8

—¿Nos habrán visto?

Doug se dirigía hacia el este a toda velocidad sin salir de la parte más densa de la selva. Las raíces y lianas les hacían tropezar, pero Doug no perdió pie. Corría por instinto, a través de una selva desconocida atestada de bambú y eucaliptos, como si estuviera atravesando Manhattan. Las ramas les fustigaban a su paso. Whitney podía haberse quejado al recibir los latigazos en la cara, pero no quería desperdiciar el poco aliento que le quedaba.

—Sí, creo que nos han visto. —Doug intentó reprimir sus sentimientos de furia, exasperación o pánico. Cada vez que pensaba que había sacado algo de ventaja, se encontraba a Dimitri pegado a sus talones como un sabueso inglés de pura raza que hubiera olfateado la sangre. Necesitaba replantearse su estrategia y tendría que hacerlo sobre la marcha. La experiencia le había enseñado que esa era la mejor manera. Si uno tenía demasiado tiempo para pensar, le daba demasiadas vueltas a las consecuencias—. Pero no tienen sitio posible para aterrizar en esta selva.

Era cierto.

—Así que nos quedamos en la selva.

—No. —Doug corría como un atleta de maratón, de manera regular, sin perder el aliento. Whitney podía haberle odiado por eso tanto como le admiraba. Los lémures parloteaban en los árboles de miedo y excitación—. Dentro de una hora Dimitri tendrá a sus hombres peinando esta zona.

Aquello también era cierto.

—Así que salimos de la selva.

—No.

Whitney se detuvo, agotada por la carrera, apoyó la espalda contra un árbol y se deslizó hacia el suelo musgoso. En otro tiempo había tenido la arrogancia de considerarse en forma. Ahora los músculos de sus piernas protestaban a gritos.

—Entonces ¿qué vamos a hacer? ¿Desaparecer?

Doug frunció el ceño, no a causa de ella, y tampoco por el regular zumbido de la hélice y el motor sobre sus cabezas. Miró hacia la selva mientras un plan cobraba forma en su mente.

Era arriesgado. De hecho era sin duda insensato. Miró la bóveda verde que era todo lo que les separaba de Remo y una pistola del 45.

Claro que también podría funcionar.

—Desaparecer —murmuró—. Eso es lo que vamos a hacer. —Se agachó y abrió una mochila.

—¿Qué buscas, los polvos mágicos?

—Busco algo para salvar esa piel de alabastro que tienes, princesa. —Sacó el lamba que Whitney había comprado en Antananarivo y se lo envolvió en torno a la cabeza, buscando más el camuflaje que el adorno—. Adiós, Whitney MacAllister, hola, matrona malgache.

Whitney se quitó de un soplido el pelo de delante de los ojos. Su mano elegante de finos huesos se plegó sobre la otra.

—Estarás de broma.

—¿Se te ocurre algo mejor?

Whitney se quedó callada un momento. La selva ya no estaba en silencio con la intrusión de la hélice del helicóptero. Su sombra, los árboles y el olor a musgo ya no significaban protección. Sin decir palabra se cruzó el lamba bajo la barbilla y echó hacia atrás los extremos. Una mala idea era mejor que nada. Por lo general.

—Muy bien, pues vamos. —Doug le cogió la mano para levantarla—. Tenemos trabajo.

Diez minutos después encontró lo que estaba buscando.

Casi al fondo de una rocosa y escarpada pendiente había un claro con un puñado de cabañas de bambú. Habían cortado y quemado la hierba y la vegetación para plantar arroz silvestre. Más abajo se habían labrado huertos y los frondosos tallos de las judías crecían enroscados en palos. Se veía un prado vacío y un pequeño cobertizo donde las gallinas rebuscaban cualquier comida que pudieran encontrar.

La montaña era tan abrupta que las cabañas se alzaban sobre postes para compensar el terreno irregular. Los tejados eran de paja, pero incluso desde lejos parecían necesitar reparación. Unos toscos escalones excavados directamente en la tierra llevaban a un estrecho camino marcado de surcos. Iba en dirección al este. Doug se mantuvo a cubierto de unos pequeños matorrales, atento a cualquier signo de vida.

Apoyándose en su hombro para no perder el equilibrio, Whitney miró por encima de su cabeza. El grupo de cabañas se veía acogedor, y acordándose de los merina se sintió segura y protegida.

—¿Vamos a escondernos ahí abajo?

—Escondernos no nos va a servir por mucho tiempo. —Doug sacó los prismáticos y tumbado boca abajo echó un vistazo a las cabañas. No se veía humo ni movimiento en ninguna ventana. Nada. Tomó una rápida decisión y le tendió los prismáticos a Whitney.

—¿Sabes silbar?

—¿Cómo?

—Que si sabes silbar. —Doug emitió un grave sonido entre los dientes.

—Sé silbar mejor que eso —replicó ella con un resoplido.

—Genial. Tú mira por los prismáticos. Si ves que se acerca alguien a las cabañas, silba.

—Si crees que vas a bajar ahí sin mí…

—Mira, dejo aquí las mochilas. Las dos. —La cogió del pelo para acercar su rostro—. Supongo que te interesa más seguir viva que echarle el guante al sobre.

Ella asintió serena.

—Últimamente sobrevivir se ha convertido en una prioridad.

Para Doug siempre lo había sido.

—Pues quédate aquí.

—¿Por qué vas a bajar tú solo?

—Si queremos hacernos pasar por una pareja de malgaches, necesitamos adquirir unas cuantas cosas.

—Adquirir. —Whitney alzó una ceja—. Vas a robarlas.

