Llegan los frany
Aquel año empezaron a llegar, una tras otra, informaciones sobre la aparición de tropas de frany procedentes del mar de Mármara en una multitud innumerable. La gente se asustó. El rey Kiliy Arslan, cuyo territorio era el que más cerca estaba de esos frany, confirmó tales informaciones.
«El rey Kiliy Arslan» de quien habla aquí Ibn al-Qalanisi no ha cumplido aún los diecisiete años cuando llegan los invasores. Este joven sultán turco de ojos ligeramente rasgados es el primer dirigente musulmán en tener noticia de su llegada y será a un tiempo el primero que les inflija una derrota y el primero que se deje derrotar por sus temibles caballeros.
Ya en julio de 1096, Kiliy Arslan se entera de que una inmensa multitud de frany está en camino hacia Constantinopla. De entrada, se teme lo peor; naturalmente no tiene idea alguna de los fines reales que persiguen esas gentes, pero, en su opinión, su llegada a Oriente no presagia nada bueno.
El sultanato que gobierna se extiende sobre una gran parte de Asia Menor, un territorio recién arrebatado por los turcos a los griegos. De hecho, el padre de Kiliy Arslan, Suleimán, ha sido el primer turco que se ha apoderado de esa tierra que, muchos siglos después, iba a llamarse Turquía. En Nicea, la capital de ese joven Estado musulmán, las iglesias bizantinas siguen abundando más que las mezquitas. Si bien la guarnición de la ciudad la forman jinetes turcos, la mayoría de la población es griega y Kiliy Arslan no se hace prácticamente ninguna ilusión acerca de los auténticos sentimientos de sus súbditos: para ellos, nunca dejará de ser el jefe de una tropa bárbara. El único soberano al que reconocen, aquel cuyo nombre repiten en voz baja en todas sus oraciones, es el basileus Alejo Comneno, emperador de los romanos. En realidad, Alejo sería más bien emperador de los griegos, quienes se proclaman herederos del Imperio romano, rango éste, por otra parte, que le reconocen los árabes, que —tanto en el siglo XI como en el XX— designan a los griegos con el término de rum, «romanos». El dominio conquistado por el padre de Kiliy Arslan a expensas del Imperio griego es llamado, incluso, el sultanato de los rum.
En aquellos tiempos, Alejo es una de las figuras más prestigiosas de Oriente. Este quincuagenario de menguada talla, ojos chispeantes de malicia, barba cuidada, modales elegantes, siempre cubierto de oro y ricos paños azules, tiene verdaderamente fascinado a Kiliy Arslan. Reina en Constantinopla, la fabulosa Bizancio, situada a menos de tres días de marcha de Nicea. Una proximidad que provoca en el joven monarca sentimientos contradictorios. Como todos los guerreros nómadas, sueña con conquistas y pillajes. No le desagrada sentir las legendarias riquezas de Bizancio al alcance de la mano. Pero, al mismo tiempo, se siente amenazado: sabe que Alejo no ha perdido nunca la esperanza de recuperar Nicea, no sólo porque la ciudad ha sido siempre griega, sino sobre todo porque la presencia de guerreros turcos a tan poca distancia de Constantinopla constituye un peligro permanente para la seguridad del Imperio.
Aun cuando el ejército bizantino, dividido desde hace años por crisis internas, fuera capaz de lanzarse solo a una guerra de reconquista, nadie ignora que Alejo siempre puede pedir ayuda a extranjeros. Los bizantinos no han vacilado nunca en recurrir a los servicios de caballeros procedentes de Occidente. Abundan los frany que visitan Oriente: mercenarios de pesadas armaduras o peregrinos rumbo a Palestina. Y, en 1096, no les resultan en modo alguno desconocidos a los musulmanes. Unos veinte años antes —Kiliy Arslan aún no había nacido, pero los ancianos emires de su ejército se lo han contado—, uno de esos aventureros de rubios cabellos, un tal Roussel de Bailleul, que había conseguido fundar un Estado autónomo en Asia Menor, llegó incluso a marchar hacia Constantinopla. Aterrados, los bizantinos no habían tenido más remedio que llamar en su auxilio al padre de Kiliy Arslan, que no había dado crédito a sus oídos cuando un enviado especial del basileus le había suplicado que acudiera en su auxilio. Los jinetes turcos se habían dirigido entonces a Constantinopla y habían logrado derrotar a Roussel, por lo que Suleimán había recibido una generosa recompensa en oro, caballos y tierras.
