girar el rostro hacia Oriente diciéndome: «Así es como se reza». En el acto, acudieron unos Templarios y lo alejaron de mí. Volví a mis rezos, pero el hombre, aprovechando un momento de descuido, volvió a arrojarse sobre mí y me hizo girar el rostro hacia Oriente repitiendo: «¡Así es como se reza!» Los templarios volvieron a intervenir, lo alejaron y se disculparon conmigo, diciéndome: «Es un forastero. Acaba de llegar del país de los frany y no ha visto nunca a nadie rezar sin volverse hacia Oriente». Contesté que ya había rezado bastante. Salí, estupefacto por el comportamiento de aquel demonio que se había enfadado tanto al verme rezar vuelto hacia La Meca.
Si el emir Usama no vacila en llamar a los Templarios «mis amigos», es porque piensa que sus costumbres bárbaras se han pulido en el contacto con Oriente. Entre los frany —explica—, hay algunos que han venido a afincarse entre nosotros y que han cultivado el trato con los musulmanes. Son, con mucho, superiores a los que se les han unido recientemente en los territorios que ocupan. Para él, el incidente de la mezquita al-Aqsa es «un ejemplo de la grosería de los frany». Cita otros, recogidos a lo largo de sus frecuentes visitas al reino de Jerusalén.
Me hallaba en Tiberíades un día en que los frany celebraban una de sus fiestas. Los caballeros habían salido de la ciudad para practicar un juego de lanzas. Habían obligado a dos ancianas decrépitas a que los acompañaran y las habían colocado en un extremo del hipódromo mientras que, en el otro lado, había un cerdo colgado de una roca. Los caballeros habían organizado entonces una carrera entre ambas viejas. Cada una iba avanzando, escoltada por un grupo de caballeros que no las dejaban pasar. A cada paso que daban, se caían y volvían a levantarse, entre grandes carcajadas de los espectadores. Por fin, una de las viejas, la que había llegado la primera, se quedó con el cerdo como premio a su victoria.
A un emir tan culto y refinado como Usama no pueden gustarle esas bromas, pero su mohín condescendiente se convierte en mueca de asco cuando observa lo que es la justicia de los frany.
En Maplusa —cuenta— tuve ocasión de asistir a un curioso espectáculo. Dos hombres habían de enfrentarse en un combate singular. El motivo era el siguiente: unos bandoleros musulmanes habían invadido una aldea vecina y se sospechaba que un labrador les había servido de guía. Éste había huido, pero había tenido que volver en seguida pues el rey Foulques había encarcelado a sus hijos. «Trátame con equidad —le había pedido el labrador—, y permite que mida mis fuerzas con el que me ha acusado». El rey le había dicho entonces al señor que había recibido la aldea en feudo: «Manda venir al adversario». El señor había elegido a un herrero que trabajaba en la aldea, diciéndole: «Tú irás a batirte en duelo». Lo que menos quería el dueño del feudo era que uno de sus campesinos muriera, por temor a que se resintieran sus cultivos. Vi, pues, a aquel herrero. Era un joven fuerte pero que, andando o sentado, siempre tenía que pedir algo de beber. En cuanto al acusado, era un anciano valeroso que chasqueaba los dedos en señal de desafío. El vizconde, gobernador de Nablus, se acercó, les dio a cada uno una lanza y un escudo y mandó que los espectadores hicieran corro a su alrededor.
Empezó la lucha —prosigue Usama—. El anciano empujaba al herrero hacia atrás, lo hacía retroceder hacia la muchedumbre y luego regresaba hacia el centro del corro. Se cruzaron unos golpes tan violentos que los rivales parecían no formar más que una única columna de sangre. El combate se alargó, a pesar de las exhortaciones del vizconde que quería acelerar el desenlace. «¡Más deprisa!», les gritaba. Por fin, el anciano quedó agotado y el herrero, aprovechando su experiencia en el manejo del martillo, le asestó un golpe que lo derribó y le hizo soltar la lanza. Luego, se puso en cuclillas sobre él para meterle los dedos por los ojos pero sin conseguirlo debido a los raudales de sangre que corrían. El herrero se levantó entonces y remató a su adversario de una lanzada. Inmediatamente después, ataron una cuerda al cuello del cadáver y lo arrastraron con ella hacia la horca donde lo colgaron. ¡Ved, con este ejemplo, lo que es la justicia de los frany!
