9

Al cabo de treinta minutos, Whitney sabía que iba a ahogarse con aquel lamba. Era uno de esos días en los que lo mejor era llevar puesto lo menos posible y hacer lo mínimo posible. Y en lugar de eso estaba atrapada en un saco de falda y mangas largas, envuelta en varios metros de paño y embarcada en una excursión de cincuenta kilómetros.

Aquello sería genial para sus memorias, decidió. Viajes con mi cerdo.

En cualquier caso, le estaba cogiendo bastante cariño al animalillo. Tenía unos andares principescos, avanzaba meneando la cabeza de lado a lado de vez en cuando, como si encabezara un desfile. Ahora se preguntó si no le apetecería un mango maduro.

—¿Sabes? —comentó—. La verdad es que es una monada.

Doug echó un vistazo al cerdo.

—Más mono estará asado.

—¡Qué bestia! —Whitney le clavó una mirada de reproche—. ¡No serías capaz!

No, no sería capaz, para empezar porque no tenía estómago para eso. Pero no había razón para dejar que Whitney supiera que tenía una cierta delicadeza. Porque, desde luego, si iba a comer jamón, lo quería bien curtido y empaquetado primero.

—Tengo una receta estupenda de cerdo agridulce —comentó—. Vale su peso en oro.

—Pues ya puedes guardártela —replicó ella—. Este cerdito está bajo mi protección.

—Una vez trabajé tres semanas en un restaurante chino de San Francisco. Antes de salir de la ciudad me hice con un elegantísimo collar de rubíes de un museo, un broche de corbata con una perla negra del tamaño de un huevo de pájaro y una carpeta llena de magníficas recetas. —En realidad lo único que tenía al marcharse eran las recetas. Estaba contento con ellas—. Se deja el cerdo en adobo durante la noche. Se queda tan tierno que se deshace en la boca.

—Que te den.

—O se pueden hacer salchichas a las hierbas. Asadas.

—Tienes el cerebro en el estómago.

El camino se fue haciendo más llano, más liso y más ancho a medida que se alejaban de las montañas. La planicie oriental era frondosa, verde y húmeda. Y demasiado al descubierto para el gusto de Doug. Alzó la vista hacia los cables del tendido eléctrico. Una desventaja. Dimitri podría enviar órdenes muy deprisa por teléfono. ¿Desde dónde? ¿Estaría al sur, siguiendo el rastro que Doug tan desesperadamente intentaba borrar? ¿Detrás de ellos, cada vez más cerca?

Los estaban siguiendo, de eso estaba seguro. Conocía aquella sensación y no había podido librarse de ella desde que dejaron Nueva York. Y a pesar de todo… Doug se ajustó una cesta sobre el hombro. No podía perder de vista la idea de que Dimitri conocía su punto de destino y le estaba esperando allí pacientemente para cerrar la red. Volvió a mirar en torno a él. Dormiría mejor si supiera desde qué dirección le seguían.

Aunque no se atrevían a correr el riesgo de sacar los prismáticos, se veían grandes plantaciones bien atendidas, con amplias planicies donde podría aterrizar perfectamente un helicóptero. Por todas partes surgían flores que se tostaban al sol. El polvo del camino cubría los pétalos, pero no por ello resultaban menos exóticas. La vista era excelente, el día claro. Resultaba muy fácil divisar a dos personas y un cerdo en el camino oriental. Doug no aminoraba el paso, confiando en encontrarse con algún grupo de viajeros en el que poder mezclarse. Un vistazo a Whitney le recordó que aquello de mezclarse no iba a ser tan sencillo.

—¿De verdad tienes que andar como si fueras de paseo a Bloomingdale’s?

—¿Cómo dices? —Whitney le iba cogiendo el tranquillo a eso de tirar del cerdo y comenzaba a preguntarse si no resultaría una mascota más interesante que un perro.

—Que andas como los ricos. Intenta parecer sumisa.

Whitney lanzó un suspiro de honda resignación.

—Douglas, vale que tenga que ponerme este desfavorecedor modelito y que tenga que llevar a un cerdo de una cuerda, pero me niego a ser sumisa. ¿Por qué no dejas de dar la lata y disfrutas del paseo? Está todo precioso y verde y el aire huele a vainilla.

—Ahí hay una plantación. La cultivan. —Y en una plantación habría vehículos. Doug se preguntó hasta qué punto sería arriesgado intentar llevarse alguno prestado.

—¿Ah, sí? —Whitney entornó los ojos para protegerse del sol. Los campos eran extensos y muy verdes, moteados de gente—. La vainilla crece en pequeños granos, ¿no? Siempre me ha gustado mucho el olor en esas velitas blancas que venden.

Doug se quedó mirándola. Velas blancas, seda blanca. Ese era su estilo. Ignorando aquella imagen, volvió a prestar atención a los campos por los que pasaban. Había demasiada gente trabajando en ellos y demasiado espacio al descubierto para ponerse a hacerle el puente a cualquier vehículo.

—El clima se ha puesto de lo más tropical, ¿verdad? —comentó Whitney, enjugándose la frente con el dorso de la mano.

—Los vientos alisios traen la humedad. Hará un calor húmedo hasta el mes que viene, pero hemos evitado la época de los ciclones.

—Ah, qué buena noticia —murmuró Whitney. Le parecía ver cómo el calor se alzaba en oleadas desde la carretera. Curiosamente le produjo una punzada de nostalgia de Nueva York en pleno verano, cuando el calor rebotaba del asfalto y el olor a sudor y a humo de los coches ahogaba a cualquiera.

Un almuerzo en Palm Court sería muy agradable, con fresas con nata y un enorme granizado de café. Meneó la cabeza y se obligó a pensar en otra cosa.

—Con el día que hace me gustaría estar en Martinica.

—¿Y a quién no?

Whitney ignoró su irritado tono de voz y prosiguió:

—Un amigo mío tiene allí una villa.

—Seguro.

—A lo mejor has oído hablar de él: Robert Madison. Escribe novelas de espías.