—Eso es, princesa. Y tú te quedas a vigilar.

Después de pensarlo un momento, Whitney decidió que le gustaba bastante la idea de hacer de vigía. Tal vez en otro momento y lugar habría tenido una connotación más cruda, pero siempre había pensado que había que disfrutar cada experiencia dentro de su propio contexto.

—Si veo que alguien se acerca, silbo.

—Eso es. Y ahora ponte a cubierto, fuera de la vista. Remo podría venir con el helicóptero.

Dándose ánimos, Whitney se tumbó boca abajo y echó un vistazo con los prismáticos.

—Tú haz tu trabajo, Lord, que yo haré el mío.

Con una rápida mirada hacia los cielos, Doug comenzó a bajar por la empinada pendiente hacia las cabañas. Los escalones lo dejarían al descubierto demasiado tiempo, de manera que los evitó. Las piedras sueltas rebotaban contra sus pantorrillas y una vez la tierra cedió bajo sus pies y cayó patinando un par de metros antes de poder recuperar el equilibrio. Ya estaba cavilando un plan alternativo por si se encontraba con alguien. No hablaba el idioma y su intérprete francesa era ahora su vigía. Que Dios le cogiera confesado. Pero llevaba unos pocos dólares en el bolsillo —demasiado pocos, pensó con amargura—. Si las cosas se ponían feas, podría comprar la mayor parte de lo que necesitaba.

Se detuvo un momento atento a cualquier sonido, y de pronto echó a correr al descubierto hacia la primera cabaña.

Habría preferido que la cerradura tuviera más carácter. Siempre le había producido una cierta satisfacción vencer a una cerradura inteligente… o a una mujer inteligente. Echó un vistazo hacia donde estaba Whitney. Todavía no había terminado con ella, pero en el caso de la cerradura, tendría que apañarse con lo que había. En unos segundos estaba dentro.

Whitney, cómoda en el suelo blando de la selva, le observaba con los prismáticos. Se movía muy bien, pensó. Puesto que había estado corriendo con él casi desde el primer momento en que se vieron, no había podido apreciar la agilidad de sus movimientos. Impresionante, decidió, tocándose con la lengua el labio superior. Recordó la forma en que la había abrazado en la laguna.

Y mucho más peligroso de lo que había creído en un principio, se recordó.

Cuando desapareció dentro de la cabaña, Whitney hizo un barrido con los prismáticos. Captó dos veces un movimiento, pero no eran más que animales en los árboles. Algo parecido a un erizo salió al sol, alzó la cabeza para olfatear y volvió a deslizarse entre la maleza. Oyó el zumbido de las moscas y el gemido de los insectos. Eso fue lo que le hizo caer en la cuenta de que había cesado el ruido del helicóptero. Se concentró en Doug, rogándole mentalmente que se diera prisa.

El poblado parecía pequeño y rudimentario. Aquel era un Madagascar mucho más exuberante que el que había vivido los últimos dos días. Todo era verde y húmedo, hirviendo de vida. Cuando oía el rumor de las hojas, Whitney sabía que por encima de ella había pájaros y otros animales. En una ocasión creyó ver por los prismáticos una perdiz que volaba bajo sobre el claro.

Olía la hierba y el ligero aroma de las flores que crecían en las sombras. Tenía los codos apoyados en el mullido musgo que cubría una tierra oscura y rica. A pocos metros la montaña caía bruscamente y la erosión había pelado el suelo hasta la roca. De pronto un nuevo silencio cayó sobre la selva, un silencio zumbón tocado con el misterio que ella había anticipado por primera vez cuando Doug mencionó el nombre del país.

¿De verdad solo habían pasado días desde aquella noche en su apartamento, cuando Doug paseaba de un lado a otro impaciente intentando sacarle dinero? Todo lo que había pasado antes de esa noche le parecía un sueño. Ni siquiera había deshecho las maletas del viaje a París, y a pesar de todo no recordaba nada excitante de aquel viaje. Sin embargo, no recordaba ni un solo instante de aburrimiento desde que Doug se le había metido en el coche en Manhattan.

Definitivamente era mucho más interesante, decidió. Volvió a mirar hacia las cabañas, pero estaban tan tranquilas como antes de que Doug bajara la montaña. Era muy bueno en la profesión que había elegido, pensó. Tenía las manos rápidas, una vista de lince y los pies muy, muy ligeros.

Aunque Whitney no se había planteado cambiar de trabajo, pensó que sería divertido que Doug le enseñara un par de trucos. Ella aprendía deprisa y era buena con las manos. Eso y un cierto encanto acerado la habían ayudado a lograr el éxito en su trabajo sin tener que recurrir a su influyente familia. ¿Acaso el campo de Doug no requería las mismas habilidades básicas?

Tal vez podía probar eso de ser una ladrona. Por la experiencia nada más, por supuesto. Al fin y al cabo, el negro era uno de los colores que mejor le sentaba.

Tenía un elegante jersey de angora que le iría de maravilla, se dijo. Y si no recordaba mal, por ahí tenía también unos tejanos negros. Sí, estaba segura, unos tejanos negros y ajustados con una hilera de tachuelas plateadas en una pierna. Sí, podía estar equipada enseguida, en cuanto comprara unas deportivas negras.

Podía probar con la finca familiar de Long Island, para abrir boca. El sistema de seguridad era complejo e intrincado. Tanto que su padre disparaba la alarma con regularidad y luego tenía que llamar a gritos a los criados para que la desconectaran. Si Doug y ella lograban burlar la alarma…

Allí estaban los Rubens, un par de caballos de la dinastía Tang, aquella bandeja horrorosa de oro macizo que su abuelo había regalado a su madre. Podía llevarse unas cuantas piezas, meterlas en una caja y enviarlas a las oficinas de su padre en Nueva York. Su padre se volvería loco.