Desde entonces, los bizantinos desconfían de los frany, pero los ejércitos imperiales, siempre faltos de soldados expertos, se ven obligados a reclutar mercenarios; aunque no únicamente frany: bajo las banderas del imperio cristiano abundan los guerreros turcos. Precisamente gracias a congéneres alistados en el ejército bizantino se entera Kiliy Arslan, en julio de 1096, de que miles de frany se están acercando a Constantinopla. El cuadro que le pintan sus informadores lo deja perplejo. Esos occidentales se parecen muy poco a los mercenarios que se suelen ver. Naturalmente, hay entre ellos unos cuantos centenares de caballeros y un número importante de soldados de infantería armados, pero también miles de mujeres, de niños, de ancianos harapientos: diríase una población expulsada de sus tierras por algún invasor. También cuentan que todos ellos llevan, cosidas a la espalda, tiras de tela en forma de cruz.
El joven sultán, a quien le cuesta trabajo calibrar el peligro, pide a sus agentes que doblen la vigilancia y lo tengan continuamente al tanto de cuanto hagan esos nuevos invasores. Por si acaso, manda revisar las fortificaciones de su capital. Las murallas de Nicea, que tienen más de un farsaj (seis mil metros) de largo, están coronadas por doscientas cuarenta torres. Al suroeste de la ciudad, las tranquilas aguas del lago Ascanios constituyen una excelente protección natural.
Sin embargo, en los primeros días de agosto, se concreta la amenaza. Los frany cruzan el Bosforo, escoltados por navíos bizantinos y, a pesar del sol abrasador, avanzan a lo largo de la costa. Por doquier, y aunque se los haya visto saquear a su paso más de una iglesia griega, se los oye clamar que vienen a exterminar a los musulmanes. Su jefe es, al parecer, un ermitaño llamado Pedro. Los informadores calculan su número en unas cuantas decenas de miles, pero nadie sabe decir adonde los conducen sus pasos. Parece que el emperador Alejo ha resuelto instalarlos en Civitot, un campamento que había levantado con anterioridad para otros mercenarios, a menos de un día de marcha de Nicea.
El palacio del sultán es un hervidero enloquecido. Mientras los jinetes turcos están dispuestos, en todo momento, a saltar sobre sus caballos de batalla, se asiste a un continuo ir y venir de espías y de exploradores que informan de los menores movimientos de los frany. Se comenta que, todas las mañanas, estos últimos abandonan el campamento en hordas de varios miles de individuos para ir a forrajear por los alrededores, que saquean algunas casas de labranza e incendian otras antes de regresar a Civitot, donde sus clanes se disputan los frutos de la razzia. No hay nada en ello que pueda resultar realmente escandaloso para los soldados del sultán. Ni tampoco nada que pueda inquietar a su señor. Durante un mes, sigue la misma rutina.
Sin embargo, un día, hacia mediados de septiembre, los frany cambian bruscamente de costumbres. Al no tener ya, sin duda, nada de que apoderarse por los alrededores, han tomado, según se dice, la dirección de Nicea, han cruzado varias aldeas, todas ellas cristianas, y han echado mano de las cosechas que se acababan de entrojar en esta época de recolección, matando despiadadamente a los campesinos que intentaban resistirse. Incluso han quemado vivos, al parecer, a niños de corta edad.
Estos acontecimientos cogen desprevenido a Kiliy Arslan. Cuando le llegan las primeras noticias, los asaltantes ya están ante los muros de su capital, y cuando el sol aún no ha llegado a la línea del horizonte, los ciudadanos ven elevarse el humo de los incendios. El sultán envía al instante una patrulla de soldados de caballería que se enfrentan con los frany, quienes destrozan a los turcos, muy inferiores en número. Sólo unos cuantos supervivientes regresan a Nicea cubiertos de sangre. Kiliy Arslan considera amenazado su prestigio y querría librar la batalla en el acto, pero los emires de su ejército lo disuaden. Pronto va a caer la noche y los frany ya retroceden a toda prisa hacia su campamento. La venganza habrá de esperar.
No por mucho tiempo. Enardecidos, según parece, por su éxito, los occidentales reinciden dos semanas después. Esta vez, el hijo de Suleimán, avisado a tiempo, va siguiendo paso a paso su avance. Una tropa franca, compuesta por algunos caballeros, pero sobre todo por miles de saqueadores andrajosos, toma el camino de Nicea; luego, rodeando la población, se dirige hacia el este y se apodera por sorpresa de la fortaleza de Xerigordon.
El joven sultán se decide. A la cabeza de sus hombres, cabalga a toda velocidad hacia la pequeña plaza fuerte donde, para celebrar la victoria, los frany se están emborrachando, incapaces de imaginar que su destino ya está sellado, ya que Xerigordon encierra una trampa que los soldados de Kiliy Arslan conocen muy bien, pero que estos extranjeros sin experiencia no han sabido descubrir: su aprovisionamiento de agua se halla en el exterior, bastante lejos de las murallas, y los turcos se han apresurado a cortar el acceso. Les basta con tomar posiciones en torno a la fortaleza y no moverse. La sed combate en lugar de ellos.