—¿Madison? —Doug se volvió hacia ella sorprendido—. ¿El de El símbolo de piscis?

Impresionada al oírle mencionar lo que ella consideraba la mejor obra de Madison, le miró por debajo del ala del sombrero.

—Pues sí. ¿Lo has leído?

—Sí. —Doug volvió a ajustarse las cestas sobre los hombros—. He conseguido ir un poco más allá de ¿Dónde está Wally?

Eso ya lo había deducido Whitney.

—No seas gruñón. Lo que pasa es que yo soy una entusiasta de Madison. Hace años que nos conocemos. Bob se mudó a Martinica cuando Hacienda le empezó a hacer un poco incómodo vivir en Estados Unidos. Tiene una villa preciosa, con unas vistas al mar espectaculares. Ahora mismo estaría sentada junto a la piscina en un porche con un margarita helado gigante, viendo a la gente jugar en la playa medio desnuda.

Era su estilo, desde luego, pensó Doug, con incomprensible irritación. Piscinas con porche y ambiente sensual, criados de blanco sirviendo bebidas en bandejas de plata mientras algún guaperas gilipollas le untaba crema en la espalda. El en sus tiempos había estado en los dos campos, sirviendo copas y untando cremas, y no podía decir que prefiriera uno más que otro, siempre que el botín valiera la pena.

—Si tú no tuvieras nada que hacer en un día como este, ¿qué te gustaría?

Doug batalló por librarse de la imagen de Whitney medio desnuda en una hamaca, con la piel resbaladiza de crema.

—Pasármelo en la cama —contestó—. Con una pelirroja de ojos verdes y grandes…

—Una fantasía de lo más común —le interrumpió ella.

—Tengo necesidades de lo más comunes.

Whitney fingió un bostezo.

—Seguro que nuestro cerdo también. Mira —prosiguió, antes de que él pudiera replicar—. Ahí viene alguien.

Doug vio una nube de humo en el camino y miró a izquierda y derecha con los músculos tensos. Si hacía falta podían echar a correr hacia los campos, pero no tenían muchas posibilidades de llegar muy lejos. Si su improvisado disfraz no funcionaba, todo habría acabado en cuestión de minutos.

—Tú baja la cabeza. —Advirtió—. Y por mucho que vaya en contra de tus principios, intenta parecer humilde y sumisa.

Whitney ladeó la cabeza para mirarle por debajo del sombrero.

—No tengo ni idea de cómo parecer eso.

—Tú baja la cabeza y sigue andando.

El sonido era el de un motor puesto a punto y potente. Aunque la pintura estaba manchada de barro, se notaba que el vehículo era bastante nuevo. Doug había leído que muchos dueños de plantaciones eran bastante adinerados y se estaban haciendo ricos con la venta de vainilla, café y clavo que crecían en la región. Cuando el camión se acercó más, Doug se ajustó las cestas sobre los hombros ocultando más su rostro.

Tenía todos los músculos tensos. Pero el vehículo apenas aminoró la velocidad al pasarlos de largo. Lo único que Doug pensó fue en lo deprisa que podrían llegar a la costa si pudiera echarle el guante a un coche.

—Ha funcionado. —Whitney alzó la cabeza sonriendo—. Ha pasado de largo sin mirarnos siquiera.

—En general, si le das a la gente lo que espera ver, no ve nada.

—Qué profundo.

—Es la naturaleza humana —replicó Doug, todavía lamentando no estar al volante del camión—. He conseguido entrar en muchas habitaciones de hotel con una chaqueta de botones y una sonrisa de cinco dólares.

—¿Robas en los hoteles a plena luz del día?

—Lo más normal es que la gente no esté en su habitación durante el día.

Whitney se quedó pensándolo un momento y movió la cabeza.

—No me parece muy emocionante. Ahora bien, eso de entrar en plena noche vestido de negro con una linterna mientras la gente está durmiendo en la habitación… Eso sí que tiene emoción.

—Y así es como te echan de diez a veinte años.

—El riesgo aumenta la emoción. ¿Has estado alguna vez en la cárcel?

—No. Es uno de los placeres de la vida que no conozco.

Whitney asintió con la cabeza. Confirmaba su opinión de que Doug era bueno en lo que hacía.

—¿Cuál ha sido tu mejor golpe?

Aunque el sudor le corría a chorros por la espalda, Doug se echó a reír.

—Joder, ¿de dónde sacas el vocabulario? ¿De las reposiciones de Starsky y Hutch?

—Vamos, Douglas, a esto se llama «matar el tiempo». —Si no hacía algo por distraerse, se caería exhausta al suelo en un charco de sudor. En otro momento, cuando iban atravesando las tierras altas, había, llegado a pensar que jamás tendría tanto calor ni estaría tan incómoda. Se había equivocado—. Tendrás algún botín de los gordos en tu ilustre carrera.

Doug se quedó un momento callado, mirando el camino recto e interminable. Pero no veía el polvo, los surcos, las cortas sombras que arrojaba el penetrante sol del mediodía.

—Una vez tuve en mis manos un diamante del tamaño de tu puño.

—¿Un diamante? —Daba la casualidad de que Whitney tenía debilidad por los diamantes, su brillo helado, sus colores ocultos, la ostentación.

—Sí. Y no era una piedra cualquiera. Era un pedrusco enorme y brillante como ninguno. El trozo de hielo más bonito que he visto jamás. El diamante Sidney.

—¿El Sidney? —Whitney se detuvo boquiabierta—. ¡Por Dios! Cuarenta y ocho quilates y medio de pura perfección. Recuerdo que lo vi en una exposición en San Francisco hace unos tres… no, cuatro años. Fue robado… —De pronto se interrumpió, atónita e impresionadísima—. ¿No me digas que tú…?

