Capítulo 5

Un resistente con turbante

El viernes 17 de febrero de 1111, el cadí Ibn al-Jashab irrumpe en la mezquita del sultán, en Bagdad, en compañía de un nutrido grupo de ciudadanos de Alepo entre los que se encuentra un jerife hachemita descendiente del Profeta, ascetas sufíes, imanes y mercaderes.

Obligaron al predicador a bajar del púlpito, que destrozaron —dice Ibn al-Qalanisi— y se pusieron a gritar y a llorar por las desgracias que padecía el Islam por culpa de los frany que mataban a los hombres y esclavizaban a las mujeres y a los niños. Como impedían orar a los creyentes, los responsables que estaban allí les hicieron, para calmarlos, promesas en nombre del sultán: enviarían ejércitos para defender el Islam de los frany y de todos los infieles.

Pero estas buenas palabras no bastan para calmar a los sublevados. El viernes siguiente vuelven a manifestarse del mismo modo, esta vez en la mezquita del califa. Cuando los guardias intentan cortarles el paso, los derriban brutalmente, destrozan el púlpito de madera decorado con arabescos y versículos coránicos y profieren insultos contra el propio príncipe de los creyentes. Bagdad está sumida en la mayor confusión.

En el mismo momento —relata el cronista de Damasco con tono fingidamente ingenuo—, la princesa, hermana del sultán Muhammad y esposa del califa, llegaba a Bagdad procedente de Ispahán, acompañada de un magnífico séquito: piedras preciosas, suntuosos ropajes, arreos y animales de tiro de todas clases, servidores, esclavos de ambos sexos, doncellas y tantas otras cosas que no podían valorarse ni enumerarse. Su llegada coincidió con las escenas antes descritas que perturbaron la alegría del regreso y pusieron en peligro la seguridad de la princesa. El califa al-Mustazhir-billah se mostró muy disgustado. Quiso perseguir a los autores del incidente para infligirles un severo castigo. Pero el sultán se lo impidió, disculpó la acción y ordenó a los emires y a los jefes militares que volvieran a sus provincias para apercibirse para el yihad contra los infieles enemigos de Dios.

Si el bondadoso al-Mustazhir se ha enfadado tanto no ha sido sólo por el disgusto que le han dado a su joven esposa, sino por esa terrible consigna que se ha coreado por las calles de su capital: «¡El rey de los rum es más musulmán que el príncipe de los creyentes!» Pues sabe que no se trata de una acusación gratuita, sino que los manifestantes, guiados por Ibn al-Jashab, han aludido al mensaje que, días antes, ha llegado al diván del califa. Provenía del emperador Alejo Comneno e instaba a los musulmanes a unirse a los rum para luchar contra los frany y expulsarlos de nuestras tierras.

Paradójicamente, si el poderoso señor de Constantinopla y el pequeño cadí de Alepo realizan de común acuerdo sus gestiones en Bagdad es porque a ambos los ha humillado Tancredo. En efecto, el «gran emir» franco ha despachado con insolencia a unos embajadores bizantinos que han ido a recordarle que los caballeros de Occidente habían jurado devolver Antioquía al basileus y que, trece años después de la caída de la ciudad, aún no han cumplido su promesa. En cuanto a los de Alepo, Tancredo les ha impuesto últimamente un tratado especialmente deshonroso: habrán de pagarle un tributo anual de veinte mil dinares, entregarle dos importantes fortalezas muy próximas a Alepo y regalarle, en señal de vasallaje, sus diez mejores caballos. El rey Ridwan, siempre tan timorato, no se ha atrevido a negarse. Pero, desde que se han hecho públicos los términos del tratado, la capital está soliviantada.

En las horas críticas de su historia, los ciudadanos de Alepo tienen, desde siempre, la costumbre de hacer corrillos para tratar con animación de los peligros que los acechan. Los notables se reúnen con frecuencia en la mezquita mayor, sentados en las alfombras rojas o en el patio, a la sombra del minarete, que domina las casas de color ocre de la ciudad. Los comerciantes se ven durante el día a lo largo de la antigua avenida de columnatas, construida por los romanos, que cruza Alepo de oeste a este, desde la puerta de Antioquía hasta el barrio prohibido de la Alcazaba donde reside el tenebroso Ridwan. Esta arteria central lleva mucho tiempo cerrada a la circulación de carros y comitivas. La calzada la invaden centenares de puestos en los que se amontonan telas, ámbar o baratijas, dátiles, pistachos o condimentos. Para resguardar a los transeúntes del sol y de la lluvia, la avenida y las calles próximas están enteramente cubiertas por un techo de madera, que forma, en las encrucijadas, altas cúpulas de estuco. En la esquina de las avenidas, sobre todo las que llevan a los zocos de los fabricantes de esteras, de los herreros y de los vendedores de leña, los ciudadanos de Alepo conversan ante los numerosos figones que, en medio de un persistente olor a aceite hirviendo, a carne a la parrilla y a especias, ofrecen comidas a precios módicos: albóndigas de cordero, buñuelos, lentejas. Las familias modestas compran los platos preparados en el zoco; sólo los ricos se permiten el lujo de guisar en sus casas. No lejos de los figones se oye el tintineo característico de los vendedores de «sharab», esas bebidas frescas de fruta concentrada que los frany aprenderán de los árabes en su forma líquida, «jarabe», o helada, «sorbetes».

Por la tarde, las personas de toda condición se reúnen en los baños, privilegiados lugares de encuentro en los que se purifican antes de la oración de la puesta del sol. Luego, al caer la noche, los vecinos dejan desierto el centro de Alepo para recogerse en los barrios, fuera del alcance de los soldados borrachos. También allí circulan las noticias y los rumores, en boca de mujeres y hombres, y las ideas se abren camino. La furia, el entusiasmo o el desánimo trastornan a diario a esta colmena que lleva tres milenios zumbando de este modo.

Ibn al-Jashab es el hombre a quien más se escucha en los barrios de Alepo. Desciende de una familia de ricos comerciantes de madera y desempeña un papel primordial en la administración de la ciudad. Como cadí chiita goza de gran autoridad religiosa y moral y asume el cargo de mediador en los litigios relativos a las personas y los bienes de su comunidad, la más importante de Alepo. Además, es rais, o dicho de otra manera, jefe de la ciudad, lo que lo convierte a la vez en preboste de los comerciantes, representante de los intereses de la población ante el rey y comandante de la milicia urbana.

Pero la actividad de Ibn al-Jashab rebasa el marco, ya amplio, de sus funciones oficiales. Rodeado de numerosa «clientela», es el promotor, desde la llegada de los frany, de una corriente de opinión patriótica y pietista que reclama una actitud más firme frente a los invasores. No teme decirle al rey Ridwan lo que piensa de su política conciliadora e incluso servil. Cuando Tancredo impuso al monarca selyúcida la colocación de una cruz en el minarete de la mezquita mayor, el cadí organizó un motín consiguiendo que el crucifijo se trasladase a la catedral de Santa Elena. Ridwan evita, desde entonces, entrar en conflicto con el irascible cadí. Encerrado en la alcazaba, entre su harén, su guardia, su mezquita, su manantial y su hipódromo verde, el rey turco prefiere no herir las susceptibilidades de sus súbditos. Mientras no se discuta su autoridad, tolera la opinión pública.