Nada más natural que esta indignación del emir pues, para los árabes del siglo XII, la justicia era algo serio. Los jueces, los cadíes, eran unos personajes sumamente respetados que, antes de dictar sentencia, tenían la obligación de atenerse a unos procedimientos muy concretos que fija el Corán: requisitoria, defensa, testimonios. El «juicio de Dios» al que los occidentales recurren con frecuencia, les parece una farsa macabra. El duelo que describe el cronista no es sino una de las formas de ordalía, la prueba del fuego es otra, y también está el suplicio del agua que descubre Usama con horror:
Habían instalado una enorme cuba llena de agua. Al joven sospechoso, lo ataron, lo colgaron por los omóplatos de una cuerda y lo arrojaron a la cuba. Si era inocente, decían, se hundiría con el agua y lo sacarían tirando de esa cuerda. Si era culpable, no conseguiría hundirse en el agua. El desdichado, cuando lo echaron a la cuba, se esforzó por llegar hasta el fondo, pero no lo consiguió y hubo de someterse a los rigores de su ley. ¡Dios los maldiga! Le pasaron entonces por los ojos un punzón de plata al rojo y lo cegaron.
La opinión del emir sirio sobre los «bárbaros» sigue siendo prácticamente la misma cuando habla de sus conocimientos. En el siglo XII los frany están muy atrasados en relación con los árabes en todos los campos científicos y técnicos. Pero es en medicina donde la diferencia es mayor entre el Oriente desarrollado y el Occidente primitivo. Usama observa la disparidad:
Un día —cuenta—, el gobernador franco de Muneitra, en el monte Líbano, escribió a su tío Sultán, emir de Shayzar, para rogarle que le enviara un médico para tratar algunos casos urgentes. Mi tío escogió a un médico cristiano de nuestra tierra llamado Thabet. Éste sólo se ausentó unos días y luego regresó entre nosotros. Todos sentíamos gran curiosidad por saber cómo había podido conseguir tan pronto la curación de los enfermos y lo acosamos a preguntas. Thabet contestó: «Han traído a mi presencia a un caballero que tenía un absceso en la pierna y a una mujer que padecía de consunción. Le puse un emplasto al caballero; el tumor se abrió y mejoró. A la mujer le prescribí una dieta para refrescarle el temperamento. Pero llegó entonces un médico franco y dijo: “¡Este hombre no sabe tratarlos!” Y, dirigiéndose al caballero, le preguntó: “¿Qué prefieres, vivir con una sola pierna o morir con las dos?” Como el paciente contestó que prefería vivir con una sola pierna, el médico ordenó: “Traedme un caballero fuerte con un hacha bien afilada”. Pronto vi llegar al caballero con el hacha. El médico franco colocó la pierna en un tajo de madera, diciéndole al que acababa de llegar: “¡Dale un buen hachazo para cortársela de un tajo!” Ante mi vista, el hombre le asestó a la pierna un primer hachazo y, luego, como la pierna seguía unida, le dio un segundo tajo. La médula de la pierna salió fuera y el herido murió en el acto. En cuanto a la mujer, el médico franco la examinó y dijo: “Tiene un demonio en la cabeza que está enamorado de ella. ¡Cortadle el pelo!” Se lo cortaron. La mujer volvió a empezar entonces a tomar las comidas de los francos con ajo y mostaza, lo que le agravó la consunción. “Eso quiere decir que se le ha metido el demonio en la cabeza”, afirmó el médico. Y, tomando una navaja barbera, le hizo una incisión en forma de cruz, dejó al descubierto el hueso de la cabeza y lo frotó con sal. La mujer murió en el acto. Entonces, yo pregunté: “¿Ya no me necesitáis?” Me dijeron que no y regresé tras haber aprendido muchas cosas que ignoraba sobre la medicina de los frany».