—Así es, princesa. —A Doug le gustó aquella expresión de fascinada sorpresa—. Lo tuve en mis manos. —Recordando el momento, se miró la mano vacía. La tenía llena de arañazos después de su huida por la selva, pero veía en ella el diamante regodeándose en su palma—. Te juro que se notaba el calor que emitía, y si lo ponías a la luz, se veían cien imágenes distintas. Era como tener en los brazos a una rubia helada con la sangre muy caliente en las venas.

Whitney estaba sintiéndolo ella misma: la excitación, la emoción pura. Desde que recibió su primer collar de perlas, se había adornado muchas veces con diamantes y otras joyas. Le gustaban. Pero el placer de imaginarse con el Sidney en la mano era mucho más hondo, la idea de sacarlo de su fría vitrina de cristal y ver el resplandor de su luz y su vida en tu palma.

—¿Cómo?

—Melvin Feinstein. El Gusano. El muy cabrón era mi socio.

Whitney vio por el gesto de su boca que la historia no iba a tener un final feliz.

—¿Y?

—El Gusano se ganó su apodo en más de un sentido. Medía uno treinta y cinco y te juro que podía filtrarse por debajo de la rendija de una puerta. Tenía los planos del museo, pero no la inteligencia para neutralizar el sistema de seguridad. Ahí entraba yo.

—Tú te encargaste de las alarmas.

—Todo el mundo tiene su especialidad. —Doug se puso a recordar los años de San Francisco, de días brumosos y noches frías—. Estuvimos semanas preparando el caso, calculando todos los detalles posibles. El sistema de alarma era una maravilla, el mejor que he encontrado jamás.

Aquel recuerdo era agradable, el reto que supuso, la lógica con la que había vencido. Con un ordenador y las matemáticas se podían encontrar respuestas más interesantes que el balance de tu cuenta bancaria.

—Las alarmas son como las mujeres —reflexionó—. Te tientan, te guiñan el ojo. Con un poco de encanto y la habilidad oportuna se puede descubrir el botón que las hace vibrar. Hay que tener paciencia —murmuró, moviendo la cabeza absorto en sus pensamientos—. Con el toque adecuado las tendrás justo donde tú quieres.

—Una analogía fascinante, estoy segura. —Whitney le observó fríamente bajo el ala del sombrero—. Hasta se podría decir que tanto unas como otras tienen la costumbre de saltar cuando las provocas.

—Sí, pero no si te mantienes un paso por delante.

—Más vale que sigas con la historia antes de que te metas en aguas más profundas, Douglas.

Su mente estaba de nuevo en San Francisco, en una fría noche en la que la niebla barría las calles con sus largos dedos.

—Entramos por los conductos de ventilación, lo cual resultó más fácil para el Gusano que para mí. Tuvimos que lanzar una cuerda y bajar a pulso porque los suelos estaban conectados a la alarma. Yo saqué la piedra. El Gusano era de dedos torpes y además le faltaba estatura para llegar a la vitrina. Me quedé allí colgado encima de ella y tardé seis minutos y medio en cortar el cristal. Entonces cogí el diamante.

Whitney lo estaba viendo: Doug colgado cabeza abajo sobre la vitrina, vestido de negro, mientras el diamante brillaba bajo él.

—El Sidney no se recuperó nunca.

—Así es, princesa. Es una de las pequeñas entradas del libro que llevo en la mochila. —No tenía forma de explicarle el placer y la frustración que sentía al leer sobre el tema.

—Pues si lo tenías tú, ¿cómo es que no vives en una villa en Martinica?

—Buena pregunta. —Doug movió la cabeza, con un gesto entre el desdén y la sonrisa—. Sí, muy buena pregunta. Lo tenía —murmuró, casi para sí mismo. Se echó el sombrero hacia delante, pero el sol todavía le molestaba en los ojos—. Durante un minuto fui un cabrón millonario. —Todavía lo veía, todavía sentía aquel deseo casi sensual mientras colgaba sobre la vitrina con la piedra en la mano y el mundo a sus pies.

—¿Y qué pasó?

La imagen y la sensación se hicieron añicos, como un diamante mal cortado.

—Comenzamos la retirada. Como te decía, el Gusano podía escurrirse por los conductos como una babosa. Cuando yo logré salir, el hijo de puta no estaba. Me había quitado la piedra de la bolsa y había desaparecido. Y para colmo hizo una llamada anónima a la policía. Para cuando llegué al hotel, ya me estaba esperando allí un enjambre. Me subí a un tren con lo puesto. Entonces fue cuando pasé una temporada en Tokio.

—¿Y qué pasó con el Gusano?

—Lo último que oí es que se había comprado un bonito yate y dirigía un casino flotante de alto standing. Uno de estos días… —Se regodeó un momento en la fantasía y al final se encogió de hombros—. En fin, esa fue la última vez que trabajé con un socio.

—Hasta ahora —le recordó ella.

Doug la miró con los ojos entornados. Estaba de vuelta en Madagascar y no había ninguna niebla helada. Solo sudor, músculos doloridos y Whitney.

—Hasta ahora.

—Por si se te ha pasado por la cabeza la idea de emular a tu amigo el Gusano, recuerda que no hay en el mundo un agujero lo bastante hondo para esconderte —le advirtió.

—Cariño… —Doug le dio un pellizco en el mentón—. Confía en mí.

—Paso, gracias.

Siguieron andando un rato en silencio, Doug reviviendo cada uno de los pasos del caso del diamante Sidney: la tensión, la fría concentración que mantenía la sangre muy quieta y las manos muy firmes, la emoción de tener el mundo en sus manos aunque solo fuera por un instante. Volvería a tenerlo. Era una promesa que se había hecho a sí mismo.

Esta vez no sería el Sidney, sino un cofre de joyas al lado del cual el Sidney parecería un premio de feria. Y esta vez no se lo arrebataría nadie, ni un enano de piernas torcidas ni una rubia con clase.

Ya había tenido demasiadas veces el arco iris en las manos para verlo desvanecerse. No le dolería tanto si lo hubiera estropeado él mismo por hacer el tonto o por mala suerte. Pero cuando uno era lo bastante estúpido para fiarse de alguien… Ese había sido siempre uno de sus mayores problemas. Tal vez se dedicara al robo, pero era honesto. Y por alguna razón se había imaginado que los demás también lo eran. Hasta que terminó con los bolsillos vacíos.