Sin embargo, en 1111, Ibn al-Jashab se ha personado en la alcazaba para hacerle presente una vez más a Ridwan el gran descontento de los ciudadanos. Los creyentes —le explica— se escandalizan de tener que pagar un tributo a los infieles instalados en territorio del Islam y los mercaderes ven cómo decae su comercio desde que el insoportable príncipe de Antioquía controla la totalidad de los caminos que llevan de Alepo al Mediterráneo y grava a las caravanas. Puesto que la ciudad ya no puede defenderse por sus propios medios, el cadí propone que una delegación, que agrupe a notables chiitas y sunníes, comerciantes y religiosos, vaya a pedir a Bagdad la ayuda del sultán Muhammad. A Ridwan no le apetece en absoluto mezclar a su primo selyúcida en los asuntos de su reino; sigue prefiriendo entenderse con Tancredo, pero, dada la inutilidad de las misiones enviadas a la capital abasida, piensa que no corre el menor riesgo si accede a la petición de sus súbditos.

Sin embargo se equivoca, ya que, en contra de lo que se esperaba, las manifestaciones de febrero de 1111 en Bagdad producen el efecto pretendido por Ibn al-Jashab. Al sultán, que acaba de enterarse de la caída de Saida y del tratado impuesto a los de Alepo, empiezan a preocuparle las ambiciones de los frany. Accediendo a las súplicas de Ibn al-Jashab, ordena al más reciente gobernador de Mosul, el emir Mawdud, que marche sin tardanza a la cabeza de un poderoso ejército y ayude a Alepo. Cuando, a su regreso, Ibn al-Jashab informa a Ridwan del éxito de su misión, el rey, mientras reza para que no ocurra nada, finge alegrarse. Le hace incluso saber a su primo que está ansioso por participar en el yihad a su lado. Pero cuando le anuncian, en julio, que las tropas del sultán se aproximan realmente a la ciudad, no oculta su desasosiego. Manda atrancar todas las puertas, detiene a Ibn al-Jashab y a sus partidarios y los encierra en el calabozo de la alcazaba. A los soldados turcos les encarga que patrullen día y noche por los barrios de la ciudad para impedir cualquier contacto entre la población y «el enemigo». Los acontecimientos posteriores van a justificar, en parte, su súbito cambio de opinión. Privadas del avituallamiento que el rey hubiera debido proporcionarles, las tropas del sultán se vengan saqueando salvajemente los alrededores de Alepo. Luego, por culpa de las disensiones entre Mawdud y los demás emires, el ejército se deshace sin haber librado batalla alguna.

Mawdud regresa a Siria dos años después, con el encargo del sultán de reunir a todos los príncipes musulmanes, excepto a Ridwan, contra los frany. Como tiene prohibido ir a Alepo, es en la otra gran ciudad, Damasco, donde instala, lógicamente, su cuartel general para preparar una ofensiva de envergadura contra el reino de Jerusalén. Su anfitrión, el atabeg Toghtekin, finge que está encantado del honor que le dispensa el delegado del sultán, pero se siente tan aterrado como Ridwan. Teme que Mawdud intente apoderarse de su capital e interpreta cualquier gesto del emir como una amenaza para el futuro.

El 2 de octubre de 1113 —nos dice el cronista de Damasco—, el emir Mawdud abandona su campamento situado junto a la puerta de Hierro, una de las ocho entradas de la ciudad, para ir, como todos los días, a la mezquita omeya en compañía del atabeg cojo.

Cuando hubo acabado la oración y Mawdud hubo hecho además algunas otras devociones, se fueron ambos; Toghtekin caminaba delante para honrar al emir. Estaban rodeados de soldados, de guardias y de milicianos que llevaban toda clase de armas; los sables afilados, las espadas puntiagudas, las cimitarras y los puñales desenvainados parecían una espesa maleza. En torno, se apiñaba la muchedumbre para admirar su pompa y magnificencia. Cuando llegaron al patio de la mezquita, un hombre salió de entre la muchedumbre y se acercó al emir Mawdud como para rogar a Dios por él y pedirle una limosna. De repente, lo cogió por el cinturón del manto y lo apuñaló dos veces por encima del ombligo. El atabeg Toghtekin retrocedió unos pasos y sus compañeros lo rodearon. En cuanto a Mawdud, muy dueño de sí, fue andando hasta la puerta norte de la mezquita y luego se derrumbó. Mandaron acudir a un cirujano que logró coser parte de las heridas, pero el emir murió al cabo de unas horas, ¡Dios tenga misericordia de él!

¿Quién mató al gobernador de Mosul la víspera de su ofensiva contra los frany? Toghtekin se apresuró a acusar a Ridwan y a sus amigos de la secta de los asesinos. Pero, para la mayoría de los contemporáneos, el único que pudo armar el brazo del homicida fue el señor de Damasco. Según Ibn al-Atir, el rey Balduino, escandalizado por este crimen, envió a Toghtekin un mensaje especialmente despectivo: ¡Una nación —le dice— que mata a su jefe en la casa de su dios se merece que la aniquilen! En cuanto al sultán Muhammad, grita de rabia cuando le comunican la muerte de su lugarteniente. Sintiéndose personalmente insultado por este crimen, decide meter definitivamente en cintura a todos los dirigentes sirios, tanto a los de Alepo como a los de Damasco; forma un ejército de varias decenas de miles de soldados bajo el mando de los mejores oficiales del clan selyúcida y ordena tajantemente a todos los príncipes musulmanes que acudan a unirse a él para cumplir con el deber sagrado del yihad contra los frany.

Cuando la poderosa expedición del sultán llega a Siria central en la primavera de 1115, la espera una gran sorpresa. Balduino de Jerusalén y Toghtekin de Damasco están allí, codo con codo, rodeados de sus tropas, así como de las de Antioquía, Alepo y Trípoli. Los príncipes de Siria, tanto los musulmanes como los francos, sintiéndose amenazados por igual por el sultán, han decidido coaligarse y el ejército selyúcida tendrá que realizar una afrentosa retirada al cabo de unos meses. Muhammad jura entonces que nunca más se ocupará del problema franco y cumplirá su palabra.

Mientras los príncipes musulmanes dan nuevas pruebas de su total irresponsabilidad, dos ciudades árabes van a demostrar, con unos meses de intervalo, que aún es posible resistirse a la ocupación extranjera. Tras la rendición de Saida en diciembre de 1110, los frany son los dueños de todo el litoral, el «sahel», desde Sinaí hasta el «país del hijo del armenio», al norte de Antioquía. Exceptuando, sin embargo, dos enclaves costeros: Ascalón y Tiro. Alentado por sus sucesivas victorias, Balduino se propone, por tanto, darles su merecido sin dilación. La región de Ascalón es célebre por el cultivo de sus cebollas rojizas, llamadas «ascalonias», una palabra que dio lugar a «escaloña». Pero su importancia es, ante todo, militar pues constituye el punto de reunión de las tropas egipcias cada vez que proyectan una expedición contra el reino de Jerusalén.