Si Usama se escandaliza ante la ignorancia de los occidentales, lo hace aún más ante sus costumbres: «¡Los frany —exclama— no tienen sentido del honor! Si uno de ellos sale a la calle con su esposa y se encuentra con otro hombre, éste coge a la mujer por la mano y la lleva aparte para hablar con ella mientras el marido se aleja un poco para esperar que ella acabe la conversación. ¡Si se prolonga demasiado, la deja con su interlocutor y se va!» Tales hechos conturban al emir: «Pensad un poco en esta contradicción. ¡Esa gente no tiene celos ni sentido del honor, siendo como es tan valerosa! ¡El valor, sin embargo, no proviene sino del sentido del honor y del desprecio por lo que está mal!».
Cuanto más aprende acerca de ellos, peor idea se forma Usama de los occidentales. Lo único que admira son sus cualidades guerreras. En consecuencia, se comprende que el día en que uno de los «amigos» que se ha hecho entre ellos, un caballero del ejército del rey Foulques, le propone llevarse a su hijo, aún joven, a Europa para iniciarlo en las reglas de la caballería, el emir declina cortésmente la invitación, diciéndose para sus adentros que preferiría que su hijo fuera «a la cárcel que al país de los frany». Con estos extranjeros sólo se puede confraternizar dentro de ciertos límites. Además, pronto se verá que esa famosa colaboración entre Damasco y Jerusalén, que le ha proporcionado a Usama la inesperada oportunidad de conocer mejor a los occidentales, es un breve intermedio. Un acontecimiento espectacular va a reactivar en seguida la guerra a ultranza contra el ocupante: el sábado 23 de diciembre de 1144, la ciudad de Edesa, capital del más antiguo de los cuatro Estados francos de Oriente, ha caído en manos del atabeg Imad al-Din Zangi.
Si la caída de Jerusalén, en julio de 1099, ha marcado el final de la invasión franca y la de Tiro, en julio de 1124, el término de la fase de ocupación, la reconquista de Edesa perdurará en la historia como la culminación de la reacción árabe ante los invasores y el comienzo de la larga marcha hacia la victoria.
Nadie preveía que la ocupación iba a ponerse en tela de juicio de modo tan manifiesto. Es cierto que Edesa no era más que un puesto avanzado de la presencia franca, pero sus condes habían logrado integrarse plenamente en el juego político local y el último señor occidental de esta ciudad de mayoría armenia era Jocelin II, un hombre bajo, barbudo, de nariz prominente, ojos saltones y cuerpo desproporcionado, que jamás había brillado por su valor ni por su sabiduría. Pero sus súbditos le tenían aprecio, sobre todo porque su madre era armenia, y la situación de su feudo no parecía en modo alguno crítica. Sus vecinos y él realizaban, por turno, en terreno contrario, mutuas y rutinarias razzias que solían terminar en treguas.
Pero, bruscamente, en este otoño de 1144, cambia la situación. Mediante una hábil maniobra militar, Zangi pone fin a medio siglo de dominación franca en esta parte de Oriente, consiguiendo una victoria que va a hacer reaccionar a poderosos y humildes, desde Persia hasta el lejano país de los «alman», y que preludia una nueva invasión dirigida por los más importantes reyes de los frany.
El relato más conmovedor de la conquista de Edesa es el que hace un testigo ocular, el obispo sirio Abul-Faray Basilio, que se ha visto mezclado directamente en los acontecimientos. Su actitud durante la batalla es un buen ejemplo del drama de las comunidades cristianas orientales a las que pertenece. Al ver atacada su ciudad, Abul-Faray participa activamente en su defensa pero, al propio tiempo, sus simpatías se dirigen más al ejército musulmán que a sus «protectores» occidentales, a los que no tiene excesiva estima.
El conde Jocelin —cuenta— había salido a rapiñar por las orillas del Éufrates. Zangi se enteró, y el 30 de noviembre estaba ante los muros de Edesa. Sus tropas eran tan numerosas como las estrellas del cielo. Llenaron todas las tierras que rodean la ciudad, levantaron tiendas por doquier y el atabeg puso la suya al norte de la ciudad, frente a la puerta de las Horas, en lo alto de una colina que dominaba la iglesia de los Confesores.