Para los sitiados comienza un suplicio atroz: llegan a beber la sangre de sus cabalgaduras y su propia orina. Se los ve, en estos primeros días de octubre, mirando desesperadamente el cielo, acechando unas cuantas gotas de lluvia, en vano. Al cabo de una semana, el jefe de la expedición, un caballero llamado Reinaldo, accede a capitular si se le perdona la vida. Kiliy Arslan, que ha exigido que los frany renuncien públicamente a su religión, se sorprende un tanto cuando Reinaldo se dice dispuesto no sólo a convertirse al Islam sino también a luchar junto a los turcos contra sus propios compañeros. A varios de sus amigos, que se han prestado a las mismas exigencias, los envían en cautividad hacia las ciudades de Siria o al Asia Central. A los demás los pasan a cuchillo.
El joven sultán está orgulloso de su hazaña, pero conserva la cabeza fría. Tras haber concedido a sus hombres una pausa para el tradicional reparto del botín, los vuelve a llamar al orden al día siguiente. Es cierto que los frany han perdido cerca de seis mil hombres, pero los que quedan son seis veces más, y es una ocasión inmejorable para librarse de ellos. Para lograr sus fines, decide utilizar la astucia: envía a dos espías, unos griegos, al campamento de Civitot, para anunciar que los hombres de Reinaldo están en excelentes condiciones, que han conseguido apoderarse de la propia Nicea, cuyas riquezas están firmemente decididos a no dejarse disputar por sus correligionarios. Mientras tanto, el ejército turco preparará una gigantesca emboscada.
De hecho, los rumores, cuidadosamente propalados, suscitan en el campamento de Civitot el revuelo previsto. Todos se arremolinan, insultan a Reinaldo y a sus hombres; ya han decidido ponerse en camino sin dilación para participar en el saqueo de Nicea. No obstante, de repente, sin que se sepa muy bien cómo, llega un superviviente de la expedición de Xerigordon y desvela la verdad sobre la suerte de sus compañeros. Los espías de Kiliy Arslan piensan que han fracasado en su misión, puesto que los frany más prudentes recomiendan calma. Pero, una vez pasado el primer momento de consternación, vuelve la agitación. La muchedumbre bulle y vocifera: quiere salir en el acto, no ya para participar en el pillaje sino para «vengar a los mártires». A quienes vacilan los tildan de cobardes. Por fin, los más fanáticos se salen con la suya y se fija la salida para el día siguiente. Han ganado la partida los espías del sultán, cuya treta ha quedado descubierta pero que han logrado sus fines. Mandan decir a su señor que se prepare para el combate.
El 21 de octubre de 1096, al alba, los occidentales salen de su campamento. Kiliy Arslan no está lejos, ha pasado la noche en las colinas próximas a Civitot y sus hombres se mantienen bien ocultos. Desde donde está, puede ver personalmente a lo lejos la columna de los frany que va levantando una nube de polvo. Varios cientos de caballeros, la mayoría sin armadura, avanzan en cabeza, seguidos de una multitud de soldados de infantería en desorden. Llevan caminando menos de una hora cuando el sultán oye acercarse su clamor. El sol, despuntando a su espalda, les da de lleno en el rostro. Conteniendo la respiración, hace señas a sus emires de que estén preparados. Llega el instante fatídico, un gesto apenas perceptible, unas cuantas órdenes cuchicheadas aquí y allá, y ya están los arqueros tensando lentamente los arcos. Bruscamente, surgen en un único y prolongado silbido mil flechas. La mayoría de los caballeros se desploman en los primeros minutos. Luego quedan, a su vez, diezmados los soldados de infantería.
Cuando se entabla la lucha cuerpo a cuerpo, los frany ya retroceden en desbandada. Quienes estaban en la retaguardia han vuelto corriendo hacia el campamento donde los que no combaten se acaban de despertar. Un anciano sacerdote celebra una misa matutina, unas cuantas mujeres preparan la comida. La llegada de los fugitivos con los turcos pisándoles los talones siembra el pánico. Los frany huyen en todas direcciones, a algunos, que han intentado llegar a los bosques vecinos, los cogen en seguida. Otros, más inspirados, se parapetan en una fortaleza abandonada que presenta la ventaja de tener el mar detrás. No queriendo correr riesgos innecesarios, el sultán renuncia a sitiarlos. La flota bizantina, avisada con toda rapidez, acude a liberarlos. De esta forma se van a salvar entre dos mil y tres mil hombres. Pedro el Ermitaño, que se encuentra desde hace unos días en Constantinopla, consigue así salir con vida. Pero sus secuaces tienen menos suerte, a las mujeres más jóvenes las han raptado los jinetes del sultán para repartirlas entre los emires o venderlas en los mercados de esclavos. Algunos muchachos jóvenes corren la misma suerte. A los demás frany, sin duda más de veinte mil, los exterminan.