El Sidney, pensaba Whitney. Ningún ladronzuelo de segunda habría intentado robarlo, ni mucho menos lo habría conseguido. La historia confirmaba lo que siempre había pensado: Doug Lord era de primera clase, a su manera. Y había una cosa más: sería muy posesivo con el tesoro cuando lo encontraran, si es que lo encontraban. Eso era algo sobre lo que tendría que pensar mucho.

Entonces sonrió distraída a dos niños que corrían por el campo a su izquierda. A lo mejor sus padres trabajaban en la plantación, a lo mejor eran los dueños. En cualquier caso, sus vidas serían muy simples, pensó. Era interesante lo atractiva que podía resultar la simplicidad de vez en cuando. Whitney notó la incomodidad del vestido de algodón que le rozaba el hombro. Claro que también había mucho que decir del lujo. Muchísimo.

Los dos dieron un respingo al oír un motor a su espalda. Cuando se volvieron, el camión estaba casi encima de ellos. Si tenían que salir corriendo, no llegarían ni a diez metros. Doug se maldijo y volvió a maldecir cuando el conductor se asomó y les llamó.

No era un modelo nuevo como el que había pasado antes, ni tampoco estaba tan destartalado como el jeep de los merina. El motor sonaba bastante bien cuando el vehículo se detuvo en mitad de la carretera. Iba cargado con todo tipo de objetos, desde cacharros y cestas hasta sillas y mesas de madera.

Un vendedor ambulante, pensó Whitney, considerando ya lo que les podía ofrecer. Se preguntó cuánto le pediría por una colorida vasija de arcilla. Quedaría muy bonita en una mesa con una colección de cactos.

El conductor debía de ser un betsimiraka, calculó Doug, por la región en la que se encontraban y por el toque europeo de su bombín. El hombre sonrió, dejando al descubierto un montón de dientes muy blancos y sanos, y les hizo señales para que se acercaran.

—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó Whitney en un susurro.

—Creo que acabamos de conseguir que nos lleven, princesa, tanto si queremos como si no. Más nos vale poner de nuevo a prueba tu francés y mi encanto.

—Mejor usamos solo mi francés, ¿eh? —Olvidándose de parecer sumisa, se acercó al camión, y mirando por debajo del ala del sombrero, ofreció al conductor su mejor sonrisa y se fue inventando una historia.

Su marido y ella —aunque con eso tuvo que tragar algo de bilis— iban desde su granja en las montañas hasta la costa, donde vivía su familia. Su madre, improvisó al instante, estaba enferma. Whitney advirtió que los curiosos ojos del nativo le escudriñaban el rostro, pálido y regio bajo el sencillo sombrero de paja. Sin perder comba le lanzó una explicación. Aparentemente satisfecho, el hombre le señaló la puerta. Él también iba a la costa y estaba dispuesto a llevarles.

Whitney se agachó para coger el cerdo.

—Vamos, Douglas, tenemos nuevo chófer.

Doug dejó las cestas en la parte trasera y se sentó junto a ella. La suerte podía jugar a su favor o en su contra, eso lo sabía muy bien. Esta vez estaba dispuesto a pensar que estaba de su lado.

Whitney se puso el cerdo en el regazo como si fuera un niño pequeño y cansado.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Doug mientras le hacía al conductor un gesto con la cabeza, y sonreía.

Whitney suspiró, disfrutando del lujo de ir en coche.

—Le he dicho que vamos a la costa. Mi madre está enferma.

—Lo siento.

—Seguramente está en su lecho de muerte, así que no pongas cara de estar muy contento.

—A tu madre nunca le he caído bien.

—Eso no viene a cuento. Además, lo único que pasa es que quería que yo me casara con Tad.

Doug, que en ese momento le ofrecía uno de sus pocos cigarrillos al conductor, se quedó parado.

—¿Qué Tad?

Whitney disfrutó de su expresión ceñuda y se alisó la falda del vestido.

—Tad Carlyse IV. No te pongas celoso, cariño. Al fin y al cabo, te elegí a ti.

—Pues qué suerte tuve —masculló él—. ¿Y cómo le has explicado el hecho de que no somos nativos?

—Yo soy francesa. Mi padre era un capitán de barco que se asentó en la costa. Tú eras un profesor que había venido de vacaciones. Nos enamoramos locamente, nos casamos en contra de los deseos de nuestras familias y ahora tenemos una pequeña granja en las montañas. A propósito, tú eres inglés.

Doug se repitió la historia en la cabeza y decidió que a él no se le habría ocurrido nada mejor.

—Bien pensado. ¿Cuánto tiempo llevamos casados?

—No lo sé, ¿por qué?

—Porque no sé si tengo que mostrarme cariñoso o aburrido.

Whitney entornó los ojos.

—Bésame el culo.

—Aunque estuviéramos recién casados, creo que no debería mostrarme así de cariñoso delante de la gente.

Apenas conteniendo una carcajada, Whitney cerró los ojos y se imaginó que estaba en una lujosa limusina. Al cabo de unos momentos tenía la cabeza apoyada en el hombro de Doug. El cerdo roncaba suavemente en su regazo.

Soñó que Doug y ella estaban en una pequeña y elegante habitación bañada por la luz de las velas y anegada de aroma a vainilla. Ella iba vestida de seda blanca, tan fina que mostraba la silueta de su cuerpo. Él iba todo de negro.

Whitney reconoció la expresión de sus ojos, el súbito oscurecimiento de aquel verde tan, tan claro, antes de sentir en la piel sus manos expertas y su boca en los labios. Se sentía ligera, flotaba, incapaz de tocar el suelo con los pies… pero sentía cada curva y cada línea del cuerpo de Doug contra el suyo.

