Un maldito fabricante de corazas
Cuando al señor de Antioquía, Yaghi Siyan, lo informaron de que se acercaban los frany, temió un movimiento de sedición por parte de los cristianos de la ciudad, por tanto, decidió expulsarlos.
Será el historiador Ibn al-Atir quien cuente los acontecimientos más de un siglo después del comienzo de la invasión franca, basándose en los testimonios dejados por los contemporáneos:
El primer día, Yaghi Siyan ordenó a los musulmanes que salieran a limpiar los fosos que rodean la ciudad. Al día siguiente, para efectuar el mismo trabajo, envió sólo a los cristianos. Les hizo trabajar hasta la caída de la tarde y, cuando quisieron volver a la ciudad, se lo impidió diciendo: «Antioquía es vuestra, pero tenéis que dejármela hasta que haya solucionado nuestros problemas con los frany». Le preguntaron: «¿Quién protegerá a nuestros hijos y a nuestras mujeres?» El emir contestó: «Yo me ocuparé de ellos en vuestro lugar». Protegió efectivamente a las familias de los expulsados y no permitió que se les tocara ni un pelo de la cabeza.
En este mes de octubre de 1097, el viejo Yaghi Siyan, servidor desde hace cuarenta años de los sultanes selyúcidas, vive obsesionado con la traición. Está convencido de que los ejércitos francos que se han concentrado ante Antioquía jamás podrán penetrar en la ciudad a menos que hayan conseguido cómplices en el interior de los muros. Pues su ciudad no puede tomarse al asalto, y mucho menos sitiarse por hambre. Es cierto que los soldados de que dispone este emir turco de barba canosa no son más que seis o siete mil, mientras que los frany alinean más de treinta mil combatientes. Pero Antioquía es una plaza fuerte prácticamente inexpugnable. Su muralla tiene dos farsaj (doce mil metros) de largo y no cuenta menos de trescientas sesenta torres edificadas a tres niveles diferentes. La muralla, sólidamente construida con piedra de talla y ladrillo y asentada sobre cascote, trepa al este por el monte Habib-an-Nayyar, cuya cima corona con una alcazaba inexpugnable. Al oeste está el río Orontes, al que los sirios llaman al-Asi, «el río rebelde», porque a veces da la impresión de fluir en sentido contrario, desde el Mediterráneo hacia el interior. Su lecho corre paralelo a los muros de Antioquía, constituyendo un obstáculo natural difícil de cruzar. Al sur, las fortificaciones dominan un valle, cuya pendiente es tan empinada que parece una prolongación de la muralla. Por esto les resulta imposible a los sitiadores rodear por completo la ciudad y los defensores no tienen ninguna dificultad para comunicarse con el exterior y para avituallarse.
Las reservas de alimentos de la ciudad son tanto más abundantes cuanto que la muralla encierra, además de los edificios y los jardines, vastos campos cultivados. Antes del «Fath», la conquista musulmana, Antioquía era una metrópoli romana de doscientos mil habitantes; en 1097 sólo tiene cuarenta mil, y varios barrios, antaño poblados, se han convertido en campos de labor y en huertos. Aunque haya perdido parte de su pasado esplendor, sigue siendo una ciudad que impresiona. Todos los viajeros —aunque vengan de Bagdad o de Constantinopla— quedan deslumbrados a la primera mirada por el espectáculo de esta ciudad, que se extiende hasta donde abarca la vista, con sus minaretes, sus iglesias, sus zocos de soportales, sus lujosas villas incrustadas en las pendientes arboladas que suben hasta la alcazaba.
Yaghi Siyan no tiene inquietud alguna en lo que respecta a la solidez de sus fortificaciones o la seguridad de su aprovisionamiento. Pero todos sus medios de defensa corren el riesgo de convertirse en inútiles si, en un punto cualquiera de la interminable muralla, los sitiadores consiguen encontrar un cómplice para abrirles una puerta o facilitarles el acceso a una torre, como ya ha ocurrido en el pasado. De ahí su decisión de expulsar a la mayoría de sus súbditos cristianos. En Antioquía, como en otros lugares, los cristianos de Oriente —griegos, armenios, maronitas, jacobitas— están sometidos, desde la llegada de los frany, a una doble opresión: la de sus correligionarios occidentales, que sospechan de su simpatía por los sarracenos y los tratan como a súbditos de rango inferior, y la de sus compatriotas musulmanes, que a menudo ven en ellos a los aliados naturales de los invasores. La frontera entre las adhesiones religiosas y nacionales es, en efecto, prácticamente inexistente. El mismo vocablo, rum, designa a bizantinos y sirios de rito griego, que se dicen siempre, por otra parte, súbditos del basileus; la palabra «armenio» se refiere a la vez a una iglesia y a un pueblo, y cuando un musulmán habla de «la nación», al-umma, se refiere a la comunidad de creyentes. En la mente de Yaghi Siyan, la expulsión de los cristianos es menos un acto de discriminación religiosa que una medida que afecta, en tiempo de guerra, a los súbditos de una potencia enemiga, Constantinopla, a la que ha pertenecido durante mucho tiempo Antioquía y que nunca ha renunciado a recuperarla.