Divertida con aquella idea, Whitney volvió a escudriñar el paisaje. Estaba tan perdida en sus ensoñaciones que casi pasó por alto un movimiento hacia el este. Giró con brusquedad los prismáticos a la derecha y enfocó.

Los tres osos volvían, se dijo. E iban a sorprender a Ricitos de Oro con las manos en la masa.

Cogió aliento para silbar cuando una voz muy cerca de su espalda la frenó en seco.

—O los encontramos aquí o los obligamos a salir. —Las hojas crujieron detrás de ella y justo encima—. De cualquier manera, a Lord se le está acabando la suerte. —El hombre que había hablado no se había olvidado del botellazo de whisky que recibió en la cara. Ahora se tocó la nariz que Doug le había partido en el bar de Manhattan—. Quiero encargarme de Lord yo primero.

—Pues yo quiero a la mujer —terció otra voz, aguda y lastimera. Whitney sintió como si algo viscoso le rozara la piel.

—Pervertido —gruñó el primer hombre, abriéndose camino por la espesura de la selva—. Puedes jugar con ella, Barns, pero recuerda que Dimitri la quiere de una pieza. En cuanto a Lord, al jefe no le importa en cuántos pedazos se lo llevemos.

Whitney se quedó quieta en el suelo, con los ojos muy abiertos y la boca seca. Había leído en algún sitio que el verdadero miedo obnubila el oído y la vista. Entonces pudo verificarlo por propia experiencia. De pronto cayó en la cuenta de que la mujer de la que con tanta indiferencia hablaban era ella misma. Lo único que tenían que hacer era mirar sobre la elevación a la que se acercaban y la verían tumbada en el suelo, como si fuera un artículo en un mercado.

Miró frenética hacia las cabañas. De mucha ayuda le iba a servir Doug, pensó sombría. Podía salir a descubierto en cualquier momento. Desde su posición en la colina, para los hombres de Dimitri sería como una diana en una caseta de tiro. Si se quedaba donde estaba mucho tiempo más, los malgaches podían volver y montar alguna escena al descubrir que Doug les había desvalijado la cabaña.

Lo primero es lo primero, se advirtió Whitney. Necesitaba ponerse a cubierto, y deprisa. Miró de lado a lado moviendo solo la cabeza. Su mejor baza parecía ser un ancho tronco caído entre ella y unos matorrales. Sin pensárselo dos veces, cogió las dos mochilas y salió a cuatro patas. Arañándose con la corteza rodó sobre el árbol y cayó al suelo con un golpe seco.

—¿Tú has oído algo?

Whitney contuvo el aliento y se aplastó contra el tronco. Ahora ni siquiera veía las cabañas. Pero sí vio un ejército de diminutos insectos de color óxido excavando en el árbol muerto a un centímetro de sus narices. Intentando contener la repugnancia, se mantuvo inmóvil. Doug estaba ahora solo, se dijo. Igual que ella.

Oyó por encima de ella un rumor que podía haber sido un trueno a juzgar por cómo le resonó en la cabeza. La asaltó una oleada de miedo, seguida por una especie de vértigo. ¿Cómo demonios iba a explicarle a su padre que la habían secuestrado un par de matones en una selva de Madagascar cuando iba en busca de un tesoro perdido en compañía de un ladrón?

Su padre no tenía mucho sentido del humor.

Puesto que conocía la ira de su padre y no la de Dimitri, la del primero le preocupaba muchísimo más que la del segundo. Estuvo a punto de meterse dentro del árbol.

Volvió a oírse el rumor. Los hombres no siguieron charlando. Una persecución exigía silencio. Intentó imaginarlos avanzando hacia ella, en torno a ella, más allá, pero la mente se le heló de miedo. El silencio se extendió hasta que el sudor le perló la frente.

Cerró los ojos con fuerza como si fuera una niña convencida de aquello de «si yo no te veo, tú no me ves». Le resultaba fácil contener el aliento cuando casi se le había paralizado la circulación y la sangre se le había espesado de puro terror. Se oyó un golpe sordo en el tronco, justo por encima de su cabeza, y tuvo que abrir los ojos resignada. Se encontró con la cara negra de un lémur que la miraba intensamente.

—¡Dios! —exclamó con voz trémula, pero no había mucho tiempo para sentir alivio. Oía a los hombres acercándose, ahora con más cautela. Se preguntaba si un violador que la siguiera por Central Park le produciría el mismo terror helado—. ¡Fuera! —le susurró al lémur—. ¡Vamos! —Se quedó allí tumbada, haciéndole muecas, sin atreverse a moverse. Evidentemente más divertido que intimidado, el animal comenzó a hacer él también muecas. Whitney cerró los ojos con un suspiro—. Joder. —El animal lanzó un parloteo que atrajo a los dos hombres a la carrera.

Whitney oyó un agudo grito de victoria y el estampido de una pistola. La madera saltó hecha astillas a menos de quince centímetros por encima de su cara. En ese mismo instante, el lémur dio un brinco y se perdió entre la maleza.

—¡Idiota! —Whitney oyó el chasquido rápido de una bofetada y a continuación, increíblemente, una risita. Fue la risa, más que el disparo, más que el peligro, lo que le heló la sangre en las venas.

—Casi acabo con el animalejo ese. Por un par de centímetros.

—Sí, y ahora que Lord ha oído el disparo, habrá salido corriendo como un conejo.