A partir de 1111, Balduino desfila con sus tropas ante los muros de la ciudad. El gobernador fatimita de Ascalón, Shams al-Jilafa, «Sol del Califato», más proclive al comercio que a la guerra —comenta Ibn al-Qalanisi— se asusta inmediatamente ante la demostración de fuerza de los occidentales. Sin esbozar ni un gesto de resistencia, accede a pagarles un tributo de siete mil dinares. La población palestina de la ciudad, que se siente humillada por esta capitulación inesperada, envía emisarios a El Cairo para pedir la destitución del gobernador. Al enterarse, y temiendo que el visir al-Afdal quiera castigarlo por su cobardía, Shams al-Jilafa intenta evitarlo expulsando a los funcionarios egipcios y poniéndose decididamente bajo la protección de los frany. Balduino le envía trescientos hombres, que se hacen cargo de la alcazaba de Ascalón.

Los habitantes se escandalizan, pero no se desaniman. Se celebran reuniones secretas en las mezquitas, se trazan planes, hasta un día de julio de 1111 en que, cuando Shams al-Jilafa sale a caballo de su residencia, lo ataca un grupo de conjurados y lo acribilla a puñaladas. Es la señal de la rebelión. Ciudadanos armados, a los que se han unido soldados beréberes que pertenecen a la guardia del gobernador, se lanzan al asalto de la alcazaba. Los guerreros francos están acorralados en las torres y a lo largo de las murallas. Ninguno de los trescientos hombres de Balduino conseguirá salvarse. La ciudad seguirá libre del dominio de los frany durante más de cuarenta años.

Para vengarse de la humillación que los resistentes de Ascalón acaban de infligirle, Balduino se vuelve contra Tiro, la antigua ciudad fenicia de la que había salido, para difundir el alfabeto por el Mediterráneo, el príncipe Cadmos, el propio hermano de Europa que iba a dar su nombre al continente de los frany. La imponente muralla de Tiro recuerda aún su gloriosa historia. El mar rodea la ciudad por tres de sus costados; sólo una estrecha cornisa construida por Alejandro Magno la une a tierra firme. Famosa por lo inexpugnable, en 1111 alberga a gran número de refugiados de los territorios recientemente ocupados. Éstos van a desempeñar un papel importantísimo en la defensa, como refiere Ibn al-Qalanisi, cuyo relato se basa claramente en testimonios de primera mano.

Los frany habían levantado una torre móvil a la que habían fijado un ariete de gran eficacia. Los muros se tambalearon, una parte de las piedras saltó por los aires hecha añicos y los sitiados estuvieron al borde del desastre. Fue entonces cuando un marinero oriundo de Trípoli, que tenía conocimientos de metalurgia y experiencia en lo relativo a la guerra, comenzó a fabricar unos garfios de hierro destinados a engancharse al ariete por la cabeza y los costados por medio de cuerdas que sujetaban los defensores. Éstos tiraban con tal vigor que la torre de madera se desequilibraba. En varias ocasiones, tuvieron los frany que romper su propio ariete para evitar que la torre se viniera abajo.

Los asaltantes reiteran sus intentos y consiguen arrimar su torre móvil a la muralla y a las fortificaciones, que empiezan a golpear con un nuevo ariete de sesenta codos de largo cuya cabeza está hecha con una pieza de fundición que pesa más de veinte libras. Pero el marinero tripolitano no ceja.

Con ayuda de unas cuantas vigas hábilmente instaladas —prosigue el cronista de Damasco—, izó tinajas llenas de basuras e inmundicias que arrojaron sobre los frany. Asfixiados por los olores que los envolvían, éstos ya no lograban manejar el ariete. El marinero cogió entonces sacaderas y cuévanos que llenó de aceite, de asfalto, de leña, de resina y de corteza de juncos. Tras haberles prendido fuego, los lanzó sobre la torre franca. En la parte superior de ésta, comenzó un incendio y, cuando los frany estaban entregados a la tarea de apagarlo con vinagre y agua, el tripolitano se apresuró a arrojarles otras sacaderas llenas de aceite hirviendo para avivar las llamas. El fuego abrasó toda la parte alta de la torre y fue invadiendo poco a poco todos los pisos, propagándose por toda la madera de la obra.

Incapaces de apagar el incendio, los asaltantes acaban por evacuar la torre y huir, de lo cual se aprovechan los defensores para efectuar una salida y apoderarse de gran cantidad de armas abandonadas.

Al ver esto —concluye triunfalmente Ibn al-Qalanisi—, los frany se desanimaron y se batieron en retirada tras haber prendido fuego a los barracones que habían levantado en el campamento.

Estamos a 10 de abril de 1112. Después de ciento treinta y tres días de sitio, la población de Tiro acaba de infligir a los frany una estrepitosa derrota.

Tras los motines de Bagdad, la insurrección de Ascalón y la resistencia de Tiro, empieza a soplar un viento de rebelión. Hay un número creciente de árabes que odian por igual a los invasores y a la mayoría de los dirigentes musulmanes a los que acusan de incuria e incluso de traición. En Alepo, sobre todo, esta actitud rápidamente supera el simple arrebato de cólera. Dirigidos por el califa Ibn al-Jashab, los ciudadanos deciden tomar las riendas de su propio destino. Ellos mismos elegirán a sus dirigentes y les impondrán la política que han de seguir.

Cierto es que vendrán muchas derrotas, muchas decepciones. La expansión de los frany no ha concluido y su arrogancia no tiene límites. Pero, en lo sucesivo, vamos a asistir a la lenta formación de un mar de fondo que ha nacido en las calles de Alepo y que, poco a poco, irá invadiendo el oriente árabe y llevará un día al poder a hombres justos, valerosos, sacrificados, capaces de reconquistar el territorio perdido.

Antes de llegar a esta etapa, Alepo va a atravesar el período más errático de su larga historia. A fines de noviembre de 1113, Ibn al-Jashab se entera de que Ridwan está gravemente enfermo en su palacio de la alcazaba; reúne a sus amigos y les pide que estén dispuestos a intervenir. El 10 de diciembre, muere el rey. En cuanto se sabe la noticia, se dispersan por los barrios de la ciudad grupos de milicianos armados que ocupan los principales edificios y detienen a numerosos partidarios de Ridwan, principalmente a los adeptos de la secta de los asesinos, a los que ejecutan inmediatamente de acuerdo con el enemigo franco.

El objetivo del cadí no es apropiarse del poder para sí, sino impresionar al nuevo rey, Alp Arslan, hijo de Ridwan, para que adopte una política diferente de la de su padre. Los primeros días, este joven de dieciséis años, tan tartamudo que lo llaman «el mudo», parece aprobar la militancia de Ibn al-Jashab. Manda detener, con alegría no disimulada, a todos los colaboradores de Ridwan y ordena que les corten la cabeza en el acto. El cadí se preocupa, y recomienda al joven monarca que no hunda a la ciudad en un baño de sangre, sino que se limite a castigar a los traidores para hacer un escarmiento. Alp Arslan no se aviene a razones. Ejecuta a dos de sus hermanos, a varios militares, a cierto número de servidores y, en general, a todos aquellos cuyo aspecto no es de su agrado. Poco a poco, los habitantes van descubriendo la horrible verdad: ¡el rey está loco! La mejor fuente de que disponemos para entender este período es la crónica de un escritor y diplomático de Alepo, Kamal al-Din, redactada un siglo después de estos acontecimientos basándose en los testimonios que habían dejado los contemporáneos.

Un día —cuenta—, Alp Arslan reunió a cierto número de emires y los llevó a visitar una especie de subterráneo excavado en la alcazaba. Cuando se hallaban dentro de él, les preguntó:

—¿Qué os parecería si os cortara el cuello a todos aquí mismo?

—Somos sumisos esclavos a las órdenes de vuestra majestad —contestaron los desdichados, fingiendo tomar la amenaza por una broma.

Y así fue como se libraron de la muerte.

No tarda en hacerse el vacío en torno al joven demente. Sólo un hombre se atreve aún a acercarse a él y es su eunuco, Lulú, «Perlas». Pero también éste empieza a temer por su vida. En septiembre de 1114, aprovecha que su señor está durmiendo para matarlo e instalar en el trono a otro hijo de Ridwan, de seis años de edad.

Alepo va hundiéndose cada día más en la anarquía. Mientras en la alcazaba grupos incontrolados de esclavos y de soldados luchan entre sí, los ciudadanos armados patrullan por las calles de la ciudad para protegerse de los saqueadores. En este primer período, los frany de Antioquía no intentan aprovecharse del caos que paraliza a Alepo. Tancredo ha muerto un año antes que Ridwan y su sucesor, sire Roger, a quien Kamal al-Din llama, en su crónica, Siryal, aún no tiene suficiente seguridad en sí mismo para iniciar una acción de gran envergadura. Pero este respiro no dura mucho. A partir de 1116, Roger de Antioquía, haciéndose con el control de todos los caminos que llevan a Alepo, ocupa una tras otra las principales fortalezas que rodean la ciudad y, como no encuentra resistencia, llega incluso a cobrar una tasa por cada peregrino que va a La Meca.

En abril de 1117, muere asesinado el eunuco Lulú. Según Kamal al-Din, los soldados de su escolta habían tramado un complot contra él. Mientras caminaba por el este de la ciudad, tensaron súbitamente los arcos gritando: «¡La liebre! ¡La liebre!» para hacerle creer que querían dar caza a ese animal. De hecho, fue al propio Lulú a quien acribillaron a flechazos. Al desaparecer éste, el poder pasa a un nuevo esclavo que, incapaz de imponerse, le pide a Roger que acuda a ayudarlo. El caos se vuelve entonces indescriptible. Mientras que los frany se disponen a sitiar la ciudad, los militares siguen luchando por el control de la alcazaba. Por ello, Ibn al-Jashab decide actuar sin dilación, reúne a los principales notables de la ciudad y les propone un proyecto que va a tener graves consecuencias. En su calidad de ciudad fronteriza, Alepo —les explica— tiene la obligación de estar en vanguardia del yihad contra los frany y, por esa razón, debe entregar su gobierno a un emir poderoso, quizá al propio sultán, de forma tal que nunca más la gobierne un reyezuelo local que anteponga sus intereses personales a los del Islam. La propuesta del cadí se aprueba, aunque no sin reticencias, pues los habitantes de Alepo tienen gran apego a su singularidad. Se pasa, pues, revista a los principales candidatos posibles. ¿El sultán? Ya no quiere ni oír hablar de Siria. ¿Toghtekin? Es el único príncipe sirio de cierto peso, pero los de Alepo no aceptarían jamás a un damasceno. Entonces, Ibn al-Jashab pronuncia el nombre del emir turco Ilghazi, gobernador de Mardin, en Mesopotamia. Su conducta no siempre ha sido ejemplar. Dos años antes ha apoyado la alianza islámico-franca contra el sultán y es famoso por sus borracheras. Cuando bebía vino —nos dice Ibn al-Qalanisi—, Ilghazi permanecía en un estado de embotamiento durante días, sin volver en sí ni siquiera para dar órdenes o instrucciones. Pero habría que investigar mucho para dar con un militar sobrio. Y además —afirma Ibn al-Jashab—, Ilghazi es un valeroso combatiente, su familia ha gobernado durante mucho tiempo Jerusalén y su hermano Sokman ganó la batalla de Harrán contra los frany. Como la mayoría acepta al fin esta decisión, se le propone a Ilghazi que acuda y es el propio cadí quien le abre las puertas de Alepo en el verano de 1118. Lo primero que hace el emir es casarse con la hija del rey Ridwan, gesto que simboliza la unión entre la ciudad y su nuevo señor y afianza, a la vez, la legitimidad de este último. Ilghazi llama a sus tropas.

Veinte años después del comienzo de la invasión franca, la capital del norte de Siria tiene, por vez primera, un jefe ansioso por combatir. El resultado es fulminante. El sábado 28 de junio de 1119, el ejército del señor de Alepo se enfrenta con el de Antioquía en la llanura de Sarmada, a medio camino entre ambas ciudades. El jamsin, un viento seco y caliente cargado de arena, ciega a los combatientes. Kamal al-Din nos va a contar la escena:

Ilghazi hizo jurar a sus emires que lucharían valientemente, que resistirían, que no retrocederían y que darían su vida por el yihad. Luego los musulmanes se desplegaron en pequeñas oleadas y vinieron a apostarse, para pasar la noche, junto a las tropas de sire Roger. Al despuntar el alba, los frany vieron acercarse de repente los estandartes musulmanes que los rodeaban por todas partes. El cadí Ibn al-Jashab avanzó, montando en su yegua, lanza en mano, y animó a los nuestros a la batalla. Al verlo, uno de los soldados exclamó, en tono despectivo: «¿Acaso hemos venido desde nuestro país para que nos guíe un turbante?» Pero el cadí se acercó a las tropas, recorrió sus filas y les dirigió, para estimular su energía y alentar su moral, una arenga tan elocuente que los hombres lloraron de emoción y lo admiraron grandemente. Luego, cargaron por todos lados a un tiempo. Las flechas volaban como una nube de langostas.

El ejército de Antioquía queda diezmado. Al propio sire Roger lo encuentran tendido entre los cadáveres, con la cabeza abierta hasta la nariz.

El mensajero de la victoria llegó a Alepo cuando los musulmanes, todos en fila, estaban acabando la oración del mediodía en la mezquita mayor. Se oyó entonces un gran clamor por el oeste, pero ningún combatiente regresó a la ciudad antes de la oración de la tarde.

Durante días, Alepo celebra su victoria. La gente canta, bebe, mata corderos, se atropella para contemplar los estandartes de los cruzados, los yelmos y las cotas de mallas que han traído las tropas o para ver decapitar a un prisionero pobre —por los ricos se pide un rescate—. Escuchan en las plazas públicas poemas improvisados en honor de Ilghazi: ¡Después de Dios, es en ti en quién confiamos! Los habitantes de Alepo han vivido durante años en el temor de Bohemundo, de Tancredo y, posteriormente, de Roger de Antioquía; muchos han acabado por esperar, como una fatalidad, el día en que, al igual que sus hermanos de Trípoli, se verían obligados a elegir entre la muerte y el exilio. Con la victoria de Sarmada, se sienten renacer. En todo el mundo árabe despierta entusiasmo la hazaña de Ilghazi. Nunca se le había concedido al Islam triunfo semejante en los años pasados —exclama Ibn al-Qalanisi.

Estas palabras tan exageradas revelan la gran desmoralización que reinaba en vísperas de la victoria de Ilghazi. La arrogancia de los frany ha alcanzado, en efecto, los límites de lo absurdo: a principios de marzo de 1118, el rey Balduino, con doscientos dieciséis soldados de a caballo y cuatrocientos de infantería, ni uno más ni uno menos, se ha lanzado a invadir… ¡Egipto! A la cabeza de sus escasas tropas, ha cruzado el Sinaí y ha ocupado sin resistencia la ciudad de Farama, llegando hasta las orillas del Nilo, donde se baña —especifica, burlón, Ibn al-Atir—. Habría llegado aún más lejos de no haber caído súbitamente enfermo. Lo repatrían tan aprisa como pueden hacia Palestina, pero muere por el camino, en el-Arish, al nordeste del Sinaí. A pesar de la muerte de Balduino, al-Afdal no se recuperará nunca de esta nueva humillación. Pierde rápidamente el control de la situación y muere asesinado tres años después en una calle de El Cairo. En cuanto al rey de los frany, lo sustituirá su primo, Balduino II de Edesa.

Al llegar poco después de esta espectacular incursión por el Sinaí, la victoria de Sarmada se presenta como una revancha y, para algunos optimistas, como el principio de la reconquista. Todo el mundo espera ver a Ilghazi marchar inmediatamente sobre Antioquía, que ya no tiene ni príncipe ni ejército. Por su parte, los frany se disponen a sostener un cerco. Lo primero que deciden es desarmar a los cristianos sirios, armenios y griegos que residen en la ciudad y prohibirles que salgan de sus casas, pues temen verlos aliarse con los de Alepo. En efecto, hay tensiones muy fuertes entre los occidentales y sus correligionarios orientales que los acusan de menospreciar sus ritos y de darles sólo empleos subalternos en su propia ciudad. Pero las precauciones de los frany resultan inútiles. Ilghazi no piensa en absoluto en aprovechar su ventaja. Tumbado y totalmente borracho ya no sale de la antigua residencia de Ridwan donde se pasa la vida celebrando su victoria. A fuerza de beber licores fermentados, no tarda en darle un violento ataque de fiebre. Tardará veinte días en curarse y entonces se entera de que el ejército de Jerusalén, al mando del nuevo rey, Balduino II, acaba de llegar de Antioquía.

Minado por el alcohol, Ilghazi morirá tres años después, incapaz de sacarle partido a su éxito. Los de Alepo van a estarle agradecidos por haber apartado de su ciudad el peligro franco, pero no van a lamentar su desaparición pues ya han puesto los ojos en su sucesor, un hombre excepcional cuyo nombre corre de boca en boca: Balak. Es el propio sobrino de Ilghazi, pero es hombre de muy distinto temple. En unos cuantos meses, va a convertirse en el héroe al que adora el mundo árabe, cuyas hazañas se celebrarán en las mezquitas y en las plazas públicas.

En septiembre de 1122, Balak logra, mediante un brillante golpe de mano, apoderarse de Jocelin, quien ha sustituido a Balduino II como conde de Edesa. Según Ibn al-Atir, lo envolvió en una piel de camello que mandó coser y, a continuación, rechazando todas las ofertas de rescate, lo encerró en una fortaleza. He aquí, pues, tras la desaparición de Roger de Antioquía, otro estado franco que se ha quedado sin jefe. El rey de Jerusalén, preocupado, decide acudir personalmente al norte. Unos caballeros de Edesa lo llevan a visitar el lugar en que ha caído prisionero Jocelin, una zona pantanosa a orillas del Eufrates. Balduino II efectúa una breve visita de inspección y ordena que monten las tiendas para pasar la noche. Al día siguiente, se levanta muy temprano para practicar su deporte favorito, aprendido de los príncipes orientales, la cetrería, cuando, de repente, Balak y sus hombres, que se habían aproximado sin ruido, rodean el campamento. El rey de Jerusalén arroja las armas; a él también lo hacen prisionero.

Aureolado por el prestigio de estas hazañas, Balak hace, en junio de 1123, una entrada triunfal en Alepo. Repitiendo el gesto de Ilghazi, empieza por casarse con la hija de Ridwan y, luego, emprende, sin perder un momento y sin sufrir un solo revés, la reconquista sistemática de las posesiones francas que rodean la ciudad. La habilidad militar de este emir turco de cuarenta años, su espíritu de decisión, su rechazo de todo pacto con los frany, su sobriedad así como su historial de victorias sucesivas contrastan con la desconcertante mediocridad de los otros príncipes musulmanes.

Una ciudad en particular ve en él a su salvador providencial: Tiro, sitiada de nuevo por los frany a pesar de la captura de su rey. La situación de los defensores resulta mucho más delicada de lo que era durante su victoriosa resistencia, doce años antes, pues los occidentales controlan, en esta ocasión, el mar. En efecto, en la primavera de 1123, ha aparecido frente a las costas palestinas, una imponente escuadra veneciana de más de ciento veinte navíos. Nada más llegar, ha logrado coger por sorpresa a la flota egipcia anclada en Ascalón y destruirla. En febrero de 1124, tras haber firmado un acuerdo con Jerusalén sobre el reparto del botín, los venecianos han iniciado el bloqueo del puerto de Tiro mientras el ejército franco instalaba su campamento al este de la ciudad. Así pues, las perspectivas no son buenas para los sitiados. En verdad, los tirios luchan encarnizadamente. Una noche, por ejemplo, un grupo de excelentes nadadores se desliza hasta un navío veneciano, que está de guardia a la entrada del puerto y consiguen arrastrarlo hacia la ciudad donde lo desarman y destruyen. Pero, a pesar de tales proezas, las posibilidades de éxito son mínimas. La derrota de la armada fatimita hace imposible cualquier auxilio por vía marítima. Además, el avituallamiento de agua potable resulta difícil. Tiro —es su principal punto débil— no tiene ningún manantial dentro de sus muros. En tiempo de paz, el agua dulce llega del exterior por una canalización. En caso de guerras, la ciudad cuenta con sus aljibes y con un abundante aprovisionamiento por medio de barcas pequeñas. El rigor del bloqueo veneciano impide este recurso. Si el cerco no se afloja, al cabo de unos meses la capitulación será inevitable.

Al no esperar nada de los egipcios, sus habituales protectores, los defensores vuelven la vista hacia el héroe del momento, Balak. En ese momento el emir está sitiando una fortaleza de la región de Alepo, Manbiy, donde uno de sus vasallos se ha rebelado. Cuando le llega la llamada de los tirios, decide inmediatamente —cuenta Kamal al-Din— encomendar a uno de sus lugartenientes el asedio y acudir personalmente en ayuda de Tiro. El 6 de mayo de 1124, antes de ponerse en camino, efectúa una última ronda de inspección.

Con el casco en la cabeza y el escudo en el brazo —prosigue el cronista de Alepo—, se acercó Balak a la fortaleza de Manbiy para elegir el sitio en que dispondría los almajaneques. Mientras daba las órdenes, lo alcanzó por debajo de la clavícula izquierda una flecha procedente de las murallas. Se arrancó él mismo el dardo y, escupiendo en él con desprecio, murmuró: «¡Este golpe será mortal para todos los musulmanes!» Luego expiró.

Decía la verdad. En cuanto llega a Tiro la noticia de su muerte, los habitantes se desaniman y ya no piensan más que en negociar las condiciones de la rendición. El 7 de julio de 1124 —cuenta Ibn al-Qalanisi—, salieron entre dos filas de soldados, sin que los importunaran los frany. Todos los militares y los civiles salieron de la ciudad, donde no quedaron más que los lisiados. Algunos exiliados fueron a Damasco, los demás se dispersaron por la región.

Si bien se ha podido evitar el baño de sangre, la admirable resistencia de los tirios concluye en medio de la humillación.

No serán los únicos que sufran las consecuencias de la desaparición de Balak. En Alepo el poder pasa a Timurtash, el hijo de Ilghazi, un joven de diecinueve años interesado sólo —según Ibn al-Atir— en divertirse, que se apresuró a dejar Alepo para ir a su ciudad de origen, Mardin, porque le parecía que en Siria había demasiadas guerras con los frany. No contento con abandonar su capital, el incapaz Timurtash se apresura a dejar en libertad al rey de Jerusalén a cambio de veinte mil dinares. Le regala ropa de gala, un gorro de oro y unas botas con adornos e, incluso, le devuelve el caballo que Balak le había quitado el día de su captura, comportamiento principesco, sin duda, pero totalmente irresponsable pues, unas semanas después de su liberación, Balduino II llega a las puertas de Alepo con la firme intención de apoderarse de ella.

La defensa de la ciudad recae por completo en Ibn al-Jashab, que sólo dispone de unos cuantos cientos de hombres armados. El cadí, que ve miles de combatientes en torno a su ciudad, envía un mensajero al hijo de Ilghazi. Jugándose la vida, el emisario cruza de noche las líneas enemigas. Una vez en Mardin, se presenta en el diván del emir y le suplica insistentemente que no abandone a Alepo. Pero Timurtash, tan desvergonzado como cobarde, ordena que metan en la cárcel al mensajero cuyas quejas lo importunan.

Ibn al-Jashab vuelve entonces la mirada hacia otro salvador, al-Borsoki, un anciano militar turco que acaba de recibir el nombramiento de gobernador de Mosul. Conocido por su rectitud y su celo religioso, pero también por su habilidad política y su ambición, al-Borsoki, acepta en seguida la invitación que le envía el cadí y se pone inmediatamente en camino. Su llegada, en enero de 1125, ante la ciudad sitiada sorprende a los frany que huyen abandonando sus tiendas. Ibn al-Jashab se apresura a salir al encuentro de al-Borsoki para invitarlo a perseguirlos, pero el emir está cansado de haber cabalgado tanto y, sobre todo, está ansioso por visitar su nueva posesión. Igual que Ilghazi cinco años antes, no se atreverá a aprovechar su ventaja y dará al enemigo tiempo para recuperarse. Pero su intervención reviste una importancia considerable, ya que la unión que se efectúa en 1125 entre Alepo y Mosul va a convertirse en el núcleo de un poderoso Estado, que pronto podrá replicar con éxito a la arrogancia de los frany.

Es sabido que, gracias a su tenacidad y a su asombrosa perspicacia, Ibn al-Jashab no sólo ha salvado a su ciudad de la ocupación, sino que también ha contribuido, más que cualquier otro, a preparar el camino de los grandes dirigentes del yihad contra los invasores. Sin embargo, el cadí no verá la llegada de estos dirigentes. Un día del verano de 1125, cuando salía de la mezquita mayor de Alepo tras la oración del mediodía, se le echa encima un hombre disfrazado de asceta y le clava un puñal en el pecho. Es la venganza de los asesinos. Ibn al-Jashab había sido el adversario más encarnizado de la secta, había hecho correr a raudales la sangre de sus adeptos y nunca se había arrepentido de ello. No podía ignorar, pues, que acabaría pagando con la vida. Desde hacía un tercio de siglo, ningún enemigo de los asesinos había logrado escapar.

Esta secta, la más temible de todos los tiempos, la había creado en 1090 un hombre de vasta cultura, sensible a la poesía, de espíritu curioso y al tanto de los últimos adelantos de las ciencias. Hasan as-Sabbah había nacido hacia 1048 en la ciudad de Rayy, muy cerca del lugar en que se fundará, unos decenios después, la población de Teherán. ¿Fue, como pretende la leyenda, el compañero inseparable de juventud del poeta Umar al-Jayyam, muy aficionado también a las matemáticas y a la astronomía? No se sabe a ciencia cierta; aunque se conocen con exactitud las circunstancias que llevaron a este hombre brillante a consagrar su vida a organizar la secta.

Cuando nació Hasan, la doctrina chiita, a la que se adherirá, era dominante en el Asia musulmana. Siria pertenecía a los fatimitas de Egipto y otra dinastía, la de los boneyhidas, controlaba Persia y le decía lo que tenía que hacer al califa abasida en pleno corazón de Bagdad. Pero, durante la juventud de Hasan, la situación había cambiado por completo. Los selyúcidas, defensores de la ortodoxia sunní, se han apoderado de toda la región. El chiismo, antaño triunfante, no era por entonces sino una doctrina apenas tolerada y, a menudo, perseguida.

Hasan, que se mueve en un ambiente de religiosos persas, se rebela contra esta situación. Hacia 1071, decide ir a afincarse en Egipto, último bastión del chiismo. Pero lo que se encuentra en el país del Nilo no es nada halagüeño. El anciano califa fatimita al-Mustanzir es más fantoche todavía que su rival abasida; ya no se atreve a salir de su palacio sin pedirle permiso a su visir armenio, Badr al-Yamali, padre y predecesor de al-Afdal. Hasan encuentra en El Cairo a muchos integristas religiosos que comparten sus aprensiones y desean, como él, reformar el califato chiita y vengarse de los selyúcidas.

Pronto toma forma un auténtico movimiento que tiene por jefe a Nizar, el hijo mayor del califa. Tan piadoso como valiente, el heredero fatimita no tiene deseo alguno de entregarse a los placeres de la corte ni de desempeñar el papel de marioneta en manos de un visir. Cuando muera su anciano padre, cosa que no puede tardar en suceder, ha de ocupar su puesto y, con la colaboración de Hasan y sus amigos, garantizar a los chiitas una nueva edad de oro. Se ultima un minucioso plan cuyo principal artífice es Hasan. El militante persa irá a afincarse en el corazón del imperio selyúcida para prepararle el terreno a la reconquista que Nizar no dejará de emprender cuando llegue al trono.

Hasan triunfa mucho más de lo que se podía esperar, pero con métodos muy distintos de los que imaginaba el virtuoso Nizar. En 1090 toma por sorpresa la fortaleza de Alamut, ese «nido de águila» situado en la sierra de Elburz, cerca del mar Caspio, en una zona prácticamente inexpugnable. Al disponer de este modo de un santuario inviolable, Hasan empieza a poner en pie una organización político-religiosa cuya eficacia y espíritu de disciplina no tendrán igual en la historia.

A los adeptos se los clasifica según su nivel de instrucción, de fiabilidad y de valor, desde los novicios hasta el gran maestre. Asisten a clases intensivas de adoctrinamiento así como a un entrenamiento físico. El arma favorita de Hasan para aterrar a sus enemigos es el crimen. A los miembros de la secta se los envía individualmente o, las menos veces, en pequeños equipos, con la misión de matar a determinada personalidad. Generalmente se disfrazan de mercenarios o de ascetas, transitan por la ciudad en la que ha de perpetrarse el crimen, se familiarizan con los lugares y las costumbres de sus víctimas y, luego, una vez que el plan está a punto, golpean. Pero, si bien los preparativos se desarrollan en el mayor secreto, la ejecución ha de llevarse a cabo necesariamente en público, ante la mayor cantidad posible de gente. Por eso, el lugar predilecto es la mezquita y el día preferido el viernes, por lo general a mediodía. Para Hasan, el crimen no es un simple medio de quitarse de encima a un adversario; es, ante todo, una doble lección que hay que dar en público: el castigo de la víctima y el sacrificio heroico del adepto ejecutor, llamado «fedai», es decir «comando suicida», porque casi siempre lo matan en el acto.

La serenidad con que los miembros de la secta aceptaban dejarse matar hizo creer a los contemporáneos que estaban drogados con hachís, lo que les valió el sobrenombre de «hashishiyun» o «hashashin», una palabra que se va a deformar en «asesino» y que no tardará en convertirse, en muchas lenguas, en un nombre común. La hipótesis es plausible pero, en todo lo concerniente a la secta, es difícil distinguir la realidad de la leyenda. ¿Empujaba Hasan a los adeptos a drogarse para procurarles la sensación de hallarse durante un momento en el paraíso y animarlos así al martirio? ¿Intentaba, más prosaicamente, acostumbrarlos a algún narcótico para tenerlos constantemente a su merced? ¿Les daba, sencillamente, un euforizante para que no flaquearan en el momento del asesinato? ¿Contaba con su fe ciega? Sea cual fuere la respuesta, sólo por el hecho de plantear tales hipótesis se está rindiendo homenaje a la excepcional capacidad de organización de Hasan.

Su éxito es, además, fulminante. El primer crimen, ejecutado en 1092, dos años después de la fundación de la secta, es, por sí solo, una epopeya. Los selyúcidas están entonces en el apogeo de su poderío. Ahora bien, el pilar de su imperio, el hombre que ha organizado durante treinta años el dominio conquistado por los guerreros turcos en un auténtico estado artífice del renacimiento del poder sunní y de la lucha contra el chiismo, es un anciano visir cuyo nombre basta para evocar su obra: Nizam al-Mulk, el «Orden del Reino». El 14 de octubre de 1092, un adepto de Hasan le asesta una puñalada. Cuando asesinaron a Nizam al-Mulk —dice Ibn al-Atir—, se desintegró el Estado. De hecho, el imperio selyúcida jamás volverá a recobrar su unidad, su historia ya no estará jalonada de conquistas sino de interminables guerras de sucesión. Misión cumplida, habría podido decir Hasan a sus camaradas de Egipto. En lo sucesivo, está abierto el camino para una reconquista fatimita. Ahora le toca actuar a Nizar; pero, en El Cairo, la insurrección no prospera. Al-Afdal, que hereda el visirato de su padre en 1094, aplasta despiadadamente a los amigos de Nizar, al que empareda vivo.

Por esta razón, Hasan se encuentra ante una situación imprevista. No ha renunciado al resurgimiento del califato chiita, pero sabe que hará falta tiempo; en consecuencia, modifica su estrategia: mientras prosigue su labor de zapa contra el Islam oficial y sus representantes religiosos y políticos, se esfuerza por encontrar, a partir de ese momento, un lugar de implantación para constituir un feudo autónomo. ¿Y qué región podría ofrecer mejores perspectivas que Siria, fragmentada en esa multitud de estados minúsculos y rivales? A la secta le bastaría con introducirse allí, con enemistar a una ciudad con otra, a un emir con sus hermanos para poder sobrevivir hasta que el califato fatimita saliera de su sopor.

Hasan envía a Siria a un predicador persa, un enigmático «médico-astrólogo» que se afinca en Alepo y consigue ganar la confianza de Ridwan. Los adeptos empiezan a afluir hacia la ciudad, a predicar su doctrina, a constituir células. Para conservar la amistad del rey selyúcida, no les repugna hacerle pequeños favores, sobre todo asesinando a cierto número de sus adversarios políticos. A la muerte del «médico-astrólogo», en 1103, la secta envía inmediatamente a la corte de Ridwan a un nuevo consejero persa, Abu-Taher, el orfebre. Muy pronto, su influencia es más aplastante aún que la de su predecesor. Ridwan vive enteramente dominado por él y, según Kamal al-Din, ningún habitante de Alepo puede conseguir el menor favor del monarca o resolver un problema de administración sin pasar por uno de los innumerables sectarios infiltrados en los círculos allegados al rey.

Pero a los asesinos se los detesta precisamente porque son poderosos. Ibn al-Jashab, en particular, exige continuamente que se ponga fin a sus actividades. Les reprocha no sólo su tráfico de influencias sino también, y sobre todo, la simpatía que manifiestan por los invasores occidentales. Por paradójica que sea, esta acusación está plenamente justificada. A la llegada de los frany, a los asesinos, que apenas están empezando a implantarse en Siria, los llaman los «batiníes», «los que se adhieren a una creencia distinta de la que profesan en público»; apelación que da a entender que los adeptos sólo son musulmanes en apariencia. Los chiitas, como Ibn al-Jashab, no sienten simpatía alguna por los discípulos de Hasan a causa de su ruptura con el califato fatimita que sigue siendo, a pesar de su debilitamiento, el protector oficial de los chiitas del mundo árabe.

Detestados y perseguidos por todos los musulmanes, los asesinos se alegran, en consecuencia, de ver llegar un ejército cristiano que inflige derrota tras derrota tanto a los selyúcidas como a al-Afdal, autor de la muerte de Nizar. No cabe la menor duda de que la actitud excesivamente conciliadora de Ridwan para con los occidentales se debía, en gran parte, a los consejos de los batiníes.

A ojos de Ibn al-Jashab, la convivencia entre los asesinos y los frany equivale a una traición, por lo que actúa en consecuencia. Durante las matanzas que tienen lugar tras la muerte de Ridwan, a finales de 1113, se persigue a los batiníes de calle en calle, de casa en casa. A algunos los lincha la muchedumbre, a otros los arrojan desde lo alto de las murallas. De ese modo perecen cerca de doscientos miembros de la secta, entre ellos Abu-Taher, el orfebre. Sin embargo —indica Ibn al-Qalanisi— consiguieron escapar algunos que se refugiaron entre los frany o se dispersaron por la región.

A pesar de que Ibn al-Jashab ha arrebatado a los asesinos su principal bastión en Siria, la asombrosa carrera de éstos no ha hecho más que empezar. La secta escarmienta con el fracaso y cambia de táctica. El nuevo enviado de Hasan en Siria, un propagandista persa llamado Bahram, decide suspender provisionalmente cualquier tipo de acción espectacular y volver a un trabajo minucioso y discreto de organización e infiltración.

Bahram —cuenta el cronista de Damasco— vivía en el mayor secreto y el mayor retiro, cambiaba de disfraz y de atavío de forma tal que deambulaba por las ciudades y las plazas fuertes sin que nadie sospechara su identidad.

Al cabo de unos años, dispone de una red lo bastante poderosa como para pensar en salir de la clandestinidad. Muy oportunamente, encuentra un excelente protector para sustituir a Ridwan.

Un día —dice Ibn al-Qalanisi—, llegó Bahram a Damasco, donde el atabeg Toghtekin lo recibió muy bien por precaución contra su maldad y la de su banda. Le dieron muestras de la mayor consideración y le garantizaron una celosa protección. El segundo personaje de la metrópoli siria, el visir Tahir al-Mazdaghani, se entendió con Bahram, aunque no pertenecía a su secta y le ayudó a tender por todas partes las trampas de su maldad.

De hecho, a pesar del fallecimiento de Hasan as-Sabbah en su guarida de Alamut en 1124, la actividad de los asesinos se ha recrudecido. El asesinato de Ibn al-Jashab no es un acto aislado. Un año antes, otro de los primeros «resistentes con turbante» caía bajo sus golpes. Todos los cronistas relatan su asesinato con solemnidad, pues el hombre que había dirigido en agosto de 1099 la primera manifestación de ira contra la invasión franca se había convertido desde entonces en una de las más altas autoridades religiosas del mundo musulmán. Anunciaron desde Irak que al cadí de los cadíes de Bagdad, esplendor del Islam, Abu-Saad al-Harawi, lo habían atacado unos batiníes en la mezquita mayor de Hamadhan. Lo mataron a puñaladas y, luego, huyeron en el acto sin dejar indicios o huellas y sin que nadie los persiguiera, pues les tenían mucho miedo. El crimen provocó una fuerte indignación en Damasco, donde al-Harawi había vivido muchos años. Sobre todo en los ambientes religiosos la actividad de los asesinos suscitó una actividad creciente. Los mejores entre los creyentes tenían el corazón en un puño, pero se abstenían de hablar pues los batiníes habían empezado a matar a quienes se le resistían y a apoyar a quienes aprobaban sus desvaríos. ¡Nadie se atrevía ya a censurarlos en público, ni emires, ni visires, ni sultanes!

Tal terror está justificado. El 26 de noviembre de 1126, al-Borsoki, el poderoso señor de Alepo y de Mosul, es víctima, a su vez, de la terrible venganza de los asesinos.

Y sin embargo —se asombra Ibn al-Qalanisi—, el emir estaba en guardia. Llevaba una cota de malla en la que no podían penetrar la punta del sable ni la hoja del puñal y se rodeaba de soldados armados hasta los dientes. Pero cuando el destino tiene que cumplirse, no se puede evitar. Al-Borsoki había ido, como solía, a la mezquita mayor de Mosul a cumplir con el precepto de los viernes. Allí estaban los malvados, vestidos a la usanza de los sufíes, orando en un rincón sin despertar sospechas. De repente se abalanzaron sobre él y le asestaron varios golpes sin conseguir atravesar la cota de mallas. Cuando los batiníes vieron que los puñales no hacían mella en el emir, uno de ellos gritó: «¡Dadle arriba, en la cabeza!» Con los puñales le alcanzaron la garganta y lo acribillaron de heridas. Al-Borsoki murió como un mártir y a los que lo habían matado los ejecutaron.

Nunca ha sido tan seria la amenaza de los asesinos. Ya no se trata de una simple empresa de hostigamiento, sino de una auténtica lepra que carcome el mundo árabe en un momento en que necesita toda su energía para hacer frente a la ocupación franca. Además, la serie negra continúa. Unos meses después de la desaparición de al-Borsoki, su hijo, que acaba de sucederlo, muere asesinado. En Alepo, cuatro emires rivales se disputan entonces el poder y ya no está allí Ibn al-Jashab para mantener un mínimo de cohesión. En el otoño de 1127, mientras en la ciudad reina la anarquía, reaparecen los frany ante los muros. Antioquía tiene un nuevo príncipe, el joven hijo del gran Bohemundo, un gigante rubio de dieciocho años que acaba de llegar de su país para tomar posesión de la herencia familiar. Se llama como su padre y, sobre todo, tiene su mismo carácter impetuoso. Los de Alepo se apresuran a pagarle el tributo y los más derrotistas ven ya en él el futuro conquistador de su ciudad.

En Damasco, la situación no es menos dramática. El atabeg Toghtekin, que va envejeciendo y está enfermo, no ejerce ya control alguno sobre los asesinos. Éstos tienen su propia milicia armada, la administración está en sus manos y el visir al-Mazdaghani, que es totalmente partidario de ellos, mantiene estrechas relaciones con Jerusalén. Por su parte, Balduino II ya no oculta su intención de coronar su carrera tomando la metrópoli siria. Parece que lo único que impide aún a los asesinos entregar la ciudad a los frany es la presencia del anciano Toghtekin. Pero la tregua va a ser corta; a comienzos de 1128, el atabeg empieza a adelgazar rápidamente y ya no puede ni levantarse. A su cabecera, las intrigas se multiplican. Tras haber designado a su hijo Buri como sucesor, expira el 12 de febrero. Los damascenos ya están convencidos de que la caída de la ciudad es sólo cuestión de tiempo.

Evocando, un siglo después, este período crítico de la historia árabe, Ibn al-Atir escribirá, muy acertadamente:

Con la muerte de Toghtekin desaparecía el último hombre capaz de hacer frente a los frany. Éstos parecían entonces en condiciones de ocupar toda Siria. Pero Dios, en su infinita bondad, se apiadó de los musulmanes.