Kiliy Arslan no cabe en sí de júbilo. Acaba de aniquilar a ese ejército franco del que se decía que era tan temible, y las pérdidas de sus propias tropas son insignificantes. Al contemplar el inmenso botín acumulado a sus pies, cree vivir su más hermoso triunfo.
Y, sin embargo, rara vez en la Historia habrá costado tan cara una victoria a los vencedores.
Embriagado por el éxito, Kiliy Arslan no quiere enterarse de las informaciones que van llegando al invierno siguiente acerca de la llegada de nuevos grupos de frany a Constantinopla. Para él, e incluso para los más prudentes de sus emires, no hay en ello motivo alguno de preocupación. Si otros mercenarios de Alejo se atrevieran de nuevo a cruzar el Bosforo, los harían trizas como a los que los precedieron. En la mente del sultán ha llegado la hora de volver a las preocupaciones importantes del momento, dicho de otro modo, a la lucha sin cuartel que tiene entablada desde siempre contra los príncipes turcos, sus vecinos. Ahí, y en ninguna otra parte, es donde se decidirá su suerte y la de sus dominios. Los enfrentamientos con los rum o sus extraños auxiliares frany no han de ser nunca más que un intermedio.
Nadie lo sabe mejor que el joven sultán. ¿Acaso no fue en uno de esos interminables combates de jefes dónde perdió la vida, en 1086, su padre, Suleimán? Kiliy Arslan apenas tenía entonces siete años, y hubiera debido suceder a su padre bajo la regencia de algunos emires fieles, pero lo apartaron del poder y lo condujeron a Persia con el pretexto de que su vida corría peligro. Lo adulan, lo rodean de atenciones, lo sirve un enjambre de esclavos atentos, pero lo vigilan estrechamente, y le prohíben de forma terminante visitar su reino. Sus anfitriones, es decir sus carceleros, no eran ni más ni menos que los miembros de su propio clan: los selyúcidas.
Si hay un nombre que nadie ignora en el siglo XI desde las inmediaciones de la China hasta el lejano país de los frany, es ése con seguridad. Los turcos selyúcidas llegaron del Asia Central, con miles de jinetes nómadas de largos cabellos trenzados y se apoderaron en unos cuantos años de toda la región que se extiende desde el Afganistán hasta el Mediterráneo. A partir de 1055, el califa de Bagdad, sucesor del Profeta y heredero del prestigioso imperio abasida, no es más que una dócil marioneta entre sus manos. Desde Ispahán hasta Damasco, desde Nicea hasta Jerusalén, sus emires dictan la ley. Por primera vez desde hace tres siglos, todo el Oriente musulmán se halla reunido bajo la autoridad de una dinastía única que proclama su voluntad de devolverle al Islam su pasada gloria. Los rum, aplastados por los selyúcidas en 1071, jamás volvieron a levantar cabeza. Asia Menor, la mayor de sus provincias, está invadida; su propia capital ya no goza de seguridad; sus emperadores, y entre ellos el propio Alejo, no dejan de mandar delegaciones al papa de Roma, jefe supremo de Occidente, suplicándole que haga un llamamiento a la guerra santa contra este resurgir del Islam.
Kiliy Arslan está muy orgulloso de pertenecer a una familia tan prestigiosa, pero tampoco se hace ilusiones sobre la aparente unidad del imperio turco. Entre primos selyúcidas no existe solidaridad alguna: hay que matar para sobrevivir. Su padre conquistó Asia Menor, la extensa Anatolia, sin ayuda de sus hermanos, y lo mató uno de sus primos por pretender extenderse hacia el sur, hacia Siria. Y mientras retenían por la fuerza en Ispahán a Kiliy Arslan, despedazaban el dominio paterno. Cuando, a finales de 1092, quedó en libertad el adolescente gracias a una desavenencia entre sus carceleros, apenas tenía autoridad fuera de las murallas de Nicea. Sólo contaba trece años.
Más adelante, fue gracias a los consejos de los emires del ejército como pudo, mediante la guerra, el crimen o la astucia, recuperar una parte de la herencia paterna. Hoy puede vanagloriarse de haber pasado más tiempo en la silla de su caballo que en su palacio. Sin embargo, cuando llegan los frany, aún no hay nada decidido. En Asia Menor, sus rivales siguen siendo poderosos, aun cuando, afortunadamente para él, sus primos selyúcidas de Siria y de Persia están inmersos en sus propias disputas.