—Me gusta matar conejos. Los cabrones se quedan paralizados mirándote cuando aprietas el gatillo.

—Mierda —exclamó el otro. Whitney sabía reconocer el asco, y casi simpatizó con él—. Muévete. Remo quiere que avancemos hacia el norte.

—Casi me cargo a un mono. —Volvió a oírse la risita—. Nunca había matado a un mono.

—Pervertido.

La palabra y las risas se alejaron. Pasaron unos momentos. Whitney seguía tumbada, inmóvil como una estatua. Los insectos habían decidido explorar su brazo además del tronco, pero no se movió. De hecho pensó que había encontrado un sitio ideal para pasar varios días.

Cuando una mano se cerró sobre su boca, saltó como un muelle.

—¿Qué, echando una siestecita? —le susurró Doug al oído, y vio en sus ojos que la sorpresa se convertía en alivio y el alivio en furia. Como medida de precaución, le tapó la boca un momento más—. Tranquila, princesa, que todavía no están muy lejos.

En cuanto le destapó la boca, ella se lanzó:

—¡Casi me pegan un tiro! —siseó—. Un gilipollas subnormal con una pistola.

Doug advirtió la marca en el tronco sobre la cabeza de Whitney, pero se encogió de hombros.

—Pues a mí me parece que estás bien.

—No gracias a ti. —Whitney se frotó la manga de la blusa, y los insectos y su asco cayeron al musgo—. Mientras tú andabas por ahí jugando a Robin Hood, llegaron dos tipos muy desagradables con pistolas igualmente desagradables. Mencionaron tu nombre.

—La fama es una carga —murmuró él. Había faltado muy poco, pensó, mirando de nuevo la marca del disparo en el árbol. Demasiado poco. Por mucho que maniobrara, por mucho que cambiara de dirección y de táctica, Dimitri seguía pegado a sus talones. Doug conocía la sensación de ser perseguido. También conocía la sensación del estómago encogido, el miedo de la presa cuando el cazador se acercaba. No pensaba perder aquella batalla. Miró hacia la selva e hizo un esfuerzo por conservar la calma. No pensaba perder cuando ya casi había ganado.

—Por cierto, eres una vigía penosa.

—Tendrás que aceptar mi excusa de que estaba algo preocupada y no podía silbar.

—Casi me veo metido en una situación bastante embarazosa. —De vuelta al trabajo, se dijo. Si Dimitri andaba cerca, tendrían que moverse más deprisa y darle a las piernas—. Pero bueno, conseguí llevarme unas cuantas cosas y salir de allí antes de que aquello se llenara de gente.

—Ya me imagino. —Daba igual el alivio que sentía al verle de una pieza, y el hecho de estar más que contenta de tenerle de nuevo a su lado. Whitney no pensaba permitir que él lo supiera—. Había un lémur y… —De pronto se interrumpió al ver lo que Doug había conseguido—. ¿Qué…? —comenzó, en un tono tan ofendido como curioso—. ¿Qué es eso?

—Un regalo. —Doug alzó el sombrero de paja y se lo tendió—. No me ha dado tiempo a envolverlo.

—Es feísimo y no tiene ningún estilo.

—Pero tiene un ala muy ancha —replicó él, poniéndoselo en la cabeza—. Como no puedo ponerte una bolsa en la cabeza, tendremos que apañarnos con esto.

—Qué halagador.

—También te he traído un vestidito a juego. —Doug le tiró un vestido de algodón tieso y sin forma, del color del estiércol blanqueado por el sol.

—De verdad, Douglas. —Whitney alzó una manga entre el pulgar y el índice. Sentía una repulsión casi idéntica a la que había sentido la mañana que se despertó con la araña encima. Al fin y al cabo, la fealdad era la fealdad—. Yo no me pongo esto ni muerta.

—De eso se trata precisamente, guapa, de que no estés muerta.

Whitney se acordó del estallido de la madera a pocos centímetros de sus narices. A lo mejor el vestido se volvía algo más elegante si lo llevaba puesto.

—Y mientras yo llevo este encantador modelito, ¿tú qué vas a ponerte?

Doug alzó otro sombrero de paja, este con la copa en punta.

—Muy elegante. —Whitney ahogó la risa cuando vio una larga camisa de cuadros y unos anchos pantalones de algodón.

—Se ve que a nuestro anfitrión le gusta el arroz —comentó Doug extendiendo la generosa cintura de los pantalones—. Pero nos las apañaremos.

—No me gustaría mencionar el éxito que han tenido hasta ahora tus disfraces, pero…

—Pues no lo menciones. —Doug hizo una pelota con la ropa—. Por la mañana tú y yo seremos una encantadora pareja malgache de camino al mercado.

—¿Y por qué no una mujer malgache con su hermano imbécil de camino al mercado?

—No tientes a la suerte.

Whitney, algo más segura, se miró los pantalones. Se había hecho un desgarro en la rodilla con el tronco del árbol. El agujero la irritó bastante más que la bala.

—¡Pero bueno! ¡Mira! —exclamó—. Si seguimos así, no va a quedarme una sola prenda decente. Ya me he cargado una falda y una blusa preciosa, y ahora esto. —Le cabían tres dedos en el roto—. ¡Y me los acababa de comprar en Washington!

—Bueno, te acabo de traer un vestido nuevo, ¿no?

Whitney miró el hatillo de ropa.

—Qué gracioso.

—Ya te quejarás más tarde —aconsejó él—. Ahora cuéntame si has oído algo que yo debiera saber.

Whitney le clavó una mirada asesina y sacó su cuaderno de la mochila.