Aunque situada en un valle, Edesa era difícil de tomar, pues su poderosa muralla triangular se hallaba sólidamente imbricada en las colinas circundantes. Pero —explica Abul-Faray— Jocelin no había dejado tropas. No había más que zapateros, tejedores, comerciantes de sedas, sastres, sacerdotes. La defensa quedará, pues, en manos del obispo franco de la ciudad, asistido por un prelado armenio y el propio cronista, partidario, sin embargo, de un arreglo con el atabeg.
Zangi —cuenta— dirigía constantemente a los sitiados propuestas de paz, diciéndoles: «¡Desdichados! Ya veis que no queda esperanza. ¿Qué queréis? ¿Qué esperáis? ¡Tened piedad de vosotros mismos, de vuestros hijos, de vuestras mujeres, de vuestras casas! ¡No dejéis que vuestra ciudad quede devastada y privada de habitantes!» Pero no había en la ciudad ningún jefe capaz de imponer su voluntad. Contestaban estúpidamente a Zangi con baladronadas e insultos.
Viendo que los zapadores empezaban a excavar bajo las murallas, Abul-Faray sugiere escribir una carta a Zangi para proponer una tregua, a la cual da conformidad el obispo franco. «Se escribió la carta y se leyó al pueblo, pero un hombre insensato, un comerciante de seda, alargó la mano, se apoderó de la carta violentamente y la rompió». Sin embargo, Zangi no dejaba de repetir: «Si deseáis una tregua de unos días, os la concederemos para ver si conseguís ayuda. ¡Si no, rendíos y vivid!».
Pero no llega ningún auxilio. Aunque se ha enterado en seguida de la ofensiva contra su capital, Jocelin no se atreve a medirse con las fuerzas del atabeg. Prefiere instalarse en Tell Basher, a la espera de que acudan en su ayuda tropas de Antioquía o de Jerusalén.
Los turcos habían arrancado los cimientos de la muralla septentrional y, en su lugar, habían puesto leña, vigas y troncos en abundancia. Había rellenado los intersticios de nafta, de grasa y de azufre para que se inflamara con mayor facilidad el brasero y se derrumbara la muralla. Entonces, a una orden de Zangi, le prendieron fuego. Los heraldos de su campo gritaron que se dispusieran al combate, llamando a los soldados a introducirse por la brecha en cuanto hubiera caído el muro, prometiéndoles dejar en sus manos la ciudad para que la saquearan durante tres días. El fuego prendió en la nafta y el azufre e inflamó la leña y la grasa derretida. El viento soplaba del norte y llevaba el humo hacia los defensores. A pesar de su solidez, la muralla se tambaleó y, a continuación, se derrumbó. Tras haber perdido a muchos de los suyos en la brecha, los turcos entraron en la ciudad y empezaron a matar a los habitantes indiscriminadamente; aquel día perecieron unos seis mil. Las mujeres, los niños y los jóvenes se precipitaron hacia la ciudadela alta para escapar a la matanza. Hallaron la puerta cerrada por el obispo que les había dicho a los guardias: «¡Si no veis mi rostro, no abráis la puerta!» Así, los grupos subían, unos tras otros, y se pisoteaban entre sí. Lamentable y horripilante espectáculo: atropellados, asfixiados, convertidos en una masa compacta, perecieron atrozmente unos cinco mil y quizá más.
Sin embargo, será Zangi quien intervenga personalmente para detener la carnicería, antes de enviar a su principal lugarteniente a entrevistarse con Abul-Faray. «Venerable —dijo éste—, deseamos que nos jures sobre la Cruz y sobre el Evangelio que tú y tu comunidad nos seréis fieles. Sabes muy bien que esta ciudad, durante los doscientos años que la gobernaron los árabes, fue floreciente como una metrópoli. Hoy hace cincuenta años que la ocuparon los frany y ya la han arruinado. Nuestro señor, Imad al-Din Zangi, está dispuesto a trataros bien. Vivid en paz y en seguridad bajo su autoridad y rezad por su vida».
