Los dos mil días de Trípoli
Tras tantas derrotas sucesivas, tantas decepciones, tantas humillaciones, las tres noticias inesperadas que llegan a Damasco en este verano de 1100 despiertan muchas esperanzas. No sólo entre los militantes religiosos que rodean al cadí al-Harawi, sino también en los zocos, bajo los soportales de la calle Recta donde los mercaderes de sedas griegas, de brocados de oro, de lienzos adamascados o de muebles damasquinados, sentados a la sombra de las parras, se interpelan de un puesto a otro, por encima de la cabeza de los transeúntes, con la voz de los días faustos.
A principios de julio corre un primer rumor que pronto resulta cierto: el anciano Saint-Gilles, que nunca ha ocultado sus aspiraciones sobre Trípoli, Homs y toda Siria, ha embarcado súbitamente hacia Constantinopla tras un conflicto con los demás jefes francos. Se rumorea que ya no volverá.
A finales de julio, llega otra noticia, más extraordinaria aún, que se extiende en unos minutos de mezquita en mezquita, de calleja en calleja. Mientras sitiaba la ciudad de Acre, a Godofredo, señor de Jerusalén, lo alcanzó una flecha y lo mató —relata Ibn al-Qalanisi—. También hablan de fruta envenenada que, al parecer, ha regalado un notable palestino al jefe franco. Otros opinan que ha sido una muerte natural, fruto de una epidemia. Pero la que se gana el favor del público es la versión recogida por el cronista de Damasco: según esta versión, Godofredo ha sucumbido a heridas que le han causado los defensores de Acre. ¿Acaso tal victoria, que llega un año después de la caída de Jerusalén, no indicaría que el viento empieza a cambiar?
Esta impresión parece confirmarse días después cuando la gente se entera de que a Bohemundo, el más temible de los frany, lo acaban de capturar. Ha sido Danishmend «el sabio» quien lo ha vencido. Como ya había hecho tres años antes, durante la batalla de Nicea, el jefe turco ha puesto cerco a la ciudad armenia de Malatya. Al conocer tal noticia —dice Ibn al-Qalanisi—. Bohemundo, rey de los frany y señor de Antioquía, reunió a sus hombres y marchó contra el ejército musulmán. Temeraria empresa, pues para llegar hasta la ciudad sitiada el jefe franco ha de cabalgar durante una semana por un territorio montañoso donde los turcos están sólidamente asentados. Informado de su proximidad, Danishmend le tiende una emboscada. A Bohemundo y a los quinientos caballeros que lo acompañan los recibe una barrera de flechas que caen sobre ellos en un estrecho desfiladero donde no consiguen desplegarse. Dios dio la victoria a los musulmanes, que mataron a gran número de frany. A Bohemundo y a algunos compañeros suyos los capturaron. Los conducen, cargados de cadenas, hacia Niksar, en el norte de Anatolia.
La sucesiva eliminación de Saint-Gilles, Godofredo y Bohemundo, los tres principales artífices de la invasión franca, aparece ante todos como una señal del cielo. Los que se hallaban anonadados por la aparente invulnerabilidad de los occidentales recobran ánimos. ¿No será el momento de asestarles un golpe definitivo? En cualquier caso, hay un hombre que lo desea ardientemente: Dukak.
Que nadie se engañe; el joven rey de Damasco no es en absoluto un celoso defensor del Islam. ¿Acaso no ha demostrado lo suficiente, con ocasión de la batalla de Antioquía, que estaba dispuesto a traicionar a los suyos para satisfacer sus ambiciones locales? Además, hasta la primavera de 1100 no ha descubierto de repente el selyúcida la necesidad de una guerra santa contra los infieles. Como uno de sus vasallos, un jefe beduino de los altos del Golán, se ha quejado de las repetidas incursiones de los frany de Jerusalén, que le saqueaban las cosechas y le robaban los rebaños, Dukak ha decidido intimidarlos. Un día de mayo, mientras Godofredo y su brazo derecho, Tancredo, un sobrino de Bohemundo, regresaban con sus hombres de una razzia especialmente fructífera, los ha atacado el ejército de Damasco.
Entorpecidos por el botín, los frany han sido incapaces de trabar combate. Han preferido huir dejando a sus espaldas varios muertos. El propio Tancredo se ha salvado por poco.
Para vengarse, ha organizado una incursión de represalia en los mismísimos alrededores de la metrópoli siria. Ha devastado los huertos y saqueado e incendiado las aldeas. Dukak, a quien la magnitud y la rapidez de la respuesta ha pillado desprevenido, no se ha atrevido a intervenir. Con su habitual versatilidad, lamentando ya amargamente la incursión del Golán, ha llegado incluso a proponerle a Tancredo pagarle una fuerte suma si consiente en alejarse. Naturalmente, esta oferta no ha hecho sino reforzar la determinación del príncipe franco. Creyendo, con toda lógica, que el rey estaba en situación desesperada, le ha enviado una delegación de seis personas para instarlo nada menos que a convertirse al cristianismo o a entregarle Damasco. Indignado por tanta arrogancia, el selyúcida ha mandado detener a los emisarios y, tartamudeando de ira, les ha ordenado, a su vez, que abracen las creencias del Islam. Uno de ellos ha accedido. A los otros cinco les han cortado en el acto la cabeza.
Apenas se conoció la noticia, llegó Godofredo, se reunió con Tancredo y, con todos los hombres de que disponían, se dedicaron, durante diez días, a una labor de destrucción sistemática de los alrededores de la metrópoli siria. La rica llanura del Ghuta, que rodea Damasco como el halo rodea la luna, según la expresión de Ibn Yubayr, ofrecía un espectáculo desolador. Dukak no se movía. Encerrado en su palacio de Damasco, esperaba a que pasara el huracán: tanto más cuanto que su vasallo del Golán rechazaba su soberanía y, a partir de aquel momento, se disponía a pagarles el tributo anual a los señores de Jerusalén. Y, lo que resultaba aún más grave, la población de la metrópoli siria empezaba a quejarse de la incapacidad de sus gobernantes para protegerla. La gente echaba pestes de todos esos soldados turcos que presumían como pavos reales en los zocos pero a los que se tragaba la tierra en cuanto el enemigo estaba a las puertas de la ciudad. Dukak no tenía ya más que una obsesión: vengarse cuanto antes aunque no fuera más que para rehabilitarse a ojos de sus propios súbditos.
No es difícil imaginar que en tales circunstancias la muerte de Godofredo le haya causado una inmensa alegría al selyúcida a quien, tres meses antes, dicha muerte hubiera dejado bastante indiferente. La captura de Bohemundo, acaecida días después, lo anima a emprender una acción sonada.