—Estos pantalones me los pagas tú, Douglas.

—Como todo. —Doug dobló la cabeza para mirar la cantidad que Whitney anotaba—. ¿Ochenta y cinco dólares? ¿Quién coño es capaz de pagar ochenta y cinco dólares por unos pantalones de algodón?

—Tú —contestó ella con dulzura—. Y da gracias de que no le añada el IVA. Ahora… —Una vez satisfecha, volvió a guardar el cuaderno en la mochila—. Uno de los tipos daba grima.

—¿Solo uno?

—Quiero decir un tío raro de narices con voz de retrasado. Le daba la risa tonta todo el rato.

Doug se olvidó por un momento de su creciente factura.

—¿Barns?

—Sí, eso es. El otro le llamó Barns. Quiso pegarle un tiro a uno de esos lémures tan monos y casi me arranca la nariz. —De pronto se le ocurrió algo y metió la mano en la mochila para asegurarse de que su caja de maquillaje no había sufrido daños.

Si Dimitri había soltado a su perrito faldero, Doug sabía que se sentía seguro. Barns no estaba en nómina por su cerebro o su astucia. No mataba por sacar provecho ni por conveniencia. Mataba por diversión.

—¿Qué dijeron? ¿Qué oíste?

Whitney se aplicó unos polvos de maquillaje.

—Oí con toda claridad que el primer hombre quería echarte el guante a ti. Parecía un asunto personal. En cuanto a Barns… —Nerviosa de nuevo, le metió a Doug la mano en el bolsillo para sacar un cigarrillo—. Me prefiere a mí. Lo cual, supongo, muestra un cierto buen gusto.

Doug sintió un estallido de furia tan súbito que casi le ahoga. Mientras intentaba contenerlo, sacó unas cerillas para encender el cigarrillo. Puesto que se les estaba acabando el tabaco, de momento tendrían que compartirlo. Le quitó el cigarrillo a Whitney sin decir nada y dio una honda calada.

Nunca había visto a Barns en acción, pero había oído hablar del tema. Y lo que había oído no era nada agradable, ni siquiera comparado con algunas de las obscenidades que sucedían regularmente en lugares de los que Whitney jamás había oído hablar.

Barns tenía una especial afición por las mujeres y las cosas pequeñas y frágiles. Corría por ahí una historia particularmente truculenta sobre lo que le había hecho a una astuta prostituta de Chicago, y lo que había quedado de ella después.

Doug contempló los dedos finos y elegantes de Whitney, que recuperaban el cigarrillo. Barns no le pondría encima sus manos sudorosas, aunque tuviera que cortárselas por las muñecas.

—¿Qué más?

Whitney solo le había oído aquel tono de voz una o dos veces: cuando sostenía un rifle en las manos y cuando le apretaba el cuello con los dedos. Whitney dio también una honda calada al cigarrillo. Era más fácil jugar cuando Doug parecía medio divertido y medio exasperado. Cuando sus ojos se tornaban gélidos de aquella manera, era otra historia.

Se acordó de una habitación de hotel en Washington y de un joven camarero con una mancha roja extendiéndose por la espalda de su impecable chaqueta blanca.

—Doug, ¿de verdad vale la pena?

Él, impaciente, mantenía la vista clavada en el risco por encima de sus cabezas.

—¿El qué?

—Tu tesoro. Estos hombres quieren matarte. Y tú quieres calderilla en el bolsillo.

—Quiero algo más que calderilla, princesa. Pienso nadar en oro.

—Pues mientras nadas van a estar disparándote.

—Sí, pero tendré algo. —Doug la miró a los ojos—. Ya me han disparado antes. Llevo años corriendo.

Ella le devolvió una mirada igualmente intensa.

—¿Y cuándo piensas parar?

—Cuando tenga algo. Y esta vez voy a conseguirlo. Sí. —Exhaló una larga nube de humo. ¿Cómo podía explicarle lo que era despertarse por la mañana con solo veinte dólares en el bolsillo y una cabeza para pensar? ¿Le creería si le decía que había nacido para algo más que realizar trabajitos de vía estrecha? Tenía un cerebro, había perfeccionado sus habilidades y lo único que necesitaba era un buen golpe. Pero bueno de verdad—. Sí, vale la pena.

Whitney guardó silencio unos momentos, sabiendo que jamás comprendería aquella necesidad de posesiones materiales. Primero había que carecer de ellas. No era algo tan sencillo como la codicia, que ella habría comprendido. Era tan complejo como la ambición y tan personal como los sueños. Y ya fuera porque todavía estaba siguiendo su primer impulso o por una razón más profunda, Whitney estaba con él en aquello.

—Se dirigen al norte. El primer hombre dijo que Remo les había ordenado ir al norte. Comentaban que si no nos encontraban aquí, nos obligarían a salir.

—Ya. —Se iban pasando el cigarrillo de uno a otro como si fuera marihuana—. De manera que esta noche acampamos.

—¿Aquí?

—Lo más cerca posible de las cabañas, sin que nos vean. —Apagó con mala gana el cigarrillo al empezar a quemarse el filtro—. Emprenderemos la marcha en cuanto amanezca.

Whitney tendió el brazo.

—Quiero más.

Él le clavó una larga mirada que a ella le recordó a cuando estuvieron junto a la cascada.

—¿Más qué?

—Me han perseguido, me han disparado. Hace solo un momento estaba tumbada detrás de ese árbol sin saber cuánto me quedaba de vida. —Whitney tuvo que respirar hondo para que no le temblara la voz, pero su mirada no vaciló un instante—. He puesto en juego tanto como tú, Doug. Quiero ver los papeles.