De hecho —prosigue Abul-Faray—, hicieron salir de la ciudadela a los sirios y a los armenios y todos volvieron a sus casas sin que los importunaran. A los frany, en cambio, les quitaron cuanto tenían, el oro, la plata, los vasos sagrados, los cálices, las patenas, las cruces ornamentales y gran cantidad de alhajas. Pusieron aparte a los sacerdotes, a los nobles y a los notables y los despojaron de sus vestiduras antes de mandarlos, cargados de cadenas, a Alepo. De los demás, tomaron a los artesanos, a los que Zangi mantuvo junto a él como prisioneros para que cada cual trabajara en su oficio. A todos los demás frany, unos cien hombres, los ejecutaron.
En cuanto se conoce la noticia de la reconquista de Edesa, el mundo árabe se llena de entusiasmo. Se le atribuyen a Zangi los más ambiciosos proyectos. Los refugiados de Palestina y de las ciudades costeras, que abundan en el séquito del atabeg, empiezan a hablar ya de reconquistar Jerusalén, un objetivo que pronto se convertirá en el símbolo de la resistencia a los frany.
El califa se ha apresurado a conceder al héroe del momento prestigiosos títulos: al-malek al-mansur, «el rey victorioso», zain-el-islam, «ornamento del Islam», nasir amir al-muninin, «sostén del príncipe de los creyentes». Como todos los dirigentes de la época, Zangi alinea con orgullo sus sobrenombres, símbolos de su poder. En una nota sutilmente satírica, Ibn al-Qalanisi se disculpa ante sus lectores por haber escrito en su crónica «el sultán Fulano de Tal», «el emir» o «el atabeg», sin añadir los títulos completos. Pues, explica, desde el siglo X hay tal inflación de sobrenombres honoríficos que su relato se habría tornado ilegible si hubiera querido citarlos todos. Añorando discretamente los tiempos de los primeros califas que se conformaban con el título, soberbio dentro de su sencillez, de «príncipe de los creyentes», el cronista de Damasco cita varios ejemplos para ilustrar lo que dice y, entre ellos, precisamente el de Zangi. Ibn al-Qalanisi recuerda que, cada vez que menciona al atabeg, debería escribir textualmente:
El emir, el general, el grande, el justo, el ayudante de Dios, el triunfador, el único, el pilar de la religión, la piedra angular del Islam, el ornamento del Islam, el protector de las criaturas, el asociado de la dinastía, el auxiliar de la doctrina, la grandeza de la nación, el honor de los reyes, el apoyo de los sultanes, el vencedor de los infieles, de los rebeldes y de los ateos, el jefe de los ejércitos musulmanes, el rey victorioso, el rey de los príncipes, el sol de los méritos, el emir de los dos Irak y de Siria, el conquistador de Irán, Bahlawan Yihan Alp Inasay Kotlogh Toghrulbeg atabeg Abu-Said Zangi Ibn Aq Sonqor, sostén del príncipe de los creyentes.
Además de ser muy pomposos, de lo que el cronista de Damasco se ríe irreverentemente, esos títulos son fiel reflejo del lugar preponderante que Zangi ocupa en el mundo árabe. Los frany tiemblan ante la sola mención de su nombre. Su desconcierto es tanto mayor cuanto que el rey Foulques ha muerto poco antes de la caída de Edesa, dejando dos hijos menores de edad. Su mujer, que desempeña el cargo de regente, se ha apresurado a enviar emisarios al país de los frany para llevar las noticias del desastre que acaba de sufrir su pueblo. Hicieron entonces en todos sus territorios —dice Ibn al-Qalanisi— llamamientos para que la gente corriera al asalto de la tierra del Islam.
Como para confirmar los temores de los occidentales, Zangi regresa a Siria tras su victoria, haciendo correr la voz de que está preparando una ofensiva de gran envergadura contra las principales ciudades en poder de los frany. Al principio, tales proyectos reciben una acogida entusiasta en las ciudades sirias. Pero, poco a poco, los damascenos empiezan a preguntarse por las auténticas intenciones del atabeg, que se ha instalado en Baalbek, como hizo ya en 1139, para construir gran cantidad de máquinas de sitio. ¿No será a los propios damascenos a quienes tiene la intención de atacar con el pretexto del yihad?
Nunca se sabrá, pues en enero de 1146, cuando parece tener terminados los preparativos para la campaña de primavera, Zangi se ve obligado a emprender de nuevo la marcha hacia el norte: sus espías lo han informado de que, en Edesa, Jocelin ha urdido un complot con algunos de sus amigos armenios que han permanecido en la ciudad para matar a la guarnición turca. En cuanto regresa a la ciudad conquistada, el atabeg toma las riendas de la situación, ejecuta a los partidarios del antiguo conde y, para reforzar el partido antifranco en el seno de la población, instala en Edesa a trescientas familias judías con cuyo apoyo puede contar incondicionalmente.
Esta alarma convence a Zangi de que más vale renunciar, al menos de momento, a extender sus dominios y dedicarse a consolidarlos. En el camino principal de Alepo a Mosul, hay un emir árabe que controla la poderosa fortaleza de Yaabar situada a orillas del Éufrates y se niega a reconocer la autoridad del atabeg. Como su rebeldía pone en peligro, impunemente, las comunicaciones entre ambas capitales, en junio de 1146 Zangi pone sitio a Yaabar. Espera tomarla en pocos días, pero la empresa se revela más difícil de lo previsto. Transcurren tres largos meses sin que se debilite la resistencia de los sitiados.
Una noche de septiembre, el atabeg se duerme tras haber ingerido grandes cantidades de alcohol. Lo despierta un ruido dentro de la tienda. Al abrir los ojos, divisa a uno de sus eunucos, un tal Yaran-kash, de origen franco, bebiendo vino en su propio cubilete, lo que desata la cólera del atabeg, que jura castigarlo con severidad al día siguiente. Temiendo la ira de su señor, Yaran-kash espera a que vuelva a dormirse, lo apuñala y busca refugio en Yaabar, donde lo cubren de regalos.
Zangi no muere en el acto. Mientras yace semiinconsciente, uno de sus allegados entra en la tienda. Ibn al-Atir contará su testimonio:
Al verme, el atabeg creyó que iba a rematarlo y, haciendo un gesto con el dedo, me pidió gracia. Yo, de la emoción, caí de rodillas y le dije: Señor, ¿quién te ha hecho esto? Pero no pudo contestarme y expiró, ¡Dios tenga misericordia de él!
La trágica muerte de Zangi, al sobrevenir poco después de su triunfo, impresionará a los contemporáneos. Ibn al-Qalanisi comenta el acontecimiento en verso:
La mañana lo mostró tendido en el lecho, allí donde su eunuco lo había degollado.
Y sin embargo dormía en medio de un ufano ejército, rodeado de sus valientes y de los sables de éstos.
Pereció sin que le sirvieran riquezas ni poder.
Sus tesoros han sido presa de los demás, los han despedazado sus hijos y sus adversarios.
Al desaparecer él, sus enemigos se han levantado, sosteniendo la espada que no osaban blandir cuando él estaba presente.
De hecho, en cuanto muere Zangi, empieza la arrebatiña. Sus soldados, antaño tan disciplinados, se convierten en una horda de saqueadores incontrolables. Su tesoro, sus armas e incluso sus efectos personales desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Luego, su ejército empieza a dispersarse. Uno tras otro, los emires reúnen a sus hombres y se apresuran a ocupar alguna fortaleza o a esperar, a buen recaudo, los acontecimientos que se vayan produciendo.
Cuando Muin al-Din Uñar se entera de la muerte de su adversario, sale inmediatamente de Damasco, a la cabeza de sus tropas, y se apodera de Baalbek, restableciendo en unas cuantas semanas su dominio sobre el conjunto de Siria central. Raimundo de Antioquía, reanudando una tradición que parecía olvidada, realiza una incursión hasta las murallas de Alepo. Jocelin intriga una vez más para reconquistar Edesa.
Parece como si hubiera concluido la epopeya del poderoso Estado fundado por Zangi. En realidad, acaba de empezar.