Él, sonriendo, se apartó y cogió una botella de champán. El sueño era tan vivido que Whitney veía hasta las gotitas de agua en el cristal. Doug descorchó la botella con un estampido ensordecedor. Cuando Whitney abrió los ojos, Doug tenía en las manos una botella rota y en la puerta se veía la sombra de un hombre y el resplandor del sol.

Se arrastraban por un oscuro y estrecho agujero. Whitney sudaba. De alguna forma sabía que estaban recorriendo unos conductos de aire, pero se parecían muchísimo al túnel de la cueva… oscuro, húmedo, sofocante.

—Solo un poco más.

Le oyó hablar y vio que algo brillaba más adelante. Era la luz que emitían las facetas de un gigantesco diamante. Por un momento la oscuridad se llenó de una luz cegadora, casi divina. Luego desapareció y Whitney se encontró sola en un monte pelado.

—¡Lord, hijo de puta!

—Despierta, princesa. Es nuestra parada.

—Gusano —masculló ella.

—Esa no es forma de hablarle a tu marido.

Whitney abrió los ojos y se encontró con su expresión sonriente.

—Hijo de…

Doug interrumpió su insulto con un beso largo y apasionado. Luego, con los labios a un suspiro de los de ella, le dio un pellizco.

—Se supone que estamos enamorados, princesa. Nuestro amistoso chófer podría conocer algunas de las más groseras expresiones inglesas.

Whitney cerró los ojos aturdida y volvió a abrirlos.

—Estaba soñando.

—Sí. Y por lo visto en el sueño no he quedado muy bien. —Doug salió del vehículo para coger las cestas.

Whitney sacudió la cabeza para aclararse la mente y miró por el parabrisas. Una ciudad. Era muy pequeña y el aire olía a pescado. Pero era una ciudad. Tan emocionada como si se hubiera despertado en París una mañana de abril, Whitney salió de un salto.

Una ciudad significaba un hotel. Un hotel significaba una bañera, agua caliente, una cama de verdad.

—¡Douglas, eres maravilloso! —Con el cerdo apretujado y chillando entre ellos, Whitney le abrazó.

—Por Dios, Whitney, que me estás poniendo perdido con el cerdo.

—¡Absolutamente maravilloso! —repitió ella, dándole un sonoro y entusiasmado beso.

—Bueno, sí. —Doug descubrió que su mano podía asentarse cómodamente en la cintura de ella—. Pero hace un momento era un gusano.

—Hace un momento no sabía dónde estábamos.

—¿Y ahora sí lo sabes? ¿Por qué no me informas?

—En la ciudad. —Whitney, abrazada al cerdo, dio una vuelta—. Agua corriente y caliente, somieres y colchones. ¿Dónde está el hotel? —Y se puso a mirar protegiéndose los ojos con la mano.

—Oye, yo no pensaba que nos quedáramos en…

—¡Allí! —exclamó ella triunfal.

Era un sitio limpio y sin adornos, más un hostal que un hotel. Aquel era un pueblo de marineros y pescadores, con el océano Índico a su espalda. Un alto malecón lo protegía de las inundaciones que se producían cada estación. Aquí y allá se veían las redes extendidas para secarse al sol. Había palmeras y enredaderas de grandes flores naranja contra las casas de madera. Una gaviota anidaba dormida en un poste telefónico. Las líneas rectas de la costa le impedían ser un puerto, pero el pueblecito pesquero disfrutaba obviamente de un cierto turismo.

Whitney ya le estaba dando las gracias al conductor. Doug no tuvo corazón para decirle que no podían quedarse, cosa que le sorprendió. Tenía planeado reaprovisionarse e intentar obtener algún transporte para subir por el litoral. Ahora la vio sonreír al conductor.

Una noche tampoco nos hará ningún daño, decidió. Así estarían descansados por la mañana para emprender el camino. Si Dimitri estaba cerca, por lo menos tendrían una pared a su espalda durante unas horas. Una pared a la espalda y unas cuantas horas para planear el siguiente paso. Pensando esto se colgó una cesta en cada hombro.

—Dale el cerdo y despídete.

Whitney sonrió al conductor por última vez y cruzó la calle. Las conchas crujían bajo sus pies, mezcladas con tierra y gravilla.

—¿Abandonar a nuestro primogénito a un vendedor ambulante? ¡De verdad, Douglas! Sería como vendérselo a los gitanos.

—Es muy mono y entiendo que le hayas cogido cariño.

—Tú también se lo habrías cogido si no pensaras con el estómago.

—Pero ¿qué demonios vamos a hacer con él?

—Ya le encontraremos un hogar decente.

—Whitney. —Doug le cogió el brazo a la puerta del hostal—. Es un montón de jamón, no un caniche.

—¡Shh! —Whitney entró en el hostal abrazando al cerdo con aire protector.

Dentro hacía un frescor maravilloso. Los ventiladores del techo giraban perezosamente, recordándole el bar de Rick en Casablanca. Las paredes estaban encaladas, los suelos eran de madera oscura, arañada pero limpia. La única decoración de las paredes eran unos tapices blanqueados. En las mesas se veían sentadas algunas personas bebiendo un líquido dorado en gruesos vasos. Whitney captó el olor de algo inidentificable y maravilloso que provenía de una puerta abierta en la parte trasera.

—Guiso de pescado —murmuró Doug, con un rugido en el estómago—. Algo parecido a la bullabesa con un toque de… romero —adivinó cerrando los ojos—. Y algo de ajo.

A Whitney se le hizo la boca agua de tal manera que tuvo que tragar saliva.

—Pues a mí me suena a almuerzo.

Una mujer apareció tras la puerta secándose las manos en un gran delantal blanco coloreado como la bandera de un desfile por las manchas de la cocina. Aunque tenía la cara marcada de hondas arrugas y sus manos reflejaban mucho trabajo además de la edad, llevaba el pelo recogido en alegres rodetes como una niña. Miró a Whitney y Doug, miró el cerdo solo un instante, y se dirigió a ellos en un rápido inglés con un marcado acento. Se acabaron los disfraces de Doug.