Especialmente en el este, en las desoladas elevaciones de la meseta de Anatolia, reina en estos tiempos de incertidumbre un extraño personaje al que llaman Danishmend, «el Sabio», un aventurero de origen oscuro que, al contrario de los demás emires turcos, en su mayoría analfabetos, conoce las ciencias más diversas. Pronto va a convertirse en el héroe de una célebre epopeya, titulada precisamente La gesta del rey Danishmend, que describe la conquista de Malatya, una ciudad armenia situada al sureste de Ankara, y cuya caída consideran los autores del relato como el giro decisivo de la islamización de la futura Turquía. En los primeros meses de 1097, cuando le anuncian a Kiliy Arslan la llegada a Constantinopla de una nueva expedición franca, ya ha comenzado la batalla de Malatya. Danishmend pone sitio a la ciudad, y el joven sultán rechaza la idea de que este rival, que aprovechó la muerte de su padre para ocupar todo el nordeste de Anatolia, pueda conseguir una victoria tan prestigiosa. Decidido a impedírselo, se dirige, a la cabeza de su ejército, hacia las inmediaciones de Malatya e instala su campamento en las proximidades del de Danishmend para intimidarlo. Aumenta la tensión y se multiplican las escaramuzas, cada vez más sangrientas.
En abril de 1097, el enfrentamiento parece inevitable. Kiliy Arslan se prepara para éste. La mayor parte de su ejército se halla concentrado frente a los muros de Malatya cuando llega ante su tienda un jinete extenuado. Transmite, sin aliento, su mensaje: han llegado los frany; han vuelto a cruzar el Bosforo, en mayor número que el año anterior. Kiliy Arslan no se inmuta. Nada justifica tanta inquietud. Ya ha tratado con los frany, sabe a qué atenerse. Por fin, y sólo para tranquilizar a los habitantes de Nicea, y en particular a su esposa, la joven sultana, que pronto ha de dar a luz, pide a unos cuantos destacamentos de caballería que vayan a reforzar la guarnición de la capital. Él regresará en cuanto haya acabado con Danishmend.
Kiliy Arslan está de nuevo metido en cuerpo y alma en la batalla de Malatya cuando, en los primeros días de mayo, llega un nuevo mensajero temblando de cansancio y de miedo. Sus palabras siembran el pánico en el campamento del sultán. Los frany están a las puertas de Nicea, a la que están empezando a sitiar. No son ya, como en el verano, partidas de saqueadores andrajosos, sino auténticos ejércitos de miles de caballeros fuertemente pertrechados; y, esta vez, los acompañan los soldados del basileus. Kiliy Arslan intenta calmar a sus hombres, pero también a él lo tortura la angustia. ¿Debe abandonar Malatya a su rival para volver a Nicea? ¿Está seguro de poder salvar aún su capital? ¿No va a perder acaso en los dos frentes? Tras haber consultado largamente a sus más fieles emires, se les ocurre una solución, una especie de pacto: ir a ver a Danishmend, que es hombre de honor, ponerlo al corriente de la tentativa de conquista emprendida por los rum y sus mercenarios, así como de la amenaza que pesa sobre todos los musulmanes de Asia Menor, y proponerle que cese en las hostilidades. Antes incluso de que Danishmend conteste, el sultán ha enviado a una parte de su ejército hacia la capital.
De hecho, al cabo de unos días se pacta una tregua, y Kiliy Arslan toma sin tardar el camino del oeste, pero, cuando llega a las elevaciones próximas a Nicea, el espectáculo que contempla le hiela la sangre en las venas. La soberbia ciudad que le legó su padre está cercada por todas partes; hay una multitud de soldados atareada colocando torres móviles, catapultas y almajaneques que han de servir para el asalto final. Los emires son categóricos: ya no hay nada que hacer. Hay que replegarse hacia el interior del país antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, el joven sultán no consigue resignarse a abandonar así su capital. Insiste para intentar abrir una última brecha por el sur, flanco por el que los sitiadores parecen peor parapetados. La batalla comienza el 21 de mayo al alba. Kiliy Arslan se arroja con furia a la refriega, y el combate prosigue con violencia extrema hasta la caída del día. Las pérdidas son igualmente cuantiosas en ambos bandos, pero cada cual mantiene sus posiciones. El sultán no insiste, ha comprendido que ya nada le permitirá aflojar el cerco. Empeñarse en lanzar a todas sus fuerzas a una batalla que ha empezado tan mal podría prolongar el sitio unas semanas más, e incluso unos meses más, pero correría el riesgo de poner en juego la propia existencia del sultanato. Descendiente de un pueblo esencialmente nómada, Kiliy Arslan sabe que su poder procede de los varios miles de guerreros que lo obedecen, no de la posesión de una ciudad, por muy atractiva que sea. Pronto elegirá, además, como nueva capital la ciudad de Konya, mucho más al este, que sus descendientes conservarán hasta principios del siglo XIV. Nunca más volverá a ver Nicea…
Antes de alejarse, manda un mensaje de despedida a los defensores de la ciudad para avisarlos de su dolorosa decisión y recomendarles que actúen «conforme a sus intereses». El significado de estas palabras es claro, tanto para la guarnición turca como para la población griega: hay que entregar la ciudad a Alejo Comneno y no a sus auxiliares francos. Se entablan, pues, negociaciones con el basileus que, a la cabeza de sus tropas, ha tomado posiciones al oeste de Nicea. Los hombres del sultán intentan ganar tiempo, esperando sin duda que su señor pueda volver con refuerzos. Pero Alejo tiene prisa: los occidentales —amenaza— se disponen a dar el asalto final, y entonces él no responderá de nada. Acordándose de las actuaciones de los frany el año anterior en los alrededores de Nicea, los negociadores sienten terror. Ya están viendo su ciudad saqueada, a los hombres asesinados, a las mujeres violadas. Sin dudarlo, acceden a poner su suerte en manos del basileus, que fija personalmente las condiciones de la rendición.