Doug se había planteado que Whitney terminaría por acorralarle. Solo esperaba que hubiera sido más cerca del final. De pronto se dio cuenta de que había dejado de buscar oportunidades para dejarla tirada. Por lo visto tenía una compañera.

Pero eso no significaba que tuvieran que ir al cincuenta por ciento. Se agachó junto a la mochila y rebuscó en el sobre hasta dar con una carta que no estaba traducida. De eso deducía que no era tan importante como las que sí habían pasado al inglés. Además, no podía leerla. Whitney podría contarle algo útil.

—Toma. —Le tendió la página cuidadosamente sellada y se sentó en el suelo.

Se miraron el uno al otro con cautela, desconfiados, hasta que Whitney bajó la vista al papel. Estaba fechado en octubre de 1794.

—«Querida Louise —leyó—. Mientras te escribo esto rezo para que llegue a tus manos y te encuentre bien. A pesar de estar a tantos kilómetros de distancia, hasta aquí nos llegan noticias de Francia. Este campamento es pequeño y la gente va con la vista gacha. Hemos huido de una guerra para acabar en la amenaza de otra. Por lo visto no se puede escapar de las intrigas políticas. Todos los días buscamos tropas francesas, el exilio de otra reina, y mi corazón está desgarrado, sin saber si les daría la bienvenida o me escondería.

»A pesar de todo, aquí hay cierta belleza. El mar está cerca y por las mañanas paseo por la playa con Danielle y cogemos conchas. Ha crecido mucho en los últimos meses y ha visto y oído más cosas de las que cualquier madre querría para su hija. Pero a pesar de todo, el miedo se va desvaneciendo de sus ojos. Recoge flores, unas flores que yo no había visto jamás. Aunque Gerald sigue llorando a la reina, presiento que con el tiempo podremos ser felices aquí.

»Te escribo, Louise, para pedirte que vuelvas a pensar en reunirte con nosotros. Ni siquiera en Dijon estarás a salvo. He oído historias de casas quemadas y arrasadas, de gente a la que encarcelan y matan. Aquí hay un joven que recibió la noticia de que a sus padres los sacaron de su casa, cerca de Versailles, para ahorcarlos. Por la noche sueño contigo y temo desesperadamente por tu vida. Quiero tener a mi hermana a mi lado, Louise, a salvo. Gerald va a abrir una tienda y Danielle y yo hemos plantado un huerto. Llevamos una vida sencilla, pero aquí no existe la guillotina ni el Terror.

»Hay muchas cosas que necesito hablar contigo, hermana. Hay cosas que no me atrevo a escribir en una carta. Solo puedo decirte que Gerald recibió un mensaje y una misión de la reina solo unos meses antes de su muerte. Es una carga para él. Guarda en una sencilla caja de madera una parte de Francia y María Antonieta que no le dejará libre. Te lo suplico, no te aferres a lo que se ha vuelto en tu contra. No ates tu corazón, como ha hecho mi marido, a algo que ya se ha terminado. Sal de Francia y del pasado, Louise. Ven a Diego Suárez. Tu devota hermana, Magdaline».

Whitney le devolvió la carta.

—¿Tú sabes qué es eso?

—Una carta. —Doug, que no se había quedado impasible, volvió a guardarla en el sobre—. La familia vino aquí huyendo de la revolución. Según otros documentos, ese tal Gerald era una especie de criado de María Antonieta.

—Es importante —murmuró ella.

—Desde luego. Todos los documentos que hay aquí son importantes porque cada uno es una pieza del puzzle.

Whitney le contempló mientras él metía el sobre en la mochila.

—¿Y eso es todo?

—¿Qué más quieres? —Doug la miró un momento—. Desde luego me da pena esa mujer, pero lleva muerta bastante tiempo y yo estoy vivo. —Puso la mano sobre la mochila—. Y esto va a ayudarme a vivir justo como yo quiero.

—Esa carta tiene casi dos siglos.

—Exacto, y lo único que todavía existe de lo que se menciona en ella es una cajita de madera. Y va a ser mía.

Whitney se quedó mirándole un momento, sus ojos intensos, su boca sensible. Con un suspiro movió la cabeza.

—La vida no es sencilla, ¿verdad?

—No. —Doug sonrió porque necesitaba borrar del rostro de Whitney aquella mirada de soledad—. ¿Quién quiere que sea sencilla?

Ya lo pensaría más tarde, decidió Whitney. Ya le pediría más tarde el resto de los documentos. De momento solo quería descansar, física y mentalmente. Se levantó.

—¿Y ahora qué?

—Ahora… —Doug escudriñó los alrededores—. Ahora montaremos nuestros aposentos.

Hicieron un primitivo campamento entre los árboles de la colina. Comieron carne de los merina y bebieron vino de palma. No encendieron un fuego. Hicieron turnos de vigilancia durante la noche. Por primera vez desde que emprendieron el viaje juntos, apenas hablaron. Entre ellos flotaba el aliento del peligro y el recuerdo de un momento pasional e irracional bajo una cascada.

El amanecer en la selva tomó la forma de cascadas doradas, rayos rosados y brumosos verdes. El olor era el de un invernadero al que acabaran de abrir las puertas. La luz era etérea, en el aire tranquilo flotaba el alegre canto de los pájaros que saludaban a la mañana. El suelo y las hojas se cubrían de rocío y la luz convertía las diminutas gotas en arco iris. En el mundo todavía quedaban rincones paradisíacos.