—¿Desean una habitación?

—Sí, gracias. —Whitney sonrió haciendo un esfuerzo porque no se le fuera la vista hacia la puerta de la que salía el aroma.

—Mi mujer y yo necesitamos habitación para una noche, un baño y comida.

—¿Para dos? —La mujer volvió a mirar al cerdo—. ¿O para tres?

—He encontrado al cerdito en la carretera —improvisó Whitney—. Y no quise dejarlo allí. A lo mejor conoce usted a alguien que pueda hacerse cargo de él.

La mujer miró al cerdo de tal manera que Whitney lo estrechó con más fuerza. Luego sonrió.

—Mi nieto se encargará de él. Tiene seis años, pero es muy responsable. —Tendió las manos y Whitney le entregó de mala gana al animal. La mujer, metiéndoselo debajo del brazo, hundió la otra mano en el bolsillo buscando las llaves—. Esta habitación ya está lista, por la escalera, dos puertas a la derecha.

Whitney se quedó mirándola mientras volvía a la cocina con el cerdo bajo el brazo.

—Vamos, princesa, que toda madre tiene que dejar ir a su hijo algún día.

Ella echó a andar resoplando.

—Más vale que no esté en el menú esta noche.

La habitación era mucho más pequeña que la cueva en la que habían dormido. Pero tenía algunas alegres marinas en la pared y una cama cubierta con una vistosa colcha de flores que había sido meticulosamente cosida. El baño era casi un nicho, separado del dormitorio por una pantalla de bambú.

—El paraíso —decidió Whitney tras echarle un vistazo, y se dejó caer boca abajo en la cama. Olía ligeramente a pescado.

—No sé hasta qué punto será paradisíaco. —Doug comprobó la cerradura de la puerta y la encontró resistente—. Pero nos apañaremos hasta que nos llegue el paraíso de verdad.

—Yo voy a meterme en la bañera y voy a darme un baño de varias horas.

—Muy bien, pasa tú primero. —Doug dejó caer las bolsas en el suelo sin ninguna ceremonia—. Yo voy a inspeccionar un poco por aquí y a ver qué clase de transporte podemos conseguir para subir por la costa.

—Yo preferiría un elegante Mercedes. —Whitney apoyó la cabeza sobre las manos con un suspiro—. Pero me conformaría con una carreta tirada por un caballo cojo.

—A lo mejor encuentro algo intermedio. —Doug, no queriendo correr ningún riesgo, sacó el sobre de la mochila y se lo metió debajo de la camisa a la espalda—. No gastes toda el agua caliente, princesa. Volveré.

—Y mira cómo va el servicio de habitaciones, ¿eh? No me gusta nada que se retrasen con los canapés. —Después de oír el chasquido de la puerta, se estiró voluptuosamente. Por muchas ganas que tuviera de dormir, todavía le apetecía más darse un baño.

Se levantó, se quitó el vestido de algodón y lo dejó caer arrugado al suelo.

—Mi más sincero pésame a tu anterior dueña —murmuró. Luego lanzó el sombrero de paja por la habitación como un platillo volante. El pelo le cayó en cascada sobre la piel desnuda como la luz del sol. Abrió muy contenta el agua caliente y se puso a buscar en su mochila el aceite y las sales de baño. Al cabo de diez minutos estaba sumergida en fragante y humeante agua espumosa.

—El paraíso —repitió, cerrando los ojos.

Doug se hizo una idea del pueblo muy deprisa. Había unas cuantas tiendas con objetos de artesanía en las ventanas. En los porches colgaban coloridas hamacas y en una puerta se veía una hilera de dientes de tiburón. Era evidente que los lugareños estaban acostumbrados a los turistas y su extraña atracción por las cosas inútiles. Se dirigió hacia el puerto. El olor a pescado se hizo muy fuerte. Allí admiró los barcos, los rollos de cabos y las redes tendidas al sol.

Si pudiera dar con la forma de mantener congelado el pescado, compraría un poco. Con el toque justo se podían conseguir milagros con un pescado en una hoguera. Pero primero tenía que calcular los kilómetros que le quedaban de viaje por la costa y cómo iba a recorrerlos.

Ya había decidido que un barco sería la manera más rápida y más práctica. Según el mapa de la guía de viajes, el Canal des Pangalanes podía llevarles hasta Maroantsetra. Desde allí tendrían que viajar por la selva tropical.

Allí se sentiría más seguro, con el calor, la humedad y el refugio de las plantas. El canal era la mejor ruta. Lo único que necesitaba era un barco y alguien que pudiera llevarlo.

Se acercó a una pequeña tienda. Hacía días que no veía un periódico y pensó comprar uno aunque tuviera que depender de Whitney para que se lo tradujera. Al tender la mano hacía la puerta, de pronto se sintió desubicado. En el interior acababa de oír la inconfundible voz áspera de Pat Benatar.

«Hit me with your best shot!», cantaba desafiante justo cuando Doug entraba.

Un hombre larguirucho con la piel oscura reluciente de sudor se movía detrás del mostrador al ritmo de la música de un pequeño y caro estéreo portátil. Iba limpiando el cristal de las ventanas a un lado del mostrador mientras cantaba la canción con Benatar.

Fire awaaaaay! —gritó. De pronto se volvió hacia la puerta que Doug había cerrado a sus espaldas—. Buenas tardes. —El acento era sin duda francés. Llevaba una camiseta desvaída donde se leía City College of New York. Su sonrisa era joven y atractiva. En los estantes detrás de él se veían recuerdos, telas, latas y botellas. Un colmado de Nebraska no habría estado mejor surtido.

—¿Quiere comprar algún souvenir?

—¿City College de Nueva York? —preguntó Doug mientras atravesaba la estancia.

—¡Americano! —El hombre bajó la música con actitud de reverencia hasta que solo se oyó un ahogado bramido y tendió la mano—. ¿Eres de Estados Unidos?

—Sí. De Nueva York.

Al joven se le iluminó el semblante.