En la noche del 18 al 19 de junio, introducen en la ciudad por medio de barcas que cruzan en silencio el lago Ascanios a soldados del ejército bizantino, turcos en su mayoría: la guarnición capitula sin combate. Con las primeras luces del día, los pendones azules y dorados del emperador flamean ya sobre las murallas. Los frany renuncian a dar el asalto. Dentro de su infortunio, Kiliy Arslan tendrá así un consuelo: los dignatarios del sultanato van a salvar la vida, y a la joven sultana, acompañada de su hijo recién nacido, incluso van a recibirla en Constantinopla con honores reales, para mayor escándalo de los frany.
La joven esposa de Kiliy Arslan es la hija de Chaka, un aventurero de talento, un emir turco celebérrimo en vísperas de la invasión franca. Lo habían hecho preso los rum mientras efectuaban una razzia en Asia menor, y había impresionado a sus carceleros por la facilidad de que dio pruebas para aprender griego, que al cabo de unos meses hablaba a la perfección. Brillante, hábil, buen conversador, había llegado a convertirse en visitante habitual del palacio imperial, que incluso le había concedido un título de nobleza. Pero este pasmoso encumbramiento no le bastaba. Tenía miras más altas, mucho más altas: ¡quería llegar a ser emperador de Bizancio!
A este efecto, el emir Chaka tenía un plan muy coherente. Así, había ido a instalarse en el puerto de Esmirna, en el mar Egeo, donde, con ayuda de un armador griego, se había construido una auténtica flota de guerra que contaba con bergantines ligeros, bajeles de remos, drómonas, birremes, trirremes; en total casi un centenar de navíos. En una primera etapa, había ocupado numerosas islas, en concreto Rodas, Kios y Samos, y había extendido su autoridad al conjunto de la costa egea. Habiendo conseguido así un imperio marítimo, se había proclamado basileus, había organizado su palacio de Esmirna siguiendo el modelo de la corte imperial, y había lanzado a su flota al asalto de Constantinopla. Alejo había tenido que hacer enormes esfuerzos para conseguir rechazar el ataque y destruir una parte de los bajeles turcos.
En modo alguno desanimado, el padre de la futura sultana había reanudado resueltamente la construcción de sus navíos de guerra. Era hacia finales de 1092, en el momento en que Kiliy Arslan volvía del exilio, y Chaka se había dicho que el joven hijo de Suleimán sería un excelente aliado contra los rum. Le había ofrecido la mano de su hija, pero los cálculos del joven sultán eran muy distintos de los de su suegro. La conquista de Constantinopla le parecía un proyecto absurdo; sin embargo, ninguno de sus allegados ignoraba que aspiraba a eliminar a los emires turcos, que intentaban conseguir un feudo en Asia Menor, es decir, en primer lugar, a Danishmend y a Chaka, que resultaba demasiado ambicioso. Por tanto, el sultán no había dudado: unos meses antes de la llegada de los frany, había invitado a su suegro a un banquete y, después de emborracharlo, lo había apuñalado, según parece, con sus propias manos. Chaka tenía un hijo que sucedió a su padre en ese momento, pero que no tenía ni la inteligencia ni la ambición de éste. El hermano de la sultana se había conformado con dirigir su emirato marítimo hasta ese día del verano de 1097 en que la flota de los rum había llegado de forma inesperada a la altura de Esmirna llevando a bordo un mensajero inesperado: su propia hermana.