De todas las grandes ciudades del Asia árabe, Antioquía ha sido la última en caer bajo el dominio de los turcos selyúcidas; en 1084 todavía dependía de Constantinopla. Trece años después, cuando los caballeros frany vienen a sitiarla, Yaghi Siyan, naturalmente, está convencido de que se trata de una tentativa de restauración de la autoridad de los rum con la complicidad de la población local, de mayoría cristiana. Frente a ese peligro, el emir no siente escrúpulo alguno. Expulsa, pues, a los «nasara», los adeptos del Nazareno —que es como se llama a los cristianos—, luego se encarga del racionamiento del trigo, del aceite y de la miel, e inspecciona a diario las fortificaciones, castigando severamente cualquier negligencia. ¿Bastará eso? No parece nada seguro. Pero las medidas tomadas deberían permitir resistir hasta que lleguen refuerzos. ¿Cuándo llegarán? Quienes viven en Antioquía se hacen esta pregunta con insistencia, y Yaghi Siyan no es más capaz de responder que el hombre de la calle. Ya en el verano, cuando los frany todavía estaban lejos, ha enviado a su hijo a visitar a los dirigentes musulmanes de Siria para avisarlos del peligro que acechaba a su ciudad. En Damasco —nos informa Ibn al-Qalanisi—, el hijo de Yaghi Siyan ha hablado de guerra santa. Pero, en la Siria del siglo XI, el yihad no es más que un lema que enarbolan los príncipes en apuros. Para que un emir acceda a socorrer a otro, tiene que ver en ello algún interés personal. Sólo entonces se le ocurre evocar los grandes principios.
Ahora bien, en aquel otoño de 1097, ningún dirigente, excepto el propio Yaghi Siyan, se siente directamente amenazado por la invasión franca. Si los mercenarios del emperador quieren recuperar Antioquía, no hay nada anormal en ello, puesto que esa ciudad siempre ha sido bizantina. De todas maneras, piensan, los rum no irán más allá. Y que Yaghi Siyan esté en un apuro no es forzosamente una desgracia para sus vecinos. Desde hace diez años viene burlándose de ellos, sembrando la discordia, atizando las envidias. ¿Ha de asombrarse, ahora que les pide que olviden sus disputas para que vengan en su auxilio, de no verlos acudir?
Como hombre realista que es, Yaghi Siyan sabe que se harán de rogar, que lo obligarán a mendigar los socorros, que le harán pagar sus astucias, sus artimañas, sus traiciones. Supone, sin embargo, que no llegarán hasta el extremo de entregarlo atado de pies y manos a los mercenarios del basileus. Al fin y al cabo, sólo ha intentado sobrevivir en medio de un avispero despiadado. En el mundo en que se mueve, el de los príncipes selyúcidas, las luchas sangrientas no cesan jamás, y el señor de Antioquía, al igual que todos los emires de la región, se ve obligado a tomar postura. Si se encuentra en el bando perdedor, lo que le espera es la muerte o, como mínimo, la cárcel y caer en desgracia. Si tiene la suerte de elegir el campo del ganador, saborea un tiempo su victoria, recibe como premio unas cuantas hermosas cautivas, antes de verse metido en un nuevo conflicto en el que se juega la vida. Para durar, hay que apostar por el buen caballo y no empeñarse en hacerlo siempre por el mismo. Cualquier error es fatal y los emires que mueren en su cama son pocos.
En Siria, cuando llegan los frany, la vida política está envenenada por la «guerra de los dos hermanos», dos curiosos personajes que parecen haber salido directamente de la imaginación de un cuentista popular: Ridwan, rey de Alepo, y su hermano menor Dukak, rey de Damasco, que se tienen un odio tan tenaz que nada, ni siquiera una amenaza común, puede permitirles pensar en reconciliarse. En 1097, Ridwan tiene algo más de veinte años, pero ya está rodeado de un halo de misterio, y circulan sobre él las leyendas más aterradoras. Bajo, delgado, de mirada severa y a veces temerosa, al parecer ha caído —nos dice Ibn al-Qalanisi— bajo la influencia de un «médico astrólogo», que pertenece a la orden de los asesinos, una secta que acaba de crearse y que va a desempeñar un papel relevante a todo lo largo de la ocupación franca. Se acusa al rey de Alepo, no sin razón, de utilizar a esos fanáticos para eliminar a sus adversarios. Crímenes, impiedad, brujería: Ridwan provoca la desconfianza de todos, pero es en el seno de su propia familia donde suscita el mayor odio. Con ocasión de su subida al trono, en 1095, ha mandado estrangular a dos de sus hermanos menores, por miedo a que un día le disputaran el poder; si el tercero ha salvado la vida es porque ha huido de la alcazaba de Alepo la misma noche en que las potentes manos de los esclavos de Ridwan tenían que cerrarse alrededor de su garganta. Este superviviente era Dukak, que desde entonces siente por su hermano mayor un odio ciego. Tras la huida, se ha refugiado en Damasco, cuya guarnición lo ha proclamado rey. Este joven veleidoso, influenciable, colérico, de salud frágil, vive obsesionado por la idea de que su hermano quiere asesinarlo. Cogido entre estos dos príncipes medio locos, Yaghi Siyan no tiene la tarea fácil. Su vecino inmediato es Ridwan, cuya capital, Alepo, una de las ciudades más antiguas del mundo, se encuentra a menos de tres días de Antioquía. Dos años antes de la llegada de los frany, Yaghi Siyan le ha dado a su hija en matrimonio. Pero en seguida ha comprendido que ese yerno codiciaba sus dominios y ha empezado, a su vez, a temer por su vida. Al igual que a Dukak, le obsesiona la secta de los asesinos. Como el peligro común ha unido naturalmente a ambos hombres, es hacia el rey de Damasco hacia el que se vuelve en primer lugar Yaghi Siyan cuando los frany avanzan hacia Antioquía.