—¡Nueva York! Mi hermano… —y se tiró de la camiseta— va a la universidad allí. Está haciendo un intercambio. Va a ser abogado, sí señor. El mejor.

Era imposible no sonreír. Doug le estrechó la mano que todavía no le había soltado.

—Soy Doug Lord.

—Jacques Tsiranana. América. —El joven le soltó la mano de mala gana—. El año que viene pienso ir. ¿Conoces el Soho?

—Sí. —Y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos—. Sí, conozco el Soho.

—Tengo una foto. —El hombre sacó de detrás del mostrador una fotografía doblada en la que aparecía un joven alto y musculoso delante del Tower Records—. Es mi hermano. Compra discos y me los graba en cintas. Música americana. Rock and roll. ¿Qué te parece Benatar?

—Una gran voz —convino Doug, devolviéndole la fotografía.

—¿Y qué haces aquí, cuando podrías estar en el Soho?

Doug movió la cabeza. A veces él mismo se hacía esa pregunta.

—Mi… chica y yo vamos viajando por la costa.

—¿De vacaciones? —El joven echó un rápido vistazo a la ropa de Doug. Iba vestido como el más humilde de los campesinos malgaches, pero en sus ojos había una expresión de fuerte autoridad.

—Sí, algo así. —Si no se tenían en cuenta las carreras y los disparos—. Quería darle una sorpresa y llevarla por el canal. Ya sabes, por el paisaje y eso.

—Es un paisaje muy bonito —dijo Jacques—. ¿Hasta dónde queréis ir?

—Hasta aquí. —Doug sacó el mapa del bolsillo y pasó el dedo por la ruta—. Hasta Maroantsetra.

—Pues menuda sorpresa vas a darle —murmuró el joven—. Son dos días, dos días muy largos. En algunos sitios es difícil navegar por el canal. —Sus dientes brillaron—. Hay cocodrilos.

—Es una chica dura —afirmó Doug, pensando en aquella piel tan sensible y tan suave—. De esas a las que les gusta montar campamentos y encender hogueras. Lo que necesitamos es un buen guía y un barco.

—¿Vas a pagar con dólares americanos?

Doug entornó los ojos. Parecía que, en efecto, tenía la suerte de su lado.

—Se podría arreglar.

Jacques se golpeó con el pulgar la camiseta.

—Pues yo te llevo.

—¿Tienes un barco?

—El mejor barco del pueblo. Lo construí yo mismo. ¿Tienes cien dólares?

Doug le miró las manos. Parecían fuertes y competentes.

—Cincuenta por adelantado. Estaremos listos para salir por la mañana. A las ocho.

—Trae a tu mujer a las ocho. Que le daremos una sorpresa.

Ajena a los placeres que la aguardaban, Whitney casi se había quedado dormida en la bañera. Cada vez que el agua se enfriaba un poco, abría de nuevo el grifo de la caliente. Se hubiera pasado allí toda la noche. Tenía la cabeza apoyada en el borde y el pelo suelto, mojado y brillante.

—¿Quieres batir un récord mundial? —preguntó de pronto Doug a sus espaldas.

Ella se incorporó con tal brusquedad que el agua estuvo a punto de rebosar.

—No has llamado a la puerta —le acusó—. Y la había cerrado con cerrojo.

—Lo he forzado —replicó él como si nada—. Tengo que mantenerme en forma. ¿Cómo está el agua? —Sin esperar respuesta, metió dentro un dedo—. Huele bien. —Recorrió con la vista la superficie—. Parece que las burbujas se están acabando.

—Todavía les quedan unos minutos. ¿Por qué no te quitas esa ridícula ropa?

Doug, sonriendo, comenzó a desabrocharse la camisa.

—Pensé que nunca ibas a pedírmelo.

—Al otro lado del biombo. —Ella se miró los dedos de los pies por encima de la espuma, sonriendo también—. Voy a salir para que puedas bañarte tú.

—Es una pena desperdiciar tanta agua caliente. —Doug, apoyando una mano a cada lado de la bañera, se inclinó sobre ella—. Puesto que somos socios, deberíamos compartirla.

—¿Eso crees? —Su boca estaba muy cerca y ella se sentía muy relajada. Alzó la mano y recorrió con un dedo mojado su mejilla—. ¿Y qué tenías en mente?

—Pues… —Inclinándose un poco más le rozó suavemente los labios con los suyos—. Terminar un negocio que tenemos a medias.

—¿Un negocio? —Whitney se echó a reír y le acarició el cuello con la mano—. ¿Quieres negociar? —Y por impulso dio un tirón y Doug perdió el equilibrio y cayó a la bañera. El agua se salió por un lado. Whitney le miraba mientras se quitaba la espuma de la cara, riéndose como una colegiala—. Douglas, estás más guapo que nunca.

Doug, enredado en ella, forcejeaba para no hundirse.

—A la niña le gustan los juegos.

—Bueno, es que se te veía tan sudoroso y acalorado… —Whitney le ofreció el jabón y se echó a reír otra vez al ver que él se frotaba la camisa que tenía pegada a la piel.

—Voy a echarte una mano. —Y antes de que Whitney pudiera evitarlo, Doug le pasó el jabón desde el cuello hasta la cintura—. Creo recordar que me debes una frotada de espalda.

Ella, todavía divertida, le cogió el jabón.

—¿Por qué no…?

Los dos se tensaron al oír los golpes en la puerta.

—No te muevas —susurró Doug.

—No tenía intenciones.

Doug logró salir de la bañera chorreando. Con el agua borboteándole en los zapatos se acercó a la mochila para sacar la pistola. No la había tenido en la mano desde que huyeron de Washington. Y ahora no le gustaba más que entonces.

Si Dimitri les había encontrado, no podía haberles acorralado mejor. Doug miró la ventana que tenía detrás. Podía escaparse en segundos. Luego miró el biombo de bambú. En una bañera de agua templada estaba Whitney desnuda y totalmente vulnerable. Doug lanzó una última mirada apesadumbrada a la ventana y a su vía de escape.