Ésta ha tardado en comprender las razones de la solicitud del emperador hacia su persona pero, mientras la conducen hacia Esmirna, la ciudad en la que ha pasado su infancia, lo ve todo claro: tiene el cometido de explicarle a su hermano que Alejo ha tomado Nicea, que Kiliy Arslan está derrotado y que un poderoso ejército de rum y de frany va a atacar pronto Esmirna con ayuda de una gran flota. Para salvar su vida, se invita al hijo de Chaka a conducir a su hermana hasta su esposo, que se halla en algún lugar de Anatolia.
Como nadie rechaza la propuesta, deja de existir el emirato de Esmirna. A partir del día siguiente de la caída de Nicea, toda la costa del mar Egeo, todas las islas, toda la parte occidental del Asia Menor quedan, pues, fuera del dominio turco; y los rum, ayudados por sus auxiliares francos, parecen decididos a ir más allá.
Sin embargo, en su refugio de las montañas, Kiliy Arslan no depone las armas.
Pasada la sorpresa de los primeros días, el sultán prepara activamente su respuesta. Se puso a reclutar tropas, a enrolar voluntarios y a proclamar el yihad —apunta Ibn al-Qalanisi—. El cronista de Damasco añade que Kiliy Arslan pidió a todos los turcos que acudieran en su auxilio, y fueron muchos los que contestaron a su llamada.
De hecho, el primer objetivo del sultán es sellar una alianza con Danishmend. Ya no basta una simple tregua; ahora es imperioso que las fuerzas turcas de Asia Menor se unan, como si se tratara de un solo ejército. Kiliy Arslan está seguro de la respuesta de su rival. Tan ferviente musulmán como realista estratega, Danishmend se considera amenazado por el avance de los rum y de sus aliados francos. Prefiere enfrentarse a ellos en las tierras de su vecino antes que en las suyas y, sin más dilación, llega con miles de soldados al campamento del sultán. Allí confraternizan, se consultan, elaboran planes. Al ver tal muchedumbre de guerreros y de caballos que cubren las colinas, los jefes recuperan la confianza. Atacarán al enemigo en cuanto tengan ocasión.
Kiliy Arslan acecha su presa. Los informadores que tienen infiltrados entre los rum le han hecho llegar valiosas informaciones. Los frany proclaman a voz en cuello que están decididos a proseguir su camino más allá de Nicea y quieren llegar hasta Palestina. Hasta se conoce su itinerario: bajar hacia el sureste, en dirección a Konya, la única ciudad importante que aún está en manos del sultán. A todo lo largo de esta zona montañosa, que van a tener que cruzar, el flanco de las tropas occidentales será, pues, vulnerable a los ataques. Lo que hay que hacer es elegir el lugar de la emboscada. Los emires, que conocen bien la región, no vacilan. Cerca de la ciudad de Dorilea, a cuatro días de marcha de Nicea, hay un lugar en que el camino discurre por un valle poco profundo. Si los guerreros turcos se concentran detrás de las colinas, no tendrán más que esperar.
En los últimos días de junio de 1097, cuando Kiliy Arslan se entera de que los occidentales, acompañados de una pequeña tropa de rum, han salido de Nicea, el dispositivo de la emboscada ya está dispuesto. El 1 de julio al alba, se avista a los frany en el horizonte. Caballería e infantería avanzan tranquilamente, y no parece que sospechen en absoluto lo que les espera. El sultán temía que los exploradores enemigos descubrieran su estratagema, pero no parece que sea así. Otro motivo de satisfacción para el monarca selyúcida: los frany son menos numerosos de lo que se había anunciado. ¿Se habrá quedado una parte en Nicea? Lo ignora. En cualquier caso, a primera vista, cuenta con superioridad numérica. Si a ello se añade la ventaja de la sorpresa, el día debería serle propicio. Kiliy Arslan está nervioso pero no pierde la confianza; tampoco la pierde el sabio Danishmend, que tiene veinte años más de experiencia que él.
Cuando apenas acaba de despuntar el sol tras las colinas, se da la orden de ataque. La táctica de los guerreros turcos se ha experimentado en numerosas ocasiones. Lleva medio siglo garantizándoles la supremacía militar en Oriente. Su ejército lo constituyen casi por completo jinetes ligeros que manejan admirablemente el arco. Éstos se acercan, lanzan sobre sus enemigos una lluvia de flechas mortíferas, luego se alejan a toda velocidad para dejar el sitio a una nueva fila de asaltantes. Por lo general, unas cuantas oleadas sucesivas hacen agonizar a su presa. Entonces es cuando entablan la definitiva lucha cuerpo a cuerpo.