Pero Dukak vacila. No es que los frany lo asusten, asegura, pero no le apetece llevar a sus ejércitos a las cercanías de Alepo y dar así a su hermano la ocasión de tomarlo de revés. Yaghi Siyan, que sabe cuán penoso resulta arrancarle una decisión a su aliado, se ha empeñado en mandarle a su hijo Shams ad-Dawla —«el sol del Estado»—, un joven brillante, fogoso, apasionado, que nunca ceja en su empeño. Shams pone sitio sin tregua al palacio real hostigando a Dukak y a sus consejeros, usando unas veces la lisonja y otras las amenazas. Sin embargo, hasta diciembre de 1097, dos meses después del comienzo de la batalla de Antioquía, no accede el señor de Damasco, de mala gana, a ponerse en camino con su ejército hacia el norte. Le acompaña Shams; sabe que en una semana de camino Dukak tiene tiempo de sobra de cambiar de opinión. De hecho, a medida que avanza, el joven soberano se va poniendo nervioso. El 31 de diciembre, cuando el ejército de Damasco ya ha cubierto las dos terceras partes del trayecto, se encuentra con una tropa franca que ha venido a forrajear por la zona. A pesar de su clara ventaja numérica y de la relativa facilidad con que ha conseguido cercar al enemigo, Dukak renuncia a dar la orden de ataque, lo que supone dar a los frany, por un momento desconcertados, el tiempo necesario para recobrarse y romper el cerco. Cuando el día toca a su fin, no hay ni vencedor ni vencido, pero los damascenos han perdido más hombres que sus adversarios: Dukak no necesita más para desanimarse y, a pesar de las súplicas desesperadas de Shams, ordena inmediatamente a sus hombres que den media vuelta.
En Antioquía, la defección de Dukak provoca la mayor amargura, pero los defensores no renuncian. En estos primeros días de 1098, donde, curiosamente, reina el desconcierto es en el campo de los sitiadores. Muchos espías de Yaghi Siyan han conseguido infiltrarse entre el enemigo. Algunos de estos informadores actúan por odio a los rum, pero la mayoría son cristianos de la ciudad que esperan atraerse de este modo los favores del emir. Han dejado a sus familias en Antioquía y tratan de garantizar su seguridad. Las noticias que traen son reconfortantes para la población: mientras las provisiones de los sitiados siguen siendo abundantes, los frany padecen hambre. Se cuentan ya entre ellos cientos de muertos y han matado a la mayoría de las cabalgaduras. La expedición que se ha enfrentado con el ejército de Damasco tenía precisamente el cometido de encontrar algunos corderos, algunas cabras y de saquear los graneros. Al hambre se añaden otras calamidades que van minando cada día un poco más la moral de los invasores. La lluvia cae sin cesar, justificando el apodo grosero de «meona» que dan los sirios a Antioquía. El campamento de los sitiadores está totalmente enfangado; además, el suelo no deja de temblar. La gente de la región está acostumbrada, pero a los frany los aterra; hasta la ciudad llega el gran rumor de sus oraciones, cuando se reúnen para invocar al cielo creyendo ser víctimas de un castigo divino. Se dice que para aplacar la cólera del Altísimo han decidido expulsar a las prostitutas de su campamento, cerrar las tabernas y prohibir los juegos de dados. Las deserciones son numerosas, incluso entre los jefes.
Evidentemente, semejantes noticias refuerzan la combatividad de los defensores, y proliferan las salidas audaces. Como dirá Ibn al-Atir, Yaghi Siyan manifestó un valor, una prudencia y una firmeza admirable. Y, llevado por su entusiasmo, añade el historiador árabe: La mayoría de los frany perecieron. ¡Si hubieran seguido siendo tan numerosos como a su llegada, hubieran ocupado todos los países del Islam! Exageración cómica, pero que rinde un homenaje merecido al heroísmo de la guarnición de Antioquía, que va a llevar sola, durante largos meses, el peso de la invasión.
Los refuerzos siguen haciéndose esperar. En enero de 1098, dolido por la apatía de Dukak, Yaghi Siyan se ve obligado a volverse hacia Ridwan. Shams ad-Dawla es quien recibe de nuevo la penosa misión de presentar sus más humildes excusas al rey de Alepo, de escuchar sin rechistar todos sus sarcasmos y de suplicarle en nombre del Islam y de sus lazos de parentesco que se digne enviar sus tropas para salvar Antioquía. Shams sabe muy bien que su real cuñado es totalmente insensible a ese tipo de argumentos y que preferiría cortarse una mano a tendérsela a Yaghi Siyan. Pero los acontecimientos son más apremiantes.
Los frany, cuya situación alimenticia es cada vez más crítica, acaban de lanzar una razzia en las tierras del rey selyúcida, pillando y saqueando los alrededores de la propia Alepo, y Ridwan, por primera vez, siente la amenaza que pesa sobre sus dominios. Más para defenderse que para ayudar a Antioquía, decide, pues, enviar su ejército contra los frany. Shams ha cumplido su cometido. Hace llegar a su padre un mensaje indicándole la fecha de la ofensiva de Alepo y pidiéndole que efectúe una salida masiva para atrapar en una tenaza a los sitiadores.