Perezosa, satisfecha, Whitney se acurrucó contra el calor que sentía a su lado y suspiró cuando una mano le acarició el pelo. Contenta con los sentimientos que la inundaban, apoyó la cabeza sobre un hombro masculino y se durmió.

No era difícil perder el tiempo mirándola, pensó Doug, concediéndose un momento de placer después de una larga y tensa noche. Whitney era una belleza. Y así dormida emanaba una dulzura que su ácido ingenio ocultaba en la vigilia. Sus ojos solían dominar su rostro. Pero ahora que los tenía cerrados era posible apreciar la pura belleza de su estructura ósea, la inmaculada pureza de su piel.

Cualquiera podría enamorarse muy deprisa y muy hondamente de una mujer así. Aunque Doug tenía el paso firme, ya se había tropezado un par de veces.

Deseaba hacer el amor con ella, despacio, voluptuosamente, sobre una cama blanda y mullida de sábanas de seda a la luz de las velas. No le costaba imaginar la escena. Lo deseaba, pero había deseado muchas cosas en su vida. Doug consideraba uno de los más claros requisitos del éxito la capacidad de separar lo que uno deseaba de lo que podía lograr, y lo que podía lograr de lo que valía la pena. Deseaba a Whitney y tenía una elevada probabilidad de conseguirla, pero su instinto le advertía que no valía la pena.

Una mujer así era de las que acaban atándote con la rienda muy corta. Y Doug no tenía ninguna intención de permitir que le ataran ni de atarse a nadie. Coge el dinero y corre, se recordó. Así era el juego. Whitney, todavía dormida, se movió y suspiró. Y él, despierto, hizo lo mismo.

Había llegado el momento de poner cierta distancia, decidió. Tendió la mano y la sacudió por el hombro.

—Arriba, marquesa.

—¿Hummm? —Whitney se limitó a acurrucarse contra él, tan cálida y sinuosa como un gato. Doug tuvo que soltar un suspiro muy largo y muy hondo.

—Whitney, menea el culo.

Aquella frase penetró las brumas del sueño. Whitney abrió los ojos con la frente arrugada.

—No estoy muy segura de que la mitad de un tesoro sea suficiente para compensarme por tener que oír tu encantadora voz todas las mañanas.

—No vamos a envejecer juntos. Y en cuanto quieras retirarte no tienes más que decirlo.

En ese momento Whitney se dio cuenta de que sus cuerpos estaban unidos, como amantes después de una noche de pasión, y compasión. Enarcó una ceja fina y elegante.

—¿Qué te crees que estás haciendo, Douglas?

—Despertarte —replicó él—. Has sido tú la que te me has echado encima. Ya sabes lo mucho que te cuesta resistirte a mi cuerpo.

—No. Lo que sí sé es lo mucho que me cuesta no darte unas cuantas bofetadas. —Le apartó de un empujón, se incorporó y echó la cabeza atrás—. ¡Dios mío!

Los reflejos de Doug fueron muy rápidos. Se echó encima de ella tan deprisa que la dejó sin aliento. Aunque ninguno de los dos se dio cuenta, Doug había realizado uno de los pocos actos altruistas de su vida. La había escudado con su cuerpo sin pensar en su propia seguridad ni en sacar un beneficio.

—¿Qué?

—Por Dios, ¿tienes que maltratarme siempre así? —Whitney suspiró resignada y señaló hacia arriba. Él siguió su dedo con cautela.

En las copas de los árboles, por encima de sus cabezas, había cientos de lémures. Sus esbeltos y flexibles cuerpos estaban erectos; sus finos brazos, extendidos hacia el cielo. Así posados en las ramas, parecían una multitud de paganos en éxtasis ante un sacrificio.

Doug lanzó un juramento y soltó a Whitney.

—Vas a ver muchos bichos de esos —la informó mientras se hacía a un lado—. Hazme el favor de no ponerte a gritar cada vez que tropecemos con uno.

—No he gritado. —Estaba demasiado encantada para enfadarse. Dobló las rodillas y se las rodeó con los brazos—. Parece que están rezando o adorando al sol.

—Eso cuenta la leyenda —afirmó Doug mientras comenzaba a levantar el campamento. Más tarde o más temprano los hombres de Dimitri volverían sobre sus pasos, y no estaba dispuesto a dejarles ninguna pista—. En realidad se están calentando.

—Prefiero la mística.

—Bien. Pues con tu nuevo atuendo vas a tener mística de sobra —declaró, tirándole el vestido—. Póntelo. Todavía tengo que ir a buscar otra cosa ahí abajo.

—Ya que vas de compras, ¿por qué no me buscas algo un poco más atractivo? Me gusta la seda, virgen o refinada. Algo azul con un drapeado en las caderas.

—Póntelo —repitió él, y al momento desapareció.

Whitney, resoplando y bastante irritada, se quitó la ropa suave, cara y destrozada que había comprado en Washington y se puso por la cabeza aquel sayo amorfo, que le cayó sin vida hasta las rodillas.

—A lo mejor con un buen cinturón de cuero ancho… —murmuró—. De color escarlata, con una hebilla bien vistosa. —Se pasó la mano por el tosco algodón y frunció el ceño.

El bajo estaba fatal y el color no tenía arreglo. Whitney se negaba en redondo a parecer un adefesio, ya fuera para ir a la ópera o para huir de las balas. Se sentó en el suelo y sacó su maquillaje. Por lo menos con la cara podría hacer algo.

Cuando Doug volvió, la encontró probando y rechazando distintas maneras de echarse el lamba sobre los hombros.

—Nada —exclamó disgustada—, con este saco no hay nada que funcione. Creo que preferiría llevar tus pantalones. Por lo menos… —De pronto se volvió y se interrumpió—. ¡Madre mía! ¿Eso qué es?