Pero, el día de esta batalla de Dorilea, el sultán, instalado con su estado mayor en lo alto de un promontorio, comprueba con preocupación que los viejos métodos turcos han perdido su eficacia habitual. Es cierto que los frany no tienen agilidad alguna y no parecen impacientes por responder a los repetidos ataques, pero dominan a la perfección el arte de defenderse. La fuerza principal de su ejército reside en esas pesadas armaduras con las que los caballeros se cubren enteramente el cuerpo, e incluso a veces el de sus cabalgaduras. Avanzan lenta y torpemente, pero los hombres están magníficamente protegidos de las flechas. Aunque aquel día, tras varias horas de combate, los arqueros turcos se han cobrado numerosas víctimas, sobre todo entre los soldados de infantería, el grueso del ejército franco permanece intacto. ¿Hay que entablar la lucha cuerpo a cuerpo? Parece arriesgado: durante las numerosas escaramuzas que se han librado en torno al campo de batalla, los jinetes de las estepas no han dado en absoluto la talla frente a esas auténticas fortalezas humanas. ¿Hay que prolongar indefinidamente la fase de hostigamiento? Ahora que el efecto de la sorpresa ha pasado, la iniciativa podría venir del campo adverso.
Ya están algunos emires aconsejando replegarse cuando aparece a lo lejos una nube de polvo. Es un nuevo ejército franco que se aproxima, tan numeroso como el primero. Aquellos contra quienes están luchando desde por la mañana no son más que la vanguardia, al sultán no le queda elección, tiene que ordenar la retirada. Antes incluso de que haya podido hacerlo, le anuncian que está a la vista un tercer ejército franco detrás de las líneas turcas, sobre una colina que domina la tienda del estado mayor.
Esta vez, Kiliy Arslan se deja dominar por el miedo. Salta sobre su caballo de batalla y galopa hacia las montañas, abandonando hasta su famoso tesoro que siempre transporta consigo para pagar a sus tropas. Danishmend le sigue de cerca, así como la mayoría de los emires. Aprovechando la única baza que les queda, la velocidad, numerosos jinetes consiguen alejarse sin que los vencedores puedan perseguirlos. Pero la mayoría de los soldados permanecen donde están, rodeados por todas partes. Como escribirá Ibn al-Qalanisi: Los frany hicieron trizas el ejército turco. Mataron, saquearon e hicieron muchos prisioneros, a los que vendieron como esclavos.
En su huida, Kiliy Arslan se encuentra con un grupo de jinetes que llegan de Siria para combatir a su lado. Es demasiado tarde —les confiesa—, estos frany son demasiados y demasiado fuertes, no se los puede detener. Uniendo el gesto a la palabra, el sultán vencido desaparece en la inmensidad de la meseta de Anatolia. Tendrá que esperar cuatro años para vengarse.
Sólo la naturaleza parece resistir aún al invasor. La aridez de los suelos, la exigüidad de los senderos de montaña y el calor del verano por caminos sin sombra retrasan algo el avance de los frany. Después de Dorilea van a necesitar cien días para cruzar Anatolia, cuando les habría debido bastar un mes. Mientras tanto, las noticias del desastre turco han dado la vuelta a Oriente. Cuando se supo este acontecimiento vergonzoso para el Islam, hubo un auténtico pánico —apunta el cronista de Damasco—. El terror y la ansiedad adquirieron enormes proporciones.
Circulan continuamente rumores sobre la inminente llegada de los temibles caballeros. A finales de julio corre la voz de que se están acercando a la aldea de al-Balana, en el extremo norte de Siria. Miles de jinetes se concentran para hacerles frente. Falsa alarma, los frany no aparecen por el horizonte. Los más optimistas se preguntan si los invasores no habrán desandado el camino. Ibn al-Qalanisi se hace eco de ello a través de una de esas parábolas astrológicas a las que tan aficionados son sus contemporáneos: Aquel verano apareció un cometa por la parte del oeste, su ascensión duró veinte días, luego desapareció sin volverse a mostrar. Pero las ilusiones se esfuman en seguida. Las informaciones son cada vez más concretas. A partir de mediados de septiembre, es posible seguir el camino de los frany de aldea en aldea.
El 21 de octubre de 1097, resuenan gritos desde lo alto de la alcazaba de Antioquía, la mayor ciudad de Siria. «¡Ya llegan!». Algunos curiosos se abalanzan hasta las murallas, pero no ven más que una vaga nube de polvo muy a lo lejos, al final de la llanura, cerca del lado de Antioquía. Los frany están aún a un día de marcha, tal vez más, y todo hace suponer que querrán pararse para descansar un poco tras la larga travesía. La prudencia exige, sin embargo, cerrar ya las cinco pesadas puertas de la ciudad.
En los zocos, el clamor de la mañana se ha apagado, vendedores y clientes se han quedado quietos. Hay mujeres que murmuran alguna oración. El miedo se ha apoderado de la ciudad.