En Antioquía, la intervención de Ridwan es tan inesperada que aparece como un regalo del cielo. ¿Será el giro crucial de esta batalla que ya dura más de cien días?
El 9 de febrero de 1098, a primera hora de la tarde, los vigías apostados en la alcazaba comunican que se acerca el ejército de Alepo. Se compone de varios miles de soldados a caballo, mientras que los frany sólo pueden alinear setecientos u ochocientos, hasta tal punto ha hecho estragos el hambre entre sus cabalgaduras. Los sitiados, que se mantienen en alerta continua desde hace varios días, quisieran que el combate se entablara en el acto. Pero, como las tropas de Ridwan se han detenido y han empezado a montar las tiendas, la orden de batalla se aplaza hasta el día siguiente. Prosiguen los preparativos a lo largo de la noche. Cada soldado sabe ahora con exactitud dónde y cuándo tiene que actuar. Yaghi Siyan confía en sus hombres que, no le cabe la menor duda, cumplirán su parte del contrato.
Lo que todo el mundo ignora es que la batalla ya está perdida incluso antes de dar comienzo. Aterrado por lo que cuentan de las cualidades guerreras de los frany, Ridwan no se atreve ya a aprovecharse de su superioridad numérica. En lugar de desplegar sus tropas, lo único que intenta es protegerlas. Y, para evitar cualquier riesgo de cerco, las acantona toda la noche en una estrecha franja de terreno circundada por el Orontes y el lago de Antioquía. Cuando los frany atacan al alba, los de Alepo están como paralizados. Dado lo exiguo del terreno, les es imposible hacer movimiento alguno. Las cabalgaduras se encabritan, y a los que caen los pisotean sus hermanos antes de que puedan levantarse del suelo. Naturalmente, ya no se trata de aplicar las tácticas tradicionales y de lanzar contra el enemigo oleadas sucesivas de jinetes arqueros. Los hombres de Ridwan se ven forzados a una lucha cuerpo a cuerpo en la que los caballeros cubiertos de armaduras logran sin dificultad una ventaja aplastante. Es una auténtica carnicería, el rey y su ejército, perseguidos por los frany, no piensan más que en huir en medio de un caos indescriptible.
Ante los muros de Antioquía, la batalla se desarrolla de manera diferente. Desde las primeras luces del alba, los defensores han efectuado una salida masiva que ha obligado a los sitiadores a retroceder. Los combates son encarnizados, y los soldados de Yaghi Siyan ocupan una excelente posición. Algo antes de mediodía, han empezado a rodear el campamento de los frany cuando llegan las noticias de la derrota de los de Alepo. Con lágrimas de sangre, el emir ordena a sus hombres que regresen a la ciudad. Apenas han acabado de replegarse cuando vuelven, cargados de macabros trofeos, los caballeros que han aplastado a Ridwan. Los habitantes de Antioquía no tardan en oír sonoras risotadas, algunos silbidos sordos, antes de ver aterrizar, proyectadas con catapultas, las cabezas horriblemente mutiladas de los de Alepo. Un silencio de muerte se ha apoderado de la ciudad.
A pesar de que Yaghi Siyan prodiga a su alrededor palabras de aliento, siente por primera vez que el cerco se cierra en torno a su ciudad. Tras la derrota de los dos hermanos enemigos, ya no tiene nada que esperar de los príncipes de Siria. Sólo le queda un recurso: el gobernador de Mosul, el poderoso emir Karbuka, que tiene el inconveniente de encontrarse a más de dos semanas de marcha de Antioquía.
Mosul, patria del historiador Ibn al-Atir, es la capital de la «Yazira», Mesopotamia, esa fértil llanura irrigada por los dos grandes ríos que son el Tigris y el Éufrates. Es un centro político, cultural y económico de primer orden. Los árabes alaban su suculenta fruta, sus manzanas, sus peras, sus uvas y sus granadas. El mundo entero asocia el nombre de Mosul con el tejido fino que exporta, la «muselina». Cuando llegan los frany, ya se está explotando en las tierras del emir Karbuka otra riqueza que el viajero Ibn Yubayr describirá con admiración algunos decenios después: los manantiales de nafta. El valioso líquido pardo, que un día será la riqueza de esta parte del mundo, ya se muestra a los ojos de los viajeros:
Cruzamos una localidad llamada al-Qayyara (la betunera), próxima al Tigris. A la derecha del camino que lleva a Mosul, hay una depresión de tierra, negra, como si estuviera bajo una nube. Allí Dios hace surgir manantiales, grandes y pequeños, que dan betún. A veces, uno de ellos lanza trozos, como en un hervor. Se construyen pilones en los que se recoge. En torno a estos manantiales hay un estanque negro en cuya superficie flota una espuma negra y ligera, que se desplaza hacia los bordes y que en ellos se cuaja como betún. Este producto tiene la apariencia de un lodo muy viscoso, liso, brillante, que desprende un olor fuerte. Hemos podido observar así con nuestros propios ojos una maravilla de la que habíamos oído hablar y cuya descripción nos había parecido sumamente extraordinaria. No lejos de allí, a orillas del Tigris, hay otro enorme manantial cuyo humo vemos de lejos. Nos explican que se le prende fuego cuando se quiere sacar el betún. La llama consume los elementos líquidos. Se corta entonces el betún en trozos y se transporta. Es conocido en todos estos países hasta en Siria, en Acre y en todas las regiones costeras. Alá crea lo que quiere. ¡Alabado sea!