—Un cerdo —contestó él, forcejeando con el agitado fardo que llevaba entre los brazos.

—Ya veo que es un cerdo. Pero ¿para qué lo quieres?

—Más camuflaje. —Ató al animal con una cuerda a un árbol. El cerdo, con varios chillidos de indignación, acabó dándose por vencido—. Las mochilas irán en estas cestas que he cogido, y así parecerá que llevamos nuestras mercancías al mercado. El cerdo es un seguro extra. —Mientras hablaba, Doug se quitó la camisa—. Muchos granjeros de la región llevan animales al mercado. ¿Para qué te has puesto eso en la cara? Se trata precisamente de que nadie te la vea más de lo necesario.

—Mira, puede que tenga que llevar puesto este sudario, pero me niego a ir hecha un adefesio.

—Tú tienes un auténtico problema de vanidad —comentó Doug mientras se ponía la camisa que acababa de adquirir.

—A mí la vanidad no me parece un problema —replicó ella—. Cuando está justificada.

—Métete el pelo debajo del sombrero. Todo.

Whitney obedeció, volviéndose un poco mientras él se quitaba los tejanos para ponerse los pantalones de algodón. Como le quedaban anchísimos, tuvo que atárselos con otra cuerda.

Los pantalones se arrugaban profusamente en la cintura para caer luego en cascada sobre las caderas hasta varios centímetros por encima de los tobillos. El lamba que se había echado sobre los hombros y la espalda disimulaba su complexión.

El sombrero le ocultaba la cara y le cubría casi todo el pelo.

Podía dar el pego, siempre que no le mirasen muy de cerca, decidió Whitney.

Por otra parte, en ella el largo y amplio vestido ocultaba todas las curvas y líneas de su cuerpo. Le dejaba al aire los pies y los tobillos. Unos tobillos demasiado elegantes, observó Doug. Habría que cubrirlos de polvo y barro. El lamba, en torno a su cuello y sobre sus hombros y brazos, era un buen detalle. Sus manos quedarían casi del todo ocultas.

El sombrero de paja no tenía nada del estilo y la elegancia de la fedora blanca que había llevado en otra ocasión, pero a pesar de cubrirle el pelo y la cabeza, no disimulaba en absoluto la clásica y muy occidental belleza de su rostro.

—Tú así no llegas ni a la vuelta de la esquina —masculló Doug.

—¿Qué quieres decir?

—Tu cara. Joder, si es que parece que acabas de salir de la portada del Vogue.

Los labios de Whitney se curvaron muy ligeramente.

—¿Sí?

Doug intentó ponerle mejor el lamba. Con algo de ingenio se la subió por el cuello hasta enterrarle el mentón entre sus pliegues, y luego le caló más el sombrero, bajándole el ala sobre la frente.

—¿Y cómo demonios quieres que vea? —resopló Whitney tras el lamba—. ¿Y cómo voy a respirar?

—Puedes doblar el ala del sombrero cuando no haya nadie. —Doug retrocedió unos pasos con los brazos en jarras para echarle un crítico vistazo. Whitney parecía asexuada, sin forma y enterrada bajo el chal… hasta que alzó la cabeza y le clavó la mirada.

En aquellos ojos no había nada asexuado, pensó. Le recordaban que sí había unas formas debajo del algodón. Doug metió las mochilas en las cestas y las tapó con la fruta y la comida que les quedaba.

—Cuando salgamos al camino, mantén la cabeza gacha y ve detrás de mí, como una mujer sumisa como Dios manda.

—Eso demuestra lo que sabes de las mujeres.

—Y vámonos antes de que decidan volver sobre sus propios pasos. —Se cargó una cesta en cada hombro y empezó a bajar la empinada colina.

—¿No se te olvida nada?

—El cerdo lo llevas tú, cariño.

Viendo que sus opciones eran muy limitadas, Whitney desató la cuerda del árbol y se puso a tirar del cerdo, que no parecía nada dispuesto a cooperar. Al final le resultó más fácil llevarlo en brazos como un niño encolerizado. El animal protestó, chilló y se rindió.

—Vamos, pequeño Douglas, que papá nos lleva al mercado.

—Muy graciosa —gruñó Doug, pero sonreía al salir de entre los árboles.

—Se parece un poco a ti —comentó Whitney cuando se detuvieron al final del camino—. En el morro.

—Iremos hacia el este —dijo él, sin hacerle caso—. Con algo de suerte llegaremos a la costa por la noche.

Whitney empezó a bajar los empinados escalones de tierra forcejeando con el cerdo.

—¡Por Dios, Whitney! ¡Deja al puto cerdo en el suelo! Sabe andar.

—No digas palabrotas delante del niño. —Whitney dejó con suavidad al animal y tiró de la cuerda para que echara a andar a su lado. Dejaron atrás la montaña, la selva y la protección que les ofrecía. Desde un helicóptero, pensó Whitney, seguramente podrían pasar por granjeros, pero de cerca…—. ¿Y si nos tropezamos con nuestros anfitriones? —comenzó, echando un rápido vistazo a las cabañas que habían dejado a la espalda—. A lo mejor reconocen su ropa de marca.

—Correremos el riesgo. —Doug empezó a bajar por el estrecho camino y decidió que los pies de Whitney se habrían ensuciado lo suficiente al cabo de un kilómetro—. Será mucho más fácil enfrentarse a ellos que con los simios de Dimitri.

Puesto que el camino que tenían por delante parecía interminable y el día solo acababa de empezar, Whitney decidió creer en su palabra.