—Mierda.

—Doug…

—Calla. —Doug se acercó a la puerta con la pistola pegada al cuerpo, apuntando hacia arriba. Era hora de volver a probar su suerte—. ¿Sí?

—Soy el capitán Sambirano, de la policía. A su servicio.

—Mierda. —Miró alrededor rápidamente y se metió la pistola en la cintura del pantalón, a su espalda—. ¿Me enseña su placa, capitán? —Tenso, dispuesto a saltar, Doug abrió la puerta una rendija y examinó primero la placa y luego al agente. Sabía oler a un policía a kilómetros de distancia. De mala gana abrió la puerta—. ¿Qué puedo hacer por usted?

El capitán, pequeño, redondo y vestido muy a la occidental, entró en la habitación.

—Parece que le he interrumpido.

—Iba a bañarme. —Doug vio el charco que se estaba formando a sus pies y tendió la mano tras el biombo buscando una toalla.

—Le pido disculpas, señor…

—Wallace. Peter Wallace.

—Señor Wallace. Es mi costumbre visitar a todo el que pasa por el pueblo. Tenemos una comunidad muy tranquila. —El capitán tiró suavemente de las faldas de su chaqueta. Doug advirtió que tenía las uñas cortas y limpias—. De vez en cuando nos llegan turistas que no conocen del todo la ley ni nuestras costumbres.

—Yo estoy siempre dispuesto a cooperar con la policía —respondió Doug con una amplia sonrisa—. De todas formas mañana me marcho.

—Una lástima que no pueda quedarse más tiempo. ¿Acaso tiene prisa?

—Peter… —Whitney asomó la cabeza y un hombro desnudo tras el biombo—. Perdón. —E hizo todo lo que pudo por sonrojarse bajando los párpados para abrirlos de nuevo.

Hubiera funcionado o no el rubor, el caso es que el capitán se quitó la gorra y se inclinó.

—Señora…

—Es mi mujer, Cathy. Cath, es el capitán Sambirano.

—¿Cómo está usted?

—Encantado.

—Siento no poder salir ahora mismo. Es que ya ve que estoy… —Dejó la frase en el aire y sonrió.

—Por supuesto. Le ruego que perdone mi interrupción, señora Wallace. Señor Wallace, si puedo ayudarle en cualquier cosa durante su estancia, no dude en ponerse en contacto conmigo.

—Qué detalle.

A medio camino de la puerta, el capitán se volvió.

—¿Y a dónde se dirige, señor Wallace?

—Bueno, vamos improvisando —afirmó Doug—. Cathy y yo somos botánicos y hasta ahora hemos encontrado su país fascinante.

—Peter, el agua se está enfriando.

Doug echó un vistazo por encima del hombro y miró sonriendo al policía.

—Verá, es que estamos en nuestra luna de miel.

—Naturalmente. ¿Me permite felicitarle por su buen gusto? Buenas tardes.

—Sí, adiós.

Doug cerró la puerta y se apoyó contra ella lanzando un juramento.

—Esto no me gusta nada.

Whitney salió de detrás del biombo envuelta en una toalla.

—¿De qué crees que iba todo esto?

—Ojalá lo supiera. Pero una cosa es cierta, cuando la policía empieza a meter las narices, es que hay que buscarse otro sitio.

Whitney se quedó mirando un momento la alegre colcha de la cama.

—Pero, Doug…

—Lo siento, princesa. Vístete. —Él empezó a quitarse la ropa mojada—. Vamos a coger un barco un poco antes de tiempo.

—¿Tienes algo nuevo? —Después de acariciar una pieza de ajedrez de cristal, Dimitri movió el peón del alfil.

—Creemos que se dirigen hacia la costa.

—¿Creéis? —Dimitri chasqueó los dedos y un hombre de traje oscuro le puso en la mano una copa de cristal.

—Había un pequeño grupo de cabañas en las montañas. —Remo observó cómo Dimitri bebía y tragó saliva con la boca seca. No había dormido decentemente ni una sola noche en una semana—. Cuando fuimos a investigar, la familia estaba revolucionada. Les habían desvalijado mientras estaban en los campos.

—Ya veo. —El vino era excelente, aunque por supuesto se había traído su propia bodega. A Dimitri le gustaba viajar, pero sin incomodidades—. ¿Y qué les habían robado exactamente?

—Un par de sombreros, algo de ropa, unas cestas… —Remo vaciló.

—¿Y? —le animó Dimitri, con tanta suavidad que inquietaría a cualquiera.

—Un cerdo.

—¿Un cerdo? —repitió Dimitri con una risita. Remo casi dejó que se relajaran sus hombros—. Qué ingenioso. Empiezo a lamentar que haya que acabar con Lord. Me vendría muy bien un hombre como él. Sigue, Remo. El resto.

—Un par de niños vieron a un buhonero recoger con su camión a un hombre y una mujer… y un cerdo… esta misma mañana. Se dirigían hacia el este.

Se produjo un largo silencio. Remo no lo habría roto ni con un cuchillo a la espalda. Dimitri observó el vino de su copa y bebió un sorbo, alargando el momento. Oía los nervios de Remo estirándose, estirándose. De pronto alzó la vista.

—Sugiero que te dirijas al este, Remo. Yo mientras tanto seguiré adelante. —Pasó los dedos por otra pieza de ajedrez, admirando los detalles—. He calculado la zona a la que se dirigen nuestros amigos. Mientras tú los persigues, yo los esperaré. —Se llevó de nuevo la copa a los labios aspirando hondo el bouquet del vino—. Me canso mucho de los hoteles, aún que el servicio aquí es exquisito. Pero cuando reciba a nuestro invitado, me gustaría tener algo más de intimidad.

Dejó la copa de vino y cogió el caballo y la dama blancos.

—Sí, me encanta recibir invitados. —Y con un rápido movimiento estrelló las dos piezas. Los cristales tintinearon suavemente al caer sobre la mesa.