Los habitantes de Mosul atribuyen al líquido pardo virtudes curativas y vienen a sumergirse en él cuando están enfermos. El betún producido a partir del petróleo se utiliza también en albañilería, para «cimentar» los ladrillos. Gracias a su impermeabilidad, sirve para enlucir las paredes de los baños, donde adquiere aspecto de mármol negro pulido. Pero, como se verá, es en el ámbito militar donde más a menudo se emplea el petróleo.
Independientemente de estos recursos prometedores, Mosul desempeña al comienzo de la invasión franca un papel estratégico esencial y, como sus gobernantes han adquirido el derecho de fiscalización sobre los negocios de Siria, el ambicioso Karbuka tiene intención de ejercerlo. Para él, esta petición de auxilio de Yaghi Siyan es la ocasión soñada de extender su influencia. Sin vacilar, promete poner en pie un gran ejército. A partir de ese momento, Antioquía vive sólo para esperar a Karbuka.
Este hombre providencial es un antiguo esclavo, lo que, para los emires turcos, no tiene nada de degradante. En efecto, los príncipes selyúcidas han adquirido la costumbre de nombrar a sus más fieles y competentes esclavos para los puestos de responsabilidad. Los jefes del ejército, los gobernadores de las ciudades son a menudo esclavos, «mamelucos», y su autoridad es tal que ni siquiera tienen necesidad de que los liberten oficialmente. Antes de que concluya la ocupación franca todo el Oriente musulmán va a estar dirigido por sultanes mamelucos. Ya en 1098, los hombres más influyentes de Damasco, de El Cairo y de otras metrópolis son esclavos o hijos de esclavos.
Karbuka es uno de los más poderosos. Este oficial autoritario de barba cana ostenta el título turco de atabeg, literalmente «padre del príncipe». En el imperio selyúcida, entre los miembros de la familia reinante, la mortalidad es muy elevada —combates, crímenes, ejecuciones— y a menudo dejan herederos menores de edad. Para preservar los intereses de éstos, se les nombra un tutor, que, para desempeñar a la perfección el papel de padre adoptivo, se casa generalmente con la madre de su pupilo. Estos atabegs se convierten, en buena lógica, en los auténticos detentadores del poder, que a menudo transmiten a sus propios hijos. El príncipe legítimo ya no es más que una marioneta entre sus manos, e incluso a veces un rehén; pero se respetan escrupulosamente las apariencias. De este modo, los ejércitos están, oficialmente, «bajo el mando» de niños de tres o cuatro años que han «delegado» su poder en su atabeg.
Precisamente se presencia este espectáculo insólito en los últimos días de abril de 1098, cuando cerca de treinta mil hombres se concentran a la salida de Mosul. El firmán oficial anuncia que los valerosos combatientes emprenden el yihad contra los infieles bajo las órdenes de un oscuro retoño selyúcida que, envuelto en pañales, ha confiado el mando del ejército al atabeg Karbuka.
Según el historiador Ibn al-Atir, que estará toda la vida al servicio de los atabegs de Mosul, a los frany los invadió el pánico cuando oyeron que el ejército de Karbuka se dirigía a Antioquía, pues estaban muy debilitados y tenían escasez de provisiones. Por el contrario, los defensores recobran la esperanza. Una vez más se disponen a efectuar una salida en cuanto estén cerca las tropas musulmanas. Con la misma tenacidad, Yaghi Siyan, eficazmente secundado por su hijo Shams ad-Dawla, comprueba las reservas de trigo, inspecciona las fortificaciones y anima a sus tropas prometiéndoles, «con permiso de Dios», que el final se acerca.
Pero la seguridad de que hace alarde en público es sólo fachada. Desde hace unas semanas la situación se ha deteriorado sensiblemente, el bloqueo de la ciudad se ha vuelto mucho más riguroso, el avituallamiento más difícil y, lo que es aún más preocupante, las informaciones acerca del campamento enemigo empiezan a escasear. Los frany, que aparentemente se han dado cuenta de que Yaghi Siyan se enteraba de cuanto decían o hacían, han decidido tomar medidas. Los agentes del emir los han visto matar a un hombre, asarlo en un espetón y comerse su carne gritando a voz en cuello que todo espía que cogieran correría la misma suerte. Aterrados, los informadores han huido y Yaghi Siyan ya no sabe gran cosa de los sitiadores. Como militar avezado, la situación le parece sumamente inquietante.
Lo que lo tranquiliza es saber que Karbuka está en camino. Hacia mediados de mayo debería llegar con sus decenas de miles de combatientes. En Antioquía todo el mundo acecha ese instante; todos los días circulan rumores difundidos por ciudadanos que confunden sus deseos con la realidad. La gente cuchichea, corre hacia las murallas, las viejas interrogan maternalmente a algunos soldados imberbes. La respuesta es siempre la misma: no, las tropas de socorro no están a la vista, pero no pueden tardar.