La ocasión se presenta en octubre. Cuando mataron a Godofredo —cuenta Ibn al-Qalanisi—, su hermano el conde Balduino, señor de Edesa, se puso en camino hacia Jerusalén con quinientos caballeros y soldados de infantería. Al saber que iba a pasar por allí, Dukak reunió a todas las tropas y marchó contra él. Se encontraron cerca de la plaza costera de Beirut. Está claro que Balduino intenta suceder a Godofredo. Es un caballero famoso por su brutalidad y su falta de escrúpulos, como lo ha demostrado el asesinato de sus «padres adoptivos» en Edesa, pero también es un guerrero valeroso y astuto cuya presencia en Jerusalén constituiría una amenaza permanente para Damasco y el conjunto de la Siria musulmana. Matarlo o capturarlo en ese crítico momento supone decapitar de hecho al ejército de invasión y volver a poner en tela de juicio la presencia de los frany en Oriente. Y si el momento está bien elegido, el lugar del ataque no lo está menos.
Balduino viene del norte, siguiendo la costa mediterránea, y ha de llegar a Beirut hacia el 24 de octubre. Previamente tiene que cruzar Nahr-el-Kalb, la antigua frontera fatimita. Cerca de la desembocadura del «Río del Perro», el camino se estrecha y está rodeado de acantilados y de abruptos montes. El lugar es ideal para tender una emboscada. Precisamente ahí es donde Dukak ha decidido esperar a los frany, ocultando a sus hombres en las grutas o las laderas arboladas. Sus exploradores lo informan con regularidad del avance del enemigo.
Desde la más lejana antigüedad, Nahr-el-Kalb es la obsesión de los conquistadores. Cuando uno de ellos consigue superar el paso, se enorgullece tanto de ello que deja en el acantilado el relato de su hazaña. En tiempos de Dukak, ya pueden contemplarse varios de estos vestigios, desde los jeroglíficos del faraón Ramsés II y los signos cuneiformes del babilonio Nabucodonosor hasta los elogios en latín que el emperador romano de origen sirio Septimio Severo había dirigido a sus valerosos legionarios galos. Pero, frente a este puñado de vencedores, ¡cuántos guerreros han visto cómo se estrellaban sus sueños contra estas rocas sin dejar huella! Al rey de Damasco no le cabe duda alguna de que «el maldito Balduino» va a ser pronto uno más en esa cohorte de vencidos. Dukak tiene motivos sobrados para ser optimista; sus tropas son seis o siete veces superiores en número a las del jefe franco y, sobre todo, tiene la ventaja que proporciona la sorpresa. No sólo va a reparar la afrenta que le ha infligido, sino que va a recobrar su lugar preponderante entre los príncipes de Siria y a ejercer de nuevo una autoridad minada por la irrupción de los frany.
Si hay un hombre a quien no se le ha escapado lo que está en juego en la batalla, ése es el nuevo señor de Trípoli, el cadí Fajr el-Mulk, quien, un año antes, ha sucedido a su hermano Yalal el-Mulk. Como el señor de Damasco codiciaba su ciudad antes de la llegada de los occidentales, no le faltan razones para temer la derrota de Balduino, pues Dukak querrá entonces convertirse en el campeón del Islam y en libertador de la tierra siria y habrá que reconocer su soberanía y soportar sus caprichos.
Para evitarlo, Fajr el-Mulk no tiene escrúpulos. Cuando se entera de que Balduino se acerca a Trípoli de camino hacia Beirut y, después, hacia Jerusalén, le hace llegar vino, miel, pan, carne así como ricos presentes de oro y plata e, incluso, un mensajero que insiste en verlo en privado y le pone al tanto de la emboscada que le va a tender Dukak, proporcionándole numerosos detalles acerca de la disposición de las tropas de Damasco y prodigándole consejos sobre las mejores tácticas que ha de emplear. El jefe franco, tras haber agradecido al cadí tan valiosa como inesperada colaboración, reanuda su marcha hacia Nahr-el-Kalb.
Sin sospechar nada, Dukak se dispone a abalanzarse sobre los frany en cuanto se internen en la estrecha franja costera a la que están apuntando sus arqueros. De hecho, los frany aparecen por la parte donde se halla la localidad de Yunieh y avanzan haciendo alarde de total despreocupación. Unos pasos más y caerán en la trampa. Pero, de repente, se inmovilizan y luego, lentamente, empiezan a retroceder. Nada está decidido aún pero al ver que el enemigo no ha caído en la emboscada, Dukak no sabe qué hacer. Hostigado por sus emires, acaba por ordenar a los arqueros que arrojen unas cuantas tandas de flechas, sin atreverse, sin embargo, a lanzar a sus jinetes contra los frany. A la caída de la tarde, la moral de las tropas musulmanas está por los suelos. Árabes y turcos se acusan mutuamente de cobardía, estallan algunas rencillas, y al día siguiente por la mañana, tras un breve enfrentamiento, las tropas de Damasco retroceden hacia la montaña libanesa mientras los frany prosiguen tranquilamente su camino hacia Palestina.
El cadí de Trípoli ha decidido deliberadamente salvar a Balduino, ya que cree que la principal amenaza para su ciudad procede de Dukak, quien también había actuado así en contra de Karbuka dos años antes. A ambos la presencia franca les ha parecido, en el momento decisivo, un mal menor. Pero este mal va a propagarse muy deprisa. Tres semanas después de la fallida emboscada de Nahr-el-Kalb, Balduino se proclama rey de Jerusalén y se lanza a una doble tarea de organización y de conquista para consolidar lo conseguido durante la invasión. Ibn al-Qalanisi, al intentar comprender, casi un siglo después, qué es lo que ha empujado a los frany a venir a Oriente, atribuirá la iniciativa de este proceso al rey Balduino, «al-Bardawil», a quien consideraba, en cierto modo, el jefe de Occidente, lo cual no es falso pues aunque este caballero no ha sido más que uno de los numerosos responsables de la invasión, el historiador de Mosul acierta al considerarlo el principal artífice de la ocupación. Frente a la irremediable fragmentación del mundo árabe, los Estados francos van a manifestarse, de entrada, por su determinación, sus cualidades guerreras y su relativa solidaridad, como una auténtica potencia regional.
Sin embargo, los musulmanes disponen de una baza considerable: la gran inferioridad numérica de sus enemigos. Tras la caída de Jerusalén, la mayoría de los frany han regresado a sus países. Balduino no puede contar, cuando sube al trono, más que con unos cuantos cientos de caballeros. Pero esta aparente inferioridad se esfuma cuando, en 1101, llegan noticias de que se han concentrado en Constantinopla numerosos ejércitos francos, mucho más numerosos que los que se han visto hasta el momento.
Los primeros en alarmarse son, claro está, Kiliy Arslan y Danishmend, que aún se acuerdan del último paso de los frany por Asia Menor. Sin vacilar, deciden unir sus fuerzas para intentar cortar el camino a la nueva invasión. Los turcos ya no se atreven a aventurarse por la zona de Nicea o de Dorilea, que, desde hace tiempo, están firmemente dominadas por los rum. Prefieren intentar una nueva emboscada mucho más allá, en el sureste de Anatolia. Kiliy Arslan, que ha crecido en edad y experiencia, manda envenenar todas las aguadas a lo largo del camino que siguió la otra expedición.
En mayo de 1101, el sultán se entera de que han cruzado el Bosforo más de cien mil hombres al mando de Saint-Gilles, que residía en Bizancio desde hacía más de un año. Trata de seguir, paso a paso, sus movimientos para saber en qué momento sorprenderlos. La primera etapa debería ser Nicea. Pero, curiosamente, los exploradores apostados cerca de la antigua capital del sultán no los ven venir. Por la zona del mar de Mármara, e incluso en Constantinopla, no se sabe nada de ellos. Kiliy Arslan no vuelve a dar con su rastro hasta finales de junio, cuando irrumpen súbitamente ante los muros de una ciudad que le pertenece, Ankara, situada en el centro de Anatolia, en pleno territorio turco, y cuyo ataque no ha previsto en ningún momento. Incluso antes de que haya tenido tiempo de llegar, los frany ya la han tomado. Kiliy Arslan cree estar viviendo de nuevo el momento, cuatro años antes, de la caída de Nicea. Sin embargo, no es tiempo de lamentaciones, pues los occidentales ya están amenazando el propio corazón de sus dominios. Decide tenderles una emboscada en cuanto salgan de Ankara para reanudar la marcha hacia el sur. Pero, una vez más, está cometiendo un error: los invasores, dándole la espalda a Siria, marchan resueltamente hacia el nordeste, en dirección a Niksar, la poderosa fortaleza en que Danishmend tiene prisionero a Bohemundo. ¡Así que de eso se trata! ¡Los frany están intentando liberar al señor de Antioquía!
El sultán y su aliado empiezan entonces a entender, sin acabar de creérselo, el curioso itinerario de los invasores. Hasta cierto punto, ello los tranquiliza, pues ahora pueden escoger el lugar de la emboscada. Va a ser la aldea de Merzifun a la que los occidentales han de llegar en los primeros días de agosto, agobiados bajo un sol de justicia. Su ejército no resulta nada impresionante. Unos cuantos cientos de caballeros que avanzan torpemente, doblados bajo el peso de unas armaduras recalentadas y, tras ellos, una abigarrada muchedumbre compuesta más por mujeres y niños que por auténticos combatientes. En cuanto la primera oleada de jinetes turcos se lanza al ataque, los frany huyen. No es una batalla sino una carnicería que se prolonga durante un día entero. A la caída de la noche, Saint-Gilles huye con sus allegados sin avisar siquiera al grueso del ejército. Al día siguiente rematan a los últimos supervivientes y capturan a miles de muchachas, que irán a poblar los harenes de Asia.
Apenas ha concluido la matanza de Merzifun cuando llegan unos mensajeros a alertar a Kiliy Arslan: una nueva expedición franca avanza ya por Asia Menor. Esta vez el itinerario no entraña ninguna sorpresa. Los guerreros de la cruz han tomado la ruta del sur y hasta que transcurren varios días no se dan cuenta de que el camino encierra una trampa. Cuando, a finales de agosto, llega del nordeste el sultán con sus jinetes, los frany, atormentados por la sed, agonizan ya. Los diezman sin que ofrezcan resistencia alguna.
No queda ahí la cosa. Una tercera expedición franca viene tras la segunda, por la misma ruta, con una semana de intervalo. Caballeros, soldados de infantería, mujeres, niños llegan, completamente deshidratados, cerca de la ciudad de Heraclea. Ya vislumbran el espejo de un río hacia el que se abalanzan todos, en desorden. Pero precisamente a la orilla de ese curso de agua los espera Kiliy Arslan…
Nunca se recuperarán los frany de esta triple matanza. Con la voluntad de expansión que los anima en estos años decisivos, la afluencia de tan gran número de nuevos recién llegados, combatientes o no, hubiera debido permitirles sin duda colonizar el conjunto del Oriente árabe antes de que a éste le hubiera dado tiempo a reponerse. Y sin embargo va a ser precisamente esta escasez de hombres el origen de la obra más duradera y más espectacular de los frany en tierras árabes: la edificación de castillos, ya que, para paliar la debilidad de sus efectivos, tendrán que construir unas fortalezas tan bien protegidas que un puñado de defensores pueda tener en jaque a una multitud de sitiadores. Pero, para superar la inferioridad numérica, los frany van a disponer, durante muchos años, de un arma aún más temible que sus fortalezas: el letargo del mundo árabe. Nada ilustra mejor este estado de cosas que la descripción que hará Ibn al-Atir de la extraordinaria batalla que se desarrolla ante Trípoli a principios de abril de 1102.
Saint-Gilles, Dios lo maldiga, volvió a Siria después de que lo aplastara Kiliy Arslan. No disponía más que de trescientos hombres. Entonces, Fajr el-Mulk, señor de Trípoli, mandó a decir al rey Dukak y al gobernador de Homs: «Ahora o nunca. Es el mejor momento para acabar con Saint-Gilles ya que tiene tan pocas tropas». Dukak envió dos mil hombres y el gobernador de Homs acudió en persona. Las tropas de Trípoli se unieron a ellos ante las puertas de la ciudad y presentaron juntos batalla a Saint-Gilles. Éste lanzó a cien de sus soldados contra los de Trípoli, a otros cien contra los de Damasco, a cincuenta contra los de Homs y dejó a cincuenta a su lado. Nada más ver al enemigo, los de Homs huyeron y pronto los siguieron los damascenos. Sólo los tripolitanos hicieron frente y, al verlo, Saint-Gilles los atacó con sus otros doscientos soldados, los venció y mató a siete mil.
¿Trescientos frany que vencen a varios miles de musulmanes? Todo parece indicar que el relato del historiador árabe se ajusta a la realidad. La explicación más probable es que Dukak quiso hacerle pagar al cadí de Trípoli la actitud que había tenido durante la emboscada de Nahr-el-Kalb. La traición de Fajr el-Mulk había impedido eliminar al fundador del reino de Jerusalén; la revancha del rey de Damasco va a permitir la creación de un cuarto estado franco: el condado de Trípoli.
Seis semanas después de esta humillante derrota asistimos a una nueva demostración de la incuria de los dirigentes de la región, que, pese a la ventaja numérica, se revelan incapaces, cuando resultan vencedores, de sacarle partido a la victoria.
La escena transcurre en mayo de 1102. Un ejército egipcio de cerca de veinte mil hombres, al mando de Sharaf, el hijo del visir al-Afdal, ha llegado a Palestina y ha conseguido coger por sorpresa a las tropas de Balduino en Ramle, cerca del puerto de Jaffa. El propio rey ha tenido que esconderse boca abajo entre los juncos para no caer prisionero. A la mayoría de sus guerreros los matan o los capturan. Ese día, el ejército de El Cairo podía haberse apoderado de Jerusalén pues, como diría Ibn al-Athir, la ciudad carece de defensores y el rey franco ha huido.
Algunos de sus hombres le dijeron a Sharaf: «¡Vamos a tomar la Ciudad Santa!» Otros le dijeron: «¡Vamos mejor a tomar Jaffa!» Sharaf no acababa de decidirse. Mientras vacilaba de esta manera, a los frany les llegaron refuerzos por el mar y Sharaf hubo de volver a Egipto, junto a su padre.
Al ver que había estado a dos pasos de la victoria, el señor de El Cairo decide lanzar una nueva ofensiva al año siguiente y, luego, al otro. Pero en cada tentativa se interpone entre él y la victoria algún acontecimiento imprevisto. En una ocasión, es la flota egipcia que se malquista con el ejército de tierra. En otra, es el comandante de la expedición que muere accidentalmente y su desaparición siembra el desconcierto entre sus tropas. Era un general valeroso, pero —nos dice Ibn al-Atir—, sumamente supersticioso: Le habían predicho que iba a morir de una caída de caballo y, cuando lo nombraron gobernador de Beirut, mandó que levantaran todo el empedrado de las calles por miedo a que resbalara su cabalgadura. Pero la prudencia no pone a cubierto del destino. Durante la batalla, se le encabrita el caballo sin que nadie lo ataque y el general cae muerto en medio de sus tropas. Ya les falte suerte, imaginación o valor, las sucesivas expediciones de al-Afdal acaban todas de forma lamentable. Mientras tanto, los frany prosiguen tranquilamente la conquista de Palestina.
Tras haber tomado Haifa y Jaffa, atacan, en mayo de 1104, el puerto de Acre que, debido a su rada natural, es el único lugar en que los barcos pueden atracar tanto en verano como en invierno. Desesperando de recibir auxilios, el gobernador egipcio pidió que les perdonaran la vida a él y a los habitantes de la ciudad dice Ibn al-Qalanisi. Balduino les promete que nadie los importunará. Pero en cuanto los musulmanes salen de la ciudad con sus bienes, los frany se arrojan sobre ellos, los despojan de sus pertenencias y matan a muchos. Al-Afdal jura vengar esta nueva humillación. Van a enviar cada año un poderoso ejército contra los frany, pero siempre sufrirá un nuevo desastre. La ocasión perdida en Ramle en mayo de 1102 no volverá a presentarse.
También en el norte es la incuria de los emires musulmanes lo que salva a los frany del aniquilamiento. Después de la captura de Bohemundo en agosto de 1100, el principado que éste ha fundado en Antioquía permanece siete meses sin jefe, prácticamente sin ejército, pero a ninguno de los monarcas vecinos, ni a Ridwan, ni a Kiliy Arslan, ni a Danishmend, se les ocurre aprovechar la circunstancia. Dan tiempo a que los frany elijan un regente para Antioquía, en este caso Tancredo, el sobrino de Bohemundo, que toma posesión de su feudo en marzo de 1102 y que, para afirmar bien su presencia, organiza una expedición para asolar los alrededores de Alepo igual que hiciera un año antes con los de Damasco. Ridwan reacciona con más cobardía aún que su hermano Dukak. Le hace saber a Tancredo que está dispuesto a hacer todo lo que le pida si consiente en alejarse. Más arrogante que nunca, el frany exige que coloque una inmensa cruz en el minarete de la mezquita mayor de Alepo. Ridwan cumple la orden. ¡Una humillación que, como veremos, traerá sus consecuencias!
En la primavera de 1103, Danishmend, que está al tanto de las ambiciones de Bohemundo, decide, sin embargo, dejarlo en libertad sin ninguna contrapartida política. «Le exigió cien mil dinares de rescate y la liberación de la hija de Yaghi Siyan, el antiguo señor de Antioquía, que estaba cautiva». Estos hechos escandalizan a Ibn al-Atir.
Una vez en libertad, Bohemundo regresó a Antioquía, volviendo así a dar ánimo a su pueblo y no tardó en hacer pagar el precio de su rescate a los habitantes de las ciudades vecinas. ¡Los musulmanes recibieron así un perjuicio que les hizo olvidar los beneficios de la captura de Bohemundo!
Tras haberse resarcido de este modo a expensas de la población local, el príncipe franco emprende la tarea de acrecentar sus dominios. En la primavera de 1104, se inicia una operación conjunta de los frany de Antioquía y de Edesa contra la plaza fuerte de Harrán, que domina la vasta llanura que se extiende a orillas del Éufrates y controla, de hecho, las comunicaciones entre Irak y el norte de Siria.
La ciudad en sí no tiene gran interés. Ibn Yubayr, que la visitará unos años después, la describirá en términos especialmente desalentadores.
En Harrán, el agua nunca está fresca ya que el intenso calor de ese horno abrasa enteramente su territorio. No se encuentra aquí ningún rincón umbrío para dormir la siesta y cuesta trabajo respirar. Harrán parece abandonada en la pelada llanura. No posee el esplendor de una ciudad y sus alrededores no lucen ningún ornato de elegancia.
Pero su valor estratégico es considerable. Una vez tomada Harrán, los frany podrían avanzar en dirección a Mosul e incluso a Bagdad. A corto plazo su caída dejaría acorralado el reino de Alepo. Objetivos éstos ambiciosos en verdad, pero a los invasores no les falta audacia. Tanto más cuanto que las divisiones del mundo árabe fomentan sus empresas. Al haberse reanudado, aún más encarnizada, la sangrienta lucha entre los hermanos enemigos Barkyaruk y Muhammad, Bagdad pasa de nuevo de un sultán selyúcida a otro. En Mosul, acaba de morir el atabeg Karbuka y su sucesor, el emir turco Yekermish, no acaba de imponerse.
En la propia Harrán la situación es caótica. El gobernador ha sido asesinado por uno de sus oficiales durante una borrachera y en la ciudad reina la violencia. En ese momento fue cuando los frany se dirigieron hacia Harrán —explicará Ibn al-Atir—. Yekermish, el nuevo señor de Mosul, y su vecino Sokman, antiguo gobernador de Jerusalén, se enteran cuando están guerreando entre sí.
Sokman quería vengar a un sobrino suyo, al que había matado Yekermish, y se disponían a enfrentarse. Pero ante este nuevo hecho, se invitaron mutuamente a unir sus fuerzas para salvar la situación en Harrán, declarándose cada uno de ellos dispuesto a ofrecer su vida a Dios y a no aspirar sino a la gloria del Altísimo. Se reunieron, sellaron la alianza y se pusieron en marcha contra los frany, Sokman con siete mil jinetes turcomanos y Yekermish con tres mil.
Ambos aliados se encuentran con el enemigo a orillas del río Balij, un afluente del Éufrates, en mayo de 1104. Los musulmanes fingen huir, dejando que los frany los persigan durante más de una hora. A continuación, a una señal de sus emires, dan media vuelta, rodean a sus perseguidores y acaban con ellos.
Bohemundo y Tancredo se habían separado del grueso de las tropas y se habían ocultado tras una colina para tomar a los musulmanes del revés. Pero cuando vieron que los suyos estaban vencidos, decidieron no moverse. Esperaron, pues, la noche y huyeron, perseguidos por los musulmanes, que mataron y capturaron a buen número de sus compañeros. Ellos escaparon pero sólo con seis jinetes.
Entre los jefes francos que participan en la batalla de Harrán está Balduino II, un primo del rey de Jerusalén que le ha sucedido al frente del condado de Edesa. Él también ha intentado huir pero, al cruzar el Balij vadeándolo, el caballo se le ha hundido en el cieno. Los soldados de Sokman lo hacen prisionero y lo conducen a la tienda de su señor, lo que provoca, según el relato de Ibn al-Atir, la envidia de sus aliados.
Los hombres de Yekermish le dijeron: «¿Qué van a pensar de nosotros si los demás se apoderan de todo el botín y nosotros nos quedamos con las manos vacías?» Y lo convencieron de que fuera a buscar al conde a la tienda de Sokman. Cuando éste volvió, se quedó muy afectado. Sus compañeros ya estaban a caballo, listos para la batalla, pero los contuvo diciendo: «La alegría que causa nuestra victoria entre los musulmanes no ha de echarse a perder por culpa de nuestra disputa. No quiero desahogar mi ira dando satisfacción al enemigo a expensas de los musulmanes». Reunió entonces todas las armas y los pendones que les habían cogido a los frany, vistió a sus hombres con la ropa de éstos, los mandó montar en sus cabalgaduras y, a continuación, se dirigió hacia las fortalezas que estaban en manos de los frany. En cada ocasión, éstos, creyendo ver regresar a sus compañeros victoriosos, salían a su encuentro. Sokman los mataba y tomaba la fortaleza. Repitió esta estratagema en varios lugares.
La victoria de Harrán tuvo gran resonancia como atestigua el tono desusadamente entusiasta de Ibn al-Qalanisi:
Fue para los musulmanes un triunfo sin par. La moral de los frany quedó afectada, su número disminuyó y su capacidad ofensiva mermó, así como su armamento. La moral de los musulmanes se consolidó y su ardor para defender la religión se reforzó. La gente se felicitó por esta victoria y adquirió la certeza de que el éxito había abandonado a los frany.
A un frany, y no de los menos importantes, le va a desmoralizar la derrota: se trata de Bohemundo. Embarca unos meses después y nunca más se lo volverá a ver por tierras árabes.
Así pues, la batalla de Harrán ha apartado del escenario de los hechos, y esta vez definitivamente, al principal artífice de la invasión. Sobre todo, y esto es lo más importante, ha atajado para siempre el empuje de los frany hacia el este. Pero, al igual que los egipcios en 1102, los vencedores se muestran incapaces de recoger los frutos de su éxito. En vez de dirigirse juntos hacia Edesa, a dos días de marcha del campo de batalla, se separan tras su disputa. Y si la artimaña de Sokman le permite apoderarse de algunas fortalezas de menor importancia, Yekermish no tarda en dejar que lo sorprenda Tancredo, que consigue capturar a varias personas de su séquito, entre ellas a una joven princesa de rara hermosura, tan importante para el señor de Mosul que manda decir a Bohemundo y a Tancredo que está dispuesto a cambiarla por Balduino II de Edesa o a pagar por ella un rescate de quince mil dinares de oro. Tío y sobrino lo discuten y, a continuación, informan a Yekermish de que, pensándolo bien, prefieren tomar el dinero y dejar a su compañero en cautividad —cautividad que va a durar más de tres años—. Se ignora qué pensó el emir tras esta respuesta tan poco caballerosa de los jefes francos. Por lo que a él se refiere, les pagará la suma convenida, recuperará a su princesa y se quedará con Balduino.
Pero la cosa no acaba ahí. Va a dar lugar a uno de los episodios más curiosos de las guerras francas.
La escena se desarrolla cuatro años después, a principios del mes de octubre de 1108, en un campo de ciruelos donde las últimas frutas oscuras están acabando de madurar. Alrededor hay colinas poco arboladas, que se van encadenando hasta el infinito. En una de ellas, se yerguen majestuosas las murallas de Tell Basher, junto a las cuales los dos ejércitos, frente a frente, ofrecen un espectáculo poco usual.
Por una parte, Tancredo de Antioquía, rodeado de mil quinientos caballeros y soldados de infantería francos que llevan unos yelmos que les cubren cabeza y nariz, y agarran con fuerza espadas, mazas o hachas afiladas. Junto a ellos están seiscientos jinetes turcos de largas trenzas, enviados por Ridwan de Alepo.
Por otra, el emir de Mosul, Yawali, con la cota de malla cubierta por una larga túnica de mangas bordadas, al frente de un ejército de dos mil hombres distribuidos en tres batallones: a la izquierda, árabes, a la derecha, turcos y, en el centro, caballeros francos entre los cuales se encuentran Balduino de Edesa y su primo Jocelin, señor de Tell Basher.
¿Podían imaginar quienes habían tomado parte en la gigantesca batalla de Antioquía que, diez años después, un gobernador de Mosul, sucesor del atabeg Karbuka, sellaría una alianza con un conde franco de Edesa y que ambos combatirían juntos, codo con codo, contra una coalición formada por un príncipe franco de Antioquía y el rey selyúcida de Alepo? ¡Decididamente, los frany no habían tardado mucho en convertirse en jugadores de pleno derecho en el pimpampum de los reyezuelos musulmanes! Los cronistas no parecen nada escandalizados. Quizá podría descubrirse en la obra de Ibn al-Atir un esbozo de sonrisa burlona, pero evocará las rencillas de los frany y sus alianzas sin cambiar de tono, exactamente igual que habla, a todo lo largo de su Historia perfecta, de los innumerables conflictos entre los príncipes musulmanes. Mientras Balduino estaba prisionero en Mosul —explica el historiador árabe—. Tancredo se había apoderado de Edesa, lo que permite suponer que no le corría prisa alguna ver a su compañero recobrar la libertad. Incluso había intrigado para que Yekermish lo retuviera junto a sí el mayor tiempo posible.
Pero, como en 1107 han derrocado a este emir, el conde ha pasado a manos del nuevo señor de Mosul, Yawali, un aventurero turco de notable inteligencia, que se ha dado cuenta en el acto del partido que podría sacarle a la disputa de los dos jefes francos. Por lo tanto, ha liberado a Balduino, le ha regalado vestiduras de gala y ha firmado con él una alianza. «Vuestro feudo de Edesa está amenazado —le ha dicho en esencia— y mi posición en Mosul no es demasiado firme. Ayudémonos mutuamente».
En cuanto lo liberaron —contará Ibn al-Atir—, el conde Balduino, al-Comes Bardawil, fue a ver a «Tancry» a Antioquía y le pidió que le devolviera Edesa. Tancredo le ofreció treinta mil dinares, caballos, armas, vestiduras y otras muchas cosas, pero se negó a devolverle la ciudad. Y cuando Balduino, furioso, abandonó Antioquía, Tancredo intentó seguirlo para impedir que se reuniera con su aliado Yawali; hubo algunas escaramuzas entre ellos, pero después de cada combate, ¡se reunían para comer juntos y charlar!
Estos frany están locos, parece querer decir el historiador de Mosul. Y continúa:
Como no lograban solucionar este problema, intentaron que mediara el patriarca, que es para ellos una especie de imán. Éste nombró una comisión de obispos y de sacerdotes que testificaron que Bohemundo, el tío de Tancredo, antes de regresar a su país le había recomendado que devolviera Edesa a Balduino si éste regresaba del cautiverio. El señor de Antioquía aceptó el arbitraje y el conde volvió a entrar en posesión de sus dominios.
Pensando que su victoria se había debido no tanto a la buena voluntad de Tancredo cuanto a su miedo a una intervención de Yawali, Balduino ha liberado sin tardanza a todos los prisioneros musulmanes de su territorio e incluso ha llegado a ejecutar a uno de sus funcionarios cristianos que habían injuriado públicamente al Islam.
No era Tancredo el único dirigente a quien exasperaba la curiosa alianza entre el conde y el emir. El rey Ridwan escribió al señor de Antioquía para ponerlo en guardia contra las ambiciones y la perfidia de Yawali. Le dijo que ese emir quería apoderarse de Alepo y que, si lo lograba, los frany ya no podrían permanecer en Siria. El interés del rey selyúcida por la seguridad de los frany resulta bastante curioso, pero los príncipes se entienden entre sí con medias palabras, por encima de las barreras religiosas o culturales. Por tanto, se había formado una nueva coalición islámico-franca para hacer frente a la primera. De ahí que, en aquel mes de octubre de 1108, se hayan constituido estos dos ejércitos que están frente a frente junto a las murallas de Tell Basher.
Los hombres de Antioquía y de Alepo aventajan en seguida a los otros. Yawali huyó y gran número de musulmanes buscaron refugio en Tell Basher donde Balduino y su primo Jocelin los trataron con benevolencia; atendieron a los heridos, les dieron ropa y los devolvieron a su región. El homenaje que rinde el historiador árabe al espíritu caballeroso de Balduino contrasta con la opinión que tienen del conde los habitantes cristianos de Edesa. Al enterarse de que a éste lo había vencido y creyéndolo, sin duda, muerto, los armenios de la ciudad piensan que ha llegado el momento de liberarse de la dominación franca. Hasta tal punto que, a su regreso, Balduino halla su capital administrada por una especie de comuna. Preocupado por las veleidades independentistas de sus súbditos, manda detener a los principales notables, entre los que hay varios sacerdotes, y ordena que les saquen los ojos.
Bien le hubiera gustado a su aliado Yawali hacer otro tanto con los notables de Mosul que también han aprovechado su ausencia para sublevarse. Sin embargo, se ve obligado a renunciar a ello pues la derrota ha acabado de desacreditarlo. Su suerte no tiene nada de envidiable: ha perdido su feudo, su ejército, su tesoro y el sultán Muhammad ha puesto precio a su cabeza. Pero Yawali no se da por vencido. Se disfraza de mercader, llega al palacio de Ispahán y se inclina humildemente ante el trono del sultán, con la mortaja en la mano. Conmovido, Muhammad consiente en perdonarlo. Algún tiempo después, le nombra gobernador de una provincia de Persia.
En cuanto a Tancredo, la victoria de 1108 lo ha llevado al apogeo de su gloria. El principado de Antioquía se ha convertido en una potencia regional temida por todos sus vecinos, ya sean turcos, árabes, armenios o francos. El rey Ridwan ya no es sino un aterrado vasallo. ¡El sobrino de Bohemundo exige que lo llamen «gran emir»!
Sólo unas cuantas semanas después de la batalla de Tell Basher, que consagra la presencia de los frany en el norte de Siria, le llega al reino de Damasco el turno de firmar un armisticio con Jerusalén: las rentas de las tierras agrícolas situadas entre ambas capitales quedarán divididas en tres, un tercio para los turcos, un tercio para los frany, un tercio para los campesinos —anota Ibn al-Qalanisi—. Se redactó un protocolo sobre esta base. Meses después, la metrópoli siria reconoce mediante un nuevo tratado la pérdida de una zona aún más importante: hay que compartir la rica llanura de la Bekaa, situada al este del monte Líbano, con el reino de Jerusalén. De hecho, los damascenos quedan reducidos a la impotencia. Las cosechas están a merced de los frany y el comercio pasa por el puerto de Acre donde los mercaderes genoveses dictan ya la ley. Tanto en el sur de Siria como en el norte, la ocupación franca es una realidad cotidiana.
Pero los frany no se detienen ahí. En 1108 están en vísperas del más vasto movimiento de expansión territorial que han emprendido desde la caída de Jerusalén. Todas las grandes ciudades de la costa se ven amenazadas y los potentados locales ya no tienen ni fuerza ni ganas de defenderse.
La primera presa en que tienen puesta la mira es Trípoli. Ya en 1103, Saint-Gilles se ha instalado en las cercanías de la ciudad y ha mandado construir una fortaleza a la que los habitantes de la ciudad han dado en el acto su nombre. «Qalaat Saint-Gilles» se ha conservado bien y aún puede verse, en el siglo XX, en el centro de la moderna ciudad de Trípoli. Sin embargo, cuando llegan los frany, la ciudad se limita al barrio del puerto, al-Mina, en el extremo de una península cuyo acceso controla dicha fortaleza. Ninguna caravana puede entrar o salir de Trípoli sin que la intercepten los hombres de Saint-Gilles.
El cadí Fajr el-Mulk quiere a toda costa destruir la ciudadela que amenaza con estrangular su capital. Todas las noches, sus soldados prueban audaces golpes de mano para apuñalar a un guardia o dañar algún muro en construcción, pero es en septiembre de 1104 cuando se lleva a cabo la operación más espectacular. Durante una salida, en la que participa toda la guarnición de Trípoli en masa a las órdenes del cadí, perecen varios guerreros francos y se incendia un ala de la fortaleza. El propio Saint-Gilles se ve sorprendido sobre uno de los tejados en llamas. Sufre graves quemaduras y muere cinco meses después entre atroces sufrimientos. Durante la agonía, solicita ver a algunos emisarios de Fajr el-Mulk y les propone un trato: los tripolitanos están dispuestos a no volver a atacar la ciudadela si, a cambio, el jefe franco se compromete a dejar de estorbar la circulación de viajeros y mercancías. El cadí acepta.
¡Curioso acuerdo! ¿Acaso no es impedir la circulación de hombres y víveres lo que se pretende con el asedio? Y, sin embargo, da la impresión de que entre sitiadores y sitiados se han establecido relaciones casi normales. En consecuencia, el puerto de Trípoli vive un nuevo período de actividad, las caravanas van y viene tras pagar una tasa a los frany. ¡Y los notables tripolitanos cruzan las líneas enemigas provistos de salvoconductos! En realidad, ambos bandos están a la expectativa. Los frany tienen esperanzas de que llegue una flota cristiana, de Génova o de Constantinopla, que les permita asaltar la ciudad sitiada. Los tripolitanos, que no ignoran este hecho, esperan también que acuda en su auxilio un ejército musulmán. La ayuda más eficaz debería venir de Egipto. El califato fatimita es una gran potencia marítima, cuya intervención bastaría para desanimar a los frany. Pero entre el señor de Trípoli y el de El Cairo las relaciones son, una vez más, desastrosas. El padre de al-Afdal ha sido esclavo de la familia del cadí y todo hace suponer que ha mantenido unas pésimas relaciones con sus amos. El visir no ha ocultado jamás su rencor ni su deseo de humillar a Fajr quien, por su parte, preferiría entregar su ciudad a Saint-Gilles antes que poner su suerte en manos de al-Afdal. En Siria el cadí tampoco puede contar con ningún aliado. Tiene que buscar auxilio en otros lugares.
Cuando le llegan, en junio de 1104, las nuevas de la victoria de Harrán, envía en el acto un mensaje al emir Sokman para pedirle que complete su triunfo alejando a los frany de Trípoli. Para apoyar su petición, le ofrece gran cantidad de oro y se compromete a cubrir todos los gastos de la expedición. Al vencedor de Harrán le tienta la propuesta. Reuniendo un poderoso ejército se dirige hacia Siria, pero, cuando está a menos de cuatro días de marcha de Trípoli, cae fulminado por una angina de pecho. Sus tropas se dispersan, y la moral del cadí y de sus súbditos se viene abajo.
No obstante, en 1105 surge una lucecita de esperanza. Acaba de morir de tuberculosis el sultán Barkyaruk, lo que pone fin a la interminable guerra fratricida que tiene paralizado al imperio selyúcida desde el comienzo de la invasión franca. En lo sucesivo, Irak, Siria y el oeste de Persia deberían tener un solo señor, «el sultán salvador del mundo y de la religión, Muhammad Ibn Malikshah». Los tripolitanos toman al pie de la letra el título que ostenta este monarca selyúcida de veinticuatro años. Fajr el-Mulk manda al sultán mensaje tras mensaje y recibe de él promesa tras promesa. Pero no se vislumbra ningún ejército de socorro.
Mientras tanto, se refuerza el bloqueo de la ciudad. A Saint-Gilles lo ha sustituido uno de sus primos, «al-Cerdani», el conde de Cerdaña, que aumenta la presión sobre los sitiados. Los víveres llegan cada vez con mayor dificultad por vía terrestre. Los precios de los productos suben a ritmo vertiginoso: la libra de dátiles se vende a un dinar de oro, moneda que, habitualmente, cubre la subsistencia de una familia entera durante varias semanas. Muchos habitantes de la ciudad intentan emigrar hacia Tiro, Homs o Damasco. La escasez provoca traiciones. Unos notables tripolitanos van a ver un día a al-Cerdani, y para ganarse su favor, le dicen por qué medios la ciudad sigue consiguiendo algunas provisiones. Fajr el-Mulk ofrece entonces a su adversario una suma fabulosa para que le entregue a los traidores, pero el conde rehúsa, y al día siguiente por la mañana aparecen degollados los notables en el interior del campo enemigo.
A pesar de esta hazaña, la situación de Trípoli sigue deteriorándose. Los refuerzos no aparecen y circulan rumores persistentes sobre la inminente llegada de una flota franca. Como último recurso, Fajr el-Mulk decide ir personalmente a defender su causa a Bagdad ante el sultán Muhammad y el califa al-Mustazhir-billah. Uno de sus primos queda encargado, durante su ausencia, de gobernar interinamente y las tropas cobran seis meses de sueldo por adelantado. Se ha preparado una importante escolta de quinientos soldados de caballería e infantería con numerosos servidores, que llevan regalos de todas clases: espadas cinceladas, caballos de pura sangre, túnicas de gala bordadas, así como objetos de orfebrería, la especialidad de Trípoli. Es, pues, hacia finales de marzo de 1108 cuando abandona la ciudad con su larga comitiva. Salió de Trípoli por vía terrestre, precisa sin ambigüedad alguna Ibn al-Qalanisi, el único cronista que vivió estos acontecimientos, dando a entender que, al parecer, los frany han consentido en que el cadí cruce sus líneas ¡para ir a predicar la guerra santa contra ellos! Dadas las curiosas relaciones que existen entre sitiadores y sitiados, no puede excluirse tal posibilidad. Pero parece más plausible que el cadí llegara a Beirut en barco y que sólo entonces siguiera camino por tierra.
Sea como fuere, Fajr el-Mulk se detiene primero en Damasco. El señor de Trípoli sentía marcada aversión por Dukak, pero el incapaz rey selyúcida había muerto, sin duda envenenado, algún tiempo antes, y, desde entonces, la ciudad estaba en mano de su tutor, el atabeg Toghtekin, un antiguo esclavo cojo cuyas ambiguas relaciones con los frany van a dominar el escenario político sirio durante más de veinte años. Ambicioso, astuto, sin escrúpulos, este militar turco es, como el propio Fajr el-Mulk, hombre maduro y realista. Rompiendo con el comportamiento vengativo de Dukak, dispensa un caluroso recibimiento al señor de Trípoli, organiza un gran banquete en su honor e incluso lo invita a su baño privado. El cadí agradece estas atenciones pero prefiere alojarse fuera de los muros; ¡la confianza tiene sus límites!
En Bagdad, la recepción es aún más suntuosa. Tratan al cadí como a un poderoso monarca, tan grande es el prestigio de Trípoli en el mundo musulmán. El sultán Muhammad le manda su propia barca para cruzar el Tigris. Los responsables del protocolo llevan al señor de Trípoli a un salón flotante en cuyo extremo han colocado el gran almohadón bordado sobre el que se sienta habitualmente el sultán. Fajr el-Mulk se acomoda al lado, en lugar de los visitantes, pero los dignatarios se abalanzan hacia él y lo toman por ambos brazos: el monarca ha insistido personalmente en que su huésped tome asiento en su propio almohadón. Reciben al cadí de palacio en palacio y el sultán, el califa y sus colaboradores lo interrogan acerca del asedio de la ciudad mientras todo Bagdad liaba su coraje en el yihad contra los frany.
Pero cuando llegan a las cuestiones políticas y Fajr el-dulk le pide a Muhammad que envíe un ejército para levantar el cerco de Trípoli, el sultán —cuenta maliciosamente Ibn al-Qalanisi— ordenó a algunos de los principales emires que partieran con Fajr el-Mulk para ayudarlo a rechazar a quienes sitiaban su ciudad; al cuerpo expedicionario le encomendó que se detuviera algún tiempo en Mosul para quitársela de las manos a Yawali y que, una vez hecho esto, fuera a Trípoli.
Fajr el-Mulk se queda aterrado. La situación está tan enmarañada en Mosul que harían falta años para arreglarla. Pero, sobre todo, la ciudad está situada al norte de Bagdad mientras que Trípoli se encuentra completamente al oeste. Si el ejército da tal rodeo nunca llegará a tiempo de salvar su capital. Ésta puede caer de un día a otro —insiste—. Pero el sultán no quiere atender a razones. Los intereses del imperio selyúcida exigen que se dé prioridad al problema de Mosul. Por más intentos que hace el cadí, tales como comprar a precio de oro a algunos consejeros del monarca, no consigue nada: el ejército irá primero a Mosul. Cuando, al cabo de cuatro meses, Fajr el-Mulk emprende el camino de regreso, lo hace sin ceremonial alguno. Ya está convencido de que no podrá conservar su ciudad. Lo que no sabe aún es que ya la ha perdido.
Nada más llegar a Damasco, en agosto de 1108, le dan la triste noticia. Desmoralizados por su ausencia excesivamente prolongada, los notables de Trípoli han decidido confiar la ciudad al señor de Egipto quien ha prometido defenderla contra los frany. Al-Afdal ha enviado barcos de víveres y también un gobernador, que se ha hecho cargo de los asuntos de la ciudad y cuya primera misión consiste en apoderarse de la familia de Fajr el-Mulk, de sus partidarios, de su tesoro, de sus muebles y de sus efectos personales y enviarlo todo por barco a Egipto.
Mientras el visir se ensaña de este modo con el infortunado cadí, los frany preparan el asalto final contra Trípoli. Sus jefes han ido llegando uno tras otro ante los muros de la ciudad sitiada. Está el rey Balduino de Jerusalén, el señor de todos ellos; está Balduino de Edesa y Tancredo de Antioquía que se han reconciliado para esta ocasión.
También hay dos miembros de la familia Saint-Gilles, al-Cerdani y el propio hijo del difunto conde, a quien los cronistas llaman Ibn Saint-Gilles, que acaba de llegar de su país con decenas de barcos genoveses. Ambos codician Trípoli, pero el rey de Jerusalén los obligará a acallar sus discusiones. E Ibn Saint-Gilles esperará a que acabe la batalla para mandar asesinar a su rival.
En marzo de 1109 todo parece dispuesto para un ataque concertado por tierra y mar. Los tripolitanos observan estos preparativos con pavor, pero no pierden la esperanza. ¿Acaso no les ha prometido al-Afdal enviarles una flota más poderosa que cuantas habían visto hasta entonces, con suficientes víveres, combatientes y material bélico para resistir un año?
Los tripolitanos no dudan de que los barcos genoveses huirán en cuanto se aviste la flota fatimita. ¡Pero eso será si llega a tiempo!
A principios del verano —dice Ibn al-Qalanisi—, los frany empezaron a atacar Trípoli con todas sus fuerzas, empujando las torres móviles hacia las murallas. Cuando los habitantes de la ciudad vieron cuan violentos eran los asaltos que habían de afrontar perdieron el valor, pues se dieron cuenta de que estaban perdidos sin remedio. Los víveres se habían agotado y la flota egipcia tardaba en llegar. Los vientos seguían siendo contrarios de acuerdo con la voluntad de Dios, que decide el cumplimiento de las cosas. Los frany redoblaron sus esfuerzos y tomaron la ciudad en reñida lucha, el 12 de julio de 1109. Tras dos mil días de resistencia, los guerreros de Occidente saquearon la ciudad de la orfebrería y las bibliotecas, de los marinos intrépidos y de los cadíes cultos. Los cien mil volúmenes de Dar-em-Ilm son pasto del saqueo y de las llamas para que los libros «impíos» queden destruidos. Según el cronista de Damasco, los frany decidieron que un tercio de la ciudad sería para los genoveses y los otros dos para el hijo de Saint-Gilles. Dejaron aparte para el rey Balduino cuanto se le antojó. De hecho, a la mayoría de los habitantes los vendieron como esclavos, a los demás los despojaron de sus bienes y los expulsaron. Muchos irán hacia el puerto de Tiro. Fajr el-Mulk acabará sus días en los alrededores de Damasco.
¿Y la flota egipcia? Llegó a Tiro ocho días después de la caída de Trípoli —relata Ibn al-Qalanisi—, cuando todo había concluido, a causa del castigo divino que había caído sobre sus habitantes.
La segunda presa que han elegido los frany es Beirut. Adosada a la montaña libanesa, la ciudad está rodeada de pinares, sobre todo en los arrabales de Mazraat-al-Arab y Ras-el-Nabeh donde los invasores van a encontrar la madera necesaria para la construcción de sus máquinas de asedio. Beirut dista mucho del esplendor de Trípoli y sus modestas villas difícilmente pueden compararse con los palacios romanos cuyos vestigios de mármol están esparcidos por el suelo de la antigua Berytus. Sin embargo, es una ciudad relativamente próspera gracias a su puerto, situado en la cornisa donde, según la tradición, San Jorge venció al dragón. Codiciada por los damascenos, gobernada con desidia por los egipcios, al final se enfrentaría a los frany, a partir de 1110, con sus propios medios. Sus cinco mil habitantes van a luchar con la energía de la desesperación, destruyendo una tras otra las torres de madera de los sitiadores. ¡Ni antes ni después vieron los frany batalla más ruda que ésta!, exclama Ibn al-Qalanisi. Eso es algo que los invasores no perdonarán. Una vez tomada la ciudad, el 13 de mayo, se entregan a una ciega matanza; para que sirviera de escarmiento.
El escarmiento sirvió. El verano siguiente, cierto rey franco —¿puede reprochársele al cronista de Damasco que no haya reconocido a Sigurd, soberano de la lejana Noruega?— llegó por mar con más de sesenta navíos cargados de combatientes para cumplir con la peregrinación y llevar la guerra a la región del Islam. Cuando se dirigía a Jerusalén, salió a su encuentro Balduino y ambos pusieron cerco, por tierra y mar, al puerto de Saida, la antigua Sidón de los fenicios. Su muralla, derruida y vuelta a construir más de una vez a lo largo de la historia, sigue siendo impresionante todavía hoy, con sus enormes bloques de piedra golpeados sin tregua por el Mediterráneo. Pero sus habitantes, que habían dado prueba de gran valor al principio de la invasión franca, ya no tienen ánimo de luchar, pues, según Ibn al-Qalanisi, temían correr la misma suerte que Beirut. Enviaron, pues, a su cadí, junto con una delegación de notables, a ver a los frany para pedirle a Balduino que les perdonara la vida. Éste accedió a su petición. La ciudad capituló el 4 de diciembre de 1110. Esta vez no habrá matanza sino un éxodo masivo hacia Tiro y Damasco, que ya rebosan de refugiados.
En el espacio de diecisiete meses han tomado y saqueado Trípoli, Beirut y Saida, tres de las ciudades más famosas del mundo árabe, han asesinado o deportado a sus habitantes, han matado u obligado a exiliarse a sus emires, cadíes y hombres de leyes, han profanado sus mezquitas. ¿Qué fuerza puede impedir a los frany que, dentro de nada, estén en Tiro, en Alepo, en Damasco, en El Cairo, en Mosul? o —¿por qué no?— ¿en Bagdad? ¿Existe aún la voluntad de resistir? Entre los dirigentes musulmanes, seguro que no. Pero, entre la población de las ciudades más amenazadas, la guerra santa que libran sin tregua, a lo largo de los últimos trece años, los peregrinos combatientes de Occidente, empieza a surtir efecto: el yihad, que desde hacía mucho tiempo no era más que una consigna que servía para adornar los discursos oficiales, vuelve a hacer su aparición. De nuevo lo preconizan algunos grupos de refugiados, algunos poetas y algunos religiosos.
Precisamente uno de ellos, Abdu-Fadl Ibn al-Jashab, un cadí de Alepo de pequeña estatura pero de poderosa voz, es quien, con su tesón y su fortaleza de carácter, se decide a despertar al gigante dormido en que se ha convertido el mundo árabe. Su primer acto popular consiste en repetir, doce años después, el escándalo que antaño había provocado al-Harawi en las calles de Bagdad. En esta ocasión, va a haber un auténtico motín.