Los complots de Damasco
El visir al-Mazdaghani se presentó, como hacía a diario, en el pabellón de las Rosas del palacio de la Alcazaba de Damasco. Estaban allí —cuenta Ibn al-Qalanisi— todos los emires y los jefes militares. La asamblea trató diversos asuntos. El señor de la ciudad, Buri, hijo de Toghtekin, cambió impresiones con los presentes y, luego, todos se levantaron para volver a sus casas. Según la costumbre, el visir debía irse después de todos los demás. Cuando se puso en pie, Buri hizo una seña a uno de sus allegados y éste dio a al-Mazdaghani varios sablazos en la cabeza. Luego lo decapitaron y llevaron su cuerpo en dos trozos a la puerta de Hierro para que todo el mundo pudiera ver lo que hace Dios con quienes usan de engaños.
En unos minutos, la muerte del protector de los asesinos se conoce en todos los zocos de Damasco y va seguida, en el acto, de una caza del hombre. Una inmensa muchedumbre se dispersa por las calles, blandiendo sables y puñales. A todos los batiníes, a sus parientes, a sus amigos, así como a cuantos son sospechosos de simpatizar con ellos, los acosan por la ciudad, los persiguen en sus casas, los degüellan sin piedad. A sus jefes los crucificarán en las almenas de las murallas. Varios miembros de la familia de Ibn al-Qalanisi toman parte activa en la matanza. Hay motivos para pensar que el propio cronista que, en ese mes de septiembre de 1129, es un alto funcionario de cincuenta y siete años, no se mezcló con el populacho. Pero el tono de su relato revela claramente su estado de ánimo en esas horas sangrientas: Por la mañana, las plazas estaban libres de batiníes y los perros aullaban mientras se disputaban sus cadáveres.
Los damascenos estaban visiblemente hartos de la influencia de los asesinos en su ciudad y, más que cualquier otro, el hijo de Toghtekin, que se negaba a hacer el papel de fantoche manejado por la secta y por el visir al-Mazdaghani. Sin embargo, para Ibn al-Atir, no se trata de una simple lucha por el poder, sino de salvar a la metrópoli siria de un desastre inminente. Al-Mazdaghani había escrito a los frany para proponerles la entrada a Damasco si accedían a darle a cambio la ciudad de Tiro. Estaba cerrado el trato. Incluso había llegado a un acuerdo sobre el día, un viernes. En efecto, las tropas de Balduino II debían llegar de improviso ante los muros de la ciudad, cuyas puertas tenían que abrirles grupos de asesinos armados, mientras que otros comandos tenían a su cargo la custodia de las puertas de la mezquita mayor para impedir a dignatarios y militares salir en tanto los frany no hubieran ocupado la ciudad. Unos días antes de poner en ejecución este plan, Buri, que había tenido noticias de él, se había apresurado a eliminar a su visir, dando así la señal a la población para que se arrojara sobre los asesinos.
¿Hubo realmente tal complot? Se puede poner en duda, sabiendo que el propio Ibn al-Qalanisi, a pesar de su saña verbal contra los batiníes, no los acusa en ningún momento de haber querido entregar la ciudad a los frany.
Pero, a pesar de todo, el relato de Ibn al-Atir no es inverosímil. Los asesinos y su aliado al-Mazdaghani se sentían amenazados en Damasco, tanto por una hostilidad popular creciente como por las intrigas de Buri y de sus allegados. Además, sabían que los frany estaban decididos a apoderarse de la ciudad a cualquier precio. Mejor que luchar contra demasiados enemigos a la vez, es muy probable que la secta decidiera reservarse un santuario como Tiro, desde el cual podría enviar a sus predicadores y a sus criminales hacia el Egipto fatimita, objetivo principal de los discípulos de Hasan as-Sabbah.
Los acontecimientos que siguieron parecen confirmar la tesis del complot. Los pocos batiníes que sobreviven a la matanza van a afincarse en Palestina, bajo la protección de Balduino II, a quien entregan Baniyas, una poderosa fortaleza situada al pie del monte Hermón que controla el camino de Jerusalén a Damasco. Además, unas semanas después, un potente ejército franco hace su aparición en los alrededores de la metrópoli siria. Cuenta con cerca de diez mil soldados de caballería e infantería procedentes no sólo de Palestina sino también de Antioquía, de Edesa y de Trípoli, así como con varios cientos de guerreros, recientemente llegados del país de los frany, que proclaman muy alto su intención de apoderarse de Damasco. Los más fanáticos pertenecen a la orden de los Templarios, una orden religiosa y militar fundada diez años antes en Palestina.
Al no disponer de las tropas suficientes para hacer frente a los invasores, Buri llama a toda prisa a unas cuantas bandas de nómadas turcos y a algunas tribus árabes de la región, prometiéndoles una buena retribución si lo ayudan a rechazar el ataque. El hijo de Toghtekin sabe que no podrá contar por mucho tiempo con estos mercenarios que, en seguida, desertarán para entregarse al pillaje. Su primera preocupación es, pues, entablar combate lo antes posible. Un día de noviembre, sus exploradores le informan de que varios miles de frany han ido a forrajear en la rica llanura del Ghuta. Sin dudarlo, envía a la totalidad de su ejército en persecución de aquéllos. Como los sorprenden completamente desprevenidos, rodean rápidamente a los occidentales. Algunos caballeros no tendrán ni siquiera tiempo de recuperar sus cabalgaduras.
Turcos y árabes volvieron a Damasco al final de la tarde, triunfantes, jubilosos y cargados de botín —relata Ibn al-Qalanisi—. La población se alegró, se reconfortaron los corazones y el ejército decidió ir a atacar a los frany en su campamento. Al día siguiente, al alba, partieron a toda velocidad numerosos jinetes. Al ver que se levantaba una gran humareda, pensaron que los frany estaban allí; pero, cuando se acercaron, descubrieron que los enemigos habían levantado el campo tras haber prendido fuego a sus pertrechos, pues ya no tenían animales de carga para llevarlos.
A pesar de este fracaso, Balduino II reúne a sus tropas para un nuevo ataque contra Damasco cuando, de repente, a comienzos de septiembre, cae sobre toda la región un auténtico diluvio. El terreno en que acampan los frany se ha convertido en un inmenso lago de lodo donde hombres y caballos quedan irremediablemente encenagados. Lleno de tristeza, el rey de Jerusalén ordena la retirada.
Buri, a quien a su llegada al trono consideraban como un emir frívolo y timorato, había conseguido salvar Damasco de los dos principales peligros que la amenazaban, los frany y los asesinos. Escarmentado por su derrota, Balduino II renuncia definitivamente a cualquier nueva empresa contra la codiciada ciudad.
Pero Buri no ha acallado a todos sus enemigos. Un día, llegan a Damasco dos individuos vestidos a la turca, con caftanes y bonetes puntiagudos. Según dicen, buscan un trabajo fijo y el hijo de Toghtekin los emplea en su guardia personal. Una mañana de mayo de 1131, cuando el emir regresa de su baño a palacio, ambos hombres se abalanzan sobre él y lo hieren en el vientre. Antes de morir ejecutados, confiesan que el señor de los asesinos los ha enviado desde la fortaleza de Alamut para vengar a sus hermanos que había exterminado el hijo de Toghtekin.
Llaman junto al lecho de la víctima a numerosos médicos y en particular —especifica Ibn al-Qalanisi—, a cirujanos especializados en el tratamiento de las heridas. Los cuidados médicos que se encuentran a la sazón en Damasco son de los mejores del mundo. Dukak ha fundado un hospital, un «maristán»; en 1154, se construirá otro. El viajero Ibn Yubayr, que los visitará unos años después, describirá su funcionamiento:
Cada hospital tiene unos administradores que llevan los registros en los que figuran los nombres de los enfermos, los gastos necesarios para su atención y alimentos y otros muchos datos. Los médicos acuden todas las mañanas, examinan a los enfermos y ordenan que preparen medicinas y alimentos que puedan curarlos, según lo que conviene a cada cual.
Tras la visita de dichos cirujanos, Buri, que se siente mejor, insiste en volver a montar a caballo y en recibir, como a diario, a sus amigos para charlar y beber. Pero tales excesos le resultarán fatales al enfermo, cuya herida no cicatriza. Expira en junio de 1132, tras trece meses de terribles sufrimientos. Una vez más, los asesinos se han vengado.
Buri ha sido el primer artífice de la victoriosa reacción del mundo árabe contra la ocupación franca, aunque su reinado, excesivamente breve, no haya podido dejar recuerdo perdurable. Es cierto que coincidía con la aparición de una personalidad de muy distinta envergadura: el atabeg Imad al-Din Zangi, nuevo señor de Alepo y de Mosul, un hombre al que Ibn al-Atir no dudará en considerar como el regalo de la providencia divina a los musulmanes.
A primera vista, este oficial de barba enmarañada y negrísima apenas si se diferencia de los numerosos jefes militares turcos que lo han precedido en esta interminable guerra contra los frany. Se emborracha con frecuencia y, al igual que ellos, está dispuesto a recurrir a todas las crueldades y todas las perfidias para conseguir sus fines. A menudo, Zangi también combate con mayor saña contra los musulmanes que contra los frany. Cuando, el 18 de junio de 1128, hace una entrada solemne en Alepo, lo que de él se sabe no es nada alentador. Su principal hazaña ha consistido en reprimir, el año anterior, una rebelión del califa de Bagdad contra sus protectores selyúcidas. El bondadoso al-Mustazhir había muerto en 1118 dejando el trono a su hijo al-Mustarshid-billah, un joven de veinticinco años, pelirrojo, con la cara salpicada de pecas y los ojos azules, que tenía la ambición de restablecer la gloriosa tradición de sus primeros antepasados abasidas. El momento parecía propicio pues el sultán Muhammad acababa de desaparecer y, según la costumbre, estaba comenzando una guerra de sucesión. El joven califa había aprovechado para coger de nuevo, personalmente, las riendas de sus tropas, cosa que no había sucedido desde hacía más de dos siglos. Era orador de talento y la población de su capital se había apiñado en torno a él.
Paradójicamente, cuando el príncipe de los creyentes está rompiendo con una larga tradición de holgazanería, el sultanato va a parar a manos de un joven de catorce años cuyas únicas preocupaciones son la caza y los placeres del harén. A Mahmud, hijo de Muhamad, lo trata al-Mustarshid con condescendencia y le aconseja que regrese a Persia. En realidad, se trata de una rebelión de los árabes contra los turcos, esos militares extranjeros que los dominan desde hace tanto tiempo. Incapaz de hacer frente a tal sublevación, el sultán ha recurrido a Zangi, a la sazón gobernador del rico puerto de Basora, al fondo del golfo. Su intervención es decisiva: las tropas del califa, derrotadas cerca de Bagdad, deponen las armas y el príncipe de los creyentes se encierra en su palacio a la espera de días mejores. Para recompensar a Zangi por su valiosa ayuda, el sultán le confía, unos meses después, el gobierno de Mosul y de Alepo.
Ciertamente hubieran podido imaginarse hazañas más gloriosas para este futuro héroe del Islam; pero a Zangi se le va a alabar algún día, no sin razón, como el primer gran combatiente del yihad contra los frany. Antes de él, los generales turcos llegaban a Siria acompañados de tropas impacientes por entregarse al saqueo y volver a marcharse con paga y botín. El efecto de su victoria quedaba anulado rápidamente por la derrota siguiente. Desmovilizaban a las tropas para volver a movilizarlas al año siguiente. Con Zangi cambian las costumbres; durante dieciocho meses, este infatigable guerrero va a recorrer Siria e Irak, durmiendo entre paja para protegerse del barro, luchando con unos, pactando con otros, intrigando contra todos. Nunca piensa en fijar su residencia y vivir apaciblemente en uno de los numerosos palacios de sus vastas posesiones.
Su círculo de allegados se compone no de cortesanas y aduladores, sino de consejeros políticos con experiencia a los que sabe escuchar. Dispone de una red de informadores que lo tiene continuamente al corriente de lo que se está tramando en Bagdad, Ispahán, Damasco, Antioquía, Jerusalén y, también, en sus territorios, Alepo y Mosul. A diferencia de los otros ejércitos que han tenido que combatir a los frany, el suyo no lo manda una multitud de emires autónomos dispuestos en todo momento a traicionar o a dividirse entre sí. Reina una estricta disciplina y, al menor desorden, el castigo es despiadado. Según Kamal al-Din, los soldados del atabeg parecían caminar entre dos cuerdas para no pisar un sembrado. Una vez —contará por su parte Ibn al-Atir—, uno de los emires de Zangi que había recibido como feudo una ciudad pequeña, se había instalado en la morada de un rico comerciante judío. Éste solicitó ver al atabeg y le expuso su caso. Zangi se limitó a lanzarle una mirada al emir, que abandonó de inmediato la casa. El señor de Alepo es, además, tan exigente consigo mismo como con los demás. Cuando llega a una ciudad, duerme fuera de los muros, en su tienda, despreciando cuantos palacios ponen a su disposición.
Zangi era, además —según el historiador de Mosul—, muy escrupuloso en lo tocante al honor de las mujeres, sobre todo de las esposas de los soldados. Decía que, si no estaban bien vigiladas, se corromperían en seguida dadas las prolongadas ausencias de sus maridos durante las campañas.
Rigor, perseverancia, sentido del Estado, otras tantas cualidades que poseía Zangi y de las que carecían, desgraciadamente, los dirigentes del mundo árabe. Y, lo que es más importante con vistas al futuro: Zangi era muy escrupuloso con la legitimidad. En cuanto llega a Alepo toma tres iniciativas, realiza tres gestos simbólicos. El primero se ha vuelto clásico: se casa con la hija del rey Ridwan, viuda de Ilghazi y de Balak; el segundo: manda trasladar los restos de su padre a la ciudad para dar testimonio del arraigo de su familia en este territorio; el tercero fue conseguir del sultán Mahmud un documento oficial que confiriese al atabeg una autoridad indiscutible sobre el conjunto de Siria y el norte de Irak. De este modo, Zangi manifiesta claramente que no es un simple aventurero de paso, sino, más bien, el fundador de un Estado llamado a durar tras su muerte. Este elemento de cohesión, que introduce él en el mundo árabe, no dará, sin embargo, frutos hasta pasados varios años. Durante mucho tiempo aún, las disputas intestinas paralizarán a los príncipes musulmanes e incluso al propio atabeg.
Sin embargo, parece el momento propicio para organizar una amplia contraofensiva, pues la gran solidaridad que, hasta el momento, ha constituido la fuerza de los occidentales parece seriamente comprometida. Dicen que ha nacido la discordia entre los frany, cosa desacostumbrada en ellos —Ibn al-Qalanisi no sale de su asombro—. Hasta hay quien afirma que han luchado entre sí y que ha habido varios muertos. Pero el pasmo del cronista no es nada comparado con el que siente Zangi el día que recibe un mensaje de Alicia, la hija de Balduino II, rey de Jerusalén, ¡proponiéndole una alianza contra su propio padre!
Este extraño asunto comienza en febrero de 1130, cuando el príncipe Bohemundo II de Antioquía, que ha ido a guerrear al norte, cae en una emboscada que le tiende Gazhi, el hijo del emir Danishmend que había capturado a Bohemundo I treinta años antes. Menos afortunado que su padre, Bohemundo II muere en el combate y su rubia cabeza, primorosamente embalsamada y metida en una caja de plata, se le envía de regalo al califa. Cuando llega a Antioquía la noticia de su muerte, su viuda, Alicia, organiza un auténtico golpe de Estado. Con el apoyo, según parece, de la población armenia, griega y siria de Antioquía, se hace con el control de la ciudad y se pone en contacto con Zangi. Curiosa actitud que anuncia el nacimiento de una nueva generación de frany, la segunda, que ya no tiene mucho en común con los pioneros de la invasión. De madre armenia, la joven princesa no ha conocido nunca Europa, se siente oriental y como tal actúa.
Informado de la rebelión de su hija, el rey de Jerusalén marcha inmediatamente hacia el norte a la cabeza de su ejército. Poco antes de llegar a Antioquía, encuentra por casualidad a un caballero de aspecto deslumbrante cuya cabalgadura, de un blanco inmaculado, lleva herraduras de plata y va bardado, desde las crines hasta el pecho, con una soberbia armadura cincelada. Es un regalo de Alicia a Zangi, acompañado de una carta en que la princesa pide al atabeg que acuda en su auxilio, prometiéndole reconocer su soberanía. Tras haber mandado ahorcar al mensajero, Balduino prosigue su camino hacia Antioquía, cuyas riendas vuelve a tomar rápidamente. Alicia capitula tras una resistencia simbólica en la Ciudadela. Su padre la exilia al puerto de Latakia.
Pero poco después, en agosto de 1131, muere el rey de Jerusalén. Una señal de que los tiempos cambian es que el cronista de Damasco le dedica un elogio fúnebre en debida forma. Los frany no son ya, como en los primeros tiempos de la invasión, una masa informe en la que apenas se distingue a unos cuantos jefes. La crónica de Ibn al-Qalanisi se interesa ahora por los detalles y esboza incluso un análisis.
Balduino —escribe— era un anciano al que el tiempo y los reveses habían ido puliendo. Varias veces cayó en manos de los musulmanes y se escapó gracias a excelentes artimañas. Con su desaparición, los frany perdieron a su político más avezado y a su administrador más competente. El poder real recayó tras él en el conde de Anjou, recientemente llegado de su país por vía marítima. Pero éste carecía de firmeza de juicio y de eficacia administrativa, de modo que la pérdida de Balduino sumió a los frany en el desconcierto y el desorden.
El tercer rey de Jerusalén, Foulques de Anjou, un quincuagenario pelirrojo y rechoncho que se ha casado con Melisenda, la hermana mayor de Alicia, es, efectivamente, un recién llegado. Balduino, como la gran mayoría de los príncipes francos, no ha tenido heredero varón. En razón de su higiene más que primitiva, así como de su falta de adaptación a las condiciones de la vida de Oriente, los occidentales padecen una muy elevada tasa de mortalidad infantil que afecta, en primer lugar y según una archiconocida ley natural, a los niños. Sólo con el tiempo aprenderán a mejorar su situación utilizando regularmente el baño y recurriendo con mayor frecuencia a los servicios de los médicos árabes.
Ibn al-Qalanisi no anda descaminado cuando menosprecia las dotes políticas del heredero que ha llegado del oeste, pues durante el reinado de éste la «discordia entre los frany» va a ser mayor. Nada más tomar el poder, tiene que hacer frente a una nueva insurrección, dirigida por Alicia, y que costará bastante reprimir. Más adelante es en la propia Palestina donde se está preparando la rebelión. Un rumor persistente acusa a su mujer, la reina Melisenda, de mantener una relación amorosa con un joven caballero, Hugo de Puiset. Este asunto opone a los partidarios del marido y a los del amante y produce una auténtica división de la nobleza franca que sólo se nutre de altercados, duelos y rumores de asesinato. Sintiéndose amenazado, Hugo va a buscar refugio a Ascalón, junto a los egipcios, que lo reciben muy cordialmente. Incluso le confían tropas fatimitas con cuya ayuda se apodera del puerto de Jaffa del cual lo expulsarán unas semanas después.
En diciembre de 1132, mientras Foulques reúne a sus tropas para volver a ocupar Jaffa, el nuevo señor de Damasco, el joven atabeg Ismael, hijo de Buri, va a tomar por sorpresa la fortaleza de Baniyas que, tres años antes, habían entregado los asesinos a los frany. Pero esta reconquista no es más que un hecho aislado, ya que los príncipes musulmanes, absortos en sus propias disputas, son incapaces de aprovechar las discusiones que agitan a los occidentales. Al propio Zangi casi no se le ve en Siria. Dejando el gobierno de Alepo a uno de sus lugartenientes, ha tenido que emprender de nuevo una lucha sin cuartel contra el califa. Sin embargo, en esta ocasión, es al-Mustarshid quien parece llevar ventaja.
El sultán Mahmud, aliado de Zangi, acaba de morir, a los veintiséis años y, una vez más, estalla una nueva guerra de sucesión en el seno del clan selyúcida. El príncipe de los creyentes la aprovecha para recuperarse. Prometiendo a cada pretendiente que la oración, en las mezquitas, se hará en su nombre, se convierte en el auténtico árbitro de la situación. Zangi se alarma, reúne a sus tropas y marcha hacia Bagdad con el propósito de infligir a al-Mustarshid una derrota tan vergonzosa como la de su primer enfrentamiento, cinco años antes. Pero el califa le sale al encuentro a la cabeza de varios miles de hombres, cerca de la ciudad de Tikrit, a orillas del Tigris, al norte de la capital abasida. Las tropas de Zangi quedan destrozadas y el propio atabeg está a punto de caer en manos de sus enemigos cuando, en el momento crítico interviene un hombre para salvarle la vida. Es el gobernador de Tikrit, un joven oficial kurdo de nombre a la sazón desconocido, Ayyub. En vez de ganarse los favores del califa entregándole a su adversario, este militar ayuda al atabeg a cruzar el río para que escape a sus perseguidores y llegue a Mosul a toda prisa. Zangi jamás olvidará este caballeroso gesto. Le profesará, así como a su familia, una amistad eterna que va a determinar, muchos años después, la carrera del hijo de Ayyub, Yusuf, más conocido por el sobrenombre de Salah al-Din o Saladino.
Tras su victoria sobre Zangi, al-Mustarshid está en el culmen de la gloria. Al sentirse amenazados, los turcos se unen en torno a un único pretendiente selyúcida, Masud, hermano de Mahmud. En enero de 1113, el nuevo sultán se presenta en Bagdad y recibe la corona de manos del príncipe de los creyentes. Esto suele ser una mera formalidad, pero al-Mustarshid, a su manera, transforma la ceremonia. Ibn al-Qalanisi, nuestro «periodista» de entonces, narra la escena.
El imán, príncipe de los creyentes, estaba sentado. Introdujeron al sultán Masud, que le rindió la pleitesía debida a su rango. El califa le regaló sucesivamente siete túnicas de gala, la última de las cuales era negra, una corona incrustada de pedrería, brazaletes y un collar de oro, diciéndole: «Recibe este favor con gratitud y teme a Dios en público y en privado». El sultán besó el suelo y luego se sentó en el taburete que le tenían preparado. El príncipe de los creyentes le dijo entonces: «Aquel que no se conduce bien no es apto para dirigir a los demás». El visir, que estaba presente, repitió estas palabras en persa y renovó votos y alabanzas. A continuación, el califa mandó que trajeran dos sables y se los entregó solemnemente al sultán, así como dos cintas que anudó con su propia mano. Al final de la entrevista, el imán al-Mustarshid concluyó con estas palabras: «Marcha, llévate lo que te he dado y cuéntate entre la gente agradecida».
El soberano abasida ha hecho gala de gran seguridad aunque no corresponde a nosotros separar la realidad de las apariencias. Ha sermoneado al turco con desenvoltura, convencido de que la unidad que han recobrado los selyúcidas va a ser una amenaza, a la larga, para su naciente poderío, pero no ha dejado de reconocerlo como sultán legítimo. Sin embargo, en 1133, sigue soñando con conquistas. En junio marcha a la cabeza de sus tropas en dirección a Mosul, plenamente decidido a tomarla y a acabar de paso con Zangi. El sultán Masud no intenta disuadirlo. Le sugiere incluso unir Siria e Irak en un solo Estado bajo su autoridad, idea que volverá a surgir en el futuro. Pero, al tiempo que le hace estas propuestas, el selyúcida ayuda a Zangi a resistir los ataques del califa, que durante tres meses, y en vano, sitia Mosul.
Este fracaso marcará un hito fatal en la suerte de al-Mustarshid. Abandonado por la mayoría de sus emires, en junio de 1135 lo vencerá y capturará Masud, que lo mandará asesinar salvajemente dos meses después. Encontrarán al príncipe de los creyentes desnudo en su tienda, con las orejas y la nariz cortadas y el cuerpo acribillado por unas veinte puñaladas.
Totalmente absorto en este conflicto, Zangi no puede, por supuesto, ocuparse directamente de los asuntos de Siria. Se habría quedado en Irak hasta aplastar por completo el intento de restauración abasida de no haber recibido, en enero de 1135, una angustiosa llamada de Ismael, hijo de Buri y señor de Damasco, pidiéndole que acudiera a tomar posesión de su ciudad cuanto antes. «Si se produjera algún retraso, me vería obligado a llamar a los frany y entregarles Damasco con todo lo que alberga y la responsabilidad de la sangre de sus habitantes recaería sobre Imad al-Din Zangi».
Ismael, que teme por su vida y cree ver en cada rincón de su palacio un asesino al acecho, está decidido a abandonar su capital e ir a refugiarse, bajo la protección de Zangi, a la fortaleza de Sarjad, al sur de su ciudad, donde ya ha mandado llevar sus riquezas y su vestuario.
El reinado del hijo de Buri había tenido, sin embargo, unos comienzos prometedores. Ha llegado al poder a los diecinueve años y ha dado pruebas de un dinamismo admirable cuyo mejor ejemplo es la reconquista de Baniyas. Es cierto que era arrogante y apenas escuchaba a los consejeros de su padre ni a los de su abuelo Toghtekin; pero todo el mundo tendía a achacar esta actitud a su juventud. En cambio, lo que les resultaba insoportable a los damascenos era la creciente avidez de su señor que recaudaba, con regularidad, nuevos impuestos.
Hasta 1134, sin embargo, la situación no ha empezado a tomar un cariz trágico; en esa fecha, un viejo esclavo, llamado Ailba, antaño al servicio de Toghtekin, ha intentado asesinar a su señor. Ismael, que se ha librado por poco de la muerte, ha insistido en escuchar personalmente la confesión de su agresor. «Si he actuado así —contesta el esclavo— ha sido para ganarme el favor de Dios librando a la gente de tu maléfica existencia. Has oprimido a los pobres y a los desamparados, a los artesanos, a los trabajadores modestos y a los campesinos. Has tratado sin consideración a civiles y militares». Y Ailba se pone a citar los nombre de cuantos, según afirma, desean como él la muerte de Ismael. Traumatizado hasta la locura, el hijo de Buri comienza a detener a todas las personas citadas y a ejecutarlas sin más. No le bastaron estas injustas ejecuciones —cuenta el cronista de Damasco—. Como alimentaba sospechas contra su propio hermano, Saviny, le infligió el peor suplicio haciéndolo perecer de inanición en una celda. Su maldad y su injusticia no tuvieron ya límites.
Ismael entra entonces en un ciclo infernal. Cada ejecución aumenta su miedo a una nueva venganza y para intentar protegerse ordena nuevas ejecuciones. Consciente de que tal situación no puede prolongarse, decide entregar su ciudad a Zangi y retirarse a la fortaleza de Sarjad. Pero al señor de Alepo hace años que lo detestan todos los damascenos, desde que a finales de 1129 escribió a Buri para invitarlo a participar junto a él en una expedición contra los frany. El señor de Damasco había accedido de muy buen grado, enviándole quinientos soldados de caballería al mando de sus mejores oficiales y acompañados por su propio hijo, el infortunado Saviny. Tras haberlos recibido con muestras de consideración, Zangi los había desarmado y apresado a todos y había mandado decir a Buri que como se atreviera a hacerle frente peligraría la vida de los rehenes. Saviny no había recobrado la libertad hasta dos años después.
En 1135, el recuerdo de esta traición aún está vivo entre los damascenos y, cuando los dignatarios de la ciudad se enteran de los proyectos de Ismael, deciden oponerse a ellos por todos los medios. Se celebran reuniones entre los emires, los notables y los principales esclavos; todos quieren salvar no sólo sus vidas sino también su ciudad. Un grupo de conjurados decide exponer la situación a la madre de Ismael, la princesa Zomorrod, «Esmeralda».
Se horrorizó —cuenta el cronista de Damasco—. Mandó venir a su hijo y lo reprendió enérgicamente. Luego se sintió inducida por su deseo de hacer el bien, sus profundos sentimientos religiosos y su inteligencia a considerar de qué manera podría extirparse la raíz del mal y poner orden en la situación de Damasco y la de sus habitantes. Examinó el asunto como lo hubiera hecho un hombre de buen juicio y experiencia que considera las cosas con lucidez. No halló más remedio para la maldad de su hijo que librarse de él y poner fin, de esta manera, al creciente desorden de que era responsable.
No tardará mucho en ordenar la ejecución.
La princesa no pensó ya más que en su proyecto. Acechó un momento en que su hijo estuviera solo, sin esclavos ni escuderos, y ordenó a sus servidores que lo mataran sin piedad. Ella no manifestó ni compasión ni pena. Mandó llevar el cadáver a un lugar del palacio donde pudieran descubrirlo. Todo el mundo se alegró de la caída de Ismael. Todo el mundo dio gracias a Dios y dedicó alabanzas y plegarias a la princesa.
¿Ha matado Zomorrod a su propio hijo para impedirle que le entregara Damasco a Zangi? Podemos dudarlo, teniendo en cuenta que la princesa va a casarse tres años después con ese mismo Zangi y le va a suplicar que ocupe su ciudad. Tampoco ha actuado así para vengar a Saviny que era hijo de otra mujer de Buri. Hay que fiarse, pues, de la explicación que nos da Ibn al-Atir: Zomorrod era la amante del principal consejero de Ismael y al enterarse de que su hijo pensaba matar a su amante y, quizá, castigarla a ella también, decidió pasar a la acción.
Fueran cuales fueran los auténticos motivos, la princesa ha privado así a su futuro marido de una conquista fácil, ya que el 30 de enero de 1135, día del asesinato de Ismael, Zangi ya está en camino hacia Damasco. Cuando su ejército cruza el Éufrates, una semana después, Zomorrod ha puesto en el trono a otro hijo suyo, Mahmud, y la población se prepara activamente para resistir. Ignorante de la muerte de Ismael, el atabeg envía representantes a Damasco para tratar con aquél de las modalidades de la capitulación. Evidentemente los reciben con cortesía pero sin ponerlos al tanto de los últimos cambios de la situación. Furioso, Zangi se niega a volver por donde ha venido, instala su campamento al noreste de la ciudad y encarga a sus exploradores que vean dónde y cómo podría atacar. Pero en seguida se da cuenta de que los defensores están decididos a combatir hasta el final. Los manda un viejo compañero de Toghtekin, Muin al-Din Uñar, un militar turco astuto y testarudo al que Zangi va a encontrar más de una vez en su camino.
Tras unas cuantas escaramuzas, el atabeg se decide a buscar un arreglo. Para no dejarlo en mal lugar, los dirigentes de la ciudad sitiada le rinden pleitesía y reconocen, de manera puramente nominal, su soberanía.
A mediados de marzo, el atabeg se aleja de Damasco. Para levantar la moral a sus tropas, muy afectadas por esta campaña inútil, las conduce inmediatamente hacia el norte y se apodera, con sorprendente rapidez, de cuatro plazas fuertes francas entre las que se encuentra la tristemente célebre Maarat. A pesar de estas hazañas, su prestigio está mermado. Hasta dos años después no conseguirá, gracias a un hecho destacado, hacer olvidar su fracaso ante Damasco. Y, paradójicamente, llegado el momento va a ser Muin al-Din Uñar quien le proporcione, sin quererlo, la ocasión de rehabilitarse.