Al salir de Mosul, el gran ejército musulmán ofrece un espectáculo deslumbrante con los innumerables destellos de sus lanzas bajo el sol y sus pendones negros, emblema de los abasidas y de los selyúcidas, que flamean en medio de un mar de jinetes todos de blanco. A pesar del calor, van a buen ritmo. A ese paso estarán en Antioquía en menos de dos semanas. Pero Karbuka está preocupado, poco antes de salir ha recibido noticias alarmantes. Una tropa de frany ha logrado apoderarse de Edesa, la ar-Ruha de los árabes, una gran ciudad armenia situada al norte del camino que lleva de Mosul a Antioquía. Y el atabeg no puede por menos de pensar que, cuando se acerque a la ciudad sitiada, tendrá detrás a los frany de Edesa. ¿No corre el riesgo de que le hagan una tenaza? En los primeros días de mayo reúne a sus principales emires para anunciarles que ha decidido cambiar de rumbo. Se dirigirá primero hacia el norte, resolverá en unos cuantos días el problema de Edesa y, tras ello, podrá enfrentarse sin riesgo con los sitiadores de Antioquía. Algunos protestan, recordándole el mensaje angustiado de Yaghi Siyan, pero Karbuka los manda callar. Una vez que ha tomado una decisión es más terco que una mula. Mientras los emires obedecen refunfuñando, el ejército toma los senderos de montaña que llevan a Edesa.
De hecho, la situación de la ciudad armenia es preocupante. Las noticias proceden de los pocos musulmanes que han podido salir de ella. Un jefe franco llamado Balduino ha llegado en febrero a la cabeza de varios cientos de caballeros y de más de dos mil soldados de infantería. El señor de la ciudad, Thoros, un anciano príncipe armenio, ha recurrido a él para reforzar la guarnición de su ciudad frente a los repetidos ataques de los guerreros turcos. Pero Balduino se ha negado a ser un simple mercenario, ha exigido que lo nombren heredero legítimo de Thoros. Y éste, anciano y sin hijos, ha accedido. Según la costumbre armenia, se ha celebrado una ceremonia oficial de adopción. Mientras Thoros estaba revestido con una túnica blanca muy amplia, Balduino, desnudo hasta la cintura, se ha metido bajo la vestidura de su «padre» para pegar su cuerpo al de éste. Luego le llegó el turno a la «madre», es decir a la mujer de Thoros, contra la cual se apretó también Balduino, entre la túnica y la piel desnuda, ¡ante las miradas socarronas de los asistentes que cuchicheaban que ese rito, pensado para la adopción de los niños, no era muy adecuado cuando el «hijo» era un caballero con toda la barba!
Al imaginar la escena que acaban de contarles, los soldados del ejército musulmán ríen a carcajadas. Pero lo que sigue del relato los hace estremecerse: unos días después de la ceremonia, a «padre y madre» los linchó la muchedumbre a instigación del «hijo», que asistió, impasible, a su muerte, antes de proclamarse «conde» de Edesa y de confiar a sus compañeros francos todos los puestos importantes del ejército y del gobierno.
Viendo confirmadas sus aprensiones, Karbuka organiza el sitio de la ciudad, aunque sus emires intentan de nuevo disuadirlo. Los tres mil soldados francos de Edesa jamás se atreverán a atacar al ejército musulmán, que cuenta en sus filas decenas de miles de hombres; en cambio, se bastan y sobran para defender la propia ciudad, y el sitio corre el riesgo de prolongarse durante meses. Entre tanto, Yaghi Siyan, abandonado a su suerte, podría ceder a la presión de los invasores. El atabeg no quiere avenirse a razones, y hasta que no ha perdido tres semanas ante los muros de Edesa no reconoce su error, tomando, a marchas forzadas, el camino de Antioquía.
En la ciudad sitiada, la esperanza de los primeros días de mayo ha dado paso al más completo desconcierto. Ni en el palacio ni en la calle entienden por qué tardan tanto las tropas de Mosul. Yaghi Siyan está desesperado.
La tensión ha alcanzado el paroxismo cuando el 2 de junio, poco antes de la puesta del sol, los centinelas avisan de que los frany han reunido a todas sus fuerzas y se dirigen hacia el noreste. Emires y soldados sólo hallan una explicación: Karbuka está cerca y los sitiadores van a su encuentro. En unos minutos, la noticia ha corrido de boca en boca y casas y murallas están alerta. La ciudad respira de nuevo: mañana mismo el atabeg romperá el cerco de la ciudad, mañana mismo acabará la pesadilla. La noche está fresca y húmeda, la gente pasa las horas muertas charlando a la puerta de las casas, con todas las luces apagadas. Por fin se duerme Antioquía, agotada pero confiada.
Las cuatro de la mañana: al sur de la ciudad, se oye el ruido sordo de una cuerda que roza contra la piedra. Un hombre se asoma desde lo alto de una gran torre pentagonal y hace señas con la mano. No ha pegado ojo en toda la noche y tiene la barba revuelta. Se llama Firuz, un fabricante de corazas encargado de la defensa de las torres, dirá Ibn al-Atir. Musulmán de origen armenio, Firuz ha formado parte durante mucho tiempo del círculo de allegados de Yaghi Siyan, pero, últimamente, éste lo ha acusado de hacer «estraperlo» y le ha impuesto una cuantiosa multa. Buscando venganza, Firuz se ha puesto en contacto con los sitiadores. Les ha dicho que controla el acceso a una ventana que da al valle, al sur de la ciudad, y se muestra dispuesto a dejarlos entrar. Más aún, para demostrarles que no les está tendiendo una trampa, les ha enviado a su propio hijo como rehén. Por su parte, los sitiadores le han ofrecido oro y tierras. Se ha fijado un plan: hay que actuar el 3 de junio al alba. La víspera, para desorientar a la guarnición, los sitiadores han fingido que se alejaban.
Cuando se selló el pacto entre los frany y ese maldito fabricante de corazas —contará Ibn al-Atir—, aquéllos treparon hasta la ventanita, la abrieron e hicieron subir a muchos hombres con ayuda de cuerdas. Cuando fueron más de quinientos, se pusieron a tocar la trompeta al alba, mientras los defensores estaban agotados por la prolongada vela. Yaghi Siyan se levantó y preguntó qué ocurría. Le contestaron que el sonido de las trompetas procedía de la alcazaba, que, seguramente, había sido tomada.
Los ruidos proceden de la torre de las Dos Hermanas. Pero Yaghi Siyan no se toma la molestia de comprobarlo. Cree que todo está perdido. Cediendo al pánico, ordena abrir una de las puertas de la ciudad y, acompañado de algunos guardias, huye. Despavorido, cabalgará así durante horas, incapaz de recobrarse. Tras doscientos días de resistencia, el señor de Antioquía se ha venido abajo. Al tiempo que le reprocha su debilidad, Ibn al-Atir evoca su fin con emoción.
Se puso a llorar por haber abandonado a su familia, a sus hijos y a los musulmanes y, de dolor, cayó del caballo sin conocimiento. Sus compañeros intentaron volverlo a subir a la silla, pero ya no se tenía en pie. Se estaba muriendo. Lo dejaron, pues, y se alejaron. Un leñador armenio que pasaba por allí lo reconoció. Le cortó la cabeza y se la llevó a los frany a Antioquía.
Han entrado en la ciudad a sangre y fuego. Hombres, mujeres y niños tratan de escapar por las callejuelas embarradas, pero los caballeros los alcanzan sin dificultad y los degüellan allí mismo. Poco a poco, los gritos de horror de los últimos supervivientes se van ahogando y en seguida se alzan en su lugar las voces desafinadas de algunos saqueadores francos ya borrachos. Se eleva el humo de las numerosas casas incendiadas. A mediodía, un velo de luto envuelve la ciudad.
En medio de esta locura sanguinaria del 3 de junio de 1098, sólo un hombre ha sabido conservar la cabeza fría: es el infatigable Shams ad-Dawla. Nada más entrar los invasores en la ciudad, el hijo de Yaghi Siyan se ha parapetado con un grupo de combatientes en la alcazaba. Los frany intentan en varias ocasiones expulsarlos de ella, pero los rechaza todas las veces, no sin causarles numerosas pérdidas. Incluso el máximo jefe franco, Bohemundo, un gigante de larga cabellera rubia, resulta herido durante uno de esos ataques. Escarmentado por el percance, manda un mensajero a Shams para proponerle que abandone la alcazaba a cambio de un salvoconducto. Pero el joven emir lo rechaza con altivez. Antioquía es el feudo que siempre ha pensado heredar un día: luchará hasta el último aliento. No le faltan provisiones ni flechas aceradas. Majestuosamente erguida en la cumbre del monte Habig-and-Nayyar, la alcazaba puede desafiar a los frany durante meses. Éstos perderían miles de hombres si se empeñaran en escalar sus muros.
La determinación de los últimos resistentes resulta rentable. Los caballeros renuncian a atacar la alcazaba, conformándose con rodearla con un cordón de seguridad. Y por los alaridos de alegría de Shams y sus compañeros se enteran, tres días después de la caída de Antioquía, de que el ejército de Karbuka está en el horizonte. Para Shams y su puñado de irreductibles, la aparición de los soldados del Islam a caballo tiene algo de irreal. Se frotan los ojos, lloran, rezan, se abrazan. Los gritos de «¡Allahú akbar!» («¡Dios es grande!») llegan hasta la alcazaba en medio de un clamor ininterrumpido. Los frany se guarecen tras los muros de Antioquía; de sitiadores se han convertido en sitiados.
Shams está contento, pero le queda un fondo de amargura. En cuanto los primeros emires de la expedición de auxilio se han reunido con él en su reducto, los asaetea con mil preguntas. ¿Por qué han tardado tanto en venir? ¿Por qué han dado tiempo a que los frany ocupen Antioquía y asesinen a sus habitantes? No cabe en sí de asombro al ver que sus interlocutores, lejos de justificar la actitud del ejército, acusan a Karbuka de todos los males; Karbuka el arrogante, el presuntuoso, el incapaz, el cobarde.
No se trata sólo de antipatías personales, sino de una auténtica conspiración cuyo instigador no es otro que el rey Dukak de Damasco, quien se ha unido a las tropas de Mosul nada más entrar éstas en Siria. Está claro que el ejército musulmán no es una fuerza homogénea, sino una coalición de príncipes con intereses a menudo encontrados. Las ambiciones territoriales del atabeg no son un secreto para nadie, y Dukak no tiene dificultad alguna en convencer a sus pares de que su auténtico enemigo es el propio Karbuka. Si sale victorioso de la batalla contra los infieles, se proclamará salvador y ninguna ciudad de Siria podrá entonces escapar a su autoridad. Si, por el contrario, Karbuka sufre una derrota, el peligro que se cierne sobre las ciudades sirias quedará descartado. Frente a esta amenaza, el peligro franco es un mal menor. El que los rum quieran, con ayuda de sus mercenarios, recuperar su ciudad de Antioquía no tiene nada de dramático, dado que sigue siendo impensable que los frany creen sus propios Estados en Siria. Como dirá Ibn al-Atir, «el atabeg indispuso tanto a los musulmanes con sus pretensiones que éstos decidieron traicionarlo en el momento más decisivo de la batalla».
¡Ese soberbio ejército no es, pues, más que un coloso con pies de barro que puede derrumbarse al primer papirotazo! Dispuesto a olvidar que han decidido abandonar a Antioquía, Shams aún intenta triunfar sobre todas esas mezquindades. No es momento, piensa, de arreglar cuentas. Sus esperanzas no han de durar mucho; al día siguiente de su llegada, Karbuka lo convoca para comunicarle que se le retira el mando de la alcazaba. Shams se indigna, ¿acaso no ha combatido como un valiente? ¿No se ha enfrentado a todos los caballeros francos? ¿No es acaso el heredero del señor de Antioquía? El atabeg se niega a cualquier discusión. Él es el jefe y exige obediencia.
El hijo de Yaghi Siyan se ha convencido de que el ejército musulmán, a pesar de sus cuantiosas fuerzas, es incapaz de vencer. El único consuelo que le queda es saber que en el campo enemigo la situación no es mucho mejor. Según Ibn al-Atir, «tras haber conquistado Antioquía, los frany han estado doce días sin comer nada. Los nobles se alimentaban de sus cabalgaduras y los pobres de carroña y de hojas». Los frany han vivido otros períodos de escasez en los últimos meses, pero entonces se sabían libres de realizar razzias por los alrededores para conseguir algunas provisiones. Su nueva condición de sitiados se lo impide, y las reservas de Yaghi Siyan, con las que contaban, están prácticamente agotadas. Aumenta el número de deserciones.
Entre estos ejércitos agotados, desmoralizados, que se enfrentan en junio de 1098 alrededor de Antioquía, el cielo no parecía saber por cuál inclinarse cuando un acontecimiento extraordinario vino a forzar la decisión. Los occidentales hablarán de un milagro, pero el relato que de él hará Ibn al-Atir no deja ningún lugar a lo asombroso.
Entre los frany estaba Bohemundo, el jefe de todos, pero también había un fraile sumamente astuto que les aseguró que en el Kusian, un gran edificio de Antioquía, estaba enterrada una lanza del mesías, la paz sea con Él. Les dijo: «Si la encontráis, venceréis; si no, la muerte es segura». Previamente, había enterrado una lanza en el suelo del Kusian y había borrado todas las huellas. Les ordenó que ayunaran e hicieran penitencia durante tres días; al cuarto, los mandó entrar en el edificio con sus sirvientes y obreros, que cavaron por doquier y hallaron la lanza. Entonces el fraile exclamó: «¡Regocijaos pues la victoria es segura!» El quinto día, salieron por la puerta de la ciudad en grupos pequeños de cinco o seis. Los musulmanes le dijeron a Karbuka: «Deberíamos ponernos junto a la puerta y matar a todos los que salen. ¡Es fácil puesto que están dispersos!» Pero éste contestó: «¡No! ¡Esperad a que estén todos fuera y mataremos hasta el último!».
El cálculo del atabeg era menos absurdo de lo que parece. Con unas tropas tan indisciplinadas, con unos emires que están esperando la primera ocasión para desertar, no puede prolongar el sitio. Si los frany quieren entablar la batalla, no hay que asustarlos con un ataque demasiado masivo, para no correr el riesgo de ver cómo vuelven a la ciudad. Lo que Karbuka no ha previsto es que su decisión de diferir la acción la van a aprovechar inmediatamente quienes buscan su pérdida. Mientras los frany prosiguen su despliegue, empiezan las deserciones en el campo musulmán. Se acusan unos a otros de cobardía y de traición. Sintiendo que el control de sus tropas se le va de las manos y que sin duda ha subestimado los efectivos de los sitiados, Karbuka solicita de estos últimos una tregua, lo que acaba de desprestigiarlo a ojos de los suyos e incrementa la confianza de los enemigos: los frany cargan sin contestar siquiera a su ofrecimiento, obligándolo a su vez a lanzar contra ellos una oleada de jinetes arqueros. Pero Dukak y la mayoría de los emires se alejan ya tranquilamente con sus tropas. Viéndose cada vez más aislado, el atabeg ordena una retirada general, que inmediatamente degenera en desbandada.
Así se desintegró el poderoso ejército musulmán «sin haber dado un solo golpe con la espada o la lanza ni arrojado una sola flecha». El historiador de Mosul casi no exagera. «Los propios frany temían una artimaña, pues aún no había habido un combate que justificara semejante huida. ¡Por eso prefirieron renunciar a perseguir a los musulmanes!» Karbuka puede así regresar a Mosul sano y salvo con lo que le queda de sus tropas. Todas sus ambiciones se han evaporado para siempre ante Antioquía; la ciudad que se había jurado salvar la tienen ahora firmemente en sus manos los frany. Y por muchísimo tiempo.
Pero lo más grave después de este día de vergüenza es que ya no hay en Siria ninguna fuerza capaz de contener el avance